CAPITULO IX LLEGA UN MEJICANO

El señor Libby había estado un buen rato contemplando el daguerrotipo antes de dejarlo a un lado, sobre la mesa de su despacho. Estaba en su casa y aún no se había repuesto de los disgustos en que tan pródiga fuera la jornada.

- He sembrado en el mar -musitó-. No sé quién lo dijo…; pero es una gran verdad en ciertos casos.

Volvió a mirar el retrato y lo acarició maquinalmente. Era una mujer vestida y peinada a la moda de veinte años antes.

- Todo se hunde -siguió.

Su banco había detenido su marcha hacia la prosperidad. Durante la mañana y la tarde, doce de sus mejores clientes habían anunciado su deseo de cancelar cuentas corrientes y toda relación con él. Nadie quería tratos con un banquero tramposo. Ahora esperaba a don César de Echagüe, a quien había pedido que le fuera a ver en su domicilio particular.

También esperaba a su hijo. Debía llegar de un momento a otro. Es decir, lo lógico debía ser que llegase. La noche anterior había dormido en la casa y aquella tarde había comido…

- ¡He sido un loco!… -dijo en voz alta-. ¿Cómo evitar el hundimiento?

- Siempre existen soluciones, señor Libby -dijo una voz que llegaba de detrás de uno de los cortinajes.

Libby dio un grito de sobresalto y se puso en pie, vacilante, al ver salir de detrás de la cortina que cubría una de las grandes ventanas, al enmascarado que la noche antes le quitara el escaso botín conseguido en el «Rancho del Hidalgo.»

- ¡El «Coyote»! -exclamó.

- Hola -sonrió el enmascarado, yendo hacia Libby-. Esperaba usted a otro, ¿no?

- S…, sí…, claro…

- Don César venía hacia aquí; pero yo le convencí de que debía volver a su rancho. Como es hombre prudente, me hizo caso y, me entregó unos cheques. Es mucho dinero, ¿eh? Creo que lo traía para pagar unas acciones petrolíferas.

Libby asintió con la cabeza.

- Una buena operación -siguió el «Coyote,» agitando los dos cheques que había sacado del bolsillo-. Novecientos mil dólares. Un cheque firmado por el propio don César de Echagüe y el otro por su esposa, Guadalupe De Torres. Don César es un tipo divertido y curioso. Un hombre sin demasiada moral. A él no le importa tratar con tramposos. Quiere unas acciones petroleras y no le importa comprarlas en su banco.

- Prometió comprarlas…

- Ya lo sé. Su hijo le habló de ellas y don César se interesó. Luego ocurrió el lamentable incidente relativo a sus trampas de juego, señor Libby. Un banquero tramposo es un peligro. Mañana, por la tarde recibirá un aviso anulando la concesión a su banco de la venta de las acciones que don César quería comprar esta noche.

Libby se mordió los labios. Lo que decía el enmascarado no estaba fuera de razón. Si no vendía las acciones y cobraba la comisión que le habían prometido, es decir, la diferencia entre el precio a que él compraba y el de venta, no podría hacer frente al pago de las cuentas que debía abonar. Por eso había querido ver al estanciero.

- ¿Qué quiere de mí? -preguntó débilmente.

El «Coyote» empezó a reír. Estaba sentado frente a Libby, de forma que la luz daba en los ojos del banquero, sin que éste pudiera distinguir las facciones del enmascarado, quien dijo:

- Es usted un tramposo y un ladrón nocturno. ¡Muchos defectos para un banquero!

- Diga qué desea de mí.

- ¿Por qué quiere tanto a su hijo? -preguntó el «Coyote,» como si cambiara de tema de conversación.

- Mi hijo no tiene nada que ver…

- Perdón: su hijo tiene mucho que ver en muchos asuntos. Su hijo acabará muy mal porque usted no ha sabido educarlo… o no ha podido. Los malos caballos son los que necesitan las espuelas. Los de pura raza, en cambio, no necesitan nada. Corren porque en ellos es natural.

