Capítulo II

LOS PEDACITOS DE HIELO al untarse con pipermint parece que se han pintado de verde. Es un efecto óptico. Lola le contaba largas historias a Silverio. Y Silverio sabe escuchar. Igual que escucha a Loto. A Sonia lo único que le gustaba escuchar era la voz de Sandie Shaw. (Tengo una cita este atardecer —con el muchacho de mis sueños— quiero encontrarle —y enamorarle— ¡oh!, yes…).

¡Lejanos, inalcanzables sueños de Sonia que solamente la tibia voz de Sandie puede reverdecer!

El sol de julio calentaba con fuerza. Estallaba sobre nuestras cabezas, allá en la playa, y era como una borrachera de colores violentos. Llegaban las olas hasta la ribera en una carrera mansa y azul. Lejanos altavoces traían música de moda. Y desde arriba, desde el sexto piso del hotel, Silverio nos contemplaba con su bigote fruncido, tumbado en la hamaca, solitario. Recuperando fuerzas quizá para poder escuchar con tanta o más generosidad que ayer o que anteayer los discursos secretísimos, las confidencias asustadizas y nerviosas de Loto. O las grandezas ajadas, vaporosamente perdidas en el tiempo, de Lola. Silverio sonreía. «Vinos del Rin, paños de la City, quesos en Francia, automóviles los alemanes… y mujeres las húngaras. ¡Por Dios, mi amigo!». Una vez se le escapó y lo dijo: «… y para juventud la de ustedes.» Me hizo daño aquello, porque sabía, lo sabía con certeza, que también le había hecho daño a él. Desde aquel sexto piso, Silverio sufría por nuestra juventud. Sin rencores, sin un mal pensamiento. Vivir la vida intensamente sin un contratiempo, con todos los honores, con los mejores quesos y las mejores mujeres, con los mejores vinos y los mejores automóviles no es una empresa demasiado difícil, claro. Pero vivir la vida en plenitud (una plenitud seguramente sólo material) sin mácula alguna, con los mejores honores y el mejor licor del mundo («mi amigo, no lo dude, el licor de rosas de Bulgaria») y ver, sin embargo, próxima la raya perfectamente definible del último horizonte, es duro. Silverio acababa de ver, no sé si hace un año o tal vez dos o quizás el día antes, no sé si durmiendo o despierto, acababa de ver, digo, la línea descendente, vitalmente descendente de la existencia humana. Repartir generosidad a esas alturas, conociendo esta terrible verdad puede ser lógico pero no es normal. Es la hora del egoísmo. El minuto en que uno se aferra con más fuerza al vino del Rin, al automóvil alemán, al paño de la City, al licor de rosas de Bulgaria, a aquella muchacha húngara (llamada Yvori) que se ha conocido en un coche-cama del expreso de Viena.

Enorme sol de julio, brillante, difícilmente redondo, olas casi femeninas, suaves, calientes. Laura estaba a mi lado y Silverio nos contemplaba con un libro en la mano, tumbado en su hamaca, cogiendo fuerzas, digo yo, para aguantar la nerviosa volatilidad de Loto o las extravagancias de la encantadora, de la decadente Lola. De la asquerosa Lola. Sonia dormía a aquellas horas y Hans estaba metido en sus proyectos urbanísticos. Pero Laura estaba a mi lado sobre la arena que quema y pica, con la nube del sol abrumando los pensamientos. Hasta que llegaba Iñaki, el prepotente, el hombre que, según Silverio, «sabe epatar al amigo».

—¿Os hace un martini, chicos?

Se había terminado la felicidad. Aquella felicidad silenciosa que para mí era un tesoro y quizá para Laura no fuera más que un pasatiempo, una manera como otra cualquiera de «pasar el rato», de sentir más profundo el calor del sol y la caricia del agua que mansamente llega hasta las riberas de la playa.

—¿Un martini, chicos?

