«Errores muy graves han cometido los jefes de las Cortes, pero son errores que tuvieron origen en un principio muy noble —en el amor a su patria—».

Blanco White, en la conclusión de El Español (1814),t. VIII, p. 308.

En los orígenes del constitucionalismo liberal español —sin duda el momento más original de la historia constitucional española—, hay una figura fundamental que apenas ha sido tenida en cuenta por los estudiosos del tema. Es ésta la de José María Blanco White[1]. Apasionado clérigo sevillano, de finísima sensibilidad intelectual y de gran instinto político, jugó un papel fundamental, desde el principio hasta el fin, durante la primera experiencia histórica del constitucionalismo en España. Miembro bien representativo de la generación española de 1808[2], era un hombre joven —como también lo eran algunos de los más destacados jefes de las Cortes gaditanas—, de treinta y cinco años de edad en el momento de reunirse estas últimas en la Isla de León. Su aportación teórica al constitucionalismo es fundamental en unos momentos en que éste carecía de precedentes en España. Sus ideas, expuestas siempre con gran agudeza y brillantez, desempeñaron además un papel de gran relieve en la misma fase preconstitucional, como redactor, en Sevilla, de la parte política del famoso Semanario Patriótico. Desde entonces —a partir del desencadenamiento de la revolución española en 1808, de la que fue uno de sus más agudos interpretes[3]—, José María Blanco se convirtió, primero, en uno de los más fervorosos partidarios de un texto constitucional para España y, en segundo lugar, en el máximo divulgador de ideas constitucionales con el propósito de formar una opinión pública favorable, inexistente por entonces, y fomentar los mismos conocimientos de los españoles más comprometidos en la revolución.

Su aportación en ambos campos —juzgada desde el punto de vista de su obra escrita— no tiene término de comparación. Con la particularidad de que, realizada ésta desde Inglaterra (a donde se trasladó a partir de 1810, tras la ocupación de Sevilla por los franceses), presenta una gran originalidad. Desde los comienzos de su destierro vivió con obsesión inigualada la causa de España, escribiendo miles de páginas en su periódico El Español, testigo fehaciente y crítico del proceso constitucional español entre 1810 y 1814[4]. Ningún español de su generación hizo tanto desde lejos por la causa constitucional en una obsesión continua por reformar la historia de España en la crisis del Antiguo Régimen. Nadie posiblemente dio tanto por tan poco; y pocas figuras han sido tan injustamente tratadas lo mismo en su tiempo que incluso todavía en nuestros días. Su mismo pensamiento constitucional, tan rico y ágil, está bien lejos de conocerse. Su sinceridad, su angustiosa búsqueda de la verdad a lo largo de toda su vida le enajenó el valor y la honradez de muchas de sus observaciones sobre el proceso político español. El criticismo insobornable y no pocas veces violento de sus escritos, lo mismo cuando se refiere a personas o instituciones —sus reiteradas críticas a los hombres de Cádiz o al texto constitucional de 1812— no podía ser bien recibido ni mucho menos aceptado cómodamente en otros momentos de la historia constitucional española. En su obra más conocida, en sus Cartas de España, no se equivocó al escribir que «si alguna vez estas líneas son leídas por los habitantes de algún lejano país —porque pasarán generaciones antes de que puedan ver la luz pública en España—, conjuro a mis lectores que se guarden de ser indiferentes ante unos males de los que por fortuna se encuentran libres, y que por otra parte sean comprensivos para con los sentimientos personales que me llevan a esta disgresión»[5].

Los inicios de la pasión política.

La vida de José María Blanco (que se dio a si mismo el segundo nombre de White a su llegada a Londres en 1810) coincide exactamente —tanto en la etapa primeramente española como después inglesa— con el periodo de mayor agitación de la historia de España. En una gran medida, toda su obra —toda su obsesión—, al igual que su vida, es fruto de esta honda transformación que sufre la sociedad de su tiempo en Sevilla, Cádiz, Andalucía, España entera, Inglaterra, América. Ni su grito desgarrador en favor de la libertad, ni su ideario político, ni su pasión intelectual por la cuestión constitucional, ni siquiera su trayectoria religiosa posterior se hubieran producido fuera del marco espacial o temporal en el que vivió plenamente. La biografía de Blanco es la historia, vivida apasionadamente a nivel personal, que se cierne sobre Europa y descarga tempestuosamente sobre España y América.

Los inicios lejanos de su pasión política tienen lugar en su ciudad natal, donde transcurre su infancia y juventud durante el reinado de Carlos IV. Fueron éstos los años —fundamentales— de su formación intelectual, de los que él mismo habla copiosamente en sus frecuentes recuerdos autobiográficos[6]. Hijo legítimo de la Ilustración, no le fue ajeno desde un primer momento el ambiente existente en Sevilla en los años en que Pablo de Olavide fue Asistente de Sevilla y Jovellanos, en su nuevo destino, intentaba establecer escuelas patrióticas de hilaza para divulgar nuevas formas de podar los olivos y obtener aceite. Su círculo de amigos —de alguno de los cuales es al finalizar el siglo hermano menor—, es el de la Academia de Letras Humanas, fundado por un grupo de jóvenes ante la insuficiencia de las enseñanzas universitarias. Común a todos empezaba a ser por entonces el interes apasionado, casi romántico, por la política, entendida ésta en su sentido más amplio. En 1796 —cuando sólo tenía 21 años, y seguía ejemplarmente la carrera eclesiástica— leyó en la Academia una Epístola a don Juan Pablo Forner[7], que dice mucho de su naciente sensibilidad política, hija plenamente de su tiempo. En ella, el joven sevillano, comenzaba por no aceptar como negativo la ciencia insuficiente al tiempo que hablaba del «tirano opresor» (la religión) y denunciaba el fanatismo como oscurecedor de la verdad[8].

Las inquietudes intelectuales (y políticas) de Blanco en sus años de Sevilla son comunes a las de sus amigos Manuel María Arjona, Lista y Reinoso, entre sus más íntimos; todos ellos atentos a las nuevas ideas y preocupaciones de su tiempo. Reflejo de las mismas era el Correo de Sevilla (1803-1808), en cuyas páginas aparecían elogios del modelo británico de sociedad y educación[9]. El pensamiento de Blanco se forja por entonces en el aprendizaje de lenguas y en el estudio de libros, muchos de ellos prohibidos[10]. También fue fundamental en él la comunicación con sus amigos en conversaciones contínuas, tan añoradas por él mismo desde su exilio en Inglaterra. En la clandestinidad encontró, según confesión suya, la única senda, en los años siguientes al estallido de la Revolución francesa, para satisfacer su deseo de aprender y su afán por contribuir a reformar un país como España, en donde «las oportunidades de tropezarse con un libro bueno son tan escasas»[11]. Clandestinidad para la lectura de libros prohibidos que era aprovechada por Forner, fiscal de la Audiencia de Sevilla entre 1970 y 1976, y el apologista de la tradición española (a quien Blanco dirigió la epístola referida), que en sus Discursos Filosóficos sobre el hombre hablaba de Rousseau, Helvetius o Voltaire de tal forma que cualquier lector podía ver incitada su curiosidad hacia lo prohibido[12].

En 1805, Blanco se trasladó a Madrid, donde estuvo hasta la invasión de los franceses. Fueron éstos también unos años decisivos para su formación, camino ya de la madurez. La vida en la Corte le aproximó a los problemas más urgentes del país, intensificando su pasión por ellos. En el tiempo que le dejaba libre sus actividades en el Instituto Pestalozziano[13], asiste de forma asidua a la tertulia de Quintana, discutiendo acaloradamente sobre los problemas de España con hombres como Capmany, Juan Nicasio Gallego, Arjona, Arriaza y, por supuesto, el anfitrión[14]. Fuero aquéllos los años en que, según sus mismas palabras, «empezó a formarse la terrible tormenta que pronto iba a descargar sobre España», y de la que fue testigo de excepción desde el primer momento. En 1808, fecha del comienzo de la revolución española, se inicia también una fase intelectual y vital nueva en la biografía de José María Blanco, de nuevo en Sevilla.