- Le repito que mi hijo…

- Un momento -interrumpió el «Coyote.» Dejó sobre la mesa los dos cheques-. Usted necesita este dinero. Mi intención era destruirlo; pero le daré una oportunidad. Ahí, a su izquierda, tiene unas barajas de las que se han utilizado en esta casa para ganar dinero a los invitados. Son barajas marcadas, ¿no?

- S… sí.

- Las marcó un perito en la materia: el señor Merlon.

- Sí.

- Para usted.

- Sí.

- Pues baraje las cartas y juguemos cinco partidas. Si gana usted tres, se queda con el dinero, entrega las acciones y lo anuncia por telégrafo mañana por la mañana, antes de que puedan decirle que no las venda. No le será difícil, conociendo las cartas, ganar tres partidas. Hasta podría ganar las cinco. Usted tendrá siempre los naipes y servirá el juego que le dé la gana. Estoy seguro de que se reservará todos los ases, el comodín y sabe Dios cuántas cosas más…

Libby inclinó la cabeza.

- Es inútil -murmuró-. Usted sabe la verdad.

- Claro que la se. El señor Libby puede ser usted; pero también puede ser su hijo. Pero, ¿quién podía sospechar de tan simpático muchacho que ganaba moderadamente cuando jugaba al póker? ¿Cree que valía la pena cargar con sus culpas?

- Debía hacerlo.

- ¿Seguir sembrando en el mar, donde hasta el mejor trigo se pudre o es devorado por los peces?

- No podía hacer otra cosa. No he hecho otra cosa, señor «Coyote.» Si usted tuviera hijos sabría que uno debe protegerles, evitarles dolores y dificultades.

- No sé cómo se educa a un hijo; pero he visto cómo los educa la mayoría de la gente y me asombró siempre que los hijos no fuesen peores de lo que son. Usted ha roto hoy una letra firmada por don César. Su hijo propuso al señor Emigh… El banquero, ¿sabe? Pues le propuso que tomara la letra firmada por don César, y le diese mil dólares menos de los que don César se comprometía a pagar. El señor Emigh se negó y por eso él acudió a usted. No esperaba la destrucción de la letra; pero don César tiene en su casa unas acciones al portador del Union Pacific, cuyos números son éstos. Tome.

El «Coyote» tiró sobre la mesa una lista de números.

- ¿Qué quiere decir esto? -preguntó Libby.

- Nada. Suponga que yo le quiero vender unas acciones del Union Pacific al portador. ¿Qué hará usted?

- No entiendo…

- ¿No repasará alguna lista?

- ¡Oh! Sí…, pero… ¡No puede ser!

- Hace un mes fue asaltada la diligencia de San Diego a Los Angeles. ¿Por quién?

- Una banda…

- Cuyo jefe y cuyos miembros no se conocen. Pero se trata de una banda bien dirigida por alguien que tiene cerebro y además puede negociar acciones y valores que, hasta ahora, nunca tentaron la codicia de los bandidos. En aquel robo desaparecieron muchas acciones que se enviaban a distintos bancos. No han aparecido. Y lo malo es que sólo de unas cuantas se pudo encontrar la numeración. Se trataba de un insignificante número de acciones de la Union Pacific. Todos los bancos del país fueron informados por la Agencia Pinkerton, de Chicago, que trabaja para la «Wells y Fargo,» de cuáles eran los números de aquellas acciones al portador.

- Sí…, recibí el aviso…

- Usted, lo leyó y su hijo también lo leyó. Los bandidos colocaron todos los valores que no podían ser identificados y dijeron a Bob Libby que destruyese las del Union, A su hijo se le hizo cuesta arriba destruir casi treinta mil dólares. Y como necesitaba dinero, ofreció las acciones a don César de Echagüe. Si llegaba a descubrirse la identidad de dichos valores, siempre se encontraría una excusa para justificar la venta. Como su hijo es muy listo, ya dio el primer paso solicitando de la «Wells y Fargo» una nueva lista de números de las acciones robadas, por haberse perdido la lista primera. Mientras llega dicha lista se puede haber hecho la negociación y luego, si alguien pierde algo, será un millonario para quien treinta mil dólares no son nada.

