5
No fue difícil encontrar la casa de Delforo. No necesité más que pasear por la calle de Alfonso XII, frente al Retiro, y preguntarle a una criada sudamericana uniformada, que empujaba un cochecito de niño. La muchacha no sabía exactamente en qué edificio de la calle vivía el «asesino de la periodista», pero me indicó que podía estar dos o tres manzanas más abajo. Pregunté en la portería siguiente, Delforo vivía al lado.
Era un palacio. Sólo en el portal podrían acampar dos familias holgadamente. La entrada era de esas que se construyeron para carruajes y desembocaba en un patio interior abierto, cuyo portón encristalado dejaba contemplar plantas y flores. Las escaleras de mármol blanco y los ascensores de hierro forjado se encontraban a izquierda y derecha del vestíbulo.
Subido a una escalera de mano, un hombre vestido con un mono azul sacaba brillo con un trapo a los hierros de uno de los ascensores. En ese portal no hubieran desentonado criados de librea y un carruaje aparcado.
Supuse que el hombre del mono sería el portero. Le pregunté:
—¿La familia Delforo, por favor?
Dejó de frotar la cabeza de un león, se dio la vuelta y se me quedó mirando.
Probablemente evaluaba qué tipo de vendedor podía ser yo. Era un sujeto de más de sesenta años, fornido, con bigote y el cabello cuidadosamente peinado hacia atrás con mucha agua y brillantina, a juzgar por el olor que despedía. Un antiguo guardia civil o un policía nacional jubilado, deduje.
—¿Qué desea?
—Me llamo Antonio Carpintero y me gustaría ver a la esposa del señor Delforo. ¿Quiere avisarla, por favor?
Le alcancé mi carné de identidad, que observó con mucho detalle.
—¿Es usted periodista?
—¿Tengo aspecto de periodista? —El portero arrugó la frente y me apresuré a continuar—: Soy amigo de Juan Delforo, amigo personal.
—Espere aquí.
Bajó la escalera con el carné en la mano y lo observé dirigirse a la casilla de la portería que, a diferencia del edificio, era posmoderna, encristalada y repleta de visores de seguridad cuyas pantallas reflejaban el patio trasero, la entrada al edificio y el interior de los ascensores. El portero se colocó tras una mesa y levantó el auricular de un teléfono. Tras los cristales, probablemente antibalas, lo distinguí mover la boca y enseguida colgar el teléfono.
Se acercó y me dijo:
—Vaya a ese patio y tome el ascensor. Los señores de Delforo viven en el ático.
Me lo quedé mirando.
—El carné, por favor —le pedí.
—No, se lo devolveré cuando baje, yo no me muevo de aquí.
—Oiga, escuche, ya sé que le gusta hacer bien su trabajo.
Pero usted no puede quedarse con el carné de identidad de nadie, a no ser que sea usted un agente de la autoridad y tenga una razón suficiente. ¿Es usted agente de la autoridad? Creo que no, y si lo ha sido, debería saberlo.
Le tendí la mano. El tipo dudó unos instantes.
—Vamos —insistí—, el carné.
Me lo entregó con un gesto brusco, subió de nuevo a la escalera y continuó frotando la cabeza del león. Escuché los agudos chirridos del trapo mientras cruzaba la entrada y pasaba al patio interior de la casa, bordeado de enormes tiestos con flores y pequeños árboles. El ascensor era el de servicio, su pequeña venganza.
Cuando llegué al final, me encontré con una criada uniformada que mantenía abierta la puerta de la vivienda. Era de edad madura y cilíndrica, sin cintura. El cuerpo parecía surgirle bajo los enormes pechos. Parecía sudamericana.
—Pase, señor, por favor, la señora le está esperando.
Le hice caso y la criada cerró la puerta a mi espalda. Una puerta blindada de seis cerraduras.
—En un ahorita viene la señora, nos ha avisado el portero.
