17
Eran las diez y media de la noche y la puerta de la mansión de los Saragola en la calle Río Ulla estaba plagada de coches, que un par de aparcadores con gorra trataban de ubicar. La mayoría de los coches incluían chófer, de manera que enseguida se despejaba la calle.
Hice detener el taxi en las inmediaciones y anduve hasta la puerta. El chalé, si se podía llamar así, ocupaba lo menos cinco hectáreas de terreno a juzgar por las altas tapias que lo rodeaban y que apenas dejaban entrever los tejados de pizarra de la mansión. En la entrada escuché música, mientras dos hombres uniformados de celeste, de Totalsecurity, consultaban las invitaciones. La etiqueta cosida al pecho incluía un círculo atravesado por un puñal. Lo mismo que en el gimnasio de Saragola, pero ese logotipo lo había visto también en otra parte, hacía poco, aunque no lograba ubicarlo.
Me puse en la cola.
Cuándo me tocó la vez, el uniformado miró la tarjeta de Pollito del Callejón y luego me observó.
—¿Esto qué es? —me preguntó.
—Vengo del gimnasio de don Ricardo —le respondí.
El otro uniformado le arrancó la tarjeta de las manos a su compañero y la miró. Luego me escrutó.
—¿Viene a ayudar al combate?
—Sí, eso es.
—Déjalo pasar —le indicó a su compañero y me entregó la tarjeta.
—Vale, pase ahí, a esa mesa.
Había un hombre sin uniforme, pero con un pin con el circulito y el puñal en la solapa de la chaqueta, sentado ante un libro de visitas abierto. Me pidió el carné de identidad, se lo di y apuntó mi filiación en una de las hojas del libro. Yo era «personal técnico de apoyo». Luego me pasó por las ropas un detector de armas y me dijo:
—Camine hasta allí —señaló a la izquierda—, rodee la casa hasta que vea unos pabellones, son las casas de los invitados. Allí están los boxeadores. Pregunte por el director.
—¿El director?
—Sí, eso es…, el que organiza la velada.
—Está bien, gracias.
Caminé un trecho entre un grupo de invitados por un ancho sendero, entre una gran explanada de césped y grupos de árboles. La casa estaba enfrente, de tres pisos, unos mil metros de vivienda de algún estilo entre clásico y moderno que a mí se me escapaba. Sólo me parecía «grandiosa» o algo semejante a «mucho dinero».
Ninguno de los invitados que caminaba junto a mí llevaba traje. La mayoría iba en vaqueros, de marca eso sí, con chaquetas de cuero o de diseño. En cambio, las mujeres vestían más elegantes, por supuesto de manera informal. Las había de todas las edades y hablaban y gesticulaban de esa forma descontraída y amable que se aprende en las familias bien y en los clubes de campo restringidos.
El grupo se dirigió a una enorme terraza en un costado de la casa donde había más invitados y surgía la música, probablemente de alguna orquesta que permanecía invisible a mi mirada. Yo tiré a la izquierda, entre macizos de fio res, y caminé unos quince minutos hasta que alcancé un grupo de varios chalés pequeños, de unos ciento cincuenta metros o así, colocados en círculo alrededor de un campo de césped.
La puerta de servicio era un portón de hierro abierto al exterior, una explanada donde pude ver aparcados unos diez o doce automóviles, algunos de los cuales tenían el logotipo de Totalsecurity. De un camión bajaban cajas y containers de catering que eran transportados por operarios al interior de los chalés.
Me dirigí al primero de los chalés, de donde entraba y salía gente y se notaba una gran actividad. Un muchacho empujaba un carrito colmado de cajas de cerveza. Le pregunté:
—¿El director?
Señaló el interior del chalé.
—Debe de estar ahí, al fondo, en una de esas habitaciones.
En el vestíbulo, Pollito del Callejón, vestido con el chándal celeste del gimnasio, hablaba con un sujeto en mono de trabajo. Tenía un papel en la mano y levantó la vista cuando me acerqué.