Iñaki daba saltitos sobre la arena, iniciaba breves, fulgurantes carreras, hacía gesticular sus músculos de hombre que ha hecho trabajar muy poco sus carnes blancas, de personaje que vive ajeno al trabajo duro de tantos y tantos hombres que han preparado para él, han fabricado para su paladar, para su tacto o para su oído, todo lo que él gusta, siente, escucha. Iñaki flexionaba las piernas, sacaba pecho, ejecutaba maravillosamente ejercicios respiratorios. Parecía el hermano gemelo de ese profesor Atlas que anda por el mundo, en la tinta tipográfica de los periódicos, insultando casi, echando el anzuelo para que uno (usted, tú, nosotros, vosotros, ellos, yo) seamos hombres con músculos ostentosos, músculos a punto de estallar, maravillosos músculos que harían la delicia del volátil y nervioso Loto. Asco.

—Magnífico sol, ¿eh, chicos?

Si Iñaki no fuera millonario podría ser un tipo de anuncio. De esos hombres que anuncian productos avasalladores, destructores, terriblemente resistentes a cualquier profesor Atlas. Pero Iñaki quiere tomarse un martini y no sabe, o no quiere saber, que los demás quizá no pensamos lo mismo. Pero para la mentalidad de Iñaki todo el mundo, a aquella hora, en aquel momento, tenía la urgente necesidad de tomarse un martini. Es decir, que dejamos la playa y subimos por las terrazas hasta el hotel y desde el mirador, sin la posibilidad ya de la mirada de Silverio, nos tomamos el martini.

—Ginebra inglesa, ¿eh, Lucio?

Y Lucio, grande, poderoso, negroide, typical (como decía la noruega Erika), bajaba la cabeza.

—Inglesa, claro.

Y todos los días lo mismo. La misma advertencia sajona, la misma y corta reverencia, idéntico final. Ginebra inglesa. Martini con ginebra inglesa. ¡Y qué más da! Iñaki suelta sus piernas sobre las baldosas rojizas de la terraza, mostrando bajo la piel blanca el juego del cuádriceps en un subir y bajar rítmico. Perfecto. Lucio aparecía con su bandeja y con los martinis. Y otra vez la corta, la insultante reverencia (Lucio piensa en la noruega Erika que es guía de una compañía escandinava) y su media sonrisa que hace brillar el rostro negroide, firme, typical. ¿No es eso, Erika?

—¿Y esta tarde tenis, Laura?

Iñaki lo daba por descontado. Todas las tardes los hombres del universo entero deben tener la urgencia de jugar al tenis. Y Laura, metida en su bañador azul con listas blancas, respirando brevemente, tapados sus hermosos ojos de miel blanda por las gafas Op, sabía, lo sabía bien ciertamente, que aquella tarde jugaría al tenis con Iñaki. Yo no. La voluntad de Laura era una voluntad rodante, sin techo, como la de todos ellos. Y por tanto, una voluntad contagiosa, igual que las aguas de los ríos montañeros que corren y corren, sin más voluntad que caer en cascadas, que romper sus espumas contra las espumas próximas. Para vomitar al mar. El océano de Silverio estaba más o menos próximo. Ése era su problema. Pero lo sabía y eso es siempre un índice de inteligencia. El techo de Lucio se llamaba Erika. El de Hans era Sonia (Tengo una cita este atardecer —con el muchacho de mis sueños— quiero encontrarle…), pero mi techo era breve y seguramente achaparrado.

—¿Vienes, Mario?

—¿Adónde?

—Por ahí, con Iñaki, jugamos al tenis, cenamos…

—¡Muchachos, la vida, la vida! —repetía el prepotente.

Llegaban las olas hasta la playa con el pausado, metódico, suavísimo balanceo femenino, color azul. Aquella arribada del mar hasta las riberas amarillas producía el mismo efecto relajante que los grandes ventanales de «Chez-moi». Eran una grieta que se abre en este mundo de gigantes, de colores violentos, de densidad humana, de molicie, de misteriosos y extraños personajes. El mar es simple, las olas del mar son mansas, insignificantes, pero poseen el efecto terapéutico del desahogo. Aquí, en la playa, los chulos, los gigolós, los muchachitos aparentemente desamparados, las prostitutas disfrazadas, las guías noruegas o inglesas, los viejos consumidos, los prepotentes rojos como cangrejos, los vagos millonarios, los pobres riquísimos de sensaciones, todos juntos producen una borrachera para el equilibrio mental.

