21
En el vestíbulo de la Dirección General de la Policía, en Canillas, Gades abrió la puerta de la Inspección de Guardia y se asomó; había tres mesas, una de ellas ocupada por el inspector de guardia, que estaba en mangas de camisa consultando los estadillos de las incidencias del día.
Gades le preguntó:
—¿Qué, qué tal, Lucas, cómo sigue mi pájaro?
Lucas era gordo y bigotudo y nos contempló a los dos con una mirada ausente.
—Normal. —Se encogió de hombros—. Ahí está, donde tú lo has dejado.
—Sí, vale… Oye, éste va a entrar conmigo. Ha sido compañero. —Me señaló con el dedo—. ¿Tienes inconveniente?
—Ningún problema. Yo me voy… —consultó el reloj— dentro de… veinticinco minutos. Luego vendrá Vigil, se lo dices a él.
—Y el portero ese, ¿ha venido?
—Sí, estuvo aquí a las nueve y media. Parece que el tío fue picoleto. Reconoció al pájaro, dijo que fue a la casa disfrazado de empleado del butano y que le entregó un carné falso. Cuando se dio cuenta subió rápidamente al piso de ese Delforo, pero el tío ya se estaba descolgando por el patio.
—¿Tenéis ya los antecedentes?
—Sí, espera.
Se puso a registrar el montón de papeles y carpetas que tenía sobre la mesa. Nos alcanzó dos hojas grapadas dentro de una carpeta marrón, todavía son así, con el anagrama de COMISARÍA CENTRAL DE HOMICIDIOS. INSPECCIÓN DE GUARDIA. INCIDENCIAS.
Gades comenzó a leerlas.
Entró al vestíbulo un grupo de hombres y mujeres. Policías de las brigadas de elite que comenzaban el Turno de Noche. Bien trajeados todos, hablando entre ellos. En esas dependencias se encontraban Homicidios, Peligrosidad Social, Información, Delitos Financieros, Delitos Internacionales… Interpol España…
—Este pájaro es una buena pieza —comentó Gades, señalando el informe de antecedentes.
Los policías se dirigieron a los ascensores y desaparecieron de mi vista. En ningún momento me dirigieron una mirada.
Pensé en el policía que me había pedido la documentación en el chalé de Saragola, Luis Sanjusto. En mis tiempos de comisaría era corriente que los policías tuviéramos trabajillos extras, aunque estaba prohibido. Los uniformados podían ser taxistas, acomodadores de cine, vigilantes dé supermercado y hasta guardaespaldas por horas. Los salarios eran escasos y los comisarios —incluido Draper— hacían la vista gorda. Ellos también se buscaban un sobresueldo. Los de la escala superior, el Cuerpo Superior de Policía, los inspectores, lo hacían de otra manera. Eran jefes de seguridad, asesores de personal e, incluso, investigadores privados de bancos y grandes empresas.
Todo eso gracias a los turnos de trabajo, el llamado Turno Americano, que consistía en veinticuatro horas seguidas, con tres días de asueto, lo que permitía un horario flexible, proclive al desmadre del sobresueldo. Sin embargo, tampoco hacía falta ese turno. En muchas brigadas y comisarías se impuso el turno binario —día y noche— con la intención de acabar con esa práctica. Pero daba lo mismo. El trabajo policial es difícil de controlar, no hay comisario, ni jefe de Brigada, que pueda saber lo que hace un policía durante sus horas de trabajo. Era una práctica corriente, tan generalizada, que ni siquiera se consideraba ilegal. Cuando un alto jefe de la Policía se jubilaba o abandonaba el cargo pasaba inmediatamente a la empresa privada, con sueldos que triplicaban los que recibía en la Administración. Lo mismo ocurría con los altos funcionarios del Ministerio del Interior. Sé de algunos directores generales que al ser cesados se convertían en presidentes de consejos de administración de empresas de armamento o de seguridad privada. Si eso hacían los jefes, ¿qué no harían los subalternos?
Asuntos Internos ni se preocupaba de eso, a no ser que hubiera una evidente corrupción, como ocurrió con mi grupo, el Grupo de Noche, que trabajaba, entero, a las órdenes de una gran empresa inmobiliaria.
Las empresas de seguridad comenzaron con la democracia. Recuerdo las conversaciones que teníamos entre nosotros cuando el Ministerio del Interior las autorizó. Los bancos y las grandes corporaciones siempre han desconfiado de la capacidad del Estado para protegerlos. Los bancos se llenaron de policías privados, después fueron los trust joyeros, los grandes almacenes. Pronto vimos dependencias oficiales, ayuntamientos, ministerios —incluso dependencias policiales— guardados por policías privadas.