Caminamos por un pasillo hasta llegar a una habitación decorada con muebles antiguos auténticos, de esos que cuestan una fortuna en los anticuarios, mezclados con modernos, que incluían ese tipo de cuadros que no significan nada, excepto demostrar que sus propietarios poseen vida interior, sensibilidad… y mucho dinero.
La criada desapareció por el pasillo por donde habíamos venido y yo esperé más de diez minutos, que transcurrieron demasiado lentos para mi gusto. Un tiempo que pasó con mi cabeza ocupada en dilucidar en qué me estaba metiendo.
Al fin escuché pasos en una habitación próxima, unos pasos apagados, hasta que se abrió una puerta y apareció ante mí la esposa de Delforo. Llevaba una bata de seda roja muy corta, que parecía china, y calzaba zapatillas. Debía de rondar los treinta años y era muy atractiva. Tenía el cabello rubio ceniza corto, dividido por una raya en medio, y el rostro triangular. Sonreía mientras avanzaba por el saloncito.
Me tendió la mano y me dijo:
—Hola, soy Lola, la esposa de Juan. ¿Eres Toni Romano?
—Antonio Carpintero —le contesté y le estreché la mano.
—Vaya, ¿sabes una cosa? Siempre he querido conocerte personalmente, pero mi marido no hacía más que darme excusas. Solía decirme que estabas siempre muy ocupado. —No aguardó a que yo le respondiera. Sus inquietantes ojos parecían reidores y su boca era grande y bien dibujada y su tez morena—. Tienes que disculparme, estaba dándome rayos Uva. ¿Has esperado mucho?
—No.
—Bueno, Toni, ¿quieres pasar?
Emprendió la marcha hacia la habitación de donde había surgido, yo la seguí a corta distancia. No tuve más remedio que constatar que iba desnuda bajo la delgada bata. Las formas se le marcaban al caminar como si tuviera debajo un grupo de animalillos que pugnaran por salir.
Iba diciéndome:
—… no he ido todavía a verlo a la cárcel, me lo ha prohibido. Es una de sus manías, ¿puedes creerlo? —Volvió el rostro—. Disculpa, ¿te puedo tutear?
—Claro, por supuesto.
—A mí puedes llamarme Lola o Dolores, como quieras. —Continuó avanzando por otro pasillo, flanqueado por una larga librería, atestada de libros, cuadros y fotografías enmarcadas, algunas con dedicatorias—. Supongo que Juan debe de estar bien, ¿no? Al menos eso me dice cuando hablamos por teléfono.
Se detuvo de pronto y casi tropiezo con ella. Se volvió sonriente con las manos en los bolsillos. La bata se tensó a la altura de los pechos. Los pezones aparecieron bajo la tela. Si ella se dio cuenta, no lo manifestó.
—Es curioso que Juan esté en la cárcel. Siempre me decía que necesitaría estar en la cárcel para tener esa experiencia y poder transmitirla en sus novelas. Y sin embargo… —se quedó pensativa—, no parece feliz cuando hablamos.
—Una cosa es estar en la cárcel y otra, bastante distinta, documentarse sobre ella. La cárcel no es buena para nadie. ¿Hablas mucho con él?
—Bueno, lleva poco tiempo. Apenas he hablado con él un par de veces. Supongo que deben de ser las normas de la prisión, ¿no?
—Las normas de las prisiones pueden ser bastante elásticas. En realidad dependen de los criterios del director o del jefe de Servicios. Oficialmente cada recluso tiene permiso para una llamada personal a la semana y otra a su abogado.
—Sí, eso parece normal. ¿Sabes?, cuando me hablaba de ti, cosa que hacía bastante a menudo, me contaba que tú lo habías introducido en ese mundo que a él le fascinaba tanto, me refiero al mundo del hampa, de los bajos fondos y todo eso. Si no me falla la memoria, en una ocasión me contó que había conocido a un personaje que le habías presentado tú, un tal Recuero o algo así, que había estado un montón de años en la cárcel. Se sabía el mundo de la cárcel al dedillo.