—¡Chicos, la vida, chicos, la vida…!

—Anímate, Mario.

La voz de Laura, animándome a seguir, sí que era la voz de una personalidad rodante, una personalidad escondida, lejanamente firme y vigorosa, pero que ahora, por los efectos de una voluntad demasiado machacada por la comodidad y la molicie, ya no era firme, ni vigorosa, ni resuelta, ni decidida.

Chulitos de tres al cuarto, gigolós graciosamente desamparados por el amor de la noche última, peones recién abierta la virginidad sensitiva, viejos industriales de Liverpool, colorados daneses cambiando coronas por pesetas, ¡y qué negocio, Dios!, financieros de la Banca con sus queridas pasajeras (chicas de cabaret cruzando las tinieblas de la nocturnidad de la gran ciudad por el olor a sal y a yodo del paraíso de soles y olas), un mundo borracho de luces que repudia la tibia y secreta oscuridad del misterio. No hay misterio. Hay sol, whisky, tenis, amor, pipermint. Las olas azules del mar (las más femeninas del mundo) ya no son un sedante. Ni la voz susurrante —como un beso en el hielo— de Sandie Shaw (Tengo una cita este atardecer —con el muchacho de mis sueños— quiero encontrarle —y enamorarle— ¡oh!, yes…). Es imposible relajarse.

—¿A las cinco?

—Sí, a las cinco.

—Vendré a recogeros con el coche.

—De acuerdo.

—¡Así me gusta, chico! ¿Te vienes, Laura?

Y Laura se va. El Atlas de anuncio, el profesor invencible, es como un gigante (visto de espaldas) junto a la frágil figura —¿tal vez de Limoges?— de Laura. El beso del mar en las arenas del color del oro, el balanceo próximo de los pinares, el cielo acijado, la lejana sombra blanca de un yate en el horizonte… Nada es sedante. Es imposible relajarse. Somos seres rodantes. ¿Verdaderamente somos individuos, masas de carne rodantes?

Manolo vive obsesionado con la experimentación de nuevas fórmulas arquitectónicas. «En Montreal están ensayando un sistema de edificaciones colgantes, ¿lo sabes Mario?». Es Babilonia otra vez. Manolo tenía el proyecto de trasladarse a la costa aquel verano. Está trabajando en un complejo de apartamentos que son una delicia de originalidad y de gracia. Gana algún dinero, no demasiado, porque es, como digo, un «experimentador», y además puede poner en práctica sus ideas estéticas. Yo quería hacer un estudio sociológico sobre la movilización del grupo y la posterior estabilización en su lugar de origen debido a nuevos mercados de trabajo. Es una cosa bastante sencilla en principio y bastante compleja a medida que uno se va metiendo en harina. El padre de Lucio estuvo trabajando en Barcelona. Un hermano hacía la temporada de la vendimia en Francia. El tercer vástago sigue en Hamburgo, en una fábrica de motores. También Lucio trabajó en Barcelona y luego en Madrid. La primitiva movilización del grupo está desapareciendo. Yo no digo que éste sea un índice de muestreo muy definitivo. Pero, bueno.