Las primeras reflexiones constitucionales en Sevilla.

Tras la ocupación de Madrid por las fuerzas francesas, Blanco fue una de las primeras personas en abandonar la capital para refugiarse en Sevilla, su ciudad natal. El viaje realizado en junio de 1808 y relatado con detalle en sus Cartas, le mostró la realidad de España, el primitivismo de la revolución y los efectos del atraso y fanatismo del pueblo[15]. Para un hombre como él, de formación libresca e intelectual ante todo, debió constituir un fuerte choque este contacto con la realidad auténtica del país. En el camino pudo comprobar con sus propios ojos cómo «en muchos pueblos importantes, la capa de patriotismo había servido de excusa para entregarse a la desdichada propensión que tienen los españoles del Sur de derramar sangre y que deslustra sus muchas buenas cualidades»[16]. Fue consciente de lo mucho que había que hacer para transformar la realidad de un país en donde «un sentimiento de degradación pública se había apoderado de todos los españoles no cegados por un puro e instintivo nacionalismo». Y, decidido en medio de dudas intelectuales a luchar por la causa nacional de la independencia —del «lado más honorable»—, vio llegada la ocasión de contribuir a reformar aquel estado de cosas.

En su ciudad natal, Blanco se entrega totalmente a la causa de la libertad, en el doble frente de luchar contra los invasores y dejar los destinos del país en manos del pueblo soberano. Su jacobinismo inicial se encuentra templado por su propia observación según la cual el «grito popular, aunque exprese el sentir de una mayoría, no merece el nombre de opinión pública, de la misma manera que tampoco lo merecen las unánimes aclamaciones de un auto de fe»[17]. Su fina sensibilidad le hacía presentir ya entonces que la «disidencia es la gran característica de la libertad». Su estancia en Sevilla será fundamental en unos momentos en que su ciudad natal se convertiría en la capital de la España libre de franceses, sede, por otra parte, de la Junta Suprema. Meses después de su llegada a la ciudad, llegaban a la misma sus amigos de Madrid y las figuras más destacadas del país que abrazaron la causa nacional. En la capital andaluza, rebosante de refugiados ilustres y de proyectos y memoriales, Blanco da rienda suelta a su pasión política y a sus ideas constitucionales mucho antes de la reunión de las Cortes. Las ideas de Blanco —expuestas en el Semanario Patriótico— serán máximas animadoras de la nueva capitalidad política de España. En contacto directo con los principales protagonistas del momento político —desde Saavedra hasta Jovellanos, y desde Garay a Quintana—, y con sus críticos, Blanco es exponente de las ideas preconstitucionales más brillantes del momento sevillano. Y éste fue, hasta finales de enero de 1810, particularmente rico en proyectos y sugerencias. Pues, como señaló acertadamente Argüelles, «en poco tiempo se reunió en Sevilla un número increíble de escritos de todas clases y denominaciones. Cuerpos científicos y literarios, sabios, eruditos, hombres públicos, personas notables en todas profesiones y categorías, todos se apresuraron a dirigir al Gobierno el fruto de sus meditaciones y teorías»[18].

La redacción del Semanario Patriótico, en su fase sevillana, fue encomendada por su fundador Quintana a sus amigos José María Blanco e Isidoro Antillón, quienes se responsabilizaron respectivamente de sus dos principales secciones de política e historia[19]. En su corta vida sevillana, la orientación de Blanco, en mucha mayor medida que la de Antillón, fue fundamental en el carácter del periódico; pues como reconocía Jovellanos, «las materias políticas, uno de sus principales objetos, eran tratadas en él con plena libertad»[20]. Los redactores de la publicación aceptaron el encargo de Quintana, nombrado a la sazon Subsecretario de Estado, con la condición de que «no escribiríamos bajo los dictados de nadie…, y aunque él nos daba libertad total bajo su responsabilidad, no nos atrevíamos a dar rienda suelta a nuestras plumas, pero recíprocamente nos comprometimos a que en nuestros escritos no apareciera nada que pudiera sonar a halagos a los hombres en el poder, y que el semanario nunca fuera instrumento para engañar al pueblo»[21]. Este es el punto de partida que, como condición inequívoca de su transparencia intelectual pusieron los redactores al hacerse cargo de la publicación.

El Semanario Patriótico, que tanto prestigio adquirió desde el principio (su primer número, en la fase madrileña apareció el 1 de septiembre de 1808), surgió con la idea de formar la opinión pública de los españoles, «mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados». De aquí que el trabajo de Blanco, cuando los ánimos estaban aún más exaltados y había una mayor susceptibilidad, fue mucho más delicado. Tal fue la limitación desde la que los editores del Semanario —y particularmente el responsable de su parte política— llevaron a cabo la difusión de sus reflexiones constitucionales, las primeras que salían de la pluma de José María Blanco. La nueva edición sevillana del Semanario iba precedida de una nota preliminar dirigida «A los lectores», en la que, defendiendo por encima de todo, «la naciente libertad española», sus autores hacían público el propósito de su compromiso. Y, de acuerdo con éste, según sus propias palabras, habría Seminario «en tanto que en él respire la verdad sencilla, en tanto que la adulación no venga a mancharlo; mientras que el odio a la tiranía le comunique su fuego, mientras que el patriotismo le dé su intrepidez altiva».

Hasta la nueva edición sevillana del Semanario Patriótico, el único escrito de carácter constitucional, aparecido en la fase madrileña, fue el titulado: Reflexiones acerca de la Carta sobre el modo de establecer un Consejo de Regencia con arreglo a nuestra constitución[22]. Estas —debidas muy probablemente al mismo Quintana— comenzaban con una observación importante, según la cual, según sus propias palabras, «si alguno hubiera dicho a principios de octubre pasado, que antes de cumplir un año tendríamos la libertad de escribir sobre reformas de gobierno, planes de constitución, examen y reducción de poder, y que apenas se publicaría escrito alguno en España que no se dirigiese a estos objetos importantes; hubiera sido tenido por un hombre falto de seso, a quien tal vez se privara de su libertad por la que profetizaba a los otros». Y se concluía diciendo que «sin embargo así es, y la extraña variedad de sucesos por donde hemos llegado a este punto, acaso no admirará tanto a la posteridad como el acierto y osadía con que se enuncian y se examinan los principios políticos de una Nación, a quien toda Europa creía, por la larga y continua presión, ajena enteramente de semejantes investigaciones, y sumida en la más profunda ignorancia». Estas consideraciones —señalaba el autor de las mismas— se presentaban a primera vista ante la «muchedumbre de opúsculos» que cada día se publicaban; todos dirigidos a ilustrar al pueblo, y de los que era un ejemplo la Carta sobre el modo de establecer un Consejo de Regencia con arreglo a nuestra Constitución[23].

