8

Matos me esperaba en el aparcamiento de la cárcel metido en el asiento trasero de un taxi. Parecía haberse adormilado. Golpeé el cristal y bajó la ventanilla.

—¿Qué tal, todo bien? —me preguntó—. ¿Has podido verlo?

—Sí, he hablado con él —le dije.

Pasé dentro y me acomodé en el asiento delantero, al lado del conductor, un muchacho llamado Rogelio, al parecer pariente lejano de Matos.

—Póngase el cinturón de seguridad, jefe —me indicó Rogelio—. Esto está lleno de maderos.

Arrancó y maniobró para salir del aparcamiento. Nos deslizamos por la carretera de acceso para entrar en la autopista. Dejamos atrás los bloques pardos y asimétricos de la prisión. En la entrada había una pequeña cola de parientes y amigos que aguardaba la hora de las visitas, todos vestidos con sus mejores ropas, acompañados de niños que correteaban, saltando los escalones. Casi todos eran mujeres. Siempre las mujeres.

Rogelio puso en el estéreo un CD con mucho ruido.

—Quita eso, haz ¿1 favor —le dije.

Apagó el estéreo y la música cesó.

—Bueno, ¿cómo has encontrado a Juan, Toni?

—Jodido.

—Claro, ¿te ha soltado eso de que lo quieren matar?

—Sí, me lo ha soltado. Está convencido de que no llegará vivo al juicio. Supongo que está recluido sin fianza, ¿verdad?

—Eso es, me la han denegado dos veces. De todas maneras, la cárcel le está sentando peor de lo que yo creía. No hay más remedio que pensar que sufre algún tipo de delirio. Nunca ha estado muy bien de la cabeza.

—¿Me has traído lo que te he pedido?

—Claro, está ahí, en la guantera. Cógelo tú mismo.

Era una carpeta de plástico amarillo. La abrí. Había varias hojas impresas, pilladas por un clip, más fotocopias y un carné y una tarjeta de crédito.

—Puedes sacar al día cincuenta mil, Toni. Serán tus gastos, y eso no quiere decir que tengas que gastarlas todos los días.

—Sé lo que quiere decir. ¿Y este carné?

—Investigador de mi bufete, Toni. Todo legal y en orden. Y en la primera página de esas que tienes ahí está tu contrato. Fírmalo.

Lo leí, era un contrato normal y ya estaba firmado por Matos. Yo estaba a su servicio para cualquier investigación que necesitara. A los tres meses me lo ratificaría o no, a gusto de ambas partes. La fecha era la del día anterior, pero la cantidad de dinero que ganaría al mes era más que respetable.

—¿Estás de acuerdo con la pasta?

—Sí, de acuerdo.

—Siempre que no te la juegues al póquer, claro. ¿Sigues jugando?

—Eso es asunto mío, Matos. No te importa lo que yo haga o deje de hacer con el dinero. ¿Qué son el resto de los papeles?

—Fotocopias ampliadas del diario de Lidia, las que mencionan al Príncipe.

—¿Me has traído las que hablan de Delforo?

—No, no te las he traído. Las fotocopias las hago yo directamente; no quiero que nadie, ni siquiera los empleados de mi bufete, lo lean. Tengo la copia del diario en mi caja fuerte, autentificada por un notario. Ya te las haré, no te preocupes. Y otra cosa, me gustaría que me informaras enseguida de lo que vayas descubriendo. No hace falta que lo escribas, me basta con que me lo cuentes. Este caso tiene prioridad para mí. ¿Te ha dicho algo sobre las cintas?

—Que son muy necesarias para la novela que quiere escribir.

—Toni, tienes que buscar esas cintas. Puede que me sirvan a mí más que a él. Quizás haya datos…, no sé…, cosas para la defensa de Juan.

—En cuanto encuentre a Acebes se las pediré.

—Ah, y otra cosa. Los informes me los harás cara a cara. Podrás llamarme a cualquier hora del día o de la noche.

—¿Dónde vamos, señor Matos? —preguntó Rogelio.

—A la casa del señor Carpintero. Vive en…

Le interrumpí.

—Déjame por el centro, Rogelio.

—Vale, jefe. Y a ver si salimos de aquí rápido. El talego me da urticaria.

Apoyé la cabeza en el asiento. El coche marchaba a más de ciento treinta sin ruido, adelantando al tráfico que fluía hacia Madrid.