El viejo es un tipo extravertido, canijo, de cara estólida (el fino y el montilla le han hecho estragos), que habla y habla sin demasiada ilación. Pero sabe cosas. Ha vivido. La casita es achaparrada y blanca. En el Sur el color blanco suele dignificar, en el mayor de los casos, la pobreza. «¿Le gusta, ¡eh!, le gusta la casa…? Pues la tuve abandonada, totalmente abandonada cuando lo de Barcelona, claro. ¡Lucía!, unos finos para el señor y para mí claro. El fino es un vino que trabaja el cuerpo, lo pone a tono, ¿usté comprende? Decía… ¡sí!, digo que estuvo abandonada, ¿y cómo no iba a estarlo? Los chicos por ahí, yo en Barcelona, ¿conoce Barcelona?, eso es serio, ¿eh? La mujer se quedó aquí pero no es lo mismo. ¡Lucía!, unos finos, mujer… ¡el fino devuelve la vida!, ¿qué dice usté, que pega el fino? Natural que pega, pero hace trabajar las carnes, yo lo noto, ¿usté comprende? Los chicos por ahí, que si Francia, que si Madrid, que si Alemania, al alemán todavía lo tengo por ahí, pero me lo traigo, ¡hombre que si me lo traigo!, no es plan, ¿lo entiende usté?, pues eso… ahora la que me falta es la chica, creo que anda de puta. ¡Lucía!, los finos, mujer… ¡estas mujeres!, bueno lo de pluralizar es un decir, porque la chica me está recorriendo el mundo y no sé dónde está. Un día pone una postal desde Mallorca ésa, y otra desde el Marruecos, este mundo es la leche, todo da vueltas, ¿usté me comprende?…».

Cuando, por fin, llegaron los finos, el viejo cantó victoria. La victoria, el triunfo del vino amarillo, cabezón, del vino que bien fácilmente toca techo. «No diga eso, hombre, qué va a tocar techo. El fino es la tierra, por eso he vuelto a la tierra, por el fino y porque esto ha cambiado, aquí hay desarrollo… Yo me traigo al alemán cualquier día, le pongo una carta y le digo, venga tú, alemán, para acá, que esto ya es otra cosa… ¡el baldío!, yo sé lo que es el baldío, pero ahora ha cambiado el negocio, ¿que toca techo el fino?, no se me raje, hombre, que ahora nadie debe rajarse con esto del desarrollo… pues eso, que le pongo una carta al alemán y se acabó de pasar penas, ¡pues no faltaba más!, el de la vendimia ya dejó el asunto, que les recoja la uva su puñetera madre, ¿comprende usté?, esos franchutes son la leche, ahora va a ir el chico a recoger la uva… ellos, ellos, que se beban el vino con sus manos, que el chico ya está aquí colocado de peluquero en el Tritón. Eso es fino, eso ya es otra cosa que no andar con la dorsal doblada, va y que viene, preparando el vino para los franchutes… ¡su puñetera madre!, el Lucio que si de pinche, que si la cocina de este bar o del otro allá en Legazpi o en Atocha, no hombre no, que se frían los calamares los madrileños, ¿comprende usté? ¡Lucía!, unos finos… Pero hombre, se me va a rajar ahora…».

—Que bebes mucho, Cayetano, que bebes mucho…

El breve y suplicante discurso de la mujer no hacía ninguna mella en el viejo. Y el vino intensamente amarillo cruzaba la frontera de la garganta con pasmosa facilidad, con una fluidez desconcertante.

—Cayetano, Cayetano…

Nada. El viejo había quemado sus naves. El mundo era suyo, estaba en sus manos, fuertemente apretado entre la palma y los cinco dedos.

—Este hombre no tié medida, lo ve usté, no tié medida.

Las medidas de Cayetano cabían en un puño pero poseían la suficiente flexibilidad como para ensancharse hasta el infinito. «No hay como el fino para que trabaje el cuerpo… el fino es vida, ¿usté comprende?, y no se me raje, que un tío como usté, joven y así bien dispuesto no puede rajarse ahora con esto del desarrollo… al alemán me lo traigo, ¡cómo que si me lo traigo!, ya ve el Lucio, el tío vive como Dios, y no digamos el otro, el Angelito, que si propina va que si tajillo viene, y eso sí, hecho un señor, como debe ser… lo malo es la Macarena, ésa, yo no sé —agachaba la cabeza el viejo—, no sé, ¡vaya que no lo sé!, quizá me excedo, pero para mí que se me ha hecho puta, ¿usté comprende?… que yo he corrido el mundo y sé que no se mandan postales desde Mallorca o desde el Marruecos, así como así, y por Santa Lucía, que es el santo de la patrona, regalo viene, regalo va, y no de dos duros, no, de categoría… para mi coleto digo yo, y cuidado que le doy vueltas a la almohada, que la chica se me ha perdido… ¡coño, que no se puede uno recorrer el mundo por lo grande, así sin una repajolera perra gorda!, ¿usté comprende?».

