CAPITULO III LA MORALEJA DE UNA FÁBULA
Don César bostezó y desperezóse con estallante energía. Su hijo, que le había oído al pasar ante la puerta, entró en el despacho.
- Hola, papá. ¿Has terminado de repasar las cuentas?
- Sí. Aunque parezca imposible, todo está en regla y en orden. No falta un centavo. ¿Qué te ocurre?
- ¿A mí? -El joven exageró su sorpresa-. Nada. ¿Por qué?
- Pareces desmadejado. ¿Algún nuevo amor?
- ¡Bah! Estoy por encima de esas tonterías, papá. Estoy preparándome para ocupar el trono cuando tú te marches.
- ¡Ajá! ¿Cómo van los estudios históricos?… Los príncipes deben aprender mucha historia y enterarse de que a un rey de Inglaterra y a otro de Francia les cortaron la cabeza…
- No te burles, papá. Ahora va en serio. Tiro muy bien y… ¿Por qué no te levantas?
- ¿Hay algún motivo para que lo haga? -preguntó don César. -Sí. Quiero que notes la fuerza que he desarrollado. Ven. Dame la mano,
- Toma, pero ve con cuidado.
El joven César apenas podía contener su alegría. Iba a demostrar… ¡Sería formidable! ¡Qué sorpresa para su padre cuando…!
Apenas tuvo entre la suya la mano de don César, él joven dio media vuelta y sin soltar la mano hizo con ella y el brazo a que iba unida, palanca sobre el hombro y don César se elevó del suelo como si tirasen de él desde el techo.
César de Echagüe y de Acevedo fue a soltar la mano de su padre a fin de que éste, terminando su voltereta aérea, quedase sentado en la alfombra del despacho; pero su asombro fue infinito cuando sintió su propia mano presa unos segundos entre los acerados dedos de su padre; al mismo tiempo notó un tirón que por poco le desarticula el brazo y a la vez como un puntapié en el punto donde termina la espina dorsal. Luego, entre el tirón y el puntapié, su cuerpo, libre ya de cualquier otra presión, salió disparado como por una honda hacia la ventana, a través de cuyos emplomados cristales pasó cual una bala y fue a caer de bruces sobre un macizo de margaritas, donde quedó unos instantes atontado, más que por el golpe por lo inesperado del suceso.
Primero oyó abrirse la destrozada ventana y luego a su padre, preguntando, con perplejidad que parecía de la mejor ley:
- ¿Era esto lo que deseabas enseñarme, hijo? Si querías romper los cristales podías haberlo hecho con un bastón, sin necesidad de exponerte a tanto daño.
César se levantó, sacudiéndose cristales, tierra y pétalos de margaritas.
- Gracias -dijo, bajando la cabeza.
- ¿De qué, muchacho? -preguntó su padre, sin abandonar su expresión de hombre asombrado por las costumbres de la nueva generación,
César saltó al despacho sin apoyar la mano en el alféizar de la ventana,
- Creí que había descubierto algo nuevo -dijo-. Me has dado una buena lección.
Don César palmeó cariñosamente la espalda de su hijo.
- Tu profesor se olvidó de enseñarte la llave completa -dijo-. Mejor dicho, no debes de haber llegado aún a ese capítulo del judo.
- Estaba muñéndome de ganas de demostrarte lo que sabía -dijo César.
- Hay que tener calma, hijo mío. Lo que tú has hecho me recuerda lo que hizo Celio Panero. Estudiaba para cirujano y un día quiso demostrarles a unos amigos lo estupendamente que sabía abrir una barriga. Pero el pobre se olvidó de que aún no le habían enseñado a cerrarla y luego los jueces no se dejaron convencer de que todo había sido una demostración de cirugía y no, como opinaba el fiscal, un asesinato con todas las agravantes. Lo hicieron ahorcar por un verdugo que aún no había aprendido a desahorcar.
- ¿Cuándo aprendiste esa clase de lucha? -inquirió el joven.