Tumbado en el sofá cama, abrí la carpeta de plástico que me había entregado Matos. Elegí una de las fotocopias del diario de Lidia Ripoll. Estaba fechada el año anterior.

Y esto fue lo que leí:

25 de junio de 1999

Esta vez tengo que contar algo muy interesante que me ha pasado. Lo he conocido. Estaba en la fiesta que había organizado Pedro Asunción, el director de programación, en su chalé de Las Rozas. El chalé es precioso. Más de quince hectáreas de jardines y una casa de tres plantas de setecientos metros. Tiene dos piscinas, campo de tenis y un pequeño zoológico con un tigre que se llama Marcelino, monos la mar de simpáticos y sinvergüenzas y una jirafa muy divertida. También tiene un acuario con tiburones y otros peces muy raros y montones de pájaros exóticos y de muchos colores en una jaula inmensa.

Yo ya sabía, por Piluca, que en todo Madrid le estaban preparando fiestas a nuestro Príncipe con chicas muy seleccionadas para que pueda elegir una novia española. Y esa fiesta, la de Pedro, era una de ellas. A mí eso, cuando me lo dijo Piluca, me pareció muy bien, no es de buen gusto que nuestro Príncipe se case con una extranjera, como si aquí no hubiese chicas. Sería un palo, tal como yo lo veo.

Pero no podía ni figurarme que yo iba a ser una de las seleccionadas.

Pedro me vino a ver al plato, me llamó aparte y me preguntó si yo tenía novio. Le contesté que estaba solterita y sin compromiso y entonces me invitó a la fiesta de su casa el próximo viernes. Insistió en que no debería decírselo a nadie, pero a nadie, porque a lo mejor podía venir nuestro Príncipe con un grupo de amigos. Pedro me dio una tremenda alegría, iba a conocer al Príncipe. No pude dormir los dos días siguientes pensando en la ropa que iba a llevar. Elegí un traje sencillo de Rocamora, que me favorecía bastante.

La fiesta era magnífica, se hizo en la terraza principal, que daba a los montes y había una pequeña orquesta y todo. Había unas treinta o cuarenta personas, de lo mejor de Madrid y, yo creo, que de España, porque había chicas de Asturias, de Galicia y de otras partes. Chicas éramos unas diez o doce y los demás pues actores, actrices, jugadores de fútbol y gente de la cultura y de la televisión.

Pedro lo había organizado de maravilla, como lo hace él siempre. Había una mesa bufé muy elegante llena de cosas exquisitas y un montón de camareros que servían bebidas. Conocí a Andrea, la esposa de Pedro, una mujer con un estilazo de aúpa y muy simpática, que había sido actriz en Italia. Ella nos enseñó el jardín y el zoológico habiéndonos como si nos conociésemos de toda la vida. Pero me aburrí del jardín y me fui a la terraza con todo el mundo. Yo estaba muy nerviosa, pero lo disimulaba y conocí a muchísima gente, todos muy importantes, que me hablaban como si yo fuera una de ellos, una más. Gente de verdad encantadora y muy educada.

Yo pensaba que no iban a venir el Príncipe y sus amigos, porque iba pasando el tiempo y allí no pasaba nada. Pero fue como en los cuentos de hadas, a eso de las doce de la noche entraron tres hombres y dos chicas y se plantaron en medio de la terraza. Eran los guardaespaldas y se formó un revuelo. Pedro y Andrea aparecieron con el Príncipe y sus amigos. La gente empezó a aplaudir y yo la que más. El Príncipe iba con un sencillo traje gris, camisa azul y corbata de tonos rojos. Es mucho más alto de lo que parece en las fotos y es guapísimo, igualito a George Clooney cuando era joven. Pedro y Andrea lo fueron presentando a todos y el Príncipe les fue dando la mano con esa sonrisa tan encantadora que tiene. Cuando me tocó a mí, me quedé rígida como un pasmarote y no le dije nada, ni le hablé. Sólo le tendí la mano, le sonreí y me incliné de lo nerviosa que estaba. El corazón me golpeaba el pecho como un tambor.

Todo el mundo se arremolinó alrededor de él, yo creo que sin dejarle respirar, sobre todo las chicas, que tengo que decir que algunas eran muy guapas y con mucho estilo, pero que no dejaban de hablarle, ni de sonreírle. A mí me entró como una gran tristeza por no haber podido decirle nada, ni siquiera presentarme. Algo así como: «Encantada, Alteza, soy Lidia Ripoll, periodista», o algo parecido. Me sentí como el patito feo y decidí irme al jardín, así que descendí las escaleras y me senté en uno de esos bancos de madera tan bonitos que Pedro ha diseminado por todas partes. Se escuchaba la música suave de la orquesta y yo me puse a pensar en mis cosas y a dejar que me entrara la tristeza.