—No era Recuero, sino Recalde, el vasco Recalde. Se había tirado quince años en el trullo por diversos delitos. Tu marido me pidió que le presentara a alguien que hubiese estado entre rejas y yo pensé en Recalde. Se lo presenté y creo que pasaron bastante tiempo juntos. Recalde murió hace un par de años en accidente de coche. Fue mi amigo.
—Sí, incluso se hizo también amigo de mi marido. Por. aquel entonces estaba exultante, lleno de energía. Tomaba muchas notas y grabó bastantes conversaciones con él. Me hablaba del argot de la cárcel que estaba aprendiendo.
—Se llama talegario.
—¿Se llama así?
—Eso es, el habla del talego, o sea, de la cárcel. Es una mezcla de muchos argot. Pero esos lenguajes cambian continuamente, se van modificando. Nunca es el mismo. Hasta ayer no supe que tu marido estaba en la cárcel, acusado de ese crimen. He estado un mes fuera y no me había enterado.
—Ya ves, Toni.
—Era mi amigo.
—¿Era?
Debió de darse cuenta de sus pezones porque se arregló las solapas de la bata y cruzó los brazos sobre el pecho. Fijó su mirada en la mía. No era ninguna niña tímida.
—Bueno, sigue siéndolo, Lola.
—Eso pensaba yo. Oye, a esta hora suelo tomar un gin tonic. ¿Quieres acompañarme?
—Buena idea.
—¿Con medio limón exprimido?
—Eso es.
—Vaya, mi marido no ha mentido del todo cuando te describía. En sus novelas eso es lo que bebes. ¿Qué ginebra te gusta?
Dejé pasar eso y respondí:
—Cualquiera que sea seca.
Señaló una puerta.
—Ahí está su despacho. Pasa y espérame, ¿quieres? Estás en tu casa, Toni.
Empujé la puerta y me asomé. El despacho de Delforo era impresionante. Tenía dos balcones y era tan grande como su apartamento de la calle Esparteros. Prácticamente todas las paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de más libros, de todos los tamaños y colores. Y donde no había libros había cuadros y más fotografías enmarcadas, junto a máscaras negras, figurillas de madera o porcelana, cuchillos y todo tipo de lo que supuse serían recuerdos de múltiples viajes a lugares exóticos. En la misma entrada había una antigua alacena de madera, barnizada y encristalada, ocupada por viejos juguetes de latón de cincuenta años atrás: coches de bomberos, carricoches, motoristas… Algunos de ellos me eran familiares. Había jugado con ellos durante mi infancia.
La mesa de trabajo de Delforo era de madera, grande, antigua y con aspecto de pesada, cubierta por papeles y objetos de escribanía. En una mesa auxiliar distinguí la pantalla de un ordenador. Había otra mesa alargada delante de una de las estanterías, también cubierta de papeles perfectamente ordenados.
Pisé la mullida alfombra y me dirigí al centro de la habitación, donde descansaban cuatro sillones alrededor de una mesita baja y redonda. Me senté en uno de ellos. Sobre la mesita, al lado de un cenicero de plata, había un encendedor Zippo clásico. Prendí un Ducados. Siempre me han gustado los Zippos, aunque no suelo llevarlos porque pesan mucho en el bolsillo.
Arrojando el humo al techo me puse a pensar en Delforo. Nunca me había mencionado que estuviera casado. ¿Por qué no me lo había dicho?
De lo que no había dudas era de que me había engañado. «Escribo sobre las pobres gentes, Toni —solía decirme—, sobre los que nunca salen en la literatura, excepto como comparsas». Ésa era una de sus frases favoritas. Pero me acordaba de otras: «Para mí la literatura no es sólo un juego del lenguaje, sino una disciplina consagrada a indagar sobre la naturaleza humana y el mundo. En una época en la que los periódicos mienten, al igual que los historiadores, la literatura debe evitar el discurso único. Eso es lo que yo intento hacer».
