Doce de la mañana

LAURA HA MUERTO.

Ahora mismo, o hace un rato, o quizá ya lleva una hora separada del mundo de los vivos. Los tubos fluorescentes del pasillo son como ríos de luz azul-violeta que van, derechos, a perderse al final del corredor. Mario se pasa el envés de la mano por el rostro adormecido, los ojos le pesan, en las sienes tiene clavado, indefinidamente, el rumor monocorde de la mosca de burro. El olor a dulce se le mete por las narices, cosquillea las paredes nasales, produce náuseas. Sus pasos son cortos, difícilmente derechos, el blancor de los muros hace daño a la vista. El coche derrapó en una curva (alguien ha dicho que cerca de Colmenar), dio dos vueltas de campana, se estrelló contra un mojón, terminó en una fogata de llamas rojas y brutales.

A las dos de la madrugada murió Fernando. Fue una muerte violenta, repentina, en acto de servicio. Mario siente escozor en el brazo. Silverio no pudo soportar los rigores de la anestesia. Marta perdió sangre. Iñaki (en las fichas figura Ignacio Javier Aguirre) salió vivo del quirófano, pero la fractura craneal hacía perder toda esperanza. Laura ha sido la última. Mario siente que los ojos le van a estallar, rojos, endurecidos, agotados de tanto mirar a las esquinas encaladas de los corredores. Quiere llorar.

Todo ha quedado atrás. La vida, la muerte y la esperanza. Mario siente como un tirón que le empuja, un viento fuerte que lo echa al sendero. Y allí se encuentra solo, profundamente solitario en un mundo que cruje y se agita a su alrededor. Palpa la barandilla de la escalera y bajo las plantas de los pies está el suelo brillante, liso y duro. Trata de fijar la mirada. Pasan por su lado uniformes blancos y ojos ansiosos, pasos cansinos y vidas despectivas. Los médicos han dicho que «todo fue inútil». La frontera entre la vida y la muerte es demasiado frágil, igual de frágil que el cuerpo de Laura. Los ojos de miel blanda de Laura están delante de él, permanentemente agazapados, igual que su sonrisa triste y pálida y el reguero de cabellos amarillos. Todo es un inmediato recuerdo, un cruel recuerdo. Hace unos días, Marta se quiso suicidar. No lo consiguió. Hoy ha muerto sin apenas sentir el vértigo, su novio impalpable, intangible, animosamente perseguidor de su sombra.

—Le conviene descansar…

Zumba el moscardón sobre la blancura triste de los muros hospitalarios.

—¿Quiere que le acompañemos…?

En el depósito de cadáveres hay cinco figuras de cera que se han despedido sin apenas gritarle una palabra a la vida.

—Lo del brazo no tiene importancia…

La hermana de Iñaki ha venido de Bilbao, el padre de Fernando vuela con pasaje diplomático, un cable de Liverpool pide explicaciones sobre el accidente de Marta… Silverio ha cruzado la rasante y su mujer descansa en París.

—Esta pastilla le dejará dormir…

Los ojos de Laura son una obsesión, y su sonrisa, y su voz, y su cabello del color de la mies madura, y su figura frágil y lejana. El padre de Laura está en Montecarlo o en un hotel inmenso y casi decimonónico de la Promenade-des-Anglais en Niza. Mario se frota las manos, escurre la cabeza hacia atrás. Las náuseas le arañan el estómago. Llueve sobre la avenida y el sol está cegado, al otro lado de unos nubarrones del color de la ceniza. Un aire estancado y algo sucio trae estertores de bochorno que él asocia al aviso de la muerte. Un semáforo rojo. Es igual. ¡Qué más dará una luz verde que una luz amarilla o una luz encarnada! A ciento ochenta por hora los automóviles corren el peligro de romperse en mil pedazos, estéticamente es una hermosa velocidad, el vértigo sube por el cuerpo caliente y ansioso de placer, en cualquier alcoba el corazón palpita (quizás a 180 por hora también) y casi nunca se produce el derrape o la rotura de la dirección.

—Esta pastilla le dejará dormir…

La media mañana está huérfana de colores dorados. Las gotas de la lluvia son redondas, como bolas de plomo húmedo y cálido. Desde cualquier azotea llega el volteo de unas campanas. De pequeño, en la recoleta ciudad, rezábamos el Angelus… era otro mundo… nuestro mundo… no es una azotea, no, se trata de un campanario… las campanas doblan… doblan por ellos, por la insaciable Marta, por el viejo Silverio que presentía la cadencia de la muerte, por Fernando, por Iñaki, nuestro Atlas dogmático, por… Laura, mi buena Laura…

… ¡Sí!, también doblan por mí, ahora que un viento cruel me ha llevado sobre las piedras ennegrecidas y húmedas de la avenida.

Mario se palpa el brazo y luego las manos, se frota los muslos. Otro semáforo. Ahora es de color verde. No importa. Es bueno esperar, saber esperar, aprender a esperar…

… ¡Sí!, las campanas doblan por todos nosotros, hijos del tiempo, camaradas de mil cunas distintas. Me gustaría ver a Manolo, llamarle, gritar con él, marcharme a su lejano país. Pero me espera Laura. ¡Mentira! Laura está adormecida, pálida, muerta para siempre, siempre, siempre, siempre… sobre una camilla forrada de blanco… siempre, siempre, siempre… La palabra siempre es toda una eternidad, y la eternidad no conoce ni principio ni fin.