- En mi viaje alrededor del mundo visité el Japón. Aprendí a conocer los crisantemos y tomé lecciones de judo.
- Pues como en Los Angeles nadie parecía enterado de lo que era el judo, pensé que tú no sabías… Hice mal en quererme lucir, ¿no?
- Hiciste mal en no saber lucirte. Sospecho que ese japonés que te enseña a luchar es el mismo que luchó hace un par de semanas con Marinero Matt, ¿Verdad?
- Sí -contestó César, recobrando la alegría-. Marinero Matt es grande como un elefante, y por lo menos pesa el doble que cualquier elefante normal. Como ya sabes, en la taberna de Memphis Belle se celebran combates de lucha y hay apuestas…
- ¿De veras? -preguntó don César, como si nunca hubiera oído tal cosa.
Su hijo inclinó la cabeza.
- Ya sé que no debiera hablarte de esas cosas, papá; pero como entre nosotros hay confianza y no somos como los demás…
- No te interrumpas. Continúa explicándome cómo soy y cómo somos.
- No adoptes esa actitud, papá. Al fin y al cabo es natural que yo me divierta en actividades que no son malas.
- El juego no es, todavía, una virtud, aunque es menos malo que otras cosas. ¿Qué ocurrió?
- Pues… Pues llegó hace tiempo un barco japonés cargado de seda y de objetos de marfil y de laca. Entre los marineros venía uno bajo y grueso que parecía asombrado de todo y a todo sonreía; pero en Hong-kong había aprendido algo de inglés y nos pudimos entender. Me explicó lo que es el judo y cómo, por medio de él, un hombre pequeño puede vencer a uno cuatro veces mayor. Me hizo unas demostraciones y me convenció. Entonces me acordé de que Marinero Matt no encontraba adversarios capaces de vencerle y de que las luchas en el Memphis Belle resultaban aburridas, y ya sólo se apostaba a los minutos que necesitaría Matt para terminar con sus contrarios.
- Y tú te convertiste en empresario de tu japonés, ¿no?
- Sí. Yo dije que tenía un luchador que vencería a Matt. Me ofrecieron diez dólares por cada uno que yo apostase a favor de mi japonés, si éste vencía. Y yo acepté. Cuando apareció el japonés todos se echaron a reír; y aún estaban riendo cuando ya Matt volaba desde el tablado en que se celebraba la pelea hasta el mostrador donde se sirven las bebidas. Por lo menos recorrió diez metros, Volvió al tablado echando espuma y el japonés le dio la mano como si quisiera ayudarle a subir, y el muy tonto de Matt la aceptó. ¡Si le hubieras visto pasar por encima del tablado y hundir un tabique a seis metros de distancia! Cuando volvió al sitio de la lucha ya no quiso aceptar la mano de su contrario y se tiró encima de él como un toro. El japonés saltó a un lado y con el filo de la mano le pegó un golpecito de nada en la nuca y allí se terminó Marinero Matt. Cayó tan fuerte que la nariz se le clavó entre dos tablas y hubo que desmontar el tablado para poderlo sacar de allí sin tener que cortarle la nariz.
- Debiste de cobrar doscientos mil dólares, ¿no?
- Aún me deben dinero; pero cobré ciento treinta mil. Le he dado cincuenta mil al japonés, que ha estado comprando cosas para vender en su tierra, y de paso me está enseñando a luchar.
- ¿Por qué le has dado tanto dinero?
- Porque se lo prometí. Al fin y al cabo, gracias a él gané lo demás. Te tengo preparado lo que te debo, y aunque no cobre el resto habré hecho un buen negocio.
- ¡Magnífico!
- ¡Sí, sí! ¡Ojalá encontrase otro!
- ¿Por qué no compras unas barajas y las marcas? Así también se gana dinero.
- ¿Haciendo trampas? ¡Por Dios! Estás bromeando.
