Breves reflexiones
Sobre algunos artículos de la Constitución Española.
Tener una Constitución, sea cual fuere, es mejor que tener ninguna, o tenerla dudosa, y casi olvidada. La que han formado y promulgado las Cortes, tiene a mi parecer defectos muy esenciales, de los cuales he expuesto algunos cuando se estaba formando; mas a pesar de ellos, protesto que su promulgación, y la satisfacción y alegría con que entiendo que el pueblo Español la ha recibido me han causado muy verdadero placer. Como mis censuras no han tenido ni tienen más objeto que el de contribuir al acierto, e ilustración del pueblo español en cuanto alcancen mis débiles fuerzas; siempre que se trata de materias como ésta, siento una propensión generosa, a no aguar el gozo de los pueblos con argumentos y dudas intempestivas. Así es que en las que voy a presentar estoy cierto de que no mereceré la acusación de minucioso. El pueblo español no debe recibir una constitución a ojos cerrados; debe, sí, obedecerla ciegamente en tanto que la autoridad legítima no la corrija o altere. Pero si los que la han formado creen que sus leyes todas son infalibles, y pretenden que todas y cada una sean inmutables, los engaña un inconsiderado deseo.
Así es que el primer defecto que se presenta a mis ojos en la parte de la Constitución que va inserta en este número es el juramento que se exige de los futuros diputados, de «guardar y hacer guardar religiosamente la Constitución sancionada por las Cortes generales y extraordinarias de la Nación en el año de mil ochocientos y doce». Prescindamos, ahora, (aunque no prescindirán de ello los enemigos de toda Constitución, si les llegare el tiempo oportuno) de que las Cortes debían haber pedido la aprobación de sus comitentes ante de sancionar sus leyes constitutivas; o lo que sería mejor, debieran haber dejádola en fuerza, pero sin darle sanción perpetua; hasta que otras Cortes se la diesen, después de seis u ocho años de observada, logrando de este modo que la nación realmente la sancionase con el conocimiento y deliberación que le habría proporcionado la experiencia… Pero el ansia de hacer perpetua la Constitución ha cegado a sus autores para que en sus cimientos hayan dejado partes en flaco, que desde ahora le amenazan ruina. El modo de evitarla es que cada cual contribuya a hacer ver estos defectos a las Cortes venideras, quienes, como soberanas, podrán ponerles remedio, si lo juzgan por conveniente; porque según el articulo 3.º de la Constitución, «la soberanía reside esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». Yo creo que no se querrá probar que tiene este derecho solo una vez en el discurso de los siglos. Si se hace creer a la nación española que su constitución presente es tan una e indivisible que no se le puede alterar ni un artículo; cuando se vea la imposibilidad de ejecutarlo, sus enemigos le persuadirán para que todos deben venir por tierra.
«La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey» dice el artículo 15. Si esta ley estuviese expresada con la exactitud rigurosísima que en ellas debe tener el lenguaje; significaría una cosa excelente: Que las Cortes no podían hacer leyes sin el Rey, ni el Rey sin las Cortes. Pero aquel con es un efugio; y cuando vamos a ver las facultades de las Cortes en el Capítulo VIII, de la formación de las leyes, se halla que la potestad de hacer las leyes reside únicamente en las Cortes, y que el Rey, sólo tiene un veto que las puede suspender por cierto tiempo. Es verbal que la ley no puede tenerse por tal sin la sanción del Rey; pero esta sanción la ha de dar que quiera, que no si las Cortes se empeñan. Si esto es residir la facultad de las Cortes con el Rey, del modo podría yo decir que la facultad de trasladarme de Londres a Edimburgo reside en mí con el maestro de Postas.