—Tómese esta pastilla…

He tirado la cápsula, no quiero dormir, solamente duermen los muertos, las figuras inmortalizadas en cera que luego serán presa de los pudrideros, recuerdo en las fotografías amarillentas. El comprimido es de color rojo-negro, está en el suelo, la lluvia lo moja, lo diluye… Tengo una fotografía de Laura, no es de color siena todavía, es brillante, luminosa, apenas tiene quince días de vida ¡y parece que ha vivido junto a mí toda una eternidad! Los andenes de la avenida se hinchan de ruido, del fragor de los automóviles, de los motores de explosión. Los carteles indicadores dicen: «A Burgos». La lluvia resbala por la pintura brillante y fosforescente de los carteles, rubias sofisticadas, inmensas, perfectamente disecadas en la imaginación caliente del dibujante pregonan en un cromo colosal las excelencias de la cerveza o de una marca de detergentes.

El verano agoniza. Nuestro verano fue verdaderamente hermoso, ¿verdad que sí, Manolo? Todo fue culpa de un encuentro, de una casualidad. Tiene gracia, ¡maldita sea! Sonia tuvo la culpa, me presentó a Laura, y luego a Iñaki, a Silverio, a Marta… El único culpable soy yo. Me enamoré de Laura, de sus ojos, de su personalidad ausente, necesitada de apuntalamientos. Dentro de mí hay una voz (como un eco repetido) que me dice que hice mal; cada cual nace en un mundo, cada uno de nosotros es prisionero de ese universo, los que salen de él corren el riesgo de perderse. Es una lección que se aprende cuando un viento fuerte te desplaza del camino (dicen que es falso casi siempre) que has elegido. El culpable soy yo, solamente yo… Es lo mismo. No hay remedio. Laura ha muerto, todos los demás han muerto… Yo también acabo de morir un poco.

El otoño es una promesa, las gotas de lluvia tienen una suave tibieza, son redondas, gruesas. Por el rostro y los senos de las rubias escandalosas (que anuncian en papel-cartón sujetadores mullidos y Coca-Cola) corren churretes de agua sucia.

Siento la humedad adherida a mi piel. La piel ofrece un color tostado, todavía debe de haber salitre en las rugosidades de la dermis, yodo del mar, recuerdos de este estío que se me cae de las manos como una losa, borrosamente cruel en su alucinante proximidad. No veré nunca más a Laura, no sentiré jamás su calor cercano, el aliento contenido…, ir dejando en la cuneta estos pedazos de intimidad que me pertenecían casi por derecho es lo que hace sentirme un poco más muerto a cada paso que doy. Lo recuerdo dudosamente, pero el guardia civil me ha preguntado cosas totalmente estúpidas… no hay culpables, no debe haberlos, yo era un intruso, me lo dijo Manolo aquel día que se marchó de Palma, un extraño en el mundo de Laura, de Silverio, de Marta, de Iñaki, de Fernando… un verdadero extranjero en el reino de los magníficos, en el jardín de los prepotentes… Tengo los cabellos mojados y me duele la cabeza… un día le pregunté a Laura qué sería de nosotros cuando llegara la hora de la despedida. ¿Te acuerdas? Me contestó que no quería pensar en la muerte. ¡Yo no hablaba de la muerte!… Sin embargo, ahora, ella está fría, muda, sorda, profundamente pálida en un semisótano ruin, en un congelador asqueroso, y su padre quizá no sabe nada y bebe whisky en un hotel de Niza, frente a las playas artificiales hechas de guijos gruesos, perfectísimos, suavemente agrisados. Estoy aturdido, tengo dolor en la espalda, siento pinchazos en el brazo herido… me gustaría llamar a Manolo, no sé cuál es su paradero, dónde está, en qué recóndito país ha ido a esconderse. Si grito nadie me hará caso, no habrá un corazón que se detenga junto al mío. Manolo me ha dicho muchas veces, en este verano triste y misteriosamente lejano, que yo vivía equivocado. ¡Mentira! Laura era mía, ellos eran mis amigos…

Las hojas de los árboles rezuman agua de lluvia. Es mediodía. El sol es un personaje rezagado que ya no calienta la tierra como antaño, en los días amarillos del estío. El alquitrán suelta un hervor dudosamente cálido, túrbido, insolente.

… Estoy cansado, tengo ganas de dormir, de alejarme de todo esto. El mundo no tolera la muerte, ni siquiera la muerte de sus más egregios personajes. Estéticamente, morir es un error, un descuido de la balanza. Marta amaba secretamente este instante que le ha llegado, Silverio (igual que una pitonisa) sospechaba el momento, su vida estaba ya cuajada de furtivas asechanzas, eran dos excepciones con cierta grandeza, pero todos hemos vivido sin sosiego alguno, apretadamente abrazados en el interior de un círculo que había cerrado su salida de emergencia. La soledad es un personaje peligrosamente vivo dentro de mí. Me gustaría descansar…

En el cruce de la Plaza-de-Castilla las gentes y los tranvías, los peatones y los autobuses forman un hormiguero casi impenetrable, la lluvia ha dejado brillante y estirado el pavimento, un semáforo acaba de guiñar su ojo de cristal naranja y un claxon ha roto el clamor gris de la media mañana.

… Laura ha muerto.

Todos hemos perdido un poco de vida. Iñaki, Silverio, Marta, Fernando… dentro de mí hay una campana que solloza, o grita, o rumia, o canta con cierta cadencia, armoniosamente, su volteo parece una oración; está doblando por ti y por mí, Laura, por ellos también. Por todos nosotros.