En las reflexiones acerca de la mencionada Carta se encuentran, en síntesis, las ideas constitucionales fundamentales tanto de Quintana como de Blanco y los amigos más íntimos de los círculos de Madrid, primero, y Sevilla, después. Para todos ellos, y, singularmente para todos los editores principales del Semanario, «sin duda alguna todo poder constitucional emana del pueblo sin que pueda tener otro origen»[24]. Y por el pueblo entendían el «cuerpo moral» constituido por «la reunión de cabezas de familias de todas clases». Esto excluía, en su opinión, que las Juntas Provinciales, concretamente, no podían ser Cuerpos soberanos, aunque los consideraran legítimos por la «fuerza de las circunstancias» y por la «necesidad del estado». Y por lo mismo —en contra de la opinión del autor de la Carta— tampoco una autoridad central (una Regencia por ejemplo) podía ser considerada como en sí misma soberana. Tan sólo podría considerarse, todo lo más, como «un Poder provisorio, autorizado, mientras dure, a tomar todas las medidas que estime convenientes» que hacían al caso. Entonces, ante la cuestión de quién deberá formar y constituir una Regencia, la respuesta no podía ser otra, según el Semanario, que la de «la Nación por medio de sus Representantes»; a quién competía «únicamente reconstruir el Poder ejecutivo desorganizado por la falta del Rey», de donde «la necesidad de convocar al instante una Representación nacional, llámese Cortes, o como se quiera»[25].

En el primer número de Sevilla del Semanario, está presente en su editorial de «Política»[26], cual será la línea ideológica a desarrollar por el autor del mismo, José María Blanco. En él está presente también su jacobinismo, pleno de pasión y de carga patriótica emotiva. Es todo un combate, como el de Don Quijote frente a los molinos de viento, contra la tiranía. Según Blanco, el grito de independencia dado unánimemente por los españoles es el comienzo para que «millones de hombres» dejen de ser víctimas del «capricho de uno solo»; y el punto de arranque también para que «cada ciudadano llegue a sentir sus propias fuerzas en la máquina política». En la lucha consciente contra los enemigos el editorial da como por supuesto que previamente se ha producido por parte de los españoles la libertad plena de acción y decisión en su consideración de «ciudadanos».

Si el primer editorial de Blanco en la fase sevillana del Semanario Patriótico es un grito contra la tiranía (representada por la opresión napoleónica principalmente), el segundo no podría ser otro que una defensa a ultranza del derecho a la libertad por parte del pueblo. El título del editorial es, por otra parte, bien representativo de las dificultades y obstáculos para alcanzar este desideratum: Del egoísmo político[27]. Es una reflexión fundamental en el pensamiento de Blanco, que dice mucho del estado de la cuestión del tema de las Cortes en Sevilla a la altura del mes de mayo de 1809. Para su autor, de entrada, «pretender que los hombres no aspiren a encontrar su propio bien en todas las acciones de la vida, es querer trastornar la naturaleza». No ocultaba el editor que «la reunión de los hombres en estas grandes familias políticas» era ocasión en efecto, para «malos imponderables; pero, sean estos cuales fueren, los que gozan de los unos [de los bienes] deben estar pronto a tolerar los otros». Por «egoístas» entiende a los amantes exclusivos de si mismos que «por la bajeza de sus pensamientos o por cálculos miserables y errados, separan sus intereses de los de la patria». Y un tipo de egoísmo era, por ejemplo el de un Gobierno empeñado en «separar sus intereses de los del pueblo, cuando se afana por ocultarse a sus ojos, por encubrir la administración pública bajo un impenetrable velo, cuando, en fin, llega a tratar la nación que le está confiada, como un tutor despótico a un pupilo imbécil». El egoísmo al que se refiere Blanco es el mal más funesto que «amenaza a las naciones cuando tratan de sacudir la opresión de los tiranos y establecer su felicidad sobre las bases sólidas de constituciones benéficas»[28]. Su incentivo no era, propiamente, la ambición de riquezas sino «el furor del mando y un deseo frenético de aparecer siempre sólo». Y naturalmente que estos egoístas formaban parte «los que se estremecen al nombre de reforma del Reino, porque viven de los males que hasta ahora ha sufrido, y porque, reconociendo su nulidad en un buen gobierno temen que, en caso de organizarse, tendrán que ocultarse en el polvo de donde salieron».

Realizados estos avisos previos, es evidente que Blanco tenía que abordar la gran cuestión que subyace en el fondo de sus meditaciones ante las dificultades de la censura: el gran problema de la libertad e igualdad. De sus conceptos tratará precisamente en sendos editoriales, que no duda en titular, poniendo los puntos sobre la íes: De los nombres libertad e igualdad[29]. El editor no rehusaba eludir la gran cuestión, tal vez el punto más delicado en aquella coyuntura política tan próxima a los «horrores» de la experiencia constitucional francesa. Y, señalando que «no hay nombre tan sagrado en el mundo que esté exento de haber servido repetidas veces para encubrir delitos», denunciaba los abusos de lenguaje por parte de los verdaderos «malvados». Estos, en la ceremonia de la confusión, lo que pretendían no era otra cosa que «hacer olvidar su genuina significación, y así, las voces, que a todas horas debieron estar en los labios de los buenos, llegan a pronunciarse como nombres de execración, con grave daño de la moral de los pueblos». Tal era la suerte precisamente de los nombres libertad e igualdad; voces desacreditadas, llamadas injustamente «revolucionarias» por los hombres de mala fe[30].

En su reflexión sobre las mismas —que es mucho más que un mero análisis semántico—, Blanco, con una capacidad dialéctica realmente brillante y moderna, mantiene cómo la voz libertad no significa desorden de la misma manera que igualdad tampoco equivalía a anarquía; y ni mucho menos que ambos nombres fueran opuestos al gobierno monárquico. En su opinión hay desorden cuando precisamente no hay libertad. De aquí que defina como libertad política por parte de una nación a aquella consistente en estar «sujeta a las leyes que de su grado haya reconocido»; y que «no vive sino a costa de sacrificios de la libertad de cada uno»[31]. De esta forma gozar libertad no es sino «obedecer solamente a las leyes»; mientras sufrir despotismo es «estar dispuesto a someterse al capricho»[32]. Y, desde luego, el único baluarte de la libertad de los pueblos no es otro que el de la opinión; de tal manera que las leyes mismas «nada son sino están sostenidas por esta fuerza; las formas de gobierno son casi indiferentes cuando ella existe, y vanas del todo si ella no las sostiene»[33]. Y, en cuanto a la igualdad, son precisamente las leyes justas las que deben garantizar su disfrute por parte de los ciudadanos, igualándoles sino en los bienes, si en el derecho de conservarlos y adquirirlos[34].

En la revolución española, Blanco vio desde el primer momento la gran «oportunidad de mejorar nuestra suerte»[35]. Teniendo en cuenta la historia del mundo y, particularmente, la experiencia humana, reflexionaba que «no se reúnen las voluntades de un pueblo a discreción de los hombres»; sino que, por el contrario, «una serie de acontecimientos, que suelen tardar muchos siglos en combinarse, prepara el pasajero instante en que debe aparecer esta conformidad poderosa». El «movimiento de un pueblo en revolución» lo compara al de una inmensa roca que pende equilibrada sobre la cima de una montaña, y que de improviso se desprende, arrollando todo cuanto encuentra a su paso. De donde la necesidad de conducir la revolución hacia el gran objetivo de mejorar la suerte de la nación; lo que puede convertirse en una realidad si «hay hombres sabios y benéficos que puestos al frente de las naciones, inclinan aquella fuerza hacia objetivos ventajosos», mientras que «si dejan apagarse el saludable fuego, los males se empeoran y se eternizan».

Bajo el editorial de «España necesita un remedio general y poderoso»[36], Blanco analiza con su agudeza característica la situación política de España. Y dirigiéndose a los españoles les advierte que no se engañen ante las dificultades presentes de la patria: «Tenemos monumentos respetables de grandeza y de fuerza —les dice—, los tenemos de la recta razón de nuestros antepasados; tenemos las mejores leyes que en igual tiempo tuvo la Europa; mas no tenemos ni una sombra de lo que exigen nuestras actuales circunstancias, ni un trasunto de lo que nos puede hacer felices siendo lo que somos». Y la labor de los españoles de la época —la de los hombres de su generación— no era otra cosa que la de «formar el plan de un edificio correspondiente a nuestras actuales exigencias». Cierto —puntualizaba— que «no debemos destrozar lo que nos dejaron nuestros antepasados, mas debemos suplir trozos inmensos que le faltan»[37]. En otras palabras, España lo que necesitaba ante todo eran Leyes: «¡Leyes!, si, …, porque aunque España las tuviera, los ciudadanos las ignoran, y apenas basta la vida para entenderlas; tienen leyes; pero están sumergidas en millares de volúmenes que cual montón de escombros las oscurecen; tiene leyes, pero muchas son debidas a la antigua ignorancia; miles al moderno capricho»[38].