—Cayetano, que bebes mucho…

Bajo el techo encalado se estaba bien. «Y-pá-un-padre esto-es-mu-duro, mucho, ¿comprende usté?… pero bueno, la chica no es una niña, ¿qué digo niña? ¡Lucía!, ¿cuántos años tiene la Macarena?, bueno los que tenga, ya es mayor, ya puede hacer lo que quiera de su cuerpo, ¿estamos?, pero una cosa no quita la otra, y eso es mu-duro-pá-un-padre…». Sobre las paredes de blanca rugosidad, de limpieza tosca estaban las postales de Mallorca, un mar demasiado azul y unas palmeras demasiado verdes quizás. Y los cromos marroquíes. La-avenida-de-las-fuerzas-armadas, y el hotel Almansur y la portalada de la Casbah. Y Cayetano meneaba la cabeza, va y viene, en un movimiento pendular y trasegaba el fino bien amarillo y bien espeso, y luego su cara estólida miraba sin cara. «… pero bueno, la vida es la vida, no hay que darle vueltas, ahora que la familia estaba de regreso, ahora me falta la Maca, pero al alemán me lo traigo aunque no quiera, que aquí necesito gente porque esto va superior, superior, ¿que se me raja con el fino?, no diga esto, hombre, que así ni hay desarrollo ni hay nada». El viejo es como el gran sacerdote de la tribu, el supremo dirigente del clan. Opera así, trabaja sobre elementos ya estabilizados sociológicamente. Una niña juega en la puerta con la exclusiva compañía del sol de julio que cae en profundas y penetrantes oleadas de color amarillo. «… una nieta me dejó la Maca, bien salada que es la niña, no diga ¿eh?… y es que falta uno y ya está el lío armado, no hay respeto, no hay freno, porque las madres, ya sabe usté, las madres a llorar cuando todo se consumó. Pero la Lucía no llora, tiene reaños, es una hembra bien plantá, ¡Lucía!, la niña tiene buen carácter y sirve, servirá, lo sé yo… vale la muy pícara». La niña vive ahora en compañía del sol de julio que es bronco y pinta del color de los cangrejos cocidos las espaldas, los muslos y el arranque de los pechos a Erika (la noruega que llama typical a Lucio) y a las mil y una noruegas, las ciento y una españolas, los miles y cientos de hombres y de mujeres, de matrimonios ancianos y de matrimonios dudosos que pululan por la playa, por este paraíso que emborracha, que anonada, que absorbe.

—Cayetano, hombre, que estás acabando con el fino.

¿Para qué está el fino? Para terminarlo. Y para empezar otra vez. Eso dice el viejo y quizá tenga razón. Para hacer ciertas cosas, para ir de una manera específica por el mundo hace falta decalitros de fino, de montilla, de whisky, de wodka con naranja, de pipermint… Hacen falta sol y mar, montilla, whisky, fino… «¿a qué se deja beber?, pues natural, este vino no hace daño, bueno ¡si se abusa!, todo hace mal a las tripas, pero se deja hacer, se deja el muy… ¡Ay, quién me lo iba a decir!, quién me iba a hablar de esta felicidad cuando andaba yo por Barcelona, es serio eso ¿eh?, Barcelona es una cosa seria, me llamaban murciano, pero yo soy de esta parte, de cerca de Mijas… buena gente los catalanes, al principio son costosos, pero después nada, todo es cuestión de comportarse, claro… yo vivía en el Paralelo, abajo donde la calle del Conde del Asalto, y aquello… ¡ay, qué días!, yo sé lo que es vivir lejos, por eso digo que al alemán lo traigo, ¡coño que si lo traigo!, ¡Lucía!…».