- No. ¿Por qué voy a bromear? ¿No es lo mismo? Tú sabías positivamente que tu campeón iba a ganar la pelea. Apostaste a su favor porque estabas seguro de no perder. Eso no es juego de azar, porque el azar no existía.
- ¡Hombre, papá! -protestó César-. Tú siempre tergiversas las cosas. Yo estaba seguro de ganar y ellos también estaban seguros de que ganaría Matt. En el peor, de los casos hemos ido de pillo a pillo.
- Eso ya está más de acuerdo con la realidad, hijo mío. Ellos creían jugar con ventaja, y resultó que el único jugador de ventaja eras tú. Ellos creían tener un póker de reyes. Pero tú, que jugabas con cartas marcadas, viste su póker de reyes y te reíste, porque tenías un póker de ases y sabías que nadie podía sacar una escalera real. Es decir…, a lo mejor el juego no ha terminado y resulta que alguien tiene una escalera real.
- Me gustaría verlo -dijo, burlón, César,
- Ya que te gusta jugar, haz una apuesta. Escribe en un papel que pagarás… -Don César hizo un cálculo mental-. ¡Sí, eso es! Di que pagarás sesenta mil dólares a tu padre y además te comprometes a no apostar más de cinco dólares de una vez en ninguna clase de juego, si el triunfo del adversario de Marinero Matt te reporta menos de un dólar de beneficio.
- ¡Claro que lo firmo! ¡A ciegas!
- Eso ya lo hiciste una vez, hijo mío. No lo repitas.
- ¿Eh?
César miró, inquieto, a su padre.
- ¿Qué… qué has dicho?
Don César abrió un cajón, sacó de él una cajita de acero que abrió con una llave que sacó del bolsillo. Del interior de la caja extrajo un papel, lo desdobló y en voz alta leyó para su hijo:
«He recibido de mi padre, don César de Echagüe, la cantidad de treinta mil dólares para apostarla en su nombre y beneficio en la pelea que esta noche se celebrará en la taberna Memphis Belle entre Marinero Matt y un marinero japonés. Todos los beneficios que obtenga de dicha pelea los entregaré a mi padre, el citado don César de Echagüe, quien dispondrá libremente de la suma o sumas que deban pagarse al luchador japonés vencedor.
César de Echagüe y Acevedo.»
El muchacho estaba mortalmente pálido.
- ¿Cómo se llama a eso, papá? -preguntó.
- Llámalo como quieras; pero siempre dirá lo mismo.
- ¡No es justo! Abusaste de mi confianza… Si no hubiese firmado en blanco.
- Yo no te pedí que lo hicieses. Ni te obligué a ello.
- No; pero… si yo no hubiese tenido confianza en ti…
- Creo que algo por el estilo dijo el osezno a su padre el oso, mientras éste se comía el panal -rió don César-. Y dicen que el oso contestó: «Hijo mío, para poder ir suelto por el mundo debes aprender a no confiar nunca en los demás, ni siquiera en tu padre.» Por lo tanto, haz el favor de devolverme el dinero y dame gracias por no haber empleado mejor y más en mi beneficio tu firma en blanco.
- Es la última que extiendo así.
- Eso me demostraría que has aprendido pronto la lección.
- ¿Crees que valía la pena enseñarme eso a cambio de perder mi confianza en ti? -preguntó César a su padre. Este se pellizcó, pensativo, los labios.
- Es un precio algo exagerado -dijo al cabo de un rato-. Pero todo lo bueno es caro y, aun así, resulta barato. Hace tiempo que Vengo advirtiendo en ti síntomas de que piensas volar solo. Tu madre opina que no. Dice que has olvidado ya tus ansias de aventuras. Que los golpes recibidos te volvieron cuerdo.
- Así es.
- A golpes no se ha curado a ningún loco. Al contrario: si alguno de los palos que han caído sobre él le alcanzó en la cabeza, lo más probable es que su locura se vuelva crónica. Tú proyectas algo, muchacho. Necesitas dinero, porque no quieres gastar el tuyo.
