22

Le dije al taxista que me dejara en la Plaza de España. Caminé despacio, en dirección a la plaza del Callao. Esa zona me despertaba recuerdos que yo creía ocultos y sepultados en la memoria. Madrid era entonces mucho más pequeño y aquél había sido mi territorio: en la cercana Gran Vía, brillaban el Pasapoga, Jahy, Montmartre, Fuyma… Nombres de locales nocturnos que apenas si ocupaban ya un minúsculo lugar en un pasado cada vez más remoto.

Antes, cuando era joven y aún no conocía a Delforo, salíamos del turno de noche y nos íbamos a la Gran Vía o a Leganitos. Entonces era la calle de los clubes finos y los cabarés: el Riverside, el Señorial, el Alexandra… No existía la movida, pero en aquellos lugares se encontraban los mejores bares de alterne y los restaurantes que nunca cerraban.

Me detuve frente a Casa Justo. Antes había sido un bonito y barato restaurante que vendía una estupenda ginebra a granel a sesenta pesetas el litro, y Justo, un buen amigo. Pero nada de eso existía ya. Justo llevaba cinco años muerto y sus hijos habían convertido el restaurante en una pizzería posmoderna.

Imbuido en mis pensamientos no me di cuenta de que caminaba por la calle Preciados rumbo a la Puerta del Sol.

Diez minutos después vi en la acera opuesta a mi casa a Lola y a Matos, que con el móvil pegado a la oreja paseaba gesticulando.

La portería estaba precintada con la banda amarilla de la Policía y ya habían colocado en los cristales de la puerta la orden del juzgado. Pero el olor no había desaparecido del todo. Aunque, quizá, fuera el que yo llevaba encima.

Lola me vio, cruzó la calle rápidamente y me abrazó.

—¿Cómo estás, Toni? Oye, te estaba esperando, una vecina tuya, la mar de simpática, me ha dicho que te habías ido con un policía. Se acaba de marchar.

—¿Te refieres a Angus?

—Sí, ésa, Angus, la vecina tuya. Es simpatiquísima, hemos quedado muy amigas. Pero, oye, lo de Acebes lo dieron en las noticias de las diez en la tele. Dicen que lo descubrió un vecino y que la causa fue el mal olor. Qué horror. Angus me ha contado que lo descubriste tú, ¿es verdad?

Asentí y Lola me palmeó la espalda; parecía compungida. Como si yo fuera un pariente de Acebes y me estuviera dando el pésame. Añadió:

—Oye, Matos me ha dicho que ayer…, bueno, que te metiste en un lío muy gordo, ¿no? Que te sacudieron en casa de los Saragola. ¿Es verdad?

No dejé de observar a Matos, que continuaba con el móvil caminando por la acera de enfrente. Le contesté:

—A veces me sacuden, Lola. Y no ha sido la primera vez; lo malo es que ahora estoy viejo y lo aguanto menos.

—¿Y te encuentras bien? —Asentí con un movimiento de cabeza y ella prosiguió—: ¿Qué hacías tú en casa de los Saragola? Vaya amistades que tienes, Toni. No sabía que volaras tan alto. Me ha dicho Matos que montaste un follón de espanto.

—Es un asunto privado, Lola. No tiene nada que ver con el trabajo que le hago a Matos.

—Bueno, oye, bueno… Vale. No quería ser cotilla, sólo me preocupaba por ti.

—Te lo agradezco, Lola.

Se acercó y bajó la voz:

—Oye, se lo he contado a Juan hace un rato, lo he llamado por teléfono y me ha dicho que… —Matos cruzó la calle y Lola añadió—: Oye, tengo que hablar contigo, es muy urgente.

Pero cerró la boca cuando Matos se acercó y me dio unos golpecitos en el hombro.

—¿Cómo te sientes, campeón, eh? ¿Cómo ha sido? No he visto la tele, pero me han dicho que Acebes llevaba, al menos, tres días muerto. ¿Lo han degollado?

—Eso parece. Le cortaron el cuello, pero no he tenido acceso al informe forense. Quizá tú lo consigas, Matos.

Se quedó en silencio.

—Sí, sí…, puedo alegar que es un testigo de la fiscalía y que puede tener conexiones con mi defendido.