Con planificación expositiva bien pensada, el Semanario abordaba a continuación, en la sección política, la cuestión de «¿Cuál puede ser el remedio más general de nuestros males?»[39]. Y el que el editor propone no es otro que el establecimiento de «una constitución liberal en que perfeccionadas las leyes, aparezcan sin nubes los deberes y derechos del trono, los deberes y derechos de la nación que lo sostiene»[40]. De dicha constitución —añade— «saldrán lenta y saludablemente las mejoras de nuestra legislación, y de nuestra administración interna; de allí, en fin, la buena fe y la confianza, garantes únicos de la prosperidad de los estados».

El que el remedio «más general de nuestros males» estuviera en las leyes —advertía también el editor del Semanario— no significaba que el bien de una nación consistiera en «darle códigos, por bien organizados que aparezcan a primera vista, ni en formar una constitución meditada en el gabinete particular de un filósofo». «Nada hay más fácil —añadía— que formar constituciones perfectísimas en su teoría; la dificultad inmensa está en dar leyes que convengan al carácter, costumbres, y opiniones de un pueblo determinado»[41]. Blanco hacía la observación obvia de que no estaba en manos de los hombres adelantar los frutos que sólo el tiempo y la experiencia podían llevar a su perfección y madurez. Para ello lo que pedía era que se reuniera un cuerpo nacional, unas cortes, más exactamente, «que merezcan legítimamente aquel nombre, y ellas irán formando la constitución que necesitamos mejor que si Locke mismo resucitara para formarla». Ahora bien, para ello era necesario una condición previa: la de ser libre.

A su modo de ver, este proyecto no constituía en sí mismo una «perfección imaginaria»; antes al contrario era algo perfectamente realizable. La ciencia de gobierno que se necesitaba para ello era algo que, según Blanco, se aprendía como las demás, especialmente errando, de la misma manera que «los errores de una nación representada, nacen de la inexperiencia que se corrige». Y, por consiguiente, estos errores no debían comprometer el orgullo de los que los habían cometido. En otras palabras: que a «una representación inexperta sucede otra que se ha instruido entre tanto; sigue a ésta otra aún más ejercitada en los intereses públicos, y en breve, fermentando en la masa de ciudadanos el gusto por las discusiones políticas, apenas puede nombrarse un individuo del pueblo que ignore lo que conviene al estado». Tal era, para Blanco, la fuerza del remedio propuesto para «renovar la nación y salir de nuestra situación miserable». Pero aún así era necesario tener en cuenta —agregaba— que «ni constituciones, ni leyes, ni reformas parciales son suficientes a sacarnos de la horrible decadencia, de la disolución y abatimiento a que nos han reducido los abusos». Aún era menester reformar la nación en sus individuos, «inspirando ideas liberales sobre el bien del estado al que pertenecen»[42].

En las últimas horas de la fase sevillana del Semanario Patriótico, la cuestión principal tratada por su editor fue la del «Problema político» por antonomasia: el de la reunión de Cortes[43]. No era necesario profundizar en la historia para confirmar como Inglaterra tenía un Parlamento; y Francia sus Estados Generales, de la misma manera que Suecia, Polonia o Dinamarca contaban igualmente con Dietas o Congresos. Ello no significaba en modo alguno que semejantes instituciones —insistía Blanco— fueran «dechados de gobierno»; de la misma forma que tampoco era recomendable buscar las huellas de las constituciones antiguas, pues esto significaría «el medio de conservar eternamente en su niñez al género humano». En otras palabras, lo que el editor del Semanario propone es lo siguiente: «Nótense enhorabuena sus pasos; si vemos que no forman alguna especie de senda, busquémosla por nosotros mismos; si observamos a alguna uniformidad constante, respetemos la experiencia de tantos hombres, y adelantémosla con nuestro examen». Ahora bien, lo que no ofrecía dudas en la historia era: primero, que todos los pueblos habían puesto límites al que ejerce la autoridad suprema; y, segundo, que un cuerpo de ciudadanos había sido siempre el medio de limitarla. Sentado esto como principio, la gran cuestión a resolver era la de la «organización de los cuerpos nacionales»[44], que, al finalizar la edición sevillana del Semanario, apenas si Blanco tuvo ocasión para pergeñarla.

La edición sevillana del Semanario Patriótico coincide plenamente con la gran efervescencia suscitada por el decreto de 22 de mayo de 1809, que anunciaba el restablecimiento de «la representación legal y conocida de la monarquía en sus antiguas Cortes». La indignación que ello causó en Blanco tan sólo se refleja entre líneas en las páginas del periódico, que al final dejó de publicarse porque —según un aviso al público— «las circunstancias se han ido después complicando de modo que nos vemos en la dura necesidad de anunciar al público que tenemos que suspender nuestros trabajos»[45]. La correspondencia de Blanco con su amigo Lord Holland —por entonces en Sevilla también, y a quién tanto debía ideológicamente aquél— es un ejemplo de hasta que punto el joven escritor sevillano era consciente de las dificultades casi insalvables, que aún tendrían que superar los amantes de la libertad (the lovers of Liberty) para llevar a cabo sus proyectos constitucionales[46]. La historia había de darle la razón.

En la redacción del Semanario, Blanco adquirió una gran popularidad. Al Lord dará cuenta de la «amable recepción que la generosidad de nuestro pueblo ha dado a nuestro Semanario, la alegría con que oyen las razones para una reforma, y el ansia con que leen las impugnaciones de un cierto tipo de prejuicios…». En el recuerdo, muchos años después, el propio autor de aquellas reflexiones tenía presente aún cómo, casi un mes después de la suspensión del Semanario, en un viaje a Cádiz pudo ver como aún estaba fresca la impresión que habían producido sus palabras de despedida. Al entrar en uno de los cafés frecuentado por los habitantes principales de la ciudad fue reconocido por uno de los presentes que se dirigió a todos los reunidos para agradecerle públicamente el espíritu de independencia que los editores habían demostrado al suspenderlo[47]. El Semanario —habría de señalar posteriormente Blanco— fue una publicación en que por primera vez aparecieron en la península algunas nociones filosóficas sobre materias públicas, haciendo temer a la Junta el poder que la prensa podía ejercer sobre la opinión pública[48]. En sus recuerdos lejanos de la etapa sevillana, también hará mención Blanco de su muy grande ignorancia en aquellas materias, aún cuando al fin y al cabo era menor que la que «prevalecía entre los españoles, pues ni siquiera las clases ilustradas se habían dedicado a reflexionar sobre asuntos políticos y morales». Reconocía sin embargo haber leído algo sobre libertades políticas y derechos del pueblo, aún cuando sus nociones eran demasiado radicales y especulativas[49]. Pero no todos pensaban de aquel periódico como su autor, siempre tan autocrítico. Para Antonio Alcalá Galiano, por ejemplo, el Semanario —«órgano de los amantes de la soberanía popular» y un periódico «igual en ideas a los franceses de 1789 ó 1790 en punto a doctrinar» fue el periódico «más apreciado y respetado, y el que más influjo ejercía»[50].

El «Dictamen sobre el modo de reunir las Cortes».