- No puedo creer eso…

- ¿De veras no puede creer las mayores canalladas de su hijo?

- No quiero creerlas -rectificó, con ronca voz, el señor Libby.

- Eso es otra cosa. Su hijo anda metido en malos caminos. Quiere hacerse rico demasiado pronto.

- Yo destruí la letra de don César -dijo el señor Libby, con temblorosa voz.

* * *

Bob Libby estaba cerrando muy poco a poco la puerta de su casa, con la esperanza de subir a su cuarto sin que su padre le oyese ni saliera a investigar o a preguntar acerca del chichón que le había crecido en la cabeza a causa del golpe que le dejó sin sentido cuando disparaba contra Stice, Por ello oyó claramente el nombre de don César pronunciado por su padre y que llegó a él a través de las puertas del despacho.

De puntillas se acercó a la puerta y quiso oír lo que se decía al otro lado.

- Pero no destruyó la realidad de la venta de unas acciones robadas -dijo una Voz.

¿De quién era aquella voz? Bob, gran conocedor de voces, estaba seguro de haberla oido alguna vez. No. Más de una vez. Muchas veces.

- ¿Qué piensa hacer? -preguntaba en aquel momento su padre.

- Le voy a proponer algo que le convendrá, señor Libby. Le entrego los novecientos mil dólares de las acciones petrolíferas, y de la misma manera que le he traído este dinero le traeré las acciones del Union Pacific,

- ¿A cambio de qué?

- De que su hijo se case en seguida con Paquita.

- ¿Quién es Paquita?

- La hermana de Sonora, una especie de bandido que hoy ha llegado a Los Angeles.

- ¿Por qué se ha de casar mi hijo con una criada?

- ¿Ya recuerda quién es? ¡Vaya! A lo mejor ya lo sabía.

- No. No sabía nada; pero recuerdo a la muchacha. Ella ha puesto los ojos muy altos…

Bob hubiera querido seguir escuchando, pero urgía actuar. No podía perder más tiempo. Ya había identificado la voz. El que hablaba con su padre era don César. Debía de estar de espaldas a la puerta, porque la voz llegaba algo desfigurada, aunque Bob estaba completamente seguro. Algunos detalles. Algunas palabras. Era inconfundible. Además, estaban hablando los dos de cosas que sólo podían decirse a don César y que sólo éste podía decir a su vez.

La noticia de la llegada de Sonora no era buena. Lo demás tenía menos importancia, pues…

- Mi padre lo arreglará. De la misma forma que cargó con mis culpas en lo de las cartas marcadas, arreglará ahora lo del robo… Además, ya le convenceré.

Pero a Sonora, el terrible hermano de Paquita, no era fácil convencerle. Y si ya estaba en Los Angeles… Lo mejor era buscarlo. El tenía amigos que podrían informarle.

Regresó hacia la puerta y salió, cerrándola con el mismo cuidado con que antes la había abierto. Procurando no hacer ruido fue hacia las ventanas del despacho para ver si realmente era don César el que es taba hablando con su padre; pero las ventanas estaban cerradas y las cortinas, corridas.

Bob Libby dirigióse adonde estaba su cochecillo y, subiendo en él, se encaminó al barrio mejicano. La «Taberna de los Tres Gallos» era su meta, y entró en ella por una puerta excusada. Ponce, el dueño, oyó abrirse aquella puerta y luego la señal que con los nudillos hacía Bob, Era la de los miembros de la banda.

Secándose las manos en el delantal, Ponce pasó al interior de la taberna, que en aquellos momentos estaba casi vacía.

- Hola, muchacho -saludó-. ¿A qué vienes? Hoy no hay reunión.

- Ya lo sé; pero estoy en un apuro…

- No te puedo prestar dinero.

- Es de otra clase.

- Creí que solamente los tenías de dinero. ¿Qué hiciste con el último? ¿Guardarlo?

- ¡Bah! Era una miseria. Si pudiéramos dar el golpe que yo proyecto… Son millones en oro, plata y piedras.

- Estás soñando.

- ¿Es que no crees en el tesoro?

