CAPITULO III UN ASCENSO
Bowman viajó durante todo el día y parte de la noche antes de llegar a la vista del Fuerte Craig. Estaba agotado y al detenerse su caballo ante la puerta de la fortaleza, el teniente estuvo a punto de caer por encima de las orejas del animal, que a su vez se mantenía en pie por un milagro de energía.
- Necesito ver al oficial de guardia -dijo Bowman trabajosamente, pues tenía la boca seca por el polvo.
El capitán Mendel, que se había hecho cargo interinamente del mando, le recibió en el despacho de Muskrat. Al leer las credenciales de Bowman le ofreció whisky para que desatascase su garganta y una silla para que descansara un poco de sus fatigas.
- Encantado de verle, teniente. ¿Es verdad que me trae alguna noticia del comandante?
- Sí. Pero no son buenas.
- Siempre serán mejores que el no saber nada de él. Santa Fe nos ha pedido confirmación de haber recibido el mensaje que envió hace unos días. No hemos encontrado ese mensaje, que, por lo visto, era una orden importante, y estoy esperando el duplicado.
- Se trata de detener a una mujer llamada Analupe de Monreal, que lleva un cargamento de oro robado -explicó Bowman-. Hace unos días pasó ante el Fuerte. El comandante Muskrat fue a su campamento para realizar una investigación y quedó detenido. Ahora está en poder de ella. Es necesario reunir a todas las fuerzas disponibles y salir en seguida tras esa mujer.
Mendel movió dubitativamente la cabeza.
- Es muy arriesgado lanzarse en pos de alguien en estas tierras. Dígame lo que sepa acerca del paradero. Cuando Bowman terminó su relato, las vacilaciones de Mendel aumentaron.
- No sé qué hacer -dijo-. Todo esto es muy confuso. La intervención del «Coyote» aumenta mis dudas. El tener que adentrarnos en el desierto las aumenta todavía más. Es como meterse en un avispero, pues quedaríamos a merced de cualquier enemigo. En primer término, tendríamos que llevar mucha impedimenta. Hay pocos manantiales y bastaría con que se hubiera echado unas cargas de dinamita dentro de ellos para que nos viéramos privados de agua. Por tanto, tendremos que llevar con nosotros varios carros-cuba que serán un lastre espantoso; pero inevitable. También hay que cargar con víveres para nosotros y comida para los caballos. En el mejor de los casos desarrollaríamos la misma velocidad que esa mujer. Además, necesito confirmación de las órdenes. Creo en su palabra; pero ya sabe que un oficial nunca ha de obrar impulsivamente.
- Ya lo sé -replicó, despectivo, Bowman-. Los impulsos, en el Ejército, se pagan con doce balas en el cuerpo, ante un piquete de ejecución, con diez años en prisión, o, si en vez de fracasar se triunfa, con un ascenso por méritos de guerra. Este es el sistema de enseñanza y de selección del Ejército. Quien se arriesga, o sube o cae. Quien se limita a cumplir ordenes y a demostrar su disciplina, no baja; pero sube tan despacio que se le termina la vida antes de que se le acaben los grados. Hacer cosas que no se pueden hacer es como avanzar a saltos. Como dijo el comodoro Foote…
- Sé lo que dijo el comodoro -interrumpió el capitán Mendel-. Y no veo a cuento de qué viene recordarlo.
- Pues sencillamente: al comodoro le perjudicaba tener que permanecer bajo el fuego del Fuerte Donelson por culpa de aquella cañonera. No podía abandonarla, porque el reglamento lo prohíbe. No podía salvarla, porque lo prohibía el estado de la cañonera. No podía hundirla a cañonazos, porque se supone que los proyectiles están destinados al enemigo, no a los amigos. Yo le di la solución. Si alguien, en el Ministerio de Marina, le hubiera preguntado qué hizo con la cañonera, él hubiese podido contestar que hizo cuanto estuvo en su mano por salvarla. Claro que si, cumpliendo las ordenanzas, y por no dejar abandonado aquel barcucho, se hubiera hecho hundir con toda la flota a sus órdenes, habrían dicho que fue un héroe, y le hubieran levantado monumentos; pero el Fuerte Donelson no habría sido tomado.