—Escucha, fue Acebes el testigo que declaró que nos vio a Juan y a mí entrar en su apartamento la noche del crimen a eso de las cuatro y media de la madrugada.

—¿Sí? Vaya, así que fue él.

—Me extraña que no lo hayan incluido en el sumario. No lo entiendo.

—Bueno, yo tampoco lo sé, Toni, quizá porque el policía que lo interrogó decidió que no era una testificación fiable. Suele pasar.

—Gades me lo ha contado todo. Acebes declaró en un principio que a las cuatro y media de la madrugada escuchó que abrían el portal y sintió ruido de pasos y voces masculinas que él identificó como la de Juan y la mía. Salió de la portería y se asomó; la escalera estaba oscura, no encendieron la luz y él tampoco lo hizo. Afirmó que vio, de espaldas y durante unos segundos, a dos figuras masculinas doblar el rellano.

—Bueno, ahí lo tienes. Son puras conjeturas. Hubiera sido una pérdida de tiempo utilizar esa declaración en el sumario, yo lo hubiera rebatido en cinco minutos. Oye, Toni, ¿y las cintas? ¿Sabes algo de eso?

—¿Otra vez la mierda de las cintas? Matos…, no había ninguna cinta en el cuchitril de Acebes. Al menos yo no las encontré.

—Espera un momento. ¿Entraste en la portería? Entonces hay que…

—Sí, entré. Y busqué las jodidas cintas.

Lola me interrumpió.

—Las cintas no abultan más que un paquete de cigarrillos. Son de esas pequeñas; además incluí el grabador de Juan, que es parecido a un bolígrafo. Pero… ¿cómo pudiste entrar?

Le hice un gesto a Lola para que me dejara seguir escuchando a Matos, que estaba diciendo:

—… hay que volver a entrar a esa portería y registrarla de arriba abajo. Ya sabemos lo que contiene una de esas cintas. Juan se lo ha contado a Lola por teléfono.

—Le dije a Juan que Toni había estado en casa de Saragola y se puso muy nervioso —manifestó Lola—. Me lo contó todo…, bueno, que había grabado una conversación suya. Saragola está implicado en la muerte de Lidia.

—¿Sí? Bueno, eso hay que probarlo. De todas formas tenemos que registrar a fondo esa portería. Es fundamental.

—Matos, está precintada por orden del juzgado. Te pueden quitar la licencia de abogado y Juan se quedaría sin defensa. Oye, escucha, necesito hablar contigo ahora mismo, es muy urgente. ¿Tienes tiempo?

—¿Ahora?

—Sí, ahora mismo.

—Joder… Bueno, vale, está bien… Espero que sea importante. Estoy agotado, yo me levanto temprano. ¿Por qué no me dices lo que tengas que decirme aquí mismo? Mañana tengo que trabajar muy temprano.

—Necesito sentarme. Mé duele mucho la pierna. Hay una cafetería, una especie de pub que se llama Orlando, en la calle de la Bolsa. Suelen cerrar bastante tarde. Vamos para allá y hablamos, ¿de acuerdo?

—Vaya, mira qué bien, siempre he querido alternar con el gran Toni Romano. —Lola sonrió y me tomó del brazo—. ¿Nos vamos?

Cafetería Orlando había sido una taberna de comidas, pero el turismo la había convertido en un local de tapas muy caras, gracias a la proximidad de la Plaza Mayor y a que enfrente había un restaurante de lujo. Era pequeño, con dos ambientes a media luz, y a esas horas estaba casi vacío. Aparte de nosotros, la mesa del fondo estaba ocupada por una pareja que juntaba las cabezas y se tomaba de las manos. En la otra habitación había una partida de cartas. La música era suave, algo brasileño cantado a media voz, pero de vez en cuando se escuchan las voces broncas de los jugadores desde la otra habitación, por encima de la música. Aparte de eso, las bebidas eran buenas y se trataba de un lugar limpio y cuidado, aunque yo me encontraba dolorido y cansado.

Y no sólo por los golpes que me habían propinado.

—Hola, Toni —nos saludó Matías, el hijo del dueño—. ¿Venís a la partida?