Y ahora teníamos a Sanjusto vinculado a Saragola y a Totalsecurity. Tenía que pensar en eso. Saragola manifestaba un gran interés por lo que yo podía estar haciendo en su casa. Sabía bastantes cosas. Desde luego no me dio a entender todo lo que sabía, pero sí lo suficiente. ¿Qué vinculación tenía Saragola con Lidia Ripoll?
Gades había terminado de leer el prontuario y lo sorprendí observándome. Y me dijo:
—Vaya, estás muy pensativo. ¿En qué piensas?
—¿Conoces una empresa de seguridad llamada Totalsecurity?
—Totalsecurity —repitió—. ¿Qué pasa con ella?
—Bueno, verás, Gades, mientras la Policía sea del Estado, al menos, existe un cierto control parlamentario y ciudadano. No mucho, pero sí mayor que el que hay en la empresa privada. Pensaba en eso.
—El detenido lleva siete horas esperándome. ¿No tienes curiosidad por verlo?
Asentí.
—Entonces vamos, ¿te parece bien?
Las celdas estaban en el sótano, como en todas las dependencias policiales. En la comisaría de Centro, en la calle de la Luna, donde trabajé más de diez años, teníamos veintidós celdas. Era entonces una especie de comisaría central, de la que dependían otras tres o cuatro más, con jurisdicción teórica para el centro de Madrid, el mayor distrito de la capital. Pero poco a poco se había ido modificando ese estatus. Ahora, la comisaría de Centro ya no existía. Sólo quedaban un par de oficinas para la obtención del carné de identidad y los pasaportes. La función que antes cumplía Centro la había adquirido la comisaría de Leganitos.
Nunca había estado en la actual Dirección General de la Policía. Fue trasladada a ese lugar muy recientemente. Habían remozado los edificios adyacentes, que la habían convertido en un hormiguero. Caminamos por los sótanos entre uniformados que habían terminado él turno de día y se marchaban a sus casas con ropas de paisano, mientras charlaban con los que acababan de acudir al trabajo. Los policías de las brigadas regionales salían de los despachos en grupos de dos y de tres, colocándose las chaquetas o las cazadoras, que les permitirían moverse por la ciudad sin mostrar sus armas colocadas en la cintura o en fundas sobaqueras.
Siempre era lo mismo en los cambios de turno.
Seguí a Gades, que caminaba detrás de dos uniformados, uno de ellos mujer, que empujaban a la última detención del turno de día, dos mujeres que apenas si podían caminar, ciegas de droga. Darían la tabarra toda la noche exigiendo metadona.
El grupo se detuvo al final de un corredor, ante la mesilla de control, para ultimar los detalles del encierro. Gades apoyó la espalda en la pared, abrió la carpeta y me tendió las dos hojas que le había entregado el inspector de guardia.
—Toma, echa un vistazo.
Se llamaba Lorenzo Gomis Cascarro, de Jaén. Treinta y cuatro años, divorciado sin hijos, vecino de Madrid. Tenía un par de alias, el Conejo y el Figuras. Sin domicilio conocido, profesión encuadernador. Último trabajo, Gráficas Celarain (1992). Detenciones desde los dieciséis años. Hurto, robo de coches, agresiones, escalo, uso y tenencia de drogas con la finalidad de delinquir. Cuatro años en Ocaña por asalto en cuadrilla y a mano armada a un chalé de Las Rozas; con una condena de doce años, salió en 1996 con el tercer grado. A los dos meses dejó de acudir a control de jueces. En busca y captura desde entonces.
La punta de un iceberg; debajo de esas frases frías y contundentes, latía la pobre vida de un desgraciado, uno de tantos, casi se podía adivinar la miseria de una vida sin infancia y sin futuro. Se adivinaban la pobreza, las borracheras del padre, el abandono de la escuela, la vida del barrio, el divorcio. En realidad, no muy diferente a mi propia vida.
Las fotos mostraban a un hombre de rostro enjuto, cabellos negros y ojos claros, que apretaba la boca. Casi se podía adivinar una gran y bonita sonrisa detrás de esos labios comprimidos. Le devolví los dos papeles.