La popularidad conseguida por el Semanario indujo a Jovellanos —según indicaría años después el mismo Blanco— a nombrarle miembro de la comisión que había de preparar la convocatoria de las Cortes. Nombramiento que, por una decisión bien característica del joven escritor sevillano de temas políticos, declinó dadas sus diferencias de criterio frente al sentir de los miembros de la comisión. No obstante, poco después, Blanco volvió a recibir otra prueba de estimación, que esta vez aceptó. Procedía esta de la Universidad de Sevilla, que le encargaba la preparación de un informe —de acuerdo con las circulares enviadas a las distintas Universidades por el mismo Jovellanos— sobre la futura constitución de las Cortes. Este había de hacerlo junto con otra persona designada, un abogado de gran reputación, doctor en Leyes de nombre Seoane, que después de ponerse de acuerdo en los principios a recomendar dejó a Blanco al cuidado de redactar el informe[51].

El Dictamen sobre el modo de reunir las Cortes de España fue terminado en Sevilla, el 7 de diciembre de 1809. El trabajo no llegó sin embargo a presentarse al Gobierno porque, según su autor, antes que las otras comisiones concluyesen sus respuestas sobrevinieron las «desgracias de Andalucía». Pero aquel lo incluyó a poco de llegar a Londres en el número II de su nuevo periódico El Español[52]. Y lo hacía proceder de la siguiente advertencia: que «aunque las circunstancias han variado, los principios de este Dictamen son aplicables en cualquier tiempo y el editor juzga que sus lectores tendrán a bien que se valga de esta ocasión para presentar al público cual era el modo de pensar en los días más críticos, y cual ha sido siempre su modo de ver en los asuntos de España».

Sobre los estudios previos realizados para redactar el Informe, él mismo dio cuenta posteriormente de cómo llegó a solicitar e incluso obtener permiso del Tribunal de la Inquisición para poder estudiar sus libros prohibidos, especialmente los extranjeros existentes en su sede[53]. Su tarea era difícil porque, según sus palabras, «entretanto que consultaba los principios, mientras buscaba en la antigüedad las leyes que dirigieron a los congresos de la Nación en otro tiempo, las circunstancias mudaban, y el consejo que un día juzgaba útil y acertado, ya en el siguiente tenía que desecharlo como imprudente, y fuera de propósito». El principal obstáculo, aparte del de la presión militar enemiga, provenía de las dificultades que «la ignorancia y la mala fe pudieran oponer al plan de este edificio grandioso». No obstante era evidente, a su modo de ver, que «los medios de formar un congreso legítimo se aumentaban».

El Dictamen rehuye desde el principio insistir en la «repetida historia de nuestras Cortes, vulgarizada ya en cuanto puede saberse de ellas, y misteriosa y perdida para siempre en la parte que no cuidaron transmitirnos los antiguos». Para Blanco poco importaba «para el caso presente las pesquisas históricas llevadas más allá de lo que todos sabemos». Y se preguntaba: «¿Por qué afanarse en buscar las leyes constitutivas de unos congresos, que el silencio de los historiadores por una parte, y por otra la ignorancia y poca cultura de los tiempos en que tuvieron principio, manifestaban que se formaron casi a la casualidad y sin reglas?». En su opinión, lo que se sabía de las Cortes era suficiente «para convencernos de que sujetas al mayor o menor poder de los reyes, dependientes de su voluntad en la forma, y tiempos de su convocación, nunca fueron un verdadero congreso nacional, nunca tuvieron el legítimo carácter de representación del pueblo».

Para Blanco, el restablecimiento de las Cortes antiguas —aún suponiendo que fueran «menos groseras en su constitución que lo que aparecen a nuestros ojos»— no era ni mucho menos la solución para los problemas de España. Pues, «¿qué respeto —se preguntaba— pueden tener los pueblos de España a unas leyes que apenas son conocidas en los eruditos?». Si todavía las últimas Cortes se hubieran celebrado ayer, «ellas salvarían la patria por imperfectas que fuesen, mas para la nación sólo queda de nuestras Cortes el nombre, y una confusa y errada idea de que la representaban». A la altura de 1809 lo que España necesitaba, según el Dictamen era la urgente reunión de las Cortes para «evitar las disensiones que nos amenazan y que ya empiezan a sentirse: que los que han concebido esperanzas de mando, que los que han abrigado planes de ambición en sus pechos, se vean obligados a cederlos, no a una clase de hombres, sino a la patria, no a una corporación, sino a la nación entera». Cortes era lo que pedían «imperiosamente las circunstancias». Pero unas Cortes «no de cualquier manera sino de aquella que sin demora pueda llenar estas miras y hacer que sean preservativo de tan espantosos males». Y las sugerencias pedidas por la Universidad de Sevilla (!), a través del informe de Blanco, eran las siguientes: primero, dado el riesgo en que se hallaba la patria no era conveniente emplearse en examinar los privilegios antiguos ni el sistema de las olvidadas cortes de España; segundo, sería «muy peligroso» que la Junta Central intentase establecer un nuevo sistema de Cortes; y tercero, que el partido más útil sería «juntar unos verdaderos representantes de la nación que reunidos según las reglas generales de este género de representaciones, traten primero de salvar a la patria, y luego decidan las formas peculiares que han de tener las Cortes españolas». La Universidad de Sevilla juzga —decía el autor del Dictamen— «que no reside en nuestros reyes la facultad de mudar las bases constitucionales del reino, porque ellos son quienes les confieren la autoridad real que sobre los pueblos ejercen».

Ahora bien, el cuerpo nacional que España necesitaba en 1809 (cuerpo que, según Blanco, debía conservar el nombre de Cortes «no porque sea lo que ellas eran sino porque esta voz es sagrada para los españoles») no podría lograr el gran objeto de salvarla si al tiempo de reunirlo se sembraban las semillas de la discordia y de la desconfianza. El Dictamen, sin reuhir las dificultades de la cuestión[54], no ve otro camino que la convocatoria de esta representación nacional, atendiendo a criterios racionales. Así por ejemplo, la cuestión sobre la división de los diputados en estamentos, brazos o cámaras la resuelve como «consecuencia inmediata de los principios» expuestos. Por lo que el autor del Dictamen concluye: «Si no estamos en caso de atender a privilegios, ¿cómo podrá ejecutarse una separación que sólo en ellos se funda? Si es cierto que las leyes constitucionales de las Cortes antiguas no son claras ni equitativas ¿cómo nos hemos de sujetar a ellas sobre puntos tan importantes? Si solamente la nación tiene facultad de mudarlas ¿qué otras reglas que las generales dictadas por la razón humana se han de sustituir entre tanto que ella misma forme leyes a su discreción, y las sancione?».

Reunida por consiguiente, de esta forma, la nación española, «sólo a ella pertenece darse una constitución, que equilibrando los poderes de la monarquía, asegure la observación de las leyes fundamentales». Nada puede añadir la Universidad —señalaba también el Dictamen— a «lo que han escrito los filósofos del siglo pasado en esta materia», pero del examen de todo se desprendía que se contaba con lo más importante: la voluntad por parte de la opinión pública de la reunión de Cortes. «Si confiamos en las Cortes —decía finalmente el Dictamen— es porque pueden excitar el espíritu público, porque pueden inspirar confianza, porque pueden renovar el fuego de la revolución primitiva, porque pueden hacer sentir a los españoles que tienen patria».

Las sugerencias constitucionales desde Londres.

La pasión política del editor del Semanario Patriótico, en su fase de Sevilla, se acrecentó mucho más desde su exilio en Inglaterra, a partir de 1810. En su decisión de trasladase a la «única nación libre de Europa», pesó mucho desde el principio su deseo de continuar luchando por la causa de la libertad. En el Prospecto que escribió, recién llegado a Londres, como noticia previa a la publicación de su nuevo periódico El Español, está ya presente su objetivo: el de «continuar exponiendo a la consideración de sus compatriotas, desde la capital de la nación inglesa, su aliada, los principios más puros de la sana filosofía, los mismos que con tanto boato hicieron resonar los franceses al empezar su revolución desgraciada». Se congratulaba también de que, desde aquel país de la libertad, escribiría ya sin ataduras, «manifestando abiertamente cuales son sus deseos respecto de su patria para sino instruir, al menos excitar a sus paisanos al estudio y conocimiento de los principios en que está cifrada la esperanza de una libertad futura».