Pero él apareció por detrás y se sentó a mi lado, así sin más. Me quedé sin habla, pero me dijo: «Hola, ¿tú eres Lidia Ripoll, la periodista?». «Sí, Alteza», le respondí. «Deja lo de Alteza, llámame Felipe, por favor. Es que te he visto en el reportaje que hiciste este verano para televisión, el del Líbano, y me dieron ganas de conocerte. Me encantó, ¿sabes?». «Muchas gracias». «Debió de ser emocionante, ¿verdad?».

Luego se puso a hablarme del trabajo de los reporteros en las zonas de guerra, un trabajo muy meritorio. Y me preguntó por algunos lugares de Beirut que conocía y yo, más animada, le iba respondiendo como podía. Es muy culto y sensible, muy atento y me dejaba hablar. Estuvimos lo menos quince minutos charlando como amigos, mientras dos de sus guardaespaldas, un señor con el traje oscuro y una chica joven, nos miraban desde detrás del macizo de glicinias a unos metros de distancia.

¡Qué emoción más grande!

La siguiente era del día después, el 26 de junio de 1999, y ponía:

Hoy he recibido en mi casa un enorme ramo de orquídeas blancas. Me lo ha traído un motorista del palacio de La Zarzuela, junto con un sobre blanco. No me lo puedo creer, el Príncipe me invitaba a la ópera mañana y me enviaba una entrada para el palco central. De su puño y letra me escribió unas palabras en una tarjeta: «Estimada Lidia, ¿te gustaría venir con nosotros a Rigoletto? Comienza a las ocho. Un fuerte abrazo, Felipe de Borbón».

¡No voy a poder dormir esta noche!

La otra fotocopia era un poco más extensa, fechada el 27 del mismo mes. Empezaba así:

Voy a saltarme las normas y voy a contar lo que me ha ocurrido esta mañana en el plato. Escribo en el comedor, donde no he podido tocar la comida. Hay mucho ruido, como siempre, y los compañeros bromean y charlan a gritos sobre la próxima reconversión de TV, ¡si supieran! Estaba yo tan tranquila en el plato dando forma a la información sobre los ataques israelíes a la franja de Gaza que leerían Gonzalo y Merche en el telediario de las dos, cuando aparece Pedro Asunción y me coge del hombro. «El director quiere hablar contigo, Lidia», me dice. Y yo le digo que tengo que terminar de redactar lo de los ataques israelíes para el telediario en quince líneas, y me contesta que ya lo hará otro, que le acompañe a hablar con el director.

Entramos al despacho del director general, Chus Lamprea, nada menos, junto a Manolita, el director de informativos, mi jefe inmediato. El director general se levantó de su sillón en cuanto me vio entrar y me dio la mano, muy sonriente y cariñoso. Manolito era todo sonrisas.

Estoy escribiendo deprisa porque no quiero que se acerque ningún compañero a felicitarme y pueda leer lo que escribo. En resumen, Chus me propuso ser presentadora del telediario de las dos, el de máxima audiencia, nada más ni nada menos, con el doble — ¡el doble!— de sueldo y un plus para vestuario. Yo me quedé muda —me pasa siempre cuando sufro una gran emoción—, pero me repuse y le contesté que de acuerdo, pero que quería también hacer reportajes en el extranjero, en Oriente Medio sobre todo, no quería olvidar el periodismo. Chus me contestó que no había ningún problema. Haría reportajes y me los pagarían aparte.

Al fin se dan cuenta de que yo valgo más que para adaptar crónicas de agencia. Y menos mal que el verano pasado pude ir a Beirut gracias a que Merche se puso enferma y yo me ofrecí como voluntaria. Estoy segura de que si no llega a ser por ese reportaje, el primero que hice en mi vida, yo seguiría con las tijeras y el pegamento, por así decirlo.

Me parece que ya se ha corrido la voz y viene hacia mí un grupo de compañeros con Piluca al frente para felicitarme. Y todo esto el mismo día en que voy a ir con mi Príncipe al Teatro Real. Lo dejo aquí.

La última fotocopia estaba fechada varios días después, el 1 de julio del mismo año, con un añadido, «a las tres y media de la madrugada».

No puedo dormir y no sé por dónde empezar. Me han ocurrido tantas cosas en tan pocos días que aún estoy aturdida. Lo primero que quiero decir es que estoy enamorada. Sí, de verdad, enamorada y creo que él me corresponde.

Pero voy a contar otra cosa.

Llegué al Teatro Real veinte minutos antes de que empezara. En cuanto el acomodador vio mi entrada se deshizo en reverencias y me condujo hasta el primer piso como si yo ya fuera la Reina de España. Había un policía, o un guardaespaldas, en la puerta, que me saludó con una reverencia y me pidió registrar mi bolso con mucha educación. Luego el acomodador abrió la puerta del palco y me indicó mi lugar. El palco era muy amplio, tapizado de tela roja, con una especie de salita y luego siete sillones muy cómodos y elegantes en dos filas, la primera de cuatro y la segunda de tres. Mi lugar era la última butaca de la primera fila a la izquierda. No te quiero decir lo nerviosa que estaba. Me puse a observar a la gente que se sentaba en el patio de butacas y que se daba la vuelta para mirar hacia el palco central. Supongo que con las luces encendidas, como estaban, se me veía bastante bien.

Llegó el momento de comenzar la ópera y las luces se apagaron sin que viniese nadie al palco. Empecé a pensar que me había equivocado de hora y me puse más nerviosa todavía. Hasta llegué a pensar que tenía que marcharme. Pero cuando empezó a descorrerse el telón y la orquesta acometía los primeros compases, la puerta del palco se abrió y entró Felipe, acompañado por varias personas que no reconocí. Intenté ponerme en pie, pero él me lo impidió sujetándome del hombro, al tiempo que me decía «hola» y luego se inclinaba para besarme la mejilla. No recuerdo si le contesté también «hola» porque, de verdad, no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que acercó su boca a mi oído y me susurró: «Me alegro de que hayas venido».

Me pasé la primera parte de la ópera tan nerviosa y agitada que creo que no hice ningún movimiento. Yo miraba el escenario con atención, pero no recuerdo nada de lo que pasaba de lo rígida que estaba. Me hice a mí misma la promesa de que tenía que cambiar de actitud y mostrarme tal como era. Creo que poco a poco lo conseguí.

Cuándo terminó la primera parte y se encendieron las luces, el público de sala se puso en pie y comenzó a aplaudir al Príncipe. Él contestó a los saludos inclinado hacia delante. Luego la cortina se corrió y nos aisló. Entraron dos camareros con bandejas con aperitivos, bebidas, té y café. Felipe me preguntó qué quería tomar y yo le contesté que una copa de champán, gracias, y él me la sirvió y tomó otra para él. Me presentó a sus amigos/que ya habían estado en la fiesta de Pedro. Los dos eran encantadores y guapísimos y muy amigos del Príncipe. Uno de ellos era norteamericano, Steward, que había sido compañero de estudios, y el otro, Alberto, venezolano de muy buena familia.

Charlamos de todo, de motos, de la ópera, del periodismo y del champán, que a todos nos gustaba muchísimo. Alberto comentó que su familia poseía una isla preciosa a sólo veinte millas de la costa venezolana y nos invitó a ella. El Príncipe se dirigió a mí y me dijo: «Tenemos que ir, ¿eh? Es un paraíso». Y yo le contesté con una sonrisa que cuando quisiera. Luego me dijo que si quería ir a cenar con ellos a Casa Lucio y yo le dije que por supuesto y entonces empezó a comentar lo buena que era la comida de Lucio, que era Sencilla, española y natural, lo que le gustaba a él. Las sofisticaciones raras no le iban.

Fue precioso, y participé en las conversaciones y poco a poco se me fueron los nervios y me sentí cada vez más feliz.

Y ya lo dejo, me entra sueño. Lo dejo hasta otro momento.

Las siguientes páginas no pude leerlas. Creo que me quedé dormido.

Era el día libre del Cuquita y lo invité a cenar en la Tienda de Vinos, en Augusto Figueroa, para celebrar mi nuevo trabajo. Nos colocamos en la mesa del fondo y pedimos nuestros platos favoritos: Cuquita, el filete de cebón, poco hecho, con patatas, y yo, el pisto con huevos revueltos. El hijo de Ángel nos había traído ya la ensalada y una frasca de valdepeñas y nos la estábamos bebiendo tranquilamente. El local todavía no se había llenado, aunque sabíamos que más tarde, sobre las diez y media, se llenaría a rebosar. Era una buena casa de comidas que nunca se pasaba con los precios.

No era la primera vez que el Cuquita y yo comíamos allí. Cuando queríamos celebrar algo, solíamos ir a la Tienda de Vinos. Yo llevaba un flamante traje nuevo que me había preparado Huang el Chino en tres horas.

Después de leer las fotocopias del diario de Lidia, volví a llamar al móvil de Acebes con resultado nulo, continuaba fuera de cobertura. Luego llamé a Helena Ortuño a su casa. Se puso al teléfono con una voz fría como una loseta de mármol. Quedamos para vernos por la mañana, a las once, en la parte de arriba de La Mallorquina, una cafetería pastelería de la Puerta del Sol.

Fue en ese momento cuando decidí comprarme un traje, el último que tenía era de cinco años atrás. Llamé a Huang. El chino traía telas de contrabando de su país que imitaban a la perfección a las inglesas y eran mucho más baratas. Huang tenía mis medidas y le dije que quería un traje para esa misma tarde. Se puso contento y me dijo que lo tendría; ¿había engordado desde que me tomó las medidas? Le dije que estaba igual, y añadió si quería camisas, le contesté que de momento, no. Entonces me enviaría el traje a casa con un pantalón de repuesto, todo por diez mil pesetas.

El Cuquita y yo charlábamos de las grandes partidas a las que habíamos asistido, las veces que habíamos ganado y las que habíamos perdido, que eran las más. Pero el Cuquita pasó pronto a su tema favorito: las mujeres y su teoría acerca de lo que estaba ocurriendo con las españolas. Según el Cuquita, el feminismo militante las había convertido en seres fríos, nerviosos y poco cariñosos.

—Toni, ya no te abrazan, ni te dicen que te quieren, ni te cuidan, ni siquiera te cortan las uñas de los pies. Te hablan de los problemas del currele como si fueran tíos. Es la leche, Toni, pero las sudamericanas…, eso es otra cosa, Toni. Ésas son mujeres de los pies a la cabeza, son dulces, cariñosas…

Le interrumpí.

—¿Quieres currar para mí, Cuquita? Te advierto que tengo dinero, lo pone el abogado.

Saqué la cartera y extraje cinco billetes de mil pesetas que coloqué sobre la mesa, delante del Cuquita. Éste abrió los ojos y exclamó:

—¡Joder! ¿Y qué tengo que hacer, Toni?

Se guardó los billetes en el bolsillo del pantalón y yo añadí:

—Quiero que vayas a una calle, se llama Ezequiel Estrada…, está por Vallecas. ¿No lo apuntas?

—No hace falta, me acuerdo. Calle Ezequiel Estrada, por Vallecas. ¿Y qué hago allí?

Le conté lo que había ocurrido en esa calle el pasado 28 de agosto. Tenía que recorrer la calle preguntando en los bares, a las mujeres, a los jubilados… sobre si había algún testigo que hubiese escuchado el disparo que acabó con Lidia, o supiera algo. Unos abogados pagarían cien mil pesetas sin discutir al que supiera algo de ese asunto. Quedamos para vernos dos días después, antes de comer, en Bodegas Rivas, en la calle de la Palma.

—Toni, joder, ¿es que la Policía no ha investigado por allí?

—Si lo ha hecho, ha debido de ser poco, Cuquita. Enseguida se encaminó la investigación sobre Delforo. De todas maneras en ese barrio la Policía no debe de ser muy popular.

»Insiste con las cien mil, Cuquita. ¡Ah! y otra cosa… Invita a esa Luz María a que te acompañe, a lo mejor le gusta y así te aburres menos.

Salí de la Tienda de Vinos a las once y media de la noche y le dije al taxista que iba a la calle San Bernardo, esquina con Pez. Caminé por la calle del Pez entre grupos de chicas y chicos que entraban y salían de los bares y me encaminé a la plaza de Carlos Cambronero. Pasé por la puerta de El Palentino, lleno a rebosar de gente, y subí la cuesta hasta Molino de Viento. Como siempre me detuve a contemplar las luces de la botella de champán y el corazón de burbujas adornando la entrada: «Las Burbujas de Oro», y las otras letras, las blancas más pequeñas: «Bar Nocturno».

Había cuatro o cinco clientes acodados en la barra charlando con dos chicas. Una de las mesas estaba ocupada por otros dos clientes y dos muchachas que parecían chinas. Al entrar, una de esas chinas soltó una risa aguda que sonó como si se rasgara un papel.

Catalina se encontraba junto a la caja registradora, al otro lado del mostrador, sentada en el alto taburete con esa minúscula minifalda plateada con la que se podrían envolver sellos de correos.

Caminé hasta el otro extremo del mostrador y me apoyé en él. Catalina acudió a mi lado y me besó ruidosamente en las mejillas como tiene por costumbre. Acercó la boca a mi oído y me dijo:

—Gracias por venir, tiarrón, Juanita está arriba, lo está pasando fatal.

—¿Qué ocurre, Catalina?

—Es cosa del niño, de Silverio. Pero que te lo cuente ella. No le digas que yo te he llamado, ¿vale? No vayamos a joder la cosa.

Aparté las cortinas, subí los tres tramos de escalera y entré en la vivienda. La luz de la cocina comedor estaba prendida y se escuchaba música suave de la radio. Juanita, en bata, estaba acostada en el sofá con un cigarrillo en la boca. El cenicero, repleto de colillas, descansaba en el suelo a su lado. Me quedé observándola durante unos instantes hasta que se percató de mi presencia y se incorporó de golpe.

—¡Toni! ¿Qué haces aquí? Me has asustado.

—Ya ves, Juanita, tenía que haber venido antes o haberte llamado, pero he estado muy liado. ¿Cómo estás?

Saqué mi paquete de Ducados y el mechero, los dejé en la mesa y me quité la chaqueta nueva y la coloqué sobre el respaldo de una silla. Me senté a su lado en el sofá. Juanita tenía profundas ojeras y apenas si me miró. Le repetí:

—Oye, ¿estás bien?

—Sí, bien jodida. ¿Estuviste con mi niño?

—Sí, claro, lo encontré en el gimnasio. Ha crecido mucho, Juanita. Está hecho un hombre. ¿Pasa algo con él?

—¿Cómo lo encontraste, te dijo algo?

—Ya sabes cómo son los muchachos a esa edad, Juanita, resultan un poco respondones, necesitan afirmarse y todas esas cosas.

—Me llamó por teléfono ayer…

Me hablaba con voz tan baja que temí no haberla oído y me acerqué un poco más. Tenía la mirada perdida en algún punto de la pared de enfrente.

—… me dijo que se marchaba de casa y que…, bueno, que ya vendría a por sus cosas. —Apoyó la cabeza en mi hombro—. Toni, me ha llamado puta.

Le pasé el brazo por encima y la estreché. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Puta —repitió—. Y dice que…, que está cansado de vivir en una casa de putas. Se ha ido a vivir con unos amigos, eso dice, pero no me quiere dar la dirección, ni quiere que vaya a verlo. Lo tenía pensado desde hace mucho tiempo, eso me ha dicho, Toni. Se ha ido, ha esperado a cumplir la mayoría de edad. Mi niño, mi Silverio. Y dice que no va a volver al instituto, deja de estudiar.

—No tienes que hacerle caso a eso, Juanita. No debes preocuparte, los chavales…, ya sabes cómo son. Volverá, ya verás.

Cerré la boca. Supongo que yo no era el más indicado para dar consejos. Yo había hecho algo peor a los dieciocho años. Algo que nunca podré olvidar y que me persigue como una serpiente hambrienta.

—Tiene dieciocho años, Toni. No es un niño, y ¿sabes lo que pienso? Le ha faltado un padre, un hombre. Aquí no hay más que mujeres por todos lados. Y Catalina y yo…, bueno, me parece que lo hemos mimado demasiado, no lo hemos educado bien.

Se quedó callada y los dos nos quedamos pensando en nuestras cosas, escuchando la música de la radio. En lo que podía haber sido nuestra vida y no fue.

—He sido muy tonta contigo, Toni. —Se apartó ligeramente y me contempló—. A veces…, quiero decir, a veces creo que no fui justa contigo. Fui…, fui muy egoísta. ¿Quieres quedarte a dormir? Quédate a dormir, Toni… ¿Quieres?… Por favor.

—Sí, me quedaré. No hay problema. Puedo dormir en este sofá.

Y de pronto me besó. Hacía dieciocho años que no me besaba. Y no fue un beso de amigo. Me susurró:

—No, en el sofá, no. Duerme conmigo, Toni, por favor, duerme en mi cama y me abrazas. Te lo pido por favor.