CAPITULO VIII EN EL «RANCHO DEL HIDALGO»
Stice llegó al lugar desde donde la noche anterior había asistido al allanamiento de la casa de Lola Merlon por el señor Libby. La casa o hacienda era una pequeña construcción de adobes encalados, en el más puro estilo californiano. Unos abedules y álamos rodeaban y sombreaban la casa. De una de las chimeneas se escapaba una columnita de azulado humo. Olía a artemisa quemada. Un perro negro y desgarbado salió de la casa, ladrando sin mucho entusiasmo. Quedó un rato en la galería de arcos, lanzando intermitentes ladridos al forastero y, por fin, como sin querer, fue hacia Don, volviendo la cabeza a todas partes menos hacia el punto a que se dirigía lentamente.
- Hola, Sultán -dijo Stice, acariciando la áspera y negra piel del animal, que le miró con ojos mansos y acuosos-. ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo no ladraste anoche? Eres muy mal guardián…
- Quizá los visitantes nocturnos eran demasiado buenos para él -dijo una voz de mujer.
Stice levantó la cabeza y se encontró frente a Lola Merlon, que sostenía una recortada del calibre doce, encañonándola hacia él.
- Si dispara herirá al perro -advirtió Stice.
Apartó al animal, ordenando:
- Ve, chucho, que tu ama te podría lastimar.
Y a Lola:
- Dispare cuando quiera.
- ¿A qué ha venido? -preguntó Lola, sin dejar de encañonar a Stice.
- A visitar esta hacienda. ¡Muy buena tierra, si tuviese agua!
- Tan asombrosa declaración merece ser grabada en el polvo de la hacienda. ¿Cómo sabe el nombre de nuestro perro?
- ¿El nombre de su perro? -Stice movió negativamente la cabeza-. ¡Pero si no lo sé!
- Le ha llamado Sultán.
- Estuve a punto de llamarle Moro; pero he observado que el nombre de Sultán se prodiga mucho más. Un disparo a tientas que ha dado en el blanco.
Lola le miró suspicazmente.
- Es el primero que veo -dijo-. Usted debe de ser ese forastero que trata de comprar la hacienda.
- No, señorita. Se confunde usted.
- La descripción coincide en todo.
- ¿Quién me ha descrito? ¿El señor Libby?
- ¿Es también un tiro al azar? -preguntó Lola-. Porque, si lo es, también ha ciado en el blanco.
- ¿De veras? ¡Caramba! ¿Le quiere usted mucho?
- Eso no le importa, señor. ¿O acaso sí?
- Me llamo Don Stice. Llámeme Don. -No ha respondido a mi pregunta, señor Stice. -Me importa bastante.
- Es una respuesta muy vaga. Pero si tiene que ir a algún sitio no lo demore por mí. Me sentiré mucho mejor cuando usted se haya marchado.
- Pero yo, no. Yo no puedo encontrarme mejor dejando de contemplar su bello rostro. Además, tengo unos títulos de propiedad sobre unas tierras que poco más o menos deben de encontrarse por aquí,
- ¿Le han vendido el rancho? -preguntó Lola, palideciendo.
- Sí. Su padre se olvidó de anotar la fecha de Vencimiento de la hipoteca. Sin duda le dijeron que bastaba escribirla con lápiz y que así se podía prorrogar el vencimiento.
- No lo sé…
- Supongo que fue así; pero su padre olvidó que una fecha en blanco lo mismo puede retrasarse que adelantarse.
Lola tragó saliva.
- Yo no esperaba eso -dijo-. Creí que aún quedaba algo de caballerosidad en esta tierra.
- ¡La tierra de los hidalgos! ¡California! -Stice rió secamente-. ¿Sabe lo único que deja tras ella una nación cuando pierde un territorio, colonia o provincia?
- Deja muchas cosas. Supongo.