En la antigua Constitución Española la única duda que podía caber sobre este punto es ¿si el Rey podía hacer leyes sin las Cortes? Dejarlo ahora hecho un mero estorbo, darle una facultad que sólo puede usar para manifestar su ningún influjo, y para humillarlo al fin, después de haberlo hecho odioso por su residencia a la ley propuesta, es peor que si lo hubiese dejado sin facultad alguna. Es muy raro ciertamente, que las Cortes hayan dado preferencia a teorías que han probado muy mal cuando se han querido poner en práctica; desechando al mismo tiempo los sistemas que la experiencia ha sancionado por excelentes. El veto del Rey se adoptó en la Revolución Francesa. ¿Cuál fue su efecto? Acabar de perder al infeliz Luis XVI: hacerlo odioso al pueblo ciego a quien los demagogos le hicieron fácilmente creer que el ponerse el Rey a las leyes propuestas por la Representación nacional era hacer la guerra a la nación, y estorbar su felicidad. ¿Por qué adoptar un sistema que en ninguna parte del mundo ha probado bien y no el de la Constitución inglesa que tan felizmente equilibra los poderes del Estado? O, ¿por qué si la Constitución antigua de España, según los hombres más versados en ella[6] daba todo el poder legislativo al Rey, ahora de repente establecer todo lo contrario? ¿No sería mejor haberse atenido a un término medio; haberle dado igual poder legislativo que a las Cortes, como lo tiene el Rey de Inglaterra respecto de su Parlamento?
No contentas las Cortes con la muy desigual distribución que entre ellas y el Rey han hecho, quisieran existir sin interrupción para no dejar de hacer de soberanas ni un instante. Para satisfacer en algún modo este deseo establecen una comisión permanente, en el intermedio de unas Cortes a otras. Siete individuos de su seno han de quedar de sobrestantes del Rey sin hacer más, según aparecen por la Constitución, que estar alerta para que cumpla con su obligación, e irle formando, en caso necesario, un capítulo de culpas que han de relatar a las próximas Cortes.
Perdónenme los que han decretado tal cosa; pero, en mi opinión, han procedido muy erradamente al establecer este artículo. El celar a los que tienen un depósito importante es muy justo; pero la razón, y el decoro dicta que esto se ejecute de un modo que no lastime y abata a la persona de quien se ha hecho confianza. Esta delicadeza debe crecer con la importancia de la persona a quien se cela, y casi no debe tener límites respecto del Rey, cuyo oficio es mantener en unión al Reino por la veneración y respeto que inspira su persona, más que por sus facultades coactivas. Ahora bien, estos siete contralores deben hacer un papel bien raro cerca de su persona. Yo quisiera saber cómo se ha arreglado el ceremonial que ha de regir en la futura Corte de España y cómo las Cortes han sabido colocar y disponer las cosas de modo que esos tildadores, no se avergüencen de aparecer con ese odioso empleo, o el Rey de tenerlos a su lado contándole los pasos e interpretando sus miradas.
No, no, esto es llevar las cosas al exceso. Un tesorero público no se abochorna de dar cuentas al fin de año; pero tiraría las llaves de su oficio a la cara del que le dijese que para fiarle el depósito habría de tener un escudriñador de sus pasos viviendo con su familia. ¿Velar sobre la observancia de la constitución y de las leyes, para dar cuenta a las próximas Cortes? ¿No basta el reino entero para eso? ¿Estan ciegos todos los ciudadanos mientras no han sido diputados en Cortes? ¿No traerán los nuevos diputados sus apuntes sobre lo que hayan observado en el manejo de los negocios públicos? ¿De qué sirven, pues, estos siete espantajos junto al Rey? ¿De que ellos mismos se abochornen de parecerlo, y se conviertan, por borrar la impresión odiosa de su empleo, en los más atentos cortesanos?
Si por una especie de milagro no sucediera así, y los siete diputados fuesen otros tantos Catones, también pudieran estarse en su casa haciendo apuntes, como en la corte. Mejor, a fe, se estarían en su casa de callado, porque así no labrarían con su presencia en la imaginación del Rey, recordándole su nada. Póngase freno al poder; pero que no se lastime; sujétensele las manos sin envarárselas; pero sea con lazos de seda que más parezcan adornos que prisiones. De no, una de las dos cosas ha de perecer; o el lastimado, o lo que lo lastima.