Y, naturalmente, que la gran cuestión política —el gran affaire del que Jovellanos hablaba a Lord Holland ahora principal protector de Blanco en Londres—[55], no era otro que la reunión de Cortes y la aprobación de un código de leyes fundamentales para la nación española. Desde 1810 hasta 1814 —espacio de tiempo, que, paralelamente al de la primera experiencia constitucional española, dura la aventura de El Español—, Blanco no ceja día y noche en su gran obsesión política. Continuas son sus meditaciones sobre el gran tema, y continuas sus sugerencias. En su periódico publicará documentos fundamentales e incluso desconocidos en España[56], reseñas históricas y, sobre todo, doctrinas para ilustrar a sus compatriotas en materia constitucional. El escribir, por otra parte, desde Londres, con la experiencia política tan admirada por los mismos españoles de la generación de 1808, es indudable que reviste de una especial originalidad los nuevos escritos de José María Blanco, que a partir de entonces comenzará a firmarlos con el nombre de Blanco White.

Según El Español, no había «mayor desgracia para un reino que tener una constitución dudosa, o haber perdido la memoria de ella por el transcurso de los tiempos en que no ha estado en uso». Y ambas cosas eran las que habían sucedido a España «para colmo de males». Parecía cosa imposible —indicaba— que siendo las Cortes «una cosa tan frecuente en nuestra historia, que habiendo sido el ídolo del orgullo castellano y el privilegio más glorioso de todos los españoles, solo se oyeron unas voces vagas de cuando en cuando que clamaron por ellas, y que siempre haya habido un partido poderoso en la revolución española que favoreciese las ideas del gobierno para no juntarlas»[57].

Desde Londres, el editor de El Español sigue pormenorizadamente el proceso constitucional español, no silenciando sus propias reflexiones a la luz de las informaciones que con regularidad iban llegándole de Cádiz. En el número de agosto de 1810, cuando aún no se habían reunido las Cortes en la Isla de León, daba cuenta de como ya se habían reunido allí varios diputados. Y señalaba que esperaba «con ansia el anuncio de haberse empezado las sesiones de este solemne congreso, en que únicamente están fundadas las esperanzas de la libertad de España»[58]. Veía ya entonces el problema del método seguido de suplencias para realizar las elecciones, por lo que juzgaba que «más fuerzas de opinión gozarían unos representantes autorizados directamente por sus comitentes, que no estando mezclados con otros, cuya representación es condicional y dudosa». Seguía insistiendo Blanco que las Cortes, «mejor que ninguna otra autoridad, pueden establecer la libertad de la imprenta sobre que tanto se ha hablado, y tan poco se ha hecho». Y añadía un observación bien aguda: que «es cierto que el espacio reducido de una ciudad sitiada no es el mejor teatro para empezar esta reforma»[59]. Reunidas, por fin, las Cortes, el gozo de El Español no deja lugar a dudas: «¿Habrá español que al leer la pintura de esta solemne y gloriosa escena —escribió— no haya sentido rebosar su corazón de gozo, y arrasarle los ojos en lágrimas de ternura? No, no; ninguno: si lo hay, no merece tal nombre. Oh patria mía»[60].

La declaración de la soberanía de la nación por parte de las Cortes es igualmente recibida con júbilo por el editor de El Español. Según las reflexiones que le dedica «no solo es conforme a todos los principios de la verdadera filosofía, sino lo que es más práctico e importante en el caso presente, es una medida esencial para la seguridad del Estado, es una medida directamente antifrancesa y antinapoleónica». Pero, evidentemente, advierte que «de nada sirve una soberanía de hombres». De donde todas las acciones deben someterse a las leyes que establezca la autoridad competente para ello; leyes, por otra parte, que «deben ser el resultado de la voluntad del soberano». Pero, dentro de este contexto, Blanco insiste en un gran problema: que es menester dejar medios suficientes a la nación para que ésta no se convierta en «esclava de sus representantes». Personalmente expone su creencia de que «la elección periódica de representantes no es medio suficiente para asegurar a la nación de que no se harán leyes contra ella». Y para esto el único medio no era otro que la libertad de imprenta, a través de la cual «pueden saber los hombres buenos que se hallen en el cuerpo legislativo la opinión de la nación, para que se formen según ella las leyes, y los malos para que teman ir directamente en contra»[61].

El Reglamento de la libertad de imprenta en España, dado por las Cortes, defraudó profundamente al editor de El Español[62], pues en su opinión el poder de la imprenta, interprete de la opinión pública, debía ser el contrapeso del poder de las Cortes, de la misma manera que el de estas debían serlo del Ejecutivo. Y él mismo insistía en el hecho de que de dos formas podía abusarse de la libertad de imprenta: «injuriando el buen nombre debido a un ciudadano, o excitando la rebelión contra las leyes». Con la aprobación del Reglamento comienza para El español la desilusión ante las Cortes. El periódico da cuenta a partir de entonces de las quejas que, cada vez más, llegan a su vista y oídos. Al tiempo que señala como son ya demasiadas las sesiones secretas de las mismas, descalifica, por ejemplo su comportamiento para con los miembros de la anterior Regencia[63]. En el número de febrero de 1811, se pregunta si «¿tienen las cortes toda la autoridad efectiva que deben tener a título de representantes de la nación?». Y en ese sentido sugiere la conveniencia de que los ministros sean políticos procedentes de las mismas Cortes. En su opinión, actuarán en vano éstas si los ministerios no se activan: «Póngase, por ejemplo, un Argüelles, en el ministerio del Estado, a un Torreros en el de Gracia y Justicia, a un González en el de Guerra, y se verá cómo crece la actividad y cómo se comunican fuerza los dos poderes»[64].

Aparte de las sugerencias extranjeras, y particularmente británicas para la activación del proceso constitucional español (que no es objeto del presente estudio), sorprende la cantidad y calidad de los documentos publicados por El Español entre 1810 y 1814. Valga a título solo indicativo la inserción de publicaciones tan varias como las instrucciones dadas a sus diputados por algunas Juntas[65], la misma representación que el Consejo de Castilla dio a la Junta Central en octubre de 1808[66], las noticias históricas sobre las Cortes de Aragón[67], el Dictamen de Jovellanos ante la Junta Central[68], o los resúmenes de prensa, lo mismo española que extranjera. Junto con la publicación de obras inéditas constitucionales extranjeras[69], Blanco incluyó en su periódico algunos de los apuntes constitucionales de Flórez Estrada[70] o las reflexiones sobre la Revolución española que hizo Martínez de la Rosa. Y, por encima de todo, publicó por completo la nueva Constitución promulgada por las Cortes el 19 de marzo de 1812[71]. Verdaderamente la contribución de Blanco a la divulgación de los muy diversos problemas constitucionales es de primer orden.

El criticismo constitucional de «Juan Sintierra».

La decepción experimentada por Blanco ante los resultados de las Cortes se produce a los pocos meses de reunidas estas y, desde luego, antes de la promulgación de la Constitución. Su criticismo no es de base estrictamente teórico sino justo lo contrario. A juicio del editor de El Español —que a comienzos de 1811 firma sus reflexiones con el seudónimo de Juan Sintierra—, el problema de las Cortes es el de hallarse fuera de la realidad al frustrar las expectativas de los españoles. Pues Juan Sintierra cree que «los pobres pueblos discurren poco, pero ven y sienten»[72]. Con el propósito precisamente de contribuir a subsanar los defectos notados en las Cortes —en sus aspectos formales, constitutivos y en el de su propia conducta— publicó en el número de abril de 1811 unas reflexiones tan directas como que no dudó titularlas, con caracteres diferenciales: «En las Cortes noto los siguientes defectos»[73].