- Sí. Deja edificios, ya sean palacios o iglesias, deja su idioma, que va desapareciendo si el nuevo propietario usa otro. Pero hasta los edificios sufren alteraciones. Y no digamos el idioma. Lo único que no cambia son los muertos. Tan muertos estaban anteayer como hoy. California era una tierra de hidalgos; pero todos están bajo tierra. La hidalguía también se enterró. Resulta anacrónica. Es fácil decir que si nos pegan en un lado de la cara debemos ofrecer el otro, creyendo que así el autor de la bofetada se avergonzará de lo que hace; pero si en vez de avergonzarse reacciona pegando más fuerte, lo conveniente es resguardar la cara.
- No se moleste en demostrarme que sabe leer. ¿Ha venido a echarme?
- ¡Por Dios! Jamás he pensado tal cosa. No es necesario que salga usted de su casa. Es bastante grande…
- ¿Qué pretende? -interrumpió Lola, mirando con llameantes ojos al forastero.
- Que se quede donde está. De mí no debe temer nada. Guarde su escopeta y deje que yo campe por cualquier sitio. ¿Hay alguno bueno?
- No necesito su caridad…
- No se precipite. Ya sé que no necesita piedad de nadie. Ni caridad. Tiene usted mucho dinero, un buen empleo, unas rentas sobradas para sacar adelante esta monstruosa hacienda.
- ¿Es preciso que se burle de mí?
- No me burlo. Hago unas preguntas a las cuales usted no puede contestar afirmativamente. No tiene empleo, porque los puritanos miembros de la Junta le han quitado el medio de ganarse la vida. No tiene dinero, porque gastó en su padre el poco que le quedaba.
¿Qué puede hacer para remediar una situación tan apurada?
- Soy maestra.
- Es verdad. Puede solicitar un puesto de maestra en una reserva india. Es empleo oficial. Ganará cincuenta dólares mensuales y vivirá siempre con el temor de que su hermosa cabellera pase de su linda cabeza a la cintura de un antipático piel roja.
- Hay otros colegios…
- Lo dice usted sin ningún convencimiento. Sabe que le exigirán informes, ¿Puede darlos?
- He sido siempre una buena maestra.
- Con ideas nuevas. Lo cual es un defecto. Y con un padre encarcelado…
- Estamos en un país donde la gente no juzga a los demás por sus padres, sino por ellos mismos. Y, además, yo no me avergüenzo de mi padre.
- Estamos en un país donde la gente dice cosas muy bellas y hace otras muy distintas. Ningún colegio particular aceptará a la maestra que tiene el padre en la cárcel. Asustaría a la clientela. Y para ocupar un puesto de maestra en un colegio oficial tendrá que ir a una aldea perdida en cualquiera de esos perdidos lugares que existen en este enorme país.
- ¿Por qué dice: «en este enorme país»?
- ¿No es enorme?
- Sí; pero… se diría que no es su país.
- ¿Qué más da un país que otro?
- ¿Quién es usted? ¡Me da miedo!
- No debe tenerlo de un amigo de su padre, Lolita
- ¿Amigo de mi padre? -Lola levantó la escopeta que, instintivamente, había levantado-. ¿Cómo puede demostrarlo?
- Dándole esto. Tome.
Stice entregó a Lola un sobre alargado, dentro del cual estaba la hipoteca de la «Hacienda del Hidalgo» y la factura y recibo de los honorarios de Rex Chandler.
- ¿Por qué me da esto? -preguntó Lola.
- Porque todo está pagado.
- ¿Lo pagó usted?
- Sí; pero no con mi dinero.
Lola frotóse maquinalmente el brazo izquierdo, mientras su mirada permanecía fija en el extraño forastero.
- Ya sé que no entiende nada -dijo Stice-. Y lo malo es que yo no puedo decir mucho, por temor a decir demasiado. Alguien necesita estas tierras, señorita Su padre fue menos loco de lo que muchos han creído. No fue una locura comprarlas. Hay en ellas algo que vale mucho. Puede que valga millones.
- ¿Dónde está? ¿Qué es?
- No puedo decirle qué es, porque no puedo. Y en cuanto a decirle dónde está… Si se supiese ya no estaría, porque cualquiera, con un poco de fuerza y unos caballos o un carro, se lo podría llevar. Se trata de algo que no puede pertenecer al dueño de la tierra en que se encuentra, aunque las leyes del país le autoricen a quedárselo.
- ¿Es un tesoro enterrado?