—No, Matías. Vamos a estar un ratito, nada más. ¿Tenemos tiempo?

—Parece que sí, la partida va para rato. ¿Para ti lo de siempre?

—Sí, lo de siempre.

—Yo quiero otro gin-tonic a lo Toni Romano —pidió Lola, y sonrió—. Con su limón y todo.

Matos pidió café con leche.

—Enseguida os lo traigo —respondió Matías.

Matías se marchó. La muchacha de la mesa del fondo había puesto las piernas sobre las del hombre. Estaba bastante oscuro, pero se trataba de una mujer joven, una chica de cabellos negros y abundantes que había apoyado la cabeza sobre el hombro de su acompañante. El hombre era de mayor edad, tenía gafas y la coronilla pelada. La muchacha le estaba diciendo: «Vamos a tu casa, anda, vamos de una vez». Y el hombre le contestaba asintiendo con la cabeza. Saqué uno de mis Ducados y fui a encenderlo, pero Lola se adelantó y me dio fuego con el Zippo. Había colocado sobre la mesa otro paquete de Ducados, casi lleno.

—¿Fumas ahora, Lola?

—¿Qué? No…, no, bueno, sí…, dos o tres al día. —Hizo un gesto con las manos y prendió uno. Lo comenzó a fumar chupándolo como si fuera un cigarrillo de chocolate.

Matos observaba a la pareja sin disimulo. Se volvió a nosotros y dijo en voz baja:

—Un adulterio típico. ¿Os habéis fijado? El tipo le dobla en edad.

Lola se colocó la mano en el rostro y dirigió la mirada a la mesa del fondo. Fue mucho más discreta. Adelantó la cabeza y nos dijo, también en voz baja:

—Pues no sé por qué, Matos. El hombre le dobla en edad, ¿y qué? Juan también es mayor que yo, ¿qué pasa con eso? —Movió la cabeza.

Yo aparté la mirada. La pareja parecía ajena, aislada, sin conciencia de que había despertado nuestra atención y, quizá, nuestra soledad.

Empecé a juguetear con el Zippo de Lola.

—¿Has traído a Juan a este bar, Toni? —me preguntó Lola.

—Sí, creo que un par de veces. Pero Juan ya es mayorcito y va a sus propios bares, Lola. ¿Crees que todo lo que ha hecho Juan se lo he dictado yo?

—¿Por qué dices eso? Vaya tontería —respondió Lola.

Levanté el Zippo y se lo mostré.

—Estaba en el despacho de Juan, ¿verdad? Parece el mismo.

—Sí, es de Juan. ¿Te gusta? Si quieres te lo regalo, en serio. Yo lo uso poco.

—No, gracias. Yo tengo otro, fue de mi padre.

—Oye, que si quieres te lo regalo, de verdad —insistió.

Negué con la cabeza. Matías trajo las bebidas y las dejó sobre la mesa.

—Si queréis algo más, pedidlo ahora. Me voy a la partida.

—Gracias, Matías, con esto está bien.

—¿Has venido a jugar aquí, Toni? —me preguntó Lola.

Matos añadió:

—Su especialidad es perder a las cartas.

Pero dijo Matías:

—No, a Toni le va el póquer. Nosotros estamos con el mus.

Matías se marchó. Lola levantó su vaso y lo chocó con el mío.

—Por nosotros, Toni… Y por la liberación de Juan.

Yo lo levanté también y bebí un trago. Matos nos observaba con atención. Decidí que tenía que hablar con tranquilidad y no sacar fuera la rabia y la frustración que me embargaban.

Empecé:

—Acabo de estar con el ladrón que entró en vuestra casa, Lola; lo han pillado y ha confesado. —Miré a Matos, que me miraba con los ojos muy abiertos—. Se llama Gomis, Lorenzo Gomis. Forma parte de una banda de rumanos que asaltan casas de ricos. Lo ha contado todo. ¿Me has oído, Matos? Todo.

Cuando terminé de contar lo que había presenciado con Gades, Matos se fue quedando de piedra, evitando mirarme a los ojos. Noté cómo se le endurecían las facciones y parpadeaba como si una repentina luz le hubiese cegado.

—Joder, joder, joder —exclamó y se tapó la boca con la mano.