Desde el punto de vista de los aspectos formales, Juan Sintierra denunciaba, en efecto, los siguientes: primero, los dos centinelas existentes dentro de la sala de la representación. A su juicio las bayonetas debían desterrase no solo de aquel recinto sino de todo el contorno, pues «los fusiles están en puga con la libertad de los debates»; segundo, el abuso de hablar repetidas veces un mismo diputado sobre un mismo asunto; pues de esta forma se perdía el tiempo, y las Cortes «más parecen una tertulia que un congreso»; y tercero, que las Cortes no habían dado oídos a los clamores justos que se habían levantado contra las sesiones secretas, demasiado frecuentes. Las Cortes a su modo de ver, podían hacer uso del derecho de deliberar a puerta cerrada («porque puede ser alguna vez necesario para la libertad del debate»), pero no usarlo sino en casos rarísimos.

En cuanto a la constitución misma de las Cortes apuntaba, por otra parte, los siguientes defectos: 1) la falta de un justo número de diputados que representen legítimamente las Américas; 2) la falta de diputados que representen la Grandeza de España; 3) la prohibición de que los diputados en Cortes ejerzan empleo de importancia en el Estado; y 4) el haber dejado las contribuciones al arbitrio de otras autoridades. Son todo defectos que no se atienen a la realidad social de España. Prescindir de la nobleza o del clero, por ejemplo, no podrá significar otra cosa que enajenarse su apoyo desde el principio, pues a su modo de ver «no se trata ni se puede tratar de formar un pueblo nuevo a quien darle leyes», sino la de «representar las grandes masas que la componen», y, evidentemente, lo mismo la nobleza que el clero «reclaman la contribución de España como garante de sus derechos». Según la crítica de Juan Sintierra, las Cortes «debieran haber sido el centro de la nación española, y si no se dan prisa a enmendarse, van a separar en fragmentos lo poco que quedaba reunido». El desarrollo pormenorizado de estos defectos lleva al editor de El Español a escribir que «será inevitable decir que las Cortes deliran en política igualmente que en puntos religiosos y dejarles con sus inquisidores a que presidan un auto de fe como Carlos II»[74].

Entre los discursos «notables» que Blanco publicó en El Español se encuentran, por ejemplo, los que se pronunciaron en las Cortes sobre señoríos y enajenaciones de la Corona (1 de junio de 1811), con las intervenciones de los diputados Alonso López, García Herreros, Creus, Terrero y Toreno[75]. Fue éste, según Blanco, uno de los debates más importantes que ocurrieron en las Cortes, aunque «como debate —escribió— está muy mal seguido: la proposición no se halla bien establecida, y los discursos más bien son disertaciones aisladas que no una elucidación progresiva del asunto». Pero reconocía, sin embargo, que «muchos de ellos están llenos de saber». Sobre los señoríos, la opinión del editor de El Español era evidentemente la de que había muchos que eran «injustos y dañosos en esencia», y debía, antes de nada, «anular los que oprimiesen al pueblo, satisfaciendo siempre al propietario que lo fuese por título oneroso»[76].

Como no podía menos de ser previsible, el criticismo de El Español desemboca finalmente en el texto constitucional de 1812. Con anterioridad a su promulgación, el periódico londinense se ocupó críticamente de algunos artículos de la Constitución como el de la concesión de «carta de ciudadanos» a los españoles procedentes de África[77], o el de las críticas realizadas por algunos diputados sobre el punto fundamental de que «la constitución no debe entenderse obra de los diputados que actualmente componen el congreso, sino obra de la nación a la que representan»[78]. La crítica final a la Constitución del 12, la hace Blanco teniendo en cuenta la observación previa de que «tener una Constitución, sea cual fuere, es mejor que no tener ninguna, o tenerla dudosa o casi olvidada». En su opinión la que habían formado y promulgado las Cortes tenía, desde luego «defectos muy esenciales» (de algunos de los cuales se ocupa con pormenor), pero no deja de reconocer que su «promulgación, y la satisfacción y alegría con que entiendo que el pueblo Español la ha recibido me han causado muy verdadero placer».

De forma global, el editor de El Español advierte varios errores fundamentales en la Constitución de 1812; y lo hace así porque, a su modo de ver, es necesario señalar los defectos intrínsecos del texto constitucional, pues «el pueblo español no debe recibir una constitución a ojos cerrados; debe, si, obedecerla ciegamente en tanto que la autoridad legítima no la corrija o altere». El primer defecto no es otro que el juramento que se exige a los futuros diputados, de guardar y hacer guardar religiosamente la Constitución. Muy por el contrario, en su opinión, el modo de evitar la amenaza de ruina de aquélla es precisamente el de «que cada cual contribuya a hacer ver estos defectos a las Cortes venideras, quienes, como soberanas, podrán ponerles remedio, si lo juzgan por convenientes». Otro defecto fundamental es el de la falta de realismo de los diputados autores de la Constitución, pues en tanto que no haya rey, y que el poder ejecutivo esté en una Regencia, el choque no será fuerte, pero «llegue a ponerse en el trono una persona real, y verán las Cortes cuán vano es el triunfo que han ganado en ausencia del contrario». La Constitución española, según Blanco, es «tan poco mirada en sus precauciones contra el poder real», como la famosa de Suecia, que acabó siendo víctima del Rey. Y como término de comparación, el editor de El Español hace público el presentimiento de lo ocurrido con la constitución sueca: que si «hubiera respetado más al rey, probablemente aún hoy subsistiría, y la Suecia no hubiera sufrido tantas revoluciones en tan corto número de años». Pero la española contaba con más defectos. Uno, también fundamental, era el del método de las elecciones que quitaba todo influjo a la «opinión de la masa del pueblo» en el nombramiento de los representantes. Y otro, que a Blanco le duele especialmente, es el de la intolerancia religiosa «con que está ennegrecida la primera página de una Constitución que quiere defender los derechos de los hombres». Pues las Cortes «convertidas en concilio no sólo declaran cuál es la religión de la España (a lo cual tienen derecho incontestable) sino condenan a todas las otras naciones» no católicas. En consecuencia, «los españoles han de ser libres, en todo, menos en sus conciencias», según se desprende de su artículo 12, «una nube que oscurece la aurora de libertad que amanece a la España»[79].

En conclusión, la principal objeción del editor de El Español a las Cortes y, en particular, al texto constitucional de 1812 es la de su difícil aplicación a la realidad. Comparando «el saber político en los dominios españoles de ambos mundos» con el que ha encontrado en Inglaterra («este país verdaderamente dichoso, en que la libertad se ha combinado por siglos para fomentarlo»), advierte, con preocupación, la gran diferencia. Pues España tan sólo se encontraba «al principio de su evolución». Y, por otra parte, había que tener en cuenta que España era un país «en que no se sabía de Europa por otro conducto público que una miserable y estupidísima gazeta que, apenas, nadie leía, y un Mercurio, publicado cada mes por el Gobierno, en que se repetía lo que su Gazeta había dicho». No otra cosa podía ocurrir en un país «donde el hablar de asuntos públicos era en extremo peligroso». En resumidas cuentas que —en gran parte debido al excesivo orgullo de los diputados de Cádiz— «apenas se han tocado alguno de los muchos puntos prácticos que necesitan remedio». Según Blanco, «el que examine los diarios de Cortes con reflexión despreocupada, no podrá menos de convencerse de la verdad de esta observación: …que al fin todo queda pendiente»[80].