- Puede serlo. No me pregunte más. Su padre prestó un favor al hombre a quien yo sirvo. Se lo prestó hace años; pero mi jefe no olvida los favores recibidos. Yo vengo a pagar aquel favor. En primer lugar le devuelvo sus tierras. Luego ha de hacerme un favor a mí. Y, por último, cuando me haya hecho mi favor, haré un nuevo favor a su padre. Dentro de un mes lo pondrán en libertad, indultado y reconocida la injusticia de su condena.
- ¿Se burla queriendo darme esperanzas?
- No. Yo he estado en la cárcel con su padre. No mucho, porque a él lo trasladaron antes de que yo fuera puesto en libertad.
- ¿Estaba usted en la cárcel?… ¿Por qué?
- Imagine algo bueno que justifique el que a uno lo encarcelen.
- ¿Quiere decir que fueron injustos…?
- Al contrario. Fueron muy benévolos; pero esa par te de mi historia no interesa, ¿verdad?
- No…, claro… Es decir… Siento curiosidad.
- Cásese conmigo y se lo contaré todo.
- ¿Bromea? -preguntó, altiva, Lola.
- No, no. Lo digo de veras. Desde que la he visto me ha gustado usted.
- ¿Cómo se atreve un…?
Lola se llevó la mano a la boca para contener lo que había estado a punto de decir. Stice sonrió, divertido.
- ¿Se da cuenta de la clase de moral que usamos en este país? -preguntó.
- No he dicho nada -se defendió Lola.
- Pero lo iba a decir. Usted cree que un padre en la cárcel no puede influir en que a una maestra le den trabajo. Y, sin embargo, usted se ofende porque un ex presidiario se atreve a ofenderla diciéndole que es usted bonita y que a él le gustaría tomarla por esposa.
- Desde el momento en que ha reconocido que estuvo en la cárcel por causas justificadas, me da usted la razón. No importan las obras de mi padre, sino las suyas propias.
- Es verdad. Olvide mis palabras. Cumplí mi encargo. Su padre me dio esta nota para usted.
Stice sacó un papel muy doblado y, extendiéndolo, lo releyó, diciendo luego:
- No cuenta nada interesante. Dice que soy un buen chico, lo mejor de lo peor. Una selección entre las podridas manzanas que se encierran en San Quintín. O sea, que no soy un fruto sin tara. Tengo la mía. Dice que confíe en mí y que me ayude en cuanto le sea posible.
- ¿Me deja ver la carta? -pidió Lola, tendiendo la mano hacia el mensaje.
- No es necesario ya. Le daré el final, que es lo único reservado a usted.
Stice rompió por algo más de la mitad el papel y, quedándose la parte mayor, dio la menor a Lola. La suya la fue rasgando en fragmentos cada vez menores, que luego tiró al viento.
- Adiós, señorita -dijo a continuación-. ¿Le importa que acampe unos días por estos lugares? Procuraré no molestarle con mi presencia.
- Le ruego perdone mis palabras -dijo Lola-. Quisiera poder decir que no tuve intención de ofenderle; pero… sí la tuve.
- Es usted muy noble. Adiós. Pero antes permita que le dé un consejo. De noche cierre bien las puertas, no vaya a ser que alguien entre.
- ¿A qué alguien se refiere?
- Su nombre es Libby, y parece sentir muchos deseos de ayudarla. Hace poco sonó un tiro, ¿lo oyó?
- Sí. Por eso salí armada al oír ladrar el perro. Ya antes había sonado otro.
- Los dos fueron disparados contra mí por el señor Libby, que deseaba recuperar la hipoteca para ponerla a sus pies.
Lola abrió el sobre donde estaban la hipoteca y los demás documentos,
- ¿Dónde está el recibo de que todo ha sido pagado?
- Lo tengo guardado en sitio seguro, por si usted comete la tontería de dejar que se lo quiten.
- No entiendo…
- Ya le dije que anoche alguien entró a quitarle algo. No sé qué; pero eran libros o libretas. Mi consejo es que destruya la hipoteca. Adiós.
Al marcharse Stice, Sultán le siguió un rato; luego, de mala gana, regresó hacia su dueña.