—Cayetano, ya está bien de vino…

Las casas colgantes de Montreal (pequeños cuadritos blancos escalonados) están sorbiendo el seso de mi amigo Manolo. No lo entiende nadie, no lo comprende nadie. Acabará por emigrar. Bueno, también el viejo Cayetano emigró y cuando las aguas (el proceloso río revuelto) volvieron a un cauce (químicamente impuro, por supuesto) ha regresado. El contratista le dice a Manolo que hay que hacer casas de lujo que son las que se venden, y que se deje de experimentos arquitectónicos. «Eso en América, en América es distinto, los dólares dan para todo, pero las pesetas…». Yo sé que va a emigrar, cualquier día, cualquier noche, con un billete de favor quizás, y aparecerá en Harward, en Yale, en Houston. Este país no está biológicamente en condiciones de experimentar nada. Se ha agazapado en el nihilismo. La no-acción es una manera de vivir como otra cualquiera. Mi amigo Manolo sueña con las ideas de un arquitecto israelita que en Canadá está trabajando en un proyecto de casas colgantes. Pero éste es un país de amigos. No tiene una vivienda el que la necesita, sino el que posee amigos. No tiene un empleo el que vale o el que lo precisa, sino el que ha hecho de la amistad un hilo sutil. ¡Maravilloso sentido de la amistad! Cualquier día Manolo aparecerá en Columbia, en Chicago University, en Boston. Se habrá movilizado el grupo de su lugar de origen. Los sueños arquitectónicos de Manolo no los comprende nadie. Manolo es pues un incomprendido. Pero en este país hay dos clases de incomprendidos. Los que se balancean en la molicie, los que han hecho de la incomprensión una manera de vivir, una forma de chulear al prójimo, un estilo de vagancia, los que recorren los cafés, los que aseguran poseer cien, doscientas comedias por estrenar, los que nadie comprende porque empiezan a no comprenderse a sí mismos. Los gigolós de la cultura. La otra clase de incomprendidos, mi amigo Manolo entre ellos, forma un ejército silencioso, melancólicamente fuerte y resistente que termina por arreglar el pasaporte, movilizando de esta forma el grupo de origen, el lugar de origen. En Columbia, en Houston, en Yale se comen bocadillos de lechuga y jamón, se conoce a una joven dulce que se llama Ethel y se apellida Stone, una joven frágil y vaporosa que viste de rosa y estudia literatura y que sabe de Lorca, de Baroja o de Alberti más que nosotros. En Chicago University, en Harward, en Columbia se trabaja, se investiga, se cantan canciones soterradamente ingenuas e infantiles, se respira, la joven dulce que viste de un rosa estándar nos invita a un week-end. Descubrimos que, efectivamente, sabe de Clarín, de Lorca o de Machado más que nosotros. La libertad tiene unos esquemas diferentes.

—Este Cayetano es incorregible, ¿lo oyes, Cayetano?, no me oye…

Y la mujer, con el mandil recogido, con el pelo estirado y brillante, con la resaca de unos ojos que fueron bellamente fulgurantes, suspira y recoge la botella (media botella sin etiqueta) de fino.

Laura llegaba contenta. Partida de tenis, ducha, martini, cena y una foto (en el acto, caballero) del Patatito. Iñaki hinchaba el pecho. El Patatito en Torremolinos es una institución. Y Laura está radiante porque ha posado para la cámara alegre, habilísima y comercial de una institución.

—Eres un tonto, te has perdido una tarde fantástica.

Yo la miraba con unos ojos que, de seguro, descubrían mi encandilamiento. Es lo peor que puede sucederle a uno. Laura sigue mostrando a unos y a otros la fotografía del Patatito que así va viviendo. La frágil muñeca de ojos de miel blanda junto al prepotente Atlas bilbaíno. Sonia se ha pasado a Adamo, el siciliano que vive en Bélgica, que canta en francés… (Que le temps s’arrête, oui que le temps s’arrête…). Sonia bien quisiera que la profecía del joven siciliano se cumpliera. Pero el tiempo, lo sabe justamente Silverio, no hace trampas.

