Capítulo XII

¿