Esa pretensión de verdad ¿era posible desde la mentira y la falsedad? No tenía respuesta a eso, y sin embargo, el Delforo que yo conocía me gustaba. Era modesto y nunca presumía de nada, ni conmigo ni con la gente que le presentaba, todos esos delincuentes, arribistas, estafadores, putas y dueños de burdeles. Sabía comportarse como uno más y pagaba las copas sin aparentar superioridad. Ni siquiera cometía esas indiscreciones tan típicas de los periodistas y escritores, a los que estaba acostumbrado en mis tiempos de policía, cuando esa fauna acudía a la comisaría a documentarse sobre tal o cual delito.
Delforo y yo llegamos a intimar, o casi. Le gustaba hablar de su oficio a altas horas de la madrugada, apoyados en el mostrador de cualquier bar. Y a mí me gustaba escucharlo. Hablaba de su trabajo de escritor como lo haría un albañil, o un mecánico, del suyo. Relataba con sencillez su dedicación a escribir, consciente de los desafíos que entraña el conocimiento de un oficio. Algo muy diferente de lo que hacían los otros escritores o periodistas que yo había conocido.
«Mira, Toni —me decía—, yo subordino los recursos estilísticos a las necesidades de la historia, ¿entiendes? Trabajo con las palabras de la misma manera que otros trabajan con ladrillos y cemento, para construir algo que sirva y se entienda. Y creo que las palabras deben ser justas y verdaderas, ligadas a la percepción de la realidad, o de parte de ella, desde un lugar nuevo. Y quiero decir con eso de lugar nuevo, desde mi propuesta de mirada. ¿Entiendes lo que te digo?».
Lo entendía, o creía entenderlo, y me gustaba que me hablara de esa manera. La gente como yo admira a los que hablan bien, a los que saben expresarse con propiedad.
Aplasté el Ducados en el cenicero y giré el rostro. Lola me sonreía desde la puerta, con una bandeja en la mano en la que había dos vasos chatos. Se había cambiado de ropa, ahora llevaba un pantalón negro entallado y una camiseta de mangas cortas de tonos verdosos.
Me puse en pie y ella se acercó a la mesa.
—¿En qué pensabas? —Dejó la bandeja—. Estabas como ido.
—En tu marido. Lo conozco desde hace más de veinte años y nunca me había dicho que viviera en esta casa, ni que estuviera casado.
—¿No te lo ha dicho? Eso es típico de él, detesta el matrimonio, ya ves, y en el fondo se avergüenza de ganar dinero y de vivir en este barrio. ¿Quieres que te diga una cosa? Nos hemos pasado los cinco años que llevamos casados separándonos y volviendo a juntarnos. A veces pienso que se trata de un psicodrama argentino. Pero la casa es mía, ¿sabes? La heredé de mis padres, soy hija única. Juan no quería vivir aquí, solía decirme que si lo hacía podría convertirse en un escritor catatónico, de esos «que tardan seis páginas en subir una escalera». Prácticamente le obligué a vivir aquí, ésta ha sido mi casa toda mi vida, aquí frente al Retiro, con los ricos. En algunas de sus novelas ha sacado esta casa, pero como morada de los malos, de los ricos corruptos… Mi padre era notario y menos mal que no lo conoció, de eso me alegro mucho, mi padre era el prototipo de los notarios de derechas.
—Siempre me insistía en que estaba divorciado, Lola.