Pareció alegrarse al verme.
—Vaya, has venido. —Me tendió la mano—. Me alegro mucho. ¿Has tenido problemas en la puerta?
—No, ninguno.
—Muy bien, espera un momento que termino con esto y enseguida estoy contigo. —Se dirigió al del mono—: Bueno, quiero un foco arriba del cuadrilátero, aparte de los otros, ¿de acuerdo? Y las cuatro butacas para los jueces con tableros de luz. ¿Están listas las azafatas?
—Sí, todo listo.
—Haremos una prueba general a las once y media. Lo quiero todo listo para entonces.
El del mono asintió y se marchó.
—Te he nombrado cuidador de Silverio, si no, no te dejan pasar, ¿qué te parece? Lo atenderás en el ring como segundo. Por supuesto cobrarás, aquí cobra todo el mundo. Te llevarás diez taleguitos limpios. ¿Qué dices?
—Espera un momento, Pollito, ¿es que se van a celebrar los combates?
—Sí, esto no hay quien lo pare, Toni. Empiezan dentro de un par de horas. Tenemos chándales y zapatillas en los vestuarios para que puedas cambiarte. Oye, ¿qué te pasa?
—Esto no era lo que tenía previsto. No quiero que Silverio se meta en esta mierda de los combates clandestinos, Pollito, eso es lo que pasa.
Pollito bajó la cabeza.
—Lo he pensado mejor y ya no podemos volver atrás, lo siento.
—¿Dónde está Silverio?
—Toni, tu chaval no puede retirarse ahora, los combates van a empezar dentro de dos horas. Oye, no me vayas a joder, ¿eh? No hagas que me arrepienta de haberte traído aquí.
—Te agradezco que me hayas ayudado, pero si puedo llevarme a Silverio, lo haré. ¿Dónde está?
Lo vi mover la cabeza, negando. Parecía apesadumbrado.
—Silverio vive en el último chalé.
Salí al césped y atravesé una zona iluminada por luces bajo el césped, que creaba una atmósfera turbia y espesa. Había operarios por todas partes, transportando butacas. Conté otros cuatro chalés adosados, pegados a las tapias de la finca. Probablemente las viviendas de la servidumbre. Fui hacia ellas.
Mientras caminaba hundiendo los zapatos en la hierba, escuché las pruebas de un micrófono. La voz decía:
—¡Uno, dos…, uno, dos…, probando, probando!
Di la vuelta a los adosados. Allí estaba el ring, en medio de una explanada de césped. La mansión se veía a la izquierda, iluminada, flanqueada por la enorme terraza llena de invitados. Hasta mí llegaban retazos de conversaciones y la música, traídos por la suave brisa del final del verano.
El ring era reglamentario, por supuesto, y estaban probando el sonido y las luces. Dos hombres se habían subido a la lona y dirigían la operación. Otros más alineaban butacas sobre el césped, tres filas alrededor del cuadrilátero. Los asientos de los jueces ya estaban colocados al borde mismo del ring. Y habían montado un pequeño bar, una mesa alargada cubierta de un mantel blanco, donde tres camareros alineaban botellas y copas.
Todo dispuesto para la gran velada.
Ricardo Saragola era el rey de ése pequeño reino. Un señor feudal campechano, aficionado a hacer lo que le viniera en gana.
La puerta del último chalé estaba abierta de par en par. Había dos hombres en el vestíbulo. Los dos negros. Uno de ellos, joven y fuerte, sentado en una silla inclinado hacia delante, desnudo de medio cuerpo, vestido con pantalón de boxeo, botas de ring y las manos vendadas, apoyadas sobre las rodillas.
El otro le debía de doblar en edad y le masajeaba con aceite los músculos de la espalda. Llevaba el consabido chándal celeste. Los dos me observaron en silencio con ojos mansos y estáticos.