- ¿No haces tú lo mismo?
- Puede que sí. Por eso te comprendo, Quieres tener dinero para alguna aventura; pero me parece que no te voy a dejar que la emprendas.
- ¿Qué derecho tienes a impedírmelo?
- Ninguno. Por eso no te lo prohíbo. Me limito a impedirlo. Has corrido aventuras antes de tiempo. Has estado a punto de dejar la vida en ellas, porque no estás capacitado para esas empresas.
César apretó los labios y cerró los puños. Precisamente porque había en ellas mucho de verdad, las palabras de su padre le herían muy hondo.
- Me has dado la última lección -dijo-. No la olvidaré; pero tú no olvides que, tanto si te gusta como si no, yo soy tu hijo.
- Me gusta que lo seas. Es un orgullo que el apellido de los Echagüe no se extinga,
- También soy el hijo de otro -siguió César.
- ¿Qué otro?
- Ese que lleva antifaz y que por lo visto tiene miedo a las competencias.
.-No seas tonto, muchacho. El «Coyote» pronto dejará de actuar. Han pasado los tiempos en que era necesario.
- Siempre hará falta el hombre capaz de imponer la justicia que la Ley no puede aplicar. Pero ya te digo que me has dado una buena lección. Toma todo mi dinero.
César dejó sobre la mesa un fajo de billetes de mil dólares.
- Lo cambié por billetes grandes para que me fuese más fácil llevarlos encima.
Don César empezó a comprender que entre su hijo y él se abría un abismo que tal vez fuese más profundo de lo que él había imaginado.
- ¿Me guardas rencor? -preguntó.
- No.
- Trato de hacer un bien.
- Lo imagino; pero has ido muy lejos. Dicen que el bien y el mal son dos términos opuestos y que los extremos se tocan, ¿no? Pues creo que al exagerar el bien que me hacías me has causado un daño muy grande, aunque de paso me hayas hecho un gran favor.
La seriedad con que hablaba su hijo preocupó a don César,
- Puede que tengas razón -dijo-. Todos cometemos errores. Y los más graves son aquellos que se cometen a impulsos de una buena intención. Y de no considerar que una cesión por mi parte sería un nuevo error, te devolvería tu dinero.
- No lo necesito. Con él he comprado mi libertad.
- ¿Qué libertad?
- La de obrar por mi cuenta sin pedir consejo ni favor a un padre que no sabe corresponder a la confianza que su hijo pone en él.
- Eso que dices es muy fuerte,
- Tú lo has querido.
- Sólo pretendí darte una lección.
- Y yo la he aprendido. Puedes sentirte satisfecho.
- Mala cuña la de la misma madera. ¿Quieres romper toda relación conmigo?
- No. Sería tonto.
- ¿Qué piensas hacer?
- Lo que tú ordenes. De ahora en adelante deberás pensar por mí.
- Eres un chiquillo. Ve a divertirte con tu profesor de lucha japonesa. Al fin y al cabo, eso es algo que te conviene saber.
- Muchas gracias. Adiós.
- Si necesitas algún dinero…
- No. Muchas gracias. Si lo necesitara se lo pediría a mi profesor de lucha.
- Te advierto que no pienso derrochar este dinero -dijo don César, señalando los billetes que le había entregado su hijo-. Todo lo encontrarás el día en que entres en posesión de la herencia de tu madre.
- ¿Cuándo será eso?
- El día en que llegues a tu mayoría de edad.
- Para entonces seré tan rico, que podré regalarte mi parte de la herencia. Adiós.
- Adiós, hijo,
Don César quedó pensativo y preocupado y así lo encontró Guadalupe poco después. Enterada de lo ocurrido movió, dudosa, la cabeza.
- ¿Quién tiene razón? -preguntó su marido.