Lola, en cambio, me había agarrado el brazo y me lo apretaba, sin dejar de mirarme. Se había hecho el silencio, aturdidos de la misma manera que cuando ocurre un accidente.

Matos continuó restregándose la boca durante un buen rato y me pidió que se lo repitiera otra vez. Se lo conté de nuevo. Y yo añadí las circunstancias de la detención, el interrogatorio de Gades.

Y Lola dijo:

—Yo…, yo he visto esa pistola, la Makarov o como se llame; la compró Juan en Moscú durante un viaje que hizo para presentar una de sus novelas traducidas. Creo que fue…, que fue hará unos cinco años o así… Es una pistola grande… —Señaló el tamaño abriendo las manos—. No sé, muy pesada. A Juan le encantaba, la compró en un anticuario, con todos los papeles, los permisos. La trajo precintada en la cabina de los pilotos y la mandó a un armero, la arregló para que pudiera disparar. No sé… —negó con la cabeza—, yo estaba en Valencia con mi familia cuando robaron en casa la pistola y el Corán. Juan…, bueno, me parece que Juan se encontraba en Francia, en Burdeos, creo.

Enmudeció. Y de nuevo se hizo el silencio. Yo lo aproveché para beber otro trago de mi gin-tonic. Observé a Lola, qué volvió a tomar otro Ducados, lo prendió con el Zippo y arrojó el humo sin tragárselo.

Matos tomó las riendas de la situación de nuevo.

—Bueno, vamos a ver, vamos a ver… La fiscalía con esto va a tener una baza cojonuda, pero no perdamos la calma. En primer lugar, ese tal Gomis, Lorenzo Gomis, ¿no habrá pactado con la Policía, Toni?

—Estuve durante el interrogatorio, Matos. Te lo acabo de contar. —Miré a Lola—. Nuestro amigo Juan Delforo es un embustero. Miente, nos ha mentido a todos.

Hice una pausa.

—Aunque, al menos, no del todo. A ti sí ha debido de decírtelo, Matos. Y es posible que a ti también, Lola. Aquí el pardillo soy yo.

—Espera… —empezó Matos.

Pero lo interrumpió Lola.

—Toni, Juan no ha matado a Lidia, es así, estoy segura. Hay que preguntarle qué ha pasado, él te lo aclarará, ya verás.

Siguió Matos:

—No perdamos la calma… Un momento, un momento. Mañana…, bueno, hoy, iré a verlo a la cárcel y estoy seguro de que nos dirá algo que… Escucha, Toni. No hay que derrumbarse, la palabra de un ladrón no vale nada en un proceso judicial. Ya verás cuando se siente en el estrado de los testigos y yo le cuente al jurado la vida de ese tío, seguro que es de aúpa. Ya verás… Su palabra no valdrá una mierda…

Le interrumpí.

—Lo que no vale una mierda es la palabra de Juan Delforo, al menos para mí —dije—. Y ese juicio nunca se va a celebrar. No me j odas, Matos.

—Espera, espera, Toni…, espera. Mañana lo aclararemos todo. Iremos a la cárcel y hablaremos con Juan. Le diré a Rogelio que venga a buscarte en el taxi. Te avisaré al móvil. Tenemos que actuar lo antes posible. Yo creo que ahora deberíamos irnos los tres a dormir. —Se giró en la silla para llamar al camarero. Pero yo le dije:

—No cuentes conmigo, Matos. Se acabó para mí, dejo este asunto.

—¿Qué? —exclamó.

Saqué la cartera y extraje el carné de investigador y la tarjeta de crédito que dejé sobre la mesa. Matos continuaba mirándome. Lola dijo:

—Toni, pero…, pero ¿qué ocurre?

—¿Lo digo otra vez? —Me estaba enfadando, aunque me había propuesto ser un hombre tranquilo. Sin embargo, sentía que me subía por el cuerpo la oleada caliente de rabia. Intenté calmarme—. Que lo dejo, abandono. Ya está. —Señalé la tarjeta de crédito y el carné de investigador—. Guárdate eso, Matos.