—¿En serio? ¡Qué barbaridad! —Se encogió de hombros—. Aunque algo de razón tenía cuando te contó eso. Juan se divorció dos veces antes de casarse conmigo. Sin embargo, es típico de él hacerse pasar por un tipo solitario, sin ataduras, un bohemio. Supongo que esta casa y una esposa que trabaja en publicidad no coincidían con la idea que tiene sobre sí mismo. A mí también me ha sacado en casi todas sus novelas con toda clase de nombres, es posible que la razón sea que me tiene más a mano. Una? veces soy Lola Blumber, otras Charo, Manolita, Clara…, hasta Vanesa me he llamado. Pero siempre me describe tal como soy, por eso sé que se trata de mí. A ti también te ha sacado… y mucho más que a mí. Te llama Toni Romano, como ya sabes. ¿No has leído sus libros?
—Sólo el primero…, bueno, el que yo creo que es el primero. Y no me gustó nada que me llamara Romano, me llamo Carpintero.
—En el fondo los dos somos personajes de una novela de Delforo, ¿verdad? —Cogió uno de los vasos y me lo tendió—. Mira a ver si está a tu gusto. He aprendido que prefieres el gin-tonic con limón gracias a las novelas de mi marido. —Levantó el vaso y yo hice lo mismo—. Chin, chin, Toni… Por nosotros, personajes de Juan Delforo. Tenía ganas de conocerte, en serio.
Levanté mi vaso y también bebí. Estaba perfecto, con dos cubitos de hielo, como debe ser. Y con una buena ginebra, quizá Bombay Sapphire Medalla de Oro o Beefeater. Y añadí:
—No creo que yo sea como me pinta tu marido, Lola. Pero también me alegro de conocerte.
—Sin embargo, hasta ahora te pareces bastante a la imagen que tengo de ti, Toni. Debes leer el resto de sus novelas, al menos en las que sales tú. Son seis y han tenido cierto éxito No el esperado por él, claro, pero el suficiente. Conmigo es diferente, describe muy bien mi físico y como te he dicho antes, me reconozco bastante en sus novelas. Pero otra cosa es la personalidad de los personajes que me atribuye. A veces me saca como una comehombres, una zorra, otras como una pasiva mujercita… y hasta de asesina. Menos mal que no has leído nada de mí, sacarías una pobre impresión mía.
—Prefiero las experiencias reales a las literarias, Lola.
—¡Vaya! ¿Lo has visto? ¡Hablas como Toni Romano, es increíble! ¡Ni él mismo lo hubiera dicho mejor! ¿No te lo decía?
No contesté a eso y volví a beber otro trago —no es conveniente que el gin-tonic se agüe— mientras la esposa de Delforo continuaba mirándome con un chispazo alegre en sus ojos. Dejó el vaso en la bandeja y añadió:
—¿Te has molestado?
Se había quedado pensativa, balanceando la pierna cruzada sobre la otra.
—No, no me he molestado, pero en los últimos tiempos no he estado mucho con Juan. Nos vimos por casualidad en un bar, justo el día del crimen, pero a las cinco de la tarde. Llevaba varios meses sin verlo, quizá dos meses o un poco más. Varias veces llamé a su puerta… —Me detuve, pero continué enseguida. Ya debía de saberlo, había salido en toda la prensa—. Te decía que llamé varias veces a la puerta de su apartamento y otras lo llamé por teléfono. Pensé que estaba de viaje o algo así… o que se había mudado y dejé de preocuparme.
Ahora me sonreía.
—Toni, yo sabía que tenía alquilado ese apartamento. No te preocupes. Y es mentira que lo utilizara como picadero, tal como ha declarado el portero. No digo que no se haya llevado allí a alguna mujer, pero de eso a presentarlo como un Casanova obsesionado con el sexo va una diferencia. No entiendo por qué se han empeñado los periodistas en presentarlo así.
—Los periodistas cumplen órdenes.
—Vaya, caramba, ¿es que conoces a muchos periodistas?
—A bastantes. En mis tiempos en comisaría aparecían por allí para documentarse sobre sucesos. Te digo que los conozco.