—Lo detuvieron ayer por la tarde los de la dotación de un coche patrulla por una pelea en un bar de Aluche. Un asunto de faldas, según parece. Cuando pasaron el carné de identidad por el escáner, dio el busca y captura. Ahora tendrá que cumplir la condena entera, ocho años. El inspector de guardia, ese que has visto, Lucas, fue compañero de academia y me llamó; el pajarito quería pactar. Se chivaba de una banda de rumanos que asaltan casas y chalés, a cambio de dejarlo salir. Mencionó la casa de Delforo y Lucas se acordó de que yo llevaba el caso y me llamó. Lo estaba interrogando cuando me llamaron por lo de Acebes.
El ingreso de las dos mujeres ya se había realizado. Gades le mostró el carné profesional al oficial encargado de los ingresos, un hombre de unos cincuenta años, con el cabello blanco, sentado tras la mesa.
—Voy a interrogar a Lorenzo Gomis —le dijo al oficial, y volvió a señalarme con el dedo—. Éste me va a acompañar, ha sido compañero.
El oficial tendió la mano en silencio y yo le entregué mi carné de identidad. Se entretuvo apuntando mi nombre y dirección. Gades añadió:
—¿Está libre la sala del telediario?
Negó moviendo la cabeza, mientras terminaba mi filiación. Me devolvió el carné, al tiempo que le respondía a Gades:
—No…, y no creo qué quede libre hasta las doce, lo menos. Y hay cola, inspector, aquí hay ocho brigadas. Esta noche ha habido dos mujeres muertas, ya sabe. La violencia esa de género, o como le llamen. Busque usted un despacho por ahí, es lo mejor. —Suspiró—. Tenemos catorce celdas, en teoría para seis retenidos en cada una. Pero en alguna de ellas he metido a catorce, ni siquiera podemos separar a las mujeres. —Dirigió una mirada cansada a cada uno de nosotros—. Y los fines de semana es peor.
—Conduzca a Lorenzo Gomis a mi despacho. ¿De acuerdo?
Asintió con cansinos movimientos de cabeza.
El despacho de Gades era un cuchitril, no más grande que un ascensor, en el segundo piso. Gades pasó llevando un vaso de papel con café con leche al que le había echado azúcar y removido. Gomis permanecía con los brazos extendidos sobre la mesa de oficina, esposado. Un uniformado muy joven lo vigilaba.
Cerré la puerta detrás de mí y me apoyé en ella. No había más sillas. El uniformado nos preguntó:
—¿Quién es el inspector Gades?
Gades alargó la mano y el uniformado le tendió un papel.
—Firme que ha recibido al detenido, haga el favor.
Gades firmó, se sentó frente al preso y empujó el vaso hacia él. Gomis lo tomó con las dos manos y comenzó a sorberlo.
—Pues si hace usted el favor, cuando termine me lo lleva a la mesa de entrada. ¿Lo va a llevar a jueces? Se lo digo porque salen ahora las conducciones…, bueno, a partir de las doce, pero hay dos o tres turnos.
—Sí, gracias, yo le aviso.
—Cualquier cosa que necesite me llama.
—Eso haré, agente, no se preocupe.
El policía se marchó. Gomis continuó bebiendo a sorbos el café con leche. Me lanzó varias miradas.
Mientras Gades hablaba con el uniformado me había dedicado a observar al preso. Era muy delgado, de hombros estrechos, pero sus ojos claros y el cabello revuelto le daban el aspecto de buen muchacho, de chico formal. El hijo mayor de cualquiera.
Gades cumplía los requisitos. Observaba en silencio el paripé del detenido que se demoraba sorbiendo el café con leche.
—Bueno, jefe —le dijo al fin—. Gracias por el cafelito, se agradece. A estas horas sienta dabuti.
—¿Lo has pensado bien, Loren? No me gusta perder el tiempo, ¿vale? —Miró el reloj—. Me he tirado toda la tarde intentando hacerte un favor. ¿Sabes lo que he hecho?
—¿El qué, jefe?
—Pues he ido al Grupo de Asaltos Domiciliarios, sabes quiénes son, ¿verdad? —Gomis no contestó—. Tengo allí buenos amigos. Te conocen bastante bien. Y me he puesto a consultar los archivos. Más de trescientos robos en los últimos años que llevan tu marca, Loren, vamos, tu firma y sello. Así que deja de decir que la entrada a la casa del señor Delforo, en Alfonso XII, ha sido obra de esos rumanos. Eso no se lo cree nadie.
—Eh, un momentito, jefe, un momento. Yo no me como esos marrones. ¿Trescientos casos, dice usted? Es imposible, jefe, se lo juro por la salud de mi madre. Eso sí que no.
Gades volvió a desentenderse y Loren se frotó la boca con fuerza.