—¡Pero, pero…! —empezó Lola, y Matos la interrumpió, apretándole el brazo. Le dijo:

—Espera un momento, Lola. —Me miró—. Toni, ¿estás loco? ¿A qué viene esto? Tenemos que defender a Juan, es tu amigo. ¿Es que se te ha olvidado?

—Matos, cuando acepté el trabajo te dije que lo dejaría cuando yo lo estimase conveniente. Y lo estimo conveniente en este momento. No insistas más.

—Toni, escucha, por favor…, piénsalo, te lo ruego. Juan te lo aclarará todo, ya verás. Estás nervioso y es normal. Han pasado muchas cosas… Acebes…, lo de Saragola…, no sé, seguro que ha sido difícil toda esta investigación, pero dale una oportunidad a Juan.

—¿Una oportunidad? Le he dado muchas… Demasiadas. —Levanté el Zippo y miré a Lola—. He visto este jodido encendedor tres veces. La última vez estaba en casa de Matos, sobre la mesita de su salón. ¿No, Matos? —Lo solté sobre la mesa y produjo un sonido sordo—. ¿Estabas allí, Lola? ¿Eras tú la mujer que dormía, a la que fue a buscar Rogelio? No me jodáis más, estoy cansado de que me contéis mentiras.

Lola me señaló con el dedo.

—Toni, no tienes derecho a…, a decir eso, tú no sabes cómo Juan y yo…, quiero decir, cómo era nuestra vida. Eso a ti no te importa. No tienes derecho a…, a inmiscuirte en mi vida privada.

—Sí, tienes razón. No tengo ningún derecho, pero ¿lo sabe Juan? Estoy seguro de que le alegraría la vida saberlo. Su mujer y su abogado liados. Parece una comedieta italiana.

Lola se puso en pie bruscamente y tomó su bolso.

—Vamonos de aquí, Matos.

Matos no había dejado de mirarme durante el tiempo en que Lola me había hablado. Se le había formado un rictus de desprecio en la boca. También se puso en pie. Y añadí:

—Coge la tarjeta y el carné, Matos. Que no se te vaya a olvidar.

Los agarró y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Y no tienes que pagarme nada. Me doy por cobrado con las dietas que he ido sacando del banco. Y otra cosa, irá a verte un chico, Julito Bengochea, te llevará lo que ha conseguido de Lidia: los informes psiquiátricos y la prueba de que tuvo un aborto a los quince años, se lo provocó su psiquiatra, ese Sánchez Ross hijo. Le debes cinco mil pesetas.

Los dos me estaban mirando ahora, Lola con el bolso apretado al pecho.

—Toni, espera, ¿en serio? —Lola se adelantó un paso y miró a Matos—. Eso es fantástico, ¿no? Podrás demostrar que Lidia no estaba bien de la cabeza. ¡Oh! Tenemos que decírselo a Juan, se va a alegrar.

—Mañana pensaba ir a hablar con ese psiquiatra, para que me explicara por qué le hizo el aborto a una niña de quince años. Un poco raro, ¿no os parece? Y de paso, para que me contara quién le ordenó que hiciera desaparecer los archivos de Lidia. Lo que contó sobre la pérdida de los archivos es un cuento chino. Es una lástima que no vaya yo personalmente a averiguarlo, porque creo que eso daría la clave de este asunto. ¿No lo crees, Matos?

—¿No lo destruyó un loco? —preguntó Lola.

—No, no lo destruyó un loco. —Observé a Matos—. Ese chico, Julito Bengochea, te entregará los auténticos informes psiquiátricos de Lidia. Caso cerrado.

Volví a beber un trago. Pero ellos seguían allí, frente a mí, mirándome.

—Toni… —empezó Matos—, te llamaré mañana, ¿vale? Y te explicaré mis relaciones con Richi y con esa empresa, Totalsecurity.

—No hace falta, ya lo sé. Fuiste abogado de Totalsecurity, ¿verdad? ¿Lo sigues siendo ahora? No me extrañaría nada. A lo mejor también sigues trabajando para el obispado como antes. Y se me ha ocurrido otra cosa. A lo mejor fuiste tú el que convenció a Acebes para que retirara su testificación. No creo que te costara mucho trabajo. El jodido turrón de guirlache vuelve, Matos. Es mejor que no me vuelvas a llamar.