—Ha sido increíble, Toni. He tenido una bandada de periodistas de todas clases, incluso corresponsales y de la prensa extranjera, intentando entrevistarme. Sólo cuando Matos me indicó lo que tenía que decir, acepté dos o tres entrevistas en medios que Matos consideraba importantes.
—¿Y qué fue lo que te indicó Matos que dijeras?
—Sobre todo que Lidia, desde que era joven, se dedicaba a fantasear sobre los hombres, se figuraba que todos los tíos que conocía andaban detrás de ella, se enamoraban, vamos. Pero lo más curioso de todo es que esas declaraciones mías no salieron nunca en la prensa, o cuando salían estaban deformadas. Y todavía más curioso, Matos se alegraba de que eso ocurriera así, ya ves.
—¿Y eso por qué?
—No lo sé, cosas suyas, supongo. Pero me exigía que cuando me hicieran una entrevista usara yo otro magnetófono con permiso del periodista. Lo hice todas las veces que me entrevistaron.
—Esta mañana he leído un reportaje en un periódico del domingo pasado, El Universal, donde tú te niegas a hablar.
—Órdenes de Matos. Ese periódico es gubernamental, según él. —Se quedó unos instantes en silencio y añadió—: Lidia… Qué suceso tan desagradable, ¿verdad? Sobre todo por la atención mediática que tiene. ¿Sabes que no han aumentado la venta de las novelas de mi marido desde que lo detuvieron? Yo diría, incluso, que las han retirado de las librerías más importantes. Es increíble, incluso le han negado las reediciones. El cree que lo odia todo el mundo. ¿Sabías que Lidia había sido alumna suya en la facultad de periodismo?
—Lo acabo de leer en el periódico.
—Bueno, Lidia y yo fuimos alumnas suyas en la facultad. —Soltó una carcajada—. Las dos estábamos enamoradas de él, pero se casó conmigo. Era un buen profesor y nosotras muy jóvenes, nos fascinó a todas. Mi marido es un seductor nato, eso sí que lo debes de saber. Hasta a ti te ha seducido, Toni, y no pareces la jovencita que era yo entonces…, bueno, que éramos. Sólo fue profesor ese año, renunció para dedicarse a escribir novelas, no soportaba la vida académica, la despreciaba. —Se puso en pie y se dirigió a una de las estanterías, sacó un libro de lomos azules y me lo mostró—: Nos dio un curso sobre «Realidad e imaginación en la construcción del relato en Isaac Babel», el tema de su tesis doctoral. —Agitó el libro y volvió a colocarlo en su sitio—. Sin duda es su mejor trabajo, adoraba a Isaac Babel. Creo que es el escritor, fuera de él mismo, al que más admira.
Volvió a sentarse y la observé beber un trago.
—Lidia era…, no sé cómo decírtelo…, era muy inteligente, desde luego, muy estudiosa, la primera de la clase siempre, pero no sé, un poco extraña, quería ser famosa, importante y realmente creía que cualquier hombre que veía, cualquiera de nuestros compañeros de clase, los amigos, los profesores… andaba detrás de ella, ¿comprendes? Pensaba que todos la cortejaban.
—¿Y era verdad? —le pregunté.
—Vamos, Toni, las chicas nos damos cuenta a partir de los doce años de que lo primero que piensa un hombre al vernos es: ¿ésta es de las que podría ligarme?, lo intenten hacer o no. Es un mecanismo reflejo, un atavismo del macho primitivo que servía para perpetuar la especie. Al servicio de la supervivencia de la especie, los machos debían fecundar a todas las hembras posibles en edad de ser fecundadas. Una mujer sin fecundar era un desperdicio genético. Eso era antes, ahora ese reflejo se ha convertido en una recurrente fantasía masculina, nada más… Pero, disculpa, me pongo pedante sin darme cuenta, resabios de ser psicóloga…, te estaba hablando de Lidia, lo de ella era…, bueno, nos lo tomábamos a broma, claro, ya sabes, teníamos diecinueve, veinte años No he vuelto a acordarme hasta ahora, cuando Matos tomó el caso y me dijo lo que tenía que decir en las entrevistas.