—¡Qué tonto, Mario, qué tonto!, te hubieras divertido.

—Wodka con naranja —le dice Iñaki a Loto.

—Sí Lola vuelve con los de Amador, le digo muy finamente lo que pienso —me repetía Sonia.

—El domingo voy a los toros de Jerez —le hablaba Loto a Iñaki.

—Tú tráete el wodka con naranja y déjame de toros.

Iñaki no aguanta las confidencias ni los propósitos, ni los parlamentos, ni los proyectos de Loto. «Por lo menos el marica que tengo en Biarritz va a lo suyo y no da la lata, es lo menos…». Iñaki tiene en su casa de Biarritz a un mayordomo marica. «Me lleva gentes a casa, arman líos, pero en cuanto aparezco se acaba todo el carnaval… que hagan su vida, pero que dejen en paz a los que queremos paz».

—¿Y tú no tomas wodka con naranja, Mario? —el rostro sinceramente ingenuo de Iñaki me enternecía.

—¡Loto, otro igual que Iñaki!

Son las diez, las doce, la una de la madrugada, es igual.

Aquel día, un día cualquiera. Ese día mi amigo Manolo y yo habíamos cenado en cualquier restaurante de Marbella y nos pusimos a caminar. Manolo me contaba sus proyectos y yo los míos, hablaba del contratista que no le dejaba hacer lo que él llevaba en la cabeza desde que salió de la Escuela de Arquitectura. Estaba contento de que hubiera acudido a su cita, viajando desde Madrid. «Unos días de descanso te vendrán bien, anímate». Me animé. Además estaba aquello de mi trabajo de sociología. Podía ser una excusa, pero me servía. O sea que ya estaba con mi amigo, habíamos cenado, nos tomamos unas copas en el cafetín de Amador y los tres mozos de la barra (Luis, Pepote, Marcos) nos dijeron que en el «Chez-moi» lo pasaríamos bien. Ellos, claro, pensaban en Lola. Son muchachos jóvenes, a los que las carnes abundantes de Lola les absorben. El bueno de Manolo ni siquiera sabía de la existencia de «Chez-moi». Son tres kilómetros, más o menos, yo insisto en que algo más, pero bueno, da igual. Aquella noche conocí a Sonia, a Silverio, a Hans, a Iñaki, a Marta, a Loto, a Laura. En una sola noche los conocí a todos.

—¿Pero tú no habías venido por aquí? —le pregunté a Manolo.

—Ni idea, chico.

Era verdad. Para el hombre que trabaja y sueña los demás propósitos no existen. No hay hueco. En aquel mundo de prepotentes, de lustre, dinero y resplandor, la fragilidad de Laura me conmovió. Era una chica con dinero, eso se nota siempre. Era una muchacha libre, claro que esto no solamente hay que probarlo, sino que matizar también. Al día siguiente de aquel encuentro, Manolo me dijo:

—Con este tipo de chicas ni te acuestas ni te casas.

¿Y quién habló de eso? Laura vivía en un mundo en el que es relativamente fácil ingresar, pero muy difícil sustraerse a ocupar plaza definitiva. Esto lo da el dinero, pero también cierta dejadez melancólica que nace de lo más hondo del subconsciente. Laura cantaba, sabía sentarse, cruzar las piernas, hablar, mirar con sus grandes ojos de miel. Tenía apellido extranjero pero eso venía del abuelo. Supe en seguida, metido en aquel pedazo de mundo lleno de comunicación, de alcohol, de palabras como torrentes espumosos, toda su vida. Parte de su vida, pienso ahora. Un padre rico por herencia, una madre millonaria supongo por herencia también. La madre murió cuando Laura tenía tan sólo cinco años. Un colegio de monjas allá, en Soria. Otro colegio allá en Londres. Otro más en París. El padre se casa por segunda vez. Laura es ya un hilo que se distiende del núcleo familiar, cada vez más y más.

