CAPITULO VI MERODEADORES NOCTURNOS

Don Stice empezó a incorporarse tras el macizo de artemisa que le ocultaba. La luna llena inundaba con su luz aquella parte del desierto, acentuando de tal forma los objetos, que éstos adquirían mayor intensidad que a la plena luz del día.

El hombre que había salido de la casa de encalados adobes parecía mucho más corpulento de lo que en realidad era, y Stice había dudado un par de veces antes de convencerse de que no se equivocaba.

Hacía casi una hora que esperaba allí a que saliera el nocturno merodeador, y ya sentía calambres y frío. Como tenía otros proyectos que no terminaban en el asalto a mano armada que iba a realizar, se cubrió el rostro hasta los ojos con el negro pañuelo que llevaba al cuello, después volvió la mano a la culata del revólver y siguió incorporándose, hasta que sus riñones sintieron el molesto contacto de un Colt 45, mientras una voz susurraba en español:

- ¡Quieto, hombre, quieto!

Stice volvió la cabeza y gruñó:

- ¡Ya apareció el «Coyote»!… ¿Cree que este asunto le concierne?

- ¡Silencio! Va a estropear la caza.

Don Stice había sido educado en una escuela muy dura, entre cuyos estudios prácticos figuraban sesenta maneras de sorprender al que se encontrase en situación parecida a la del «Coyote.» El hombre de Ningún Sitio eligió dos de aquellas sesenta formas, escogidas mentalmente entre las más violentas, salvajes e implacables. Después del doble puntapié a la ingle, el «Coyote» dejaría de ser peligroso…

Pero el enmascarado había estudiado en la misma escuela que el forastero, y cuando éste movió levemente los pies, para apoyarse mejor en el suelo, el «Coyote» recibió el mensaje que aquel movimiento transmitía y, sin esperar más, pegó con la izquierda en el cuello de Don y sólo tuvo que sostenerlo por la espalda y la camisa, para impedir que se desplomase con el mismo estruendo que un buey fulminado de un certero mazazo.

Dejando a Stice bajos los efectos del viejo golpe de judo, el «Coyote» escurrióse por entre los matorrales, pisando con el silencio y seguridad de un gato. Cortó en quebrada diagonal, pasando de artemisa en artemisa y, de pronto, Edward Libby, que al pensar en el peligro lo había imaginado en todo momento tras él como un gran fantasma cuyos codos rozaban el infinito, pero cuyas engarfiadas manos arrancaban descargas eléctricas en su nuca, vio materializarse ante él, de la nada, surgido de la tierra, un gigante negro que empuñaba una pistola sobre cuyo pavonado cañón corría de extremo a extremo un rayo de luz de estrellas.

- ¡Ooh! -gritó, ahogadamente-. ¡El «Co…yote»!

- Está demasiado grueso para estos trotes -reprendió, burlón, el enmascarado, mientras arrancaba de bajo el sobaco del banquero el paquetito de libros, cuadernos y documentos-. ¿No tenía a quién confiar esta empresa?

- ¡No me lo quite! -sollozó Libby, cayendo de rodillas ante el californiano-. ¡Le daré lo que me pida! Mil dólares…, dos mil…

Se interrumpió al acordarse de las fabulosas sumas que, según la fama, había obtenido a veces el «Coyote.»

- ¡Por lo que más quiera! -dijo entonces-. ¡Por sus hijos, si los tiene!

- ¡Márchese! -ordenó el «Coyote»-. Vuelva a su banco, a sus cuentas corrientes, a sus hipotecas y a sus cartas marcadas. Saliendo de noche se expone a resfriarse. ¡Y está tan gordo que un simple resfriadito se le podría convertir en pulmonía!

Con manos sobresaltadas, Libby palpaba el cuerpo del enmascarado cual si buscara el botón que debía despertarle la sensibilidad,

- ¡Márchese! -ordenó de nuevo el del antifaz-. No me obligue a echarle a puntapiés.

- ¡Pídame lo que quiera, señor! ¡A usted no le sirve de nada! Le daré lo que quiera…

La única respuesta fue el débil eco de sus propias palabras, que parecían regresar a él cansadas de la inútil búsqueda y de su fracaso. Entonces se levantó y, ridículamente envejecido, caminó, desmadejado, tropezando con sus propios pies, hasta donde dejará el cochecillo en que hiciera el trayecto desde Los Angeles a la «Hacienda del Hidalgo.»

Cuando el sonar de las ruedas y de los cascos de los caballos se alejó hacia la ciudad, el «Coyote» regresó donde dejara a Don Stice. Le encontró, aún, tendido sobre el polvo, inmóvil y rígido, con la mano derecha cerrada sobre un puñado de polvo.

- Si piensa tirarme ese polvo a la cara, sólo conseguirá recibir un puntapié en la cabeza -advirtió el «Coyote»-. Un puntapié muy fuerte, que si fallara resultaría peor, porque entonces le daría con la espuela y le dejaría desfigurado para el resto de su vida.

La mano se abrió y Don Stice sentóse en el suelo, frotándose el cuello en el punto donde recibiera el golpe.

- ¿Quiere que hablemos? -preguntó el enmascarado.

- ¿Tiene algo interesante que decirme?

- Tal vez sea usted quien me pueda explicar por qué estaba aquí, esperando a un banquero.