- Sí, creo en él; pero… la gente se cansó de buscarlo.

- Yo sé dónde está y lo encontraré. Pero necesito casarme con Lola Merlon.

- Yo no soy cura, ni juez, ni nada parecido.

- Óyeme con atención, Ponce. Hace unos meses cometí una chiquillada con Paquita, la criada de don César de Echagüe y hermana de Sonora.

- ¡Ya entiendo! Y como hoy, según dicen por ahí, ha llegado Sonora, tú temes…

- Sí. Me obligará a casarme con la chica, y aunque no me obligue descubrirá la verdad y mi boda con Lolita se irá al diablo.

- ¿Tanto te gusta la chica?

- No me gusta; pero todo ha salido mal. Salió mal lo de la hipoteca. Yo pensaba comprarla y quedarme con el rancho; pero mi estúpido padre se la vendió a un forastero para evitar que yo hiciera un favor a la chica. Traté de recuperarla; pero alguien me atacó a traición.

- Supongo que ese alguien no será el «Coyote» -dijo, alarmado, Ponce.

- No. El «Coyote» no se ha metido en nuestros asuntos. No le interesamos. Debió de ser algún cómplice de Stice.

- ¿Ya sabes quién es ese Stice? -preguntó Ponce.

- No… Sospecho…

- Estaba condenado a treinta años y obtuvo la libertad a cambio de enviar a la horca a varios compañeros de penal, complicados en un intento de fuga y en el apuñalamiento de unos chivatos. ¡Por desgracia no le apuñalaron a él! Ahora anda escondiéndose de los amigos que quieren vengar a los que murieron por su culpa. El director de la cárcel le dio un premio de quince mil dólares por su chivatazo.

- ¡Ya entiendo! Ha elegido el «Rancho del Hidalgo» para esconderse, sin imaginar… ¿Pensáis hacer algo?

- ¿Contra él? -Ponce negó con la cabeza-. No es asunto nuestro aún.

- Si ahora es propietario de las tierras, tendremos que eliminarlo.

- A su debido tiempo. Si otros andan tras él, dejémosles el placer de despenarlo. En cuanto a Sonora… Te advierto que es peligroso. Dispara como un rayo y siempre da en el blanco.

- ¿Dónde está?

- No sé. Supongo que visitando unas cuantas tabernas que le faltan para conocer todas las de Los Angeles. Después irá, sin duda, a ver a su hermana, en el San Antonio. Imagino que allí pasará la noche.

- ¿Viste a la mejicana?

- ¿Pues cómo, si no? ¿Esperabas que llevara levita y sombrero de copa?

- No…, claro… Gracias.

- ¿Qué piensas hacer?

- Ya lo leerás mañana en el Star. ¿Tienes algún revólver? Yo he perdido los míos. Mejor dicho, me quitaron. Los revólveres y el rifle. Si pudieses darme un rifle de repetición…

- No tengo más que el mío y… es demasiado conocido. Pero si quieres un Sharps…

- Demasiado grande y de un solo tiro.

- Lo que no puedas hacer con una bala, no lo harás con doce.

- Además, es un arma demasiado voluminosa y visible. Todos los que me vieran se enterarían de que voy de caza… Dame un revólver. Es más discreto.

Ponce abrió un armario y sacó un Smith y Wesson del 44, de cañón basculante. Lo abrió y metió seis cartuchos en el cilindro, lo cerró y por último se lo entregó a Libby, junto con un puñado de cartuchos.

- Por si te hacen falta -dijo-. Una vez hayas «cazado» es mejor que tires el revólver. Lleva los números borrados y nadie podrá averiguar de quién procede. Te lo digo porque este arma usa un cartucho especial, y por lerdos que sean los forenses, en seguida verán de qué revólver salió. Todos los que usan Smiths serán sospechosos; pero si a ti te encuentran con uno, serás sospechoso y medio.

- Gracias.

Libby guardó el arma y los cartuchos, se despidió de Ponce y salió de los «Tres Gallos,» subiendo a su coche y encaminándose hacia la carretera que llevaba al Rancho de San Antonio.