—Buenas noches —les dije, y pregunté—: ¿Saben dónde están los otros boxeadores?
Ninguno me respondió, aunque el más viejo sonrió mostrando una enorme dentadura muy blanca. Le repetí la pregunta y el viejo me señaló la habitación de enfrente. El muchacho al que masajeaba parecía estar en perfecta forma física, delgado y tranquilo, de unos setenta kilos. Esperaba que no fuera el contrincante de Silverio.
En la otra habitación un hombre en bata, también celeste, se recortaba ante la ventana iluminado por las luces del jardín. El hombre, con la cabeza afeitada y reluciente, se llevaba pastillas de un frasco a la boca y las tragaba con la ayuda de un botellín de agua. Bajo la bata aparecían sus peludas pantorrillas y las botas reglamentarias.
Se volvió al verme aparecer en la puerta.
—¿Es usted mi segundo? —me preguntó. Tenía la voz ronca y áspera—. Alguien tiene que vendarme las manos y colocarme los guantes. Yo no puedo solo.
—Lo siento, no soy su segundo —le respondí—. Busco a otro boxeador, a Silverio San Juan. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—¿Al chaval joven?
—Sí, a ése.
—Debe de estar follando. —Señaló la ventana—. A él le han dado un chalecito para él solo. Oiga, ¿puede vendarme las manos? Si me hiciera el favor, se lo agradecería mucho. Esto es una mierda. Me dijeron que tendría un segundo y ya ve. ¿Está usted con ellos?
—No, pero le puedo vendar las manos. ¿Tiene vendas?
—Sí, aquí están. —Señaló una caja de cartón—. Nos dan de todo menos vergüenza. ¿En serio sabe vendar?
Me quité la chaqueta y la dejé sobre una silla. Tomé una de las vendas.
—Quítese la bata. Luego tendré que calzarle los guantes, ¿no?
El sujeto sonrió.
—Usted sabe de esto, ¿verdad?
—Tengo una ligera idea, venga, quítese la bata.
Era un viejo gladiador, con el pecho hundido y los músculos correosos que se le notaban bajo la piel como cañerías de plomo. Debía de tener mi edad y probablemente se había afeitado la cabeza para disimular la calva.
Le tomé la mano. Se le habían roto y soldado y vuelto a romper la mayor parte de los veintisiete huesos que hay en una mano. Los nudillos parecían enormes escarpias. Empecé a vendárselas.
—Me llamo Cortés, Luis Cortés.
—Antonio Carpintero. ¿Contra quién va a combatir?
—Me ha tocado con don Ricardo. Cinco asaltos. Hemos quedado en que me va a tirar una vez en el tercer asalto y haremos combate nulo. ¿Qué le parece?
—Me parece bien… Mueva la mano…, así, eso es. ¿Le aprieta demasiado?
—Oiga, usted sabe de boxeo, no cabe duda. ¿Es preparador?
—No, conozco a Pollito, eso es todo. —Arranqué esparadrapo y le cubrí los vendajes. Se boxea con guantes para evitar la rotura de huesos al golpear, pero los vendajes convierten las manos de los boxeadores en piedras—. Ya está, deme la otra mano.
—El bueno de Pollito… se está forrando desde que lo ha contratado don Ricardo. A mí me pagan una bolsa de medio kilo. —Se me quedó mirando y continué vendándole la mano derecha, que la tenía peor. El dedo anular se había roto varias veces y había soldado mal—. Ésta es la segunda vez que vengo a esta fiesta. ¿Y usted?
—La primera. ¿Sabe si el chaval ese, Silverio, va a combatir contra el negro? —Hice un gesto en dirección al vestíbulo.
—Sí, me parece que sí. Toda esta fanfarria es para dos peleas. Empezamos don Ricardo y yo y luego irán esos dos chicos. —Se quedó pensativo—. Don Ricardo le va a dar curro a mi hija en una de sus empresas. Una inmobiliaria. Le debemos mucho a don Ricardo.