—Bueno, vale, jefe, quiero ir de legal con usted. Entré en la casa de ese tío en Alfonso XII, porque estaba desesperado y lleno de drogas, hecho una pena, jefe. Yo ya no estoy en eso, estoy con una mujer, vamos, que me va bien con ella. Le ayudo en un bar. ¿Ha ido a verla, jefe? ¿Qué le ha dicho?
—Así no vamos a ninguna parte, Loren, en serio. La próxima gilipollez que digas, me levanto y me voy. Y te vas a comer todos los marrones que yo quiera. No he parado en todo el día por tu culpa y me estoy cabreando. Tú no trabajas y lo de esa mujer es una bobada, ¿crees que soy tonto, Loren? Mira, me levanto, me voy y vas directamente a jueces y te comes los ocho años que te quedan de condena. Ocho tacos y dentro de un añito tienes un nuevo juicio y te vuelves a comer todos los asaltos que yo diga. ¿Sabes cuándo saldrías del trullo? Con más de cincuenta años, un tarra. ¿Vas entendiendo? Ahora te lo voy a preguntar otra vez. ¿Qué te llevaste de la casa del señor Delforo?
—Jefe, por la salud de mi madre, no se lo tome así, yo quiero colaborar, tengo cosas gordas que santearle. ¿Se acuerda que se lo dije esta tarde?
Gades se echó hacia atrás en la silla, fingiendo aburrimiento, y Loren me miró. Yo tenía más edad que Gades, de manera que debía ser un superior, quizás hasta comisario. Quería pactar, pero no sabía con quién ni con qué. En esos momentos estaba pensando a toda velocidad.
—¿Qué quieres decirme, Loren?
—Se lo dije antes, jefe. —Se removió inquieto—. Le puedo santear lo de la banda de rumanos, se lo digo todo y usted me deja en la calle. Jefe, no pudo estar ocho años más en el trullo, yo ya he pagado.
—Es tu propia banda, ¿verdad?
—¿Mi banda? —Otra mirada a mi persona—. No…, qué va…, es que van al bar de mi mujer, ¿entiende? Y me entero de cosas. Le puedo decir dónde van a dar el próximo golpe. Es la casa de un rico, un tío de esos muy importantes, forrao de pasta, de colorao, de todo, un tío de televisión… Un gran triunfo de la Policía. A lo mejor le ascienden, jefe.
—Eres un cerdo, Lóren…, me das asco, de verdad. Estás intentando vender a tus propios compañeros para salvar el pellejo. —Miró el reloj—. Bueno, Loren, tenemos que irnos. Da la casualidad de que el portero de la casa del señor Delforo te identificó y, encima, en la entrada del edificio hay cámaras de TV y se te ve muy bien, ibas disfrazado de…, ¿de qué ibas disfrazado, Loren? Espera, no me lo digas, ibas de repartidor de…, ¿de qué? Se me ha olvidado…
Esperó.
—De empleado del butano. ¿Ves cómo lo sé? Y entraste en esa casa desde el patio interior, trepando, para eso te llaman Conejo, vas de gazapo, ¿no es verdad? Ésa es tu especialidad. ¿Qué te llevaste de la casa de ese señor?
Vaya, Gades era bueno. No había duda.
—Un…, un libro, no me dio tiempo de más. Escuché la puerta, vamos, que venía alguien, y me di el piro por la ventosa, me descolgué para el patio.
—Y te vio el portero. Se asomó a la ventana y te sorprendió bajando. —Gades puso un tono cansado en su voz—: Y además de ese libro que dices, un Corán del siglo XVI, robaste una pistola antigua, una Makarov, automática. ¿Vas a seguir mintiéndome, Loren?
—¿Una pistola, jefe? ¿Dice usted una pistola? ¡Por la salud de mi madre querida, jefe, eso es una bola! ¡Yo no he pillado ningún fusco en casa de ese señor!
Gades se puso en pie con gesto cansado.
—Bueno, ahora te vas a jueces, Loren. A mí no me jodes más.
—¡Espere, jefe, espere, por la salud de mi madre, espere!
Gades lo miró. El preso temblaba.
—Jefe, yo…, se lo juro. Pillé ese libro, el Corán ese, pero ya lo vendí. Si quiere le doy el nombre y le santeo al perista. Saqué dos taleguitos, era un libro raro, escrito en moro. Pero yo…, yo no pillé ningún fusco, jefe. Se lo juro por dios.
Empezó a llorar y se tapó los ojos con las dos manos esposadas. No hacía demasiado ruido, sólo se le notaba la agitación del pecho.