- Salí a contemplar el paisaje, no a cazar banqueros -contestó Stice-. No sabía que por estos lugares anduviesen de noche los banqueros robando casas.

- Por lo que veo de usted, sobre todo por su palidez, es poco aficionado al sol -dijo el «Coyote»-. ¿Siempre pasea de noche?

- Suelo hacerlo.

- ¿Y la palidez le viene de eso?

- No me he detenido a pensarlo.

- Cualquiera hubiese dicho que esa blancura la sacó usted de un presidio.

- Se dicen muchas tonterías. Y, por lo que observo, la gente es muy curiosa en estos sitios. En mi tierra la curiosidad resulta peligrosa.

- El clima de California tiene fama de benigno. ¿De dónde viene usted?

- De Ningún Sitio.

- ¿Es el nombre de un pueblo o una negativa?

- Es el antídoto de la curiosidad.

- Si la memoria no me engaña, le sorprendí curioseando, señor Stice.

- ¿A mí? Tal vez. Vine a ver las tierras que pienso comprar.

- Son tierras con una leyenda de oro, sangre y muerte.

- Nunca me han impresionado los cuentos infantiles. Ni los enmascarados.

- ¿Conoce mi fama?

- Algo he oído de usted. Dicen que pagarán treinta y cinco mil o cincuenta mil dólares a quien le detenga.

- Eso dicen. ¿Tentado por la oferta?

- No. Estoy seguro de que a la hora de pagar el dinero resultaría que era mucho menos y de que, no conociendo la verdadera cara del «Coyote,» dirían que el muerto era otro.

- ¿A qué ha venido, además de a comprar un rancho y a pasear de noche?

- Adivínelo, Si lo consigue me impresionará mucho más que con su máscara y su ataque a traición.

- Yo diría que viene usted de San Quintín y que ha presentado al cobro un cheque firmado por el alcaide del penal que se ha levantado allí.

- No está mal la conclusión. Pero eso lo podría decir cualquiera que hubiese visto el cheque.

- Desde luego. La suma es fácil. Estación de salida: San Quintín. Hombre que no quiere decir de dónde viene; pero que está pálido, muy pálido, como sólo se está al cabo de muchas semanas de encierro. La suma de esos dos factores da: presidiario.

- Una conclusión sencilla.

- ¿Acertada?

- No me interesa ahorrarle quebraderos de cabeza. Continúe.

- Cuando un ex presidiario sale de la cárcel, lo primero que hace es someterse a la caricia del sol, a fin de perder su olor a moho carcelario y su palidez de muerto vivo.

- ¿Ha estado en la cárcel?

- No; pero mis mejores enemigos, sí. Al cabo de dos o tres días de salir del penal, los ex presos están rojos como langostas hervidas, y a la semana ya tienen color de sol. Sin embargo, usted sigue pálido, como si hubiera salido de la prisión de noche, a hurtadillas, y desde entonces hubiese evitado el viajar de día.

- Siga. Me gusta su derroche de agudeza mental. Me habían alabado mucho al «Coyote»; pero la realidad supera a la fantasía.

- Gracias. Seguramente el que le habló de mí estaba en la cárcel por mi culpa.

- Por la de él.

- Es lo mismo. Ya tenemos que el señor Don Stice estuvo encerrado en San Quintín, de donde salió una noche cargado con un cheque de quince mil dólares. Si a esto le sumamos un repaso de la Prensa de los últimos días, leemos cómo abortó un magnífico proyecto de sublevación y evasión de San Quintín, proyecto en el que entraba el intento de asesinar al alcaide, a una docena de guardas y no sé cuántas cosas más. Se rumorea que uno de los presos dio el chivatazo a cambio de la libertad y de una fuerte suma, como quince mil dólares, por ejemplo.

- ¿Se le ha terminado la imaginación?

- Por ahora, sí. ¿Le he impresionado?

- No. Me parece mejor con los puños que con la lengua. ¿Cómo logró dejarme sin sentido de un solo golpe que, además, no tuvo casi fuerza?

- Fue muy sencillo. Poniendo la mano rígida y extendida, y utilizándola como si fuera un hacha. Acérquese y se lo enseñaré.

- No pegue fuerte -indicó Stice-. Es una experiencia molesta.

El «Coyote» acercó la mano al cuello del forastero y mostró, despacio, cómo se daba el golpe. Antes de que terminase la demostración, Stice agarró veloz aquella mano y la retorció con violencia suficiente para romper el brazo, o, por lo menos, desencajarlo; pero al mismo tiempo el «Coyote» se lanzó en la dirección hacia la cual torcía su brazo Stice, encogiendo las piernas y cayendo de espaldas, a la vez que Stice se iba a precipitar sobre él sin darse cuenta de la posición de las piernas del enmascarado. Cuando lo advirtió era ya demasiado tarde para detenerse y su impulso le llevó contra los pies del «Coyote,» que, proyectados como por un cañón, le alcanzaron en la boca del estómago, vaciándole de aire y lanzándolo hacia atrás, con los brazos en cruz, la boca abierta de par en par y los ojos a punto de saltar de las órbitas. Así cayó como un poste sobre el polvoriento suelo y quedó como muerto.

El enmascarado se acercó a él, sacudiéndose el polvo, y le palpó las costillas por si el doble puntapié le hubiera roto alguna. Estaban enteras y, convencido de que ya nada tenía que hacer allí, se alejó sonriendo, como si algo le divirtiera mucho.