- Me extraña que no le ascendieran a general, teniente.
- Lo mismo me ocurre a mí. Por menos de lo que yo hice han ascendido a otros.
- Aún está a tiempo de cometer una locura.
Los dos hombres se miraron fijamente. El capitán, limpio, atildado, cubierto por un rutilante uniforme. El teniente, en cambio, sucio, barbudo, vestido como un trampero o un buscador de minas perdidas. Bowman fue el primero en hablar, ya que era el único que debía tomar una decisión:
- ¿Por qué no sale en busca del telegrama de Sacramento? Si usted se marcha yo puedo quedar encargado del fuerte.
- No veo nada ilegal en ello; pero no me gusta.
- ¿Prefiere tener que dar explicaciones al presidente por no haber colaborado eficazmente conmigo?
- Prefiero comunicar directamente con la Casa Blanca y recibir órdenes escritas, aunque sea en la cinta de un telegrama.
- Pues no pierda tiempo y vaya a telegrafiar. Yo quedo encargado del fuerte. Dígaselo a su gente. Y si telegrafía al presidente pregúntele si al «Coyote» lo tenemos que ahorcar o qué. ¡Ah! Vea si encuentra por algún sitio una guerrera que encaje en mi andamiaje.
Mendel salió del despacho seguido por el teniente. Encaminóse al Cuarto de Banderas, donde se reunían los oficiales.
- Señores -empezó en seguida-. Debo ir a comunicar directamente con Washington. Mientras tanto, el teniente Bowman, encargado por su Su Excelencia el presidente de una importante misión relacionada con la concentración de fuerzas en este puesto, quedará al mando de la fortaleza. Sus credenciales y la alta misión que le ha sido encomendada justifican mi decisión. Vean si pueden encontrar en el depósito de vestuario algún uniforme para él.
- No se molesten -intervino Bowman-. Pantalones no podrán encontrar. Basta con cualquier guerrera, aunque sea de soldado. -Volvióse hacia Mendel-. Adiós, capitán. No tarde, porque tendrá que alcanzarnos. No se moleste en presentarme a los oficiales. Nos iremos conociendo.
Mendel ordenó que se ensillase su caballo para ir a la más cercana estafeta de la Western Unión, único medio de comunicar directamente con Washington. Mientras se preparaba, alegrábase de poder desentenderse de una misión arriesgada y vacía de gloria.
Bowman, en cambio, olvidando su cansancio, comenzó a dar órdenes que a los demás oficiales les parecieron descabelladas o formidables, según sus distintos caracteres.
Al amanecer, vistiendo sus pantalones y una guerrera demasiado ancha y demasiado corta, que le daba aspecto de pordiosero o de espantapájaros, Bowman salía al frente de doscientos hombres a caballo y llevando como impedimenta tres carros cargados de comida para hombres y caballos y dos carros-cuba llenos de agua.
- Muchacho -dijo a un joven teniente que aún olía a las aulas de la Academia Militar-. Ponte al frente y sigue adelante mientras yo descabezo un sueño sobre los fardos de alfalfa. Al paso que vamos tardaremos dos días en llegar a destino.
Bowman se encaramó luego a lo alto de uno de los carros y tumbóse a dormir, de un tirón, siete horas.
Entretanto, Mendel había llegado a la estafeta de la Western y al cabo de una hora consiguió línea directa con la Casa Blanca. El presidente leyó el mensaje que enviaba el capitán.