Verás, Lidia creía que nosotras, sus compañeras, nos íbamos a la cama con todos los profesores que podíamos, para que nos dieran buenas notas y nos enchufaran en la tele. Como ella no se acostaba con nadie, ésa era la razón por la que no la trataban bien y la marginaban. Estaba obsesionada con eso. Dime, ¿conociste a Lidia?
—No, y tu marido nunca me ha hablado de ella. Tu marido me ha mantenido al margen de su verdadera vida. —Bebí otro trago de gin-tonic y extraje otro Ducados—. ¿Te importa que vuelva a fumar?
—Por supuesto que no, a veces fumo, en realidad les tengo envidia a los fumadores. —Se quedó pensativa—. Es extraño que no te haya hablado de Lidia, ni de…, bueno, ni de mí. Le gusta presumir de sus mujeres. —Otra vez volvió a quedarse pensativa—. Ojalá puedas ayudar a mi marido, Toni. Él confía mucho en ti. ¿Has pensado en algo concreto?
Me removí en el asiento.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, estás aquí porque vas a ayudar a mi marido, ¿no es así?
Me quedé de piedra y se debió de notar mucho porque se apresuró a añadir:
—¿He dicho algo inconveniente?
—Espera un momento, ¿quién te ha dicho que voy a ayudar a tu marido?
—¿No te ha dicho nada Matos?
—No, no me ha dicho nada. Antes de ayer me llamó por teléfono y me propuso cenar con él, le dije que no.
—¿Le dijiste que no? —Parecía sorprendida—. ¿Te llevas mal con Matos? Es un poco…, quiero decir, que comprendo que no te guste. A Matos hay que entenderlo. Pero es un buen abogado, un águila. ¿Sabes cómo le llaman? «El crótalo de las Audiencias». Pero aparte de lo que sea o pueda ser Matos, mi marido confía en que tú le ayudes. Me lo ha dicho bastantes veces. Sabía que él sería el primer sospechoso. Y no me preguntes por qué, porque no sabría responderte. «Tengo que llamar a Toni —me decía—. Éste es un caso para Toni Romano». Delante de mí te ha llamado varias veces a tu casa, pero no respondías al teléfono.
—Lo he dejado fuera de servicio. Ahora tengo esta mierda. —Saqué el móvil del bolsillo, se lo mostré y lo volví a guardar—. No puedo permitirme dos teléfonos.
—Claro, él no sabía eso. «¿Dónde está Toni? —me preguntaba—, ¿por qué no coge el teléfono?». Más de diez llamadas te ha estado haciendo, pero nunca desde nuestros teléfonos, lo hacía desde distintos teléfonos públicos, muy de novela policíaca. Pero eso era al principio, antes de que lo detuvieran. Sé que él no asesinó a Lidia, Toni, en serio. De lo único que estoy segura es de que mi marido no es capaz de matar a nadie. Yo lo conozco bien. ¿Por qué no quieres ayudarnos, Toni?
No le contesté. Y ella añadió:
—Pero…, pero habrás oído las cintas, ¿verdad?
—¿Cintas? ¿Qué cintas?
Se adelantó en el sillón y se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.
—¿No has recibido las cintas? Yo misma fui a Correos y te las envié a tu casa en un paquete. Juan me dijo que no fuera personalmente a verte, no era conveniente que te relacionaran conmigo. Esto fue, espera, un par de horas antes de que lo detuvieran. ¿No las has recibido?
—No, no he recibido nada.
Se tapó la boca con la mano.
—Eran unas cintas que Juan fue grabando. Eran…, me dijo que eran sus impresiones sobre el crimen. ¡Oh, dios mío! ¿Nos ayudarás? Te…, te lo pido por…, por favor. ¿Lo harás? Te suplico que vayas a ver a Matos y lo escuches. Después di que no, si quieres, pero ve a verlo. ¿Quieres que lo llamemos ahora mismo y quedáis citados? Por favor, Toni…, ¿tengo que suplicarte?