—Está mal del corazón, ¿verdad? —Señalé con un gesto el tarro de pastillas que estaba sobre la mesita.
Se encogió de hombros.
—No, son los riñones, pero no es nada. Me han sacudido demasiado, pero el hambre es peor, ¿no le parece? Don Ricardo me va a gestionar un retiro decente. Si me dice que me tire diez veces delante de sus amigos, me tiro.
—¿Dónde tiene los guantes?
—Ahí, debajo de esa toalla.
Eran unos Douglas Camper de hace treinta años, sus viejos guantes. Seguro que siempre había combatido con ellos. Se los calcé y até los cordones. Luego se los cubrí con esparadrapo. Hay veces que se sueltan los cordones y golpean al contrario como latigazos. Uno de esos cordones sueltos puede dejar tuerto a un boxeador.
—Gracias, amigo. Le estoy muy agradecido.
Me golpeó la espalda con afecto y se puso a disparar las manos y a relajar los músculos como si lo que fuera a hacer fuese un combate verdadero y no una farsa ridícula.
Llamé tres veces a la puerta del último chalecito adosado, pero nadie respondió. Retrocedí y regresé al chalé anterior. El boxeador negro bailaba con los brazos laxos a lo largo del cuerpo. De pronto cambiaba de posición y lanzaba las manos a velocidad de vértigo. Parecían latigazos. Luego volvía a relajarse.
Hacía tiempo que no veía ese tipo de boxeo. Lo inauguraron los cubanos en la década de los cuarenta. Pepe Legra, el Tigre de Baracoa, se formó con esa técnica. También Kid Tunero y Mohamed Alí, antes Cassius Clay. Lo preparó Mantequilla Nápoles, el cubano, que fue contratado en exclusiva por Don King para que entrenara al futuro campeón del mundo. Ese tipo de boxeo revolucionó el pugilato.
—Disculpe —le pregunté al muchacho—, ¿ha visto al otro boxeador? Me refiero a Silverio San Juan. —Señalé hacia la puerta—. El que está en el otro chalé.
Dejó de moverse y me miró. Le volví a repetir la pregunta, pero volvió a mirarme y continuó con sus movimientos.
Escuché la voz de Luis Cortés detrás.
—No puede hablar, es mudo. —Me volví, el viejo boxeador relajaba el cuello moviéndolo a izquierda y derecha.
—No contesta nadie. Parece que no está.
—¿Ha mirado en la parte de atrás? Tiene una piscina, a lo mejor está ahí. Oiga, ¿se ha fijado en el negro? ¿Ha visto qué maravilla de boxeo? —Sí.
—Es senegalés, de Casamance, pero boxea como los cubanos. Da gusto verlo.
El último de los adosados poseía un jardín privado, circunvalado por una tapia. La rodeé hasta que encontré una puerta entreabierta. La empujé y escuché risas y chapoteo. Silverio y una mujer jugueteaban a oscuras en la piscina.
Me acerqué hasta el borde. Los dos pretendían hacerse ahogadillas. La mujer parecía joven. Cuando me vieron, Silverio se impulsó hasta asomar la cabeza y saltó fuera.
Estaba completamente desnudo.
—Vaya, eres tú. Me ha dicho Pollito que querías hablar conmigo, ¿no? Convencerme para que no boxee. Ya le he dicho a Pollito que pierdes el tiempo. Voy a boxear y nadie lo va a impedir, ni siquiera tú.
—Quiere que sea tu segundo.
—No te lo creas. No necesito a ningún segundo.
Se colocó una bata blanca y ayudó a salir a la mujer. Era muy delgada, completamente rasurada, pero no era tan joven como creí. Daba la impresión de haber sufrido un concienzudo trabajo de cirugía. La reconocí; era Laura, la esposa de Saragola.
Se plantó desnuda frente a mí y colocó los brazos en jarras.