—Oye, la niña esa te ha debido contar su vida.

Cursos enteros en los tenebrosos pasillos del college inglés, vacaciones de Navidad en Niza, primaveras olorosas, pensando en Suiza porque allí, siquiera conoce a una familia que le deja ver cómo se ordeñan las vacas y le dan queso fresco y leche tibia con una capa de espuma en la superficie. Otoños perdidos de color en París… El padre viviendo su existencia de millonario español con ramificaciones en la bolsa de Londres, de Zurich o de Nueva York, la madre enterrada bajo un panteón inmenso, colosal. Flores para la madre de Laura. El hilo que une a Laura con los despachos de la banca de Londres, de Nueva York o de Zurich va adelgazando, poco a poco, lentamente… «Te he hablado demasiado, estás aburrido, lo sé, vamos a bailar, quiero bailar, tengo ganas de gritar y de bailar… estás cansado, yo también lo estoy, yo estoy siempre cansada, me levanto agotada, tengo que ir al médico de Londres pero me horroriza Londres, ¿y a ti, también odias a Londres?, no es justo que te haya aburrido, vamos a bailar…». Ni estaba aburrido, ni me sentía cansado, ni tenía amor ni odio a Londres, por la sencilla razón de que no conocía Londres.

Nos fuimos a bailar. Las personas como Laura necesitan, igual que el iniciado, la droga, la compañía. Pero la compañía multitudinaria. O sea que Manolo y Marta vinieron con nosotros. Iñaki ni siquiera se dio cuenta porque estaba borracho. «No te preocupes por él», le dijo Sonia a Marta. Y Marta no se preocupó, por supuesto. Era una delicia aquella velocidad, el aire removiendo nuestros cabellos, la brisa borracha de yodo y sal curtiendo nuestra piel, las luces de las casas pasando ante nuestros ojos como relámpagos, como efectos ópticos, y los altos neones que ponen en el mar su reflejo verde, rojo, plateado… Manolo intentó, por dos veces, explicar que aquellas casitas que estaban en la orilla las hacía él, pero que él era un arquitecto que soñaba con hacer otras cosas mejores y… El aire de la noche era tibio pero a ciento cuarenta, resulta violento, maravillosamente violento. Y los altos neones de los hoteles besan el mar y los bajos neones de los nigth-club pintan, a ras de suelo, su color violeta y rojo.

—¿Aquí?

—Como queráis…

—Y tú, arquitecto, ¿qué dices?

La voz de Marta era tumultuosa, absorbente «… decía que estas casas las hago yo, pero ahora estoy preparando un proyecto de casas colgantes igual que…».

—Venga, adelante…

Pueden ser la una, las dos, las tres de la madrugada. Los chulitos de tres al cuarto pululan a ver qué pasa. Siempre suele pasar algo. Angelito, el de Cayetano, ya tiene su chica beatnik que paga en dólares, los mozos de Amador se distorsionan con sus parejas de Copenhague, de Cuenca, de Oslo. Las piernas de Marta son aparentemente firmes y duras pero saben quebrarse con pasmosa facilidad según las contracciones que impone la trompeta, la guitarra eléctrica, el estirado y tenso cuero del batería negro de la orquesta. La una, las dos, las tres de la madrugada… Manolo bailaba con Marta y quizá no se había olvidado del todo de sus proyectos heroicos, de sus proyectos cargados de honradez, de esperanza. Brincaban los pechos breves de Marta y veinte, quince, diez miradas ansiosas se cruzaban en el aire marcando unas coordenadas cuyo eje eran los senos encantadoramente mínimos de Marta. Huele a sudor, a cuerpos quemados por el sol. Olía a yodo, a bañador, a bikini, a vísceras agitadas, a músculos tensos. Era breve, proporcionada, frágil, los cabellos despeñados sobre los hombros, suavemente brillantes y la frente despejada, capaz de almacenar muchos pensamientos, y los ojos grandes y redondos y la boca se intuía fresca con sabor a sal.