- Los dos. Pero tú, que eres tan aficionado a los símiles gráficos, debieras recordar que a un arbolito muy joven se le dobla sin dificultad. Cuando ya ha crecido lo suficiente, aún se le puede doblar; pero hay que ir con cuidado, porque al soltarle puede pegarte en la cara y hacerte daño. Y, al poco tiempo, ya no se puede intentar doblarlo, porque sería más fácil quebrarlo que humillarlo.
- ¿Y qué se ha de hacer?
Lupe se encogió de hombros.
- No sé. Antes imaginaba que la solución de estas cosas estaba en las manos de los hombres; pero se ve que el problema siempre se repite. Tu padre tampoco sabía qué hacer contigo. Varias veces le oí decir que te hubiese matado de no contenerle el pequeño detalle de que tú eras su hijo.
- Pero… yo era un buen hijo. Sólo que mi padre no sabía la verdad.
- ¿Y sabemos nosotros la verdad de César?
- Tú me comprendías, ¿no? ¿Le comprendes a él?
- Sí.
- ¡Caramba! Tú dirás.
- ¡Es tan sencillo! César quiere tener una personalidad y tú no le dejas. Ha intentado la violencia y fracasó. Ahora ha querido utilizar el cerebro y tú te has burlado de él.
- He querido demostrarle que aún no está maduro.
- Déjale solo.
- Sería una locura.
Lupe miró curiosamente a su marido.
- Parece mentira que puedan ocurrir estas cosas -dijo-. Tú eres inteligente. Nos has enseñado a todos muchos conocimientos que ignorábamos. Eres como el maestro que ilustra a sus alumnos y que luego es superado por aquellos mismos alumnos.
- ¿Superado? ¿Por quién?
- Por mí. ¡Yo lo veo todo claro! Tu hijo desea obtener una buena nota en el examen; pero tú le pones nervioso porque, en vez de ayudarle a salir con bien, lo que haces es procurar que sea suspendido.
- Yo quiero demostrarle que aún no puede aventurarse solo por ciertos derroteros.
- Pero lo haces abrumándole con tu superioridad. El te ha querido demostrar su habilidad en esa lucha japonesa.
- No sabe lo suficiente.
- No sabe tanto como tú; pero no es contigo con quien se ha de enfrentar. ¿Te habría costado mucho dejarte vencer?
- No seas tonta, Lupe. Si hubiera hecho eso, mi hijo habría cobrado una confianza en sí mismo que no hubiese respondido a la realidad.
- Cuando tú empezaste no sabías lo que sabes ahora.
- Yo soy distinto.
- Y tu hijo será mejor que tú.
- ¡Lo dudo!
- Será mejor que tú, porque es hijo tuyo y de Leonor. Mezcla de sangre de Echagües y Acevedos, las más belicosas de California.
- ¡Nunca te había encontrado en defensora de las locuras del chico!
- Es que temo que sientas celos de él.
- ¡Por Dios! -estalló don César-. ¿Estás loca? ¿Por qué he de sentir celos de mi hijo?
- Don César quizá no los sienta; pero el otro…
- El «Coyote» tampoco, mujer. Nadie puede superarle.
- Tú tratas de evitarlo, ¿no?
- No.
- ¡Sí! Al menos sé sincero. Reconoce que temes que tu hijo te arrincone, que sea mejor que tú.
- ¿Y si fuese así?
- ¿Admites la posibilidad?
- La admito. Puedo no querer que mi hijo sea tan tonto como su padre. ¿Y si estuviese aburrido de ser lo que soy?
- No te entiendo. Nadie te obliga a ser algo más que don César de Echagüe.
- ¿Nadie? -Don César rió con amargura-. Todos me obligan. Tú, mi hijo y cuantos saben la verdad. Tan pronto como se conoce algo que exige la presencia o la actuación de la Justicia, todos esperáis que el «Coyote» intervenga y lo solucione. ¡Ya estoy harto…! ¡Voy a mandar al diablo al «Coyote» y cuanto se relacione con él!
Lo dijo con tanta firmeza, que Guadalupe le miró, desconcertada, sin saber si oia una verdad o una de las bromas a que tan aficionado era su marido.