—¿Qué miras? ¿Es que no has visto nunca a una mujer desnuda, estúpido?
Parecía una muñeca, una obscena muñeca de porcelana.
—A una como usted, no.
—¿Cómo te atreves? —chilló, y Silverio le tendió otra bata y le dijo:
—Por favor.
Ella se arrebujó en la bata y le sonrió a Silverio.
—Hace frío, ¿eh? Bueno, cariño —le acarició la mejilla y se volvió a mí—. ¿Qué haces mirando? ¿Se puede saber?
—Eso ya lo ha dicho usted antes.
—Cabrón, hijo de puta. ¿Tengo que aguantar esto, Silverio? —Se dirigió a mí—: Vete ahora mismo de mi casa o te echaré a los perros.
—Es usted un encanto, señora.
—Voy a avisar a seguridad.
Empezó a caminar hacia uno de esos cochecitos eléctricos que se utilizan en los campos de golf. Se volvió y todavía le agitó la mano a Silverio, que le devolvió el saludo.
—Bueno… —Silverio bostezó—, la que has montado ¿no? ¿Sabes quién es? La mujer de Saragola. Mira que ponerte a insultarla. Me parece que es mejor que te largues, antes de que vengan los de seguridad.
Sonó un móvil y Silverio lo cogió del bolsillo de la bata.
—¿Sí? Sí, soy yo, ¿qué pasa? —soltó una carcajada—. ¿En serio? ¿Y me puedo quedar con la bolsa? Vale, hasta otra.
Volvió a guardarlo.
—¿Has hablado con tu madre? Estaba muy inquieta, no dabas señales de vida y esas cosas preocupan a las madres.
—Estuve aquí en la casa todo el tiempo. —Hizo un gesto en dirección al chalé—. Pero la llamé ayer. Estuvimos hablando. —Lo vi sonreír—. Ya está todo arreglado.
Sobre la mesita, al lado de la tumbona, había un paquete de cigarrillos; cogió uno y lo prendió.
—Silverio, vas a boxear dentro de un rato, deja el cigarrillo, anda.
—Me han dado ya la bolsa, tío. Y sólo por aparecer por aquí.
—¿Has visto moverse al senegalés? —le pregunté.
—¿Al mudo?
—Sí, al mudo. Pero deja el cigarrillo. ¿Te has entrenado?
Se encogió de hombros y continuó fumando. Añadí:
—¿Te ha dicho algo tu madre?
—¿Te refieres al rollo ese de que eres mi padre? Sí, me lo ha contado. Es para cagarse, ¿no? Ha debido de echarlo a suertes. Pinto, pinto, gorgorito, cuenta la cuenta de veinticinco… Y te ha tocado a ti. Es la hostia.
—Eso que estás diciendo es una tontería, Silverio, y tú lo sabes. Una mujer sabe siempre esas cosas. No debes insultar a tu madre de esa manera. Yo también me acabo de enterar. Oye, deja el cigarrillo, haz el favor, el senegalés es muy bueno. Es rápido, tranquilo, sabe boxear y está en forma.
Silverio me arrojó humo a la cara y dijo:
—¿De verdad piensas que eres mi padre? No puedo creer que seas tan tonto, en serio, Toni. Te creía más listo. ¿Por qué no te haces el ADN ese? Anda, háztelo y así saldrás de dudas. Mi madre te ha utilizado para que me busques, tú no la conoces.
—Deja de decir tonterías, me estás cabreando.
—Siempre ha tenido dos o tres amantes a la vez, panoli, que eres un panoli. Todavía sigue acostándose con Draper, la viene a ver una vez a la semana. ¿No lo sabías?
Le quité el cigarrillo de la boca de un manotazo.
—Deja de fumar de una puta vez.