- ¡Incapaces! -gruñó, mordiendo su cigarro-. Son como niños, a quienes hay que coger de la mano incluso para cruzar una calle vacía. -Mirando a su ayudante con fruncido ceño, agregó: -Conteste que obedezca las órdenes del capitán Bowman, que le comunique su ascenso y que le diga que empiezo a preparar el nombramiento de comandante o la orden de que lo fusilen. Por fortuna aún quedan en nuestro Ejército hombres capaces de jugarse la carrera. Ese capitán debe de ser de los que creen que para ganar en el juego no hay que exponerse a perder. ¡Ah! Y respecto a lo del «Coyote», que Bowman haga lo que pueda, lo que se le antoje, pero, ¡por todos los demonios!, que haga algo. En fin, usted arregle el mensaje lo mejor posible para que no sea duro; pero tampoco blando.
Al quedar solo, Grant adoptó su característica postura: hundió las manos en los bolsillos del pantalón y la barbilla en el pecho.
- ¡El «Coyote»! -gruñó-. Si él no lo consigue, creo que nadie lo conseguirá. Si el mundo supiese que el presidente de los Estados Unidos estaba pendiente de lo que en su ayuda pueda hacer un ban…, un aventurero, se reiría; pero la gente siempre se ríe de lo que no entiende.
Sin embargo, Mendel, a pesar de que no entendía del todo el mensaje recibido de Washington, no se reía.
- Quien sube muy de prisa no va muy lejos -gruñó, pensando en el fulminante ascenso de Bowman-. Allá él con el lío en que se ha metido. Si fracasa, como no puede por menos de ocurrir, la amistad del presidente le servirá de muy poco.
De regreso, el capitán se detuvo en el Fuerte Craig sólo el tiempo imprescindible para cambiar de caballo. En seguida reanudó el viaje en pos de los soldados.
Los alcanzó cuando estaban acampados y entregó a Bowman su nombramiento telegráfico.
- Le felicito -dijo irónico-. Ya es usted capitán.
- Y cuando esto termine seré comandante.
- Antes de tomar ninguna medida arriesgada, moléstese en consultar a los demás oficiales -advirtió Mendel-. Es lo que ordenan las leyes militares.
Bowman le miró con ingenua expresión.
- Nunca oí decir tal cosa -aseguró-. Por lo tanto, nadie me podrá reñir por no hacer lo que no sé.
- Pero yo le he advertido.
- Recuérdelo para cuando tenga que responder de sus actos frente al Consejo de Guerra que nos juzgará. Le prometo admitir que algo oí de usted; pero que no le presté ninguna atención. Ahora regrese al fuerte y cuídelo mucho.
- Encantado, capitán.
- Lo creo, capitán -sonrió Bowman.
A la mañana siguiente se tocó diana dos horas antes de lo acostumbrado, a pesar de que el campamento se estableció tres horas después de lo marcado por las ordenanzas.
Hubo gruñidos, malos humores, comentarios nada piadosos acerca del larguísimo capitán; pero al mismo tiempo, los soldados empezaban a sentir simpatía por él.
Los primeros en emprender la marcha fueron los carros, para cuyos conductores hubo una diana especial.
- Vosotros podéis dormir por el camino y relevaros en el trabajo de guiar a los caballos -les dijo Bowman-. Ya os alcanzaremos. Por una vez, la tortuga correrá sin su caparazón. Lo malo será que luego tendremos que amoldar nuestro paso al vuestro.
A los soldados les ordenó:
- Tendréis que comer raciones frías y así nos ahorraremos el tiempo perdido en preparar comida caliente. Estoy seguro de que la comida caliente os molestaría en medio de tanto calor. Además, a la hora del descanso, podréis descansar como los hombres, o sea, fumando y jugando a los dados o al poker, en vez de perder el tiempo comiendo.
Mientras ingería su ración de galleta y cecina, cabalgando al frente de su tropa por la Jornada del Muerto, teñida por los primeros rubores del sol naciente, Bowman decidió que mandar soldados y tomar decisiones era una cosa divertida. Luego, tras una corta meditación, y mientras se limpiaba los labios con el dorso de la mano, agregó:
- Por lo menos mientras dura.