Admirando, sin ironía, el talento de los diputados de Cádiz («los hay muy brillantes y en bastante número»), Blanco critica el exceso de elocuencia y la destreza de los discursos y argumentos. Pero apenas surge algún «punto práctico cuando parece que pierden todo su mérito en el congreso». Todas sus leyes son universales y eternas. De «cosa extraordinaria» califica que «los que no se atreven a poner mano en el arreglo de los asuntos que tienen a la vista, porque les arredra el choque de los intereses encontrados, den con la mayor confianza leyes generales a la generación presente y las futuras, creyendo que, sin más que publicarlas compiladas en un libro, han de ser para siempre obedecidas». Y lo peor de todo, a su juicio, es que esta predilección por la leyes, principios y máximas políticas universales, había hecho cometer errores «muy dañosos a la causa de la libertad verdadera, siempre que se han visto obligados a descender a la práctica»[81]. En el fondo de la cuestión, nada había cambiado. Y España —como señalara en otro lugar Blanco— seguía siendo el país donde «se hacían reglamentos y se organizaban oficinas hasta para los carros de basura: —todo era plan y sistema—; y en el mundo ha habido reino más desorganizado»[82].

Las Cartas de Juan Sintierra al editor de «El Español».

En marzo de 1811, en efecto, José María Blanco comenzó a publicar las Cartas de Juan Sintierra en su periódico, dirigiéndolas al señor editor de El Español. A partir de esta fecha será por consiguiente el nuevo corresponsal, proscrito en su tierra, quien tome la pluma para ocuparse de los asuntos de España. Desde entonces será Juan Sintierra quien suplante con sus reflexiones a José María Blanco, decidido a no publicarlas con su nombre tras el «odio que V. ha excitado en muchos de sus paisanos», según la primera carta de aquél al editor de El Español. En las nuevas Cartas, por consiguiente, Blanco se libera de toda contención poniendo en boca del nuevo corresponsal cuantas criticas se le antojan sobre los dos temas continuos de su obsesión española: la marcha de las Cortes y la guerra contra los franceses en las que reclama una colaboración más sincera entre españoles e ingleses. La personalidad de Blanco se transfiere a la de Sintierra en un momento en que, tal como éste escribe al editor en su primera epístola, «he sido de los más alegres en materia de revolución de España; pero he venido últimamente a caer en mucho desaliento.

A diferencia de los escritos anteriores, Blanco, escribiendo ya como Juan Sintierra, comenta apasionadamente las cosas de España con pesimismo y, desde luego, con «mucho desaliento»; consciente por completo, también, de que en estas materias «tiene ya poco que perder». De donde el criticismo furibundo del apátrida, quien como pocos siente como suyos los errores de las Cortes, que enuncia, y los desastres que vive su antigua patria. Blanco de sus dardos serán sin remisión las Cortes, el Consejo de Regencia, el ejército, la Junta de Cádiz y todo lo demás que hay libre en España, que «va como Dios quiere, o por mejor decir cada uno tira por su lado». En sus reflexiones no dejará títere con cabeza partiendo de la base de esa fatalidad española, que consiste en que «todos los gobiernos se parezcan unos a otros en España». Pues, ¿qué había sucedido con las nuevas Cortes filósofas sino «ponerse las cosas peor que estaban».

A lo largo de una serie continuada de siete Cartas, entre marzo de 1811 y diciembre de este mismo año[83], Juan Sintierra pasará revista en sus reflexiones a los aspectos más delicados de España sin ocultar su gravedad y mucho menos su parecer apasionado ante ellos. Sin concesiones a la abstracción y menos a la utopía, el nuevo autor de las Cartas se presenta desde el principio como un desengañado realista, que no cree en las palabras ni en las teorías: «yo soy un poco más amigo de cosas de hecho», dirá desde el principio. Y así se ocupará sucesivamente del Gobierno y de las instituciones en trance de formación en Cádiz, así como de la guerra, teniendo en cuenta que, a su parecer, «todavía no se ha tomado ni una de las medidas eficaces y efectivas que exige la situación de un reino ocupado casi todo por los enemigos». Sus aceradas críticas, muy al contrario de como erróneamente han sido interpretadas por algunos, no pueden ser entendidas como falta de patriotismo (por el hecho de clamar en favor de la causa inglesa) sino todo lo contrario. Desde Inglaterra, el corresponsal de El Español siente con profundo dolor los efectos de la guerra en su antigua tierra mientras… «entretanto… piérdanse los hombres a millares, entréguense las plazas y consúmase España». En sus reflexiones, de cualquier forma, se advierte la capacidad analítica del crítico así como la brillantez de sus recursos desde la utilización de la ironía hasta la sencillez del lenguaje.

En cuanto a las Cortes, su tesis (corroborada por su inteligencia del constitucionalismo inglés) se asienta en su observación de que aquéllas «están perdiendo tiempo y crédito con ese empeño de hacer una constitución por teoría, y pudieran haber adelantado mucho para hacer una por experiencia». Y tal es su punto de partida al comentar lo mismo una representación de las damas españolas al rey de Inglaterra, que un folleto, aparecido en Londres, sobre el sistema de guerra de los aliados en la Península. En todas sus observaciones hay una llamada a la realidad que contrasta fuertemente, por otra parte, con el quijotismo de su autor que, a fuer de pesimista, se convierte en un denunciador de la realidad, que predica en el desierto. Su propósito obedeció siempre en todo momento a un vehemente deseo de arremeter contra gigantes y aspas de molinos, y que con frecuencia ha sido intencionadamente malinterpretado (a pesar de sus frecuentes errores). Pero el mismo señalaba —en sus Breves reflexiones sobre algunos artículos de la Constitución española, que siguieron a las Cartas de Juan Sintierra, y que se publican en el Apéndice— que «mis censuras no han tenido ni tienen más objeto que el de contribuir al acierto e ilustración del pueblo español en cuanto alcancen mis débiles fuerzas»[84].

Las cartas de Juan Sintierra, que se publican a continuación por primera vez en forma de libro, constituyen un texo fundamental sobre las Cortes de Cádiz, y también, sobre la España de su tiempo. La abundante publicística contemporánea sobre el tema no presenta una obra de la originalidad de ésta, que además de estar escrita en español en un periódico de Londres, es obra por entero original de Blanco White. Pocos textos abordan la problemática de las Cortes con un talento crítico como éste, a pesar de lo cual nunca ha sido tenido en cuenta por los historiadores modernos del constitucionalismo gaditano[85]. A la reacción que la obra produjo en los mismos constitucionalistas siguió, en la segunda mitad del siglo, los anatemas de don Marcelino Menéndez Pelayo, para quien El Español fue la empresa «más abominable y antipatriótica» que hubo durante la guerra de la Independencia[86]. La lectura de las Cartas, desde la perspectiva de hoy, indica por el contrario lo erróneo de esta afirmación, así como lo injusto del proceder de las mismas Cortes y de la Regencia que prescribió a Blanco como reo de lesa nación (decreto de noviembre de 1810), razón por la cual, a partir de entonces, se consideró como Juan Sintierra.

En la edición de las Cartas de Juan Sintierra hemos alterado simplemente la ortografía del texto original, suprimiendo también alguna nota a pie de página excesivamente larga. Y hemos creido oportuno continuarla en forma de apéndice con dos textos: las Breves Reflexiones sobre algunos artículos de la Constitución española, aparecidas tras la promulgación de ésta en marzo de 1812, y el Epílogo, con el que, a continuación de las Reflexiones, ponía fin al número de mayo de El Español[87]. Y en él dejó dicho bien claramente que «mi oficio es criticar; pero mi intento no es debilitar vuestro amor a la Constitución que habeis adoptado. Amadla, obedecedla; más para que dure, haced que en algunos puntos se mejore, en adelante».