Me lanzó la mano izquierda a la cara. Quizá pensó que iba a estar desprevenido. Estábamos muy cerca y no tuve más que doblar el cuello en dirección contraria. La mano se perdió. Pero por instinto, sin pensarlo, le devolví el golpe con la derecha a la barbilla. Supe que no debía hacerlo, pero el acto precedió al reflejo y me arrepentí antes de que mi puño le alcanzara. Se le doblaron las piernas y se derrumbó.
Me precipité a sostenerlo y lo tuve en mis brazos durante unos instantes, mientras lo sentaba en la hamaca. Era la segunda vez en mi vida que le pegaba a la persona que más quería en el mundo.
Era un niño sin apenas barba. Un niño con los ojos cerrados y la boca entreabierta, sin conocimiento. Le acaricié las mejillas, le di golpecitos. Tenía los ojos húmedos de lágrimas. Mi hijo estaba llorando.
—Lo siento, Silverio…, te pido…, discúlpame, por favor.
—Vete —me hablaba con los ojos cerrados, el rostro vuelto hacia el otro lado—, vete de una vez, no quiero verte más. Haz el favor de marcharte.
—Silverio, hablemos un momento. Vas a boxear dentro de un rato, deja que yo te cuide en el ring. Puedo dirigir tu combate.
Se incorporó en la hamaca, rojo de furia.
—¿Mi combate? ¡Pero qué imbécil eres! ¿Es que no sabes que se ha suspendido la velada? Acaba de decírmelo Pollito. —Comenzó a reírse—. ¿En serio? ¿No lo sabías? ¡Gilipollas, que eres un gilipollas! ¡Cornudo!
Caminé por el césped sin saber a ciencia cierta adónde me dirigía, mientras continuaba escuchando los insultos de Silverio. Seguí por una vereda y entré en la terraza donde se celebraba la fiesta. La gente aplaudía, estaba rodeado de gente que aplaudía a rabiar.
Era a mí, me aplaudían a mí. Era el rey de los payasos. Me acerqué a la mesa bufé. Los camareros también aplaudían.
—Una ginebra —le pedí a uno de ellos.
Pero el camarero no me hacía caso, entretenido en aplaudir.
—Oiga, le estoy hablando. Quiero una ginebra sola. ¿Hablo chino?
Me descubrí observando al camarero, un hombre de mi edad, dispuesto a romperle la cara. Pero de pronto me tranquilicé. Tenía que hacerlo. Respiré hondo y aguardé.
—Disculpe, señor. ¿Qué me estaba diciendo?
—Una ginebra sola, por favor.
Me la sirvió, tomé el vaso, le di las gracias y la bebí de un solo trago. Sentí un revuelo a mi alrededor y me di la vuelta. El tal Ricardo Saragola, con una bonita chaqueta negra y sin corbata, acompañado de su esposa, ahora con un traje hasta los pies, atendía al Príncipe y a su hermana, cualquiera que fuera, yo no las distingo, que saludaban a los presentes. El grupo se acercaba a la mesa bufé.
Me fijé en el Príncipe. Era un muchacho alto, de unos treinta años, con el aspecto tímido de los que son demasiado altos en un mundo de bajitos. Iba dándoles la mano a los presentes, sonriente, murmurando salutaciones.
Terminó con los camareros y me llegó el turno. Le apreté la mano.
—Encantado—le dije.
—Mucho gusto —contestó él.
Y se detuvo. Ya no quedaba nadie más a quien saludar. Yo era el último. Me miró y sonrió. Entonces le pregunté:
—¿Se acuerda de Lidia Ripoll?
Noté la interrogación en su rostro.
—¿Quién?
—Lidia Ripoll, si se acuerda de ella. —¿La periodista que asesinaron? —Sí, ésa… La periodista. Creo que se conocieron, ¿verdad? —Sí, me parece que sí. La vi en una fiesta hace tiempo. —Me tocó el hombro—. ¿Es usted pariente de ella? Pobre chica.
Iba a contestarle, pero alguien me agarró del brazo desde detrás.