Gades levantó el teléfono:
—Aquí Gades, vengan a por el preso, va a jueces.
Estaba muy cansado. Me apoyé en el mostrador de la cafetería de la Dirección General, en la planta baja, y le pedí café al camarero. Gades no había vuelto a abrir la boca. También tenía aspecto de cansado. Pero pidió un té.
La cafetería estaba llena de policías, funcionarios y funcionarías auxiliares, que pedían copas en medio de un intenso parloteo. Podía parecer un bar de alterne.
Terminé el café.
—Voy a irme a casa —le dije a Gades.
—Creo que yo también. —Hice intención de pagar, pero Gades lo impidió—. No, no puedes, aquí me conocen. Éste es mi territorio.
Salimos a la calle. En la puerta le dije a Gades:
—Te lo agradezco. No tenías por qué hacerlo. Pero el que Delforo haya engañado respecto al robo de su arma no prueba que haya asesinado a Lidia.
—Sí, es posible. Pero ha mentido, ¿verdad? De eso no hay duda. Una mentirijilla. Ahora se le puede exigir a Delforo que diga dónde está su Makarov. ¿No te parece? De todas maneras es un palo descubrir que tu mejor amigo te ha estado engañando, ¿no es así?
Me quedé en silencio. Y añadió:
—A mí me ha pasado algo parecido. —Sonrió con tristeza—. El mejor amigo, un compañero de promoción, resulta que es un corrupto.
—Gades, quiero devolverte el favor. Hace unos días me encontré en el portal de mi casa a un tipo moreno, bajito y muy fornido, de ojos azules y cabello rizado, con uniforme de limpiador. Me dijo que pertenecía a una empresa, Limpiezas Ochoa, y que sustituía a Acebes, el portero. Me dio un número de móvil y pude hablar con un fulano que corroboró lo que me dijo el otro. Ese tío nunca volvió a limpiar el portal y el teléfono que me dieron está desconectado. Raro para una empresa de limpiezas, ¿no? Échale un vistazo al informe forense para que sepas la hora en que mataron a Acebes. Es muy posible que ese limpiador fuera la última persona que lo vio vivo. —Saqué mi móvil y lo abrí. Le recité el número, pero Gades no hizo intención de apuntarlo.
—¿Estás seguro de eso?
—Sí.
—¿Y hablaste con alguien llamando a ese móvil?
—Eso es. Y se identificó como señor Ochoa. Creo que ahora podéis saber a quién pertenece ese móvil, ¿verdad?
Asintió con un leve movimiento de cabeza. Parecía distraído, pero sabía que su cabeza estaba funcionando a cien por hora.
Respondió al fin:
—Sí, lo podemos hacer. Tenemos aparatos muy sofisticados —manifestó con ironía—. Se llama «colaboración». Los tienen los de Inteligencia. Podemos acceder a ellos. La tecnología ha mejorado mucho, más que las personas. Pero ¿de qué sirve? Las grandes empresas privadas de seguridad los tienen. Y muchos policías trabajan para ellos. —Hablaba observando la calle, pero se volvió a mí—: ¿Te acuerdas de las películas que veíamos de niños? Entonces se sabía quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Era fácil. Ahora, no. Los buenos trabajan para los malos. Y, la mayor parte de las veces, los malos nos hacen favores. Todo está podridamente mezclado.
Hizo una pausa y giró el rostro de nuevo a la calle, donde aparcaban en ese momento dos coches policiales con las luces apagadas. Me di cuenta de que le embargaba una terrible melancolía. Un muchacho policía de treinta años o un poco más. Podía ser mi hijo.
—Gracias por la información, y no va a hacer falta ningún identificador de telefonía. Creo que conozco a quién pertenece ese móvil. Un poco de papeleo menos para la Brigada. —Me miró—. ¿Sabes una cosa? Voy a dejar el Grupo de Homicidios. Me voy a…, he pedido el traslado a la comisaría de Motril, en Granada. Mi mujer es maestra de niños, de primaria, y la han destinado a un grupo escolar en un pueblo cercano, Salobreña, va a ser directora. —Se quedó pensativo—. Qué bonita profesión la de maestro, ¿no crees? Yo también fui maestro, vamos, lo estudié, pero nunca ejercí, debí haber seguido. Mi mujer y yo nos conocimos en la Escuela Normal.
—¿Dejas el caso?
—Sí, eso es… El caso y la Brigada. Ya te lo he dicho. Me voy a Motril. Voy a ser policía de comisaría.
—¿Y se puede saber por qué?
—No quieras saber demasiado, Toni. No te conviene. Y cuídate.