Entonces hizo algo que no me esperaba, que no hubiese esperado nunca. Se adelantó en el sillón y me acarició la mejilla.
Golpeé con fuerza la puerta de la portería. No respondió nadie. Acebes debía de estar ocupado en sus correrías por los bares de la zona. Sonó mi móvil. Era Catalina la Grande y debía de llamarme desde el Burbujas, se escuchaba música de fondo y tintineo de copas.
—¿Toni?
—Sí, soy yo, Catalina, ¿ocurre algo?
—¿Fuiste al gimnasio ese?
—Sí, ayer, después de dejaros. Estuve con Silverio y perdona que no os llamara, pero he estado muy ocupado.
—¿Puedes venir, Toni? Tengo que hablarte.
—No puedo ahora, Catalina. Tengo una cena dentro de una hora.
—¿Y después, Toni? Nosotros cerramos a las cinco de la mañana, ya sabes.
—No sé a qué hora terminaré. ¿Por qué no quedamos mañana?
—Vale, mañana. Pero esto es cosa mía, Toni. Juanita no sabe que te he llamado, no le digas nada, ¿eh?
—De acuerdo, Catalina, iré a verla en cuanto pueda.
Escuché ruidos en el patinillo y me asomé. Un hombre ataviado con un mono azul de trabajo limpiaba el suelo con una fregona.
Lo llamé:
—¿Oiga?
Era de edad madura, de baja estatura, moreno y fornido, con el rostro ancho. Un hombre fuerte como un toro.
—Disculpe, ¿sabe dónde está el portero?
—¿El señor Acebes?
—Sí, Acebes. ¿Sabe dónde está?
Negó con un movimiento de cabeza. Sobre el bolsillo superior del pecho llevaba cosido un cartelito: «Limpiezas Ochoa».
—No, señor, no sé dónde puede estar. Yo soy de Limpiezas Ochoa. —Se señaló el cartelito—. Nos llamaron para sacar el cubo de la basura y limpiar la escalera.
—¿No conoce al señor Acebes?
—Bueno, no, señor, no lo he visto. A mí me dijeron que viniera a limpiar, ya le digo. Pregunte en la empresa. A lo mejor ellos saben.
Me dio un número de teléfono y me indicó que el jefe se llamaba señor Ochoa. Allí mismo lo llamé por el móvil. El hombre me observaba, apoyado en la fregona.
—¿Señor Ochoa? Me llamo Antonio Carpintero y soy inquilino del edificio de Esparteros 6, necesito ver al señor Acebes, el portero. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
La voz masculina era suave y silbante, con marcado acento extranjero.
—¿El señor Acebes? Bueno, no lo sé… Él nos suele llamar cuando se ausenta. Es un antiguo cliente. Nos llama cuando se va de viaje o se pone enfermo.
—¿Y está enfermo o se ha ido de viaje?
—Bueno, eso no se lo puedo decir, no me lo dijo, me llamó hará dos días para que uno de nuestros empleados lo sustituyera unos cuantos días. Creo que se iba a la boda de un sobrino.
—¿Y le dijo dónde era esa boda?
—Pues, no…, no se lo pregunté y él pues no me dijo nada, ya ve.
—¿No suele dejarle un número de teléfono para contactar con ustedes?
—Sí, lo deja… Espere un momento.
Miré al hombre y éste se puso en movimiento y continuó fregando el patio. Al instante, volví a escuchar la voz del señor Ochoa.
—Aquí lo tengo, ¿tiene con qué apuntar?
Era el número de un móvil y lo registré en el mío. Le di las gracias y subí unos tramos de escalera y lo llamé al llegar al primer piso. Estaba desactivado.