Esta será la suerte de la Constitución española sino se corrige en tales puntos. En tanto que no haya Rey, que el poder ejecutivo esté en una Regencia, el choque no será fuerte, porque los Regentes tolerarán sin gran dificultad la dependencia que se les hace probar a cada instante. Estos por grandes personajes que sean, están acostumbrados a ella, y se figuran que son ministros con más honores y poderes que los anteriores. Pero llegue a ponerse en el trono una persona real, y verán las Cortes cuán vano es el triunfo que han ganado en ausencia del contrario. Verán cuán imprudentemente han vestido la precaución con visos de orgullo.
El caso no es nuevo, y el resultado puede inferirse de una experiencia anticipada. La Constitución españolas tan poco mirada en sus precauciones contra el poder real, como la famosa de Suecia. Hallóse aquella nación sin monarca en el trono, por haberse roto el hilo de la sucesión, y sus representantes trataron de hacer lo mismo que los de España, de un Rey absoluto, una sombra de Rey. El primero que ocupó el trono aniquiló la Constitución. Si la Constitución hubiera respetado más al Rey, probablemente hoy subsistiría, y la Suecia no habría sufrido tantas revoluciones en tan corto número de años.
El método de las elecciones que han adoptado las Corteses, en mi opinión, un mal plan, empeorado. Los franceses adaptaron el de dos elecciones sucesivas. Ya esto destruye la relación sensible entre el pueblo y los elegidos. Las Cortes han añadido otra elección más, que quita todo influjo a la opinión de la masa del pueblo en el nombramiento de sus representantes. Querían evitar parcialidades. ¿No son éstas mucho más probables entre el corto número de electores de provincia que del total del pueblo? Pero la Aritmética se llevó las atenciones en el plan. Con todo, no es éste objeto, de suprema importancia a mi vista.
Otro hay en la parte de la constitución que inserto sobre que quisiera hablar extensamente; pero los ánimos están poco preparados para que mis reflexiones pudiesen hacer algún bien. Tal es el sello de intolerancia religiosa con que está ennegrecida la primera página de una Constitución que quiere defender los derechos de los hombres. Las Cortes convertidas en concilio, no solo declaran cuál es la Religión de la España (a la cual tienen derecho incontestable) sino condenan a todas las otras naciones, inclusas las que profesan la Religión de Cristo (cosa en que no tiene que ver un cuerpo político). Los Españoles han de ser libres, en todo, menos en sus conciencias. El artículo 12 de la Constitución es una nube que oscurece la aurora de libertad que amanece a la España. «La religión de la nación española (dice) es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas…». A un mal paso siempre sigue otro peor. La ley entró a declarar una cosa que no le compete; quiero decir, la verdad o falsedad de una Religión, y de aquí procedió a asegurar otra que estaría mejor en boca ajena. La nación la protege por leyes sabias y justas… y prohíbe el ejercicio de cualquier otra. ¿Es ésta la nuestra? ¿Cuales son esas leyes? ¿Están hechas por hacer? ¿Hablan las Cortes de las que condenan al hereje a ser quemado? ¿O atribuyen a las Cortes españolas infalibilidad en la formación de las leyes que aún no existen?
Epílogo
De los movimientos de guerra, de los viajes de Alejandro y Bonaparte, del modo despótico con que las tropas de éste entran por los dominios de Prusia, y de los resultados probables de estas preparaciones, dicen tanto los papeles diarios y semanales, que El Español no siente mucho que no le quede lugar para dilatarse sobre ello. Una cosa hay importante y segura en este punto, que siempre repetirá a sus paisanos. Bonaparte está ocupado en el Norte; muchas de sus tropas han salido de España; Lord Wellington ha tenido ventajas grandísimas; y probablemente después de contener a Marmont, procederá a liberar las Andalucías. Ahora se necesita la actividad. Contribuyan todos a salvar las Andalucías, y por consecuencia, hasta el Ebro; y sea de la guerra de Rusia lo que Dios quiera. Españoles, vuestras circunstancias políticas y militares van siendo cada día mejores. El tener una Constitución es cosa excelente; el amar sus principios fundamentales es de infinita importancia para aumentar el vigor con que habéis que recobrar vuestra patria. Mi oficio es criticar; pero mi intento no es debilitar vuestro amor a la Constitución que habéis adoptado. Amadla, obedecedla; más para que dure, haced que en algunos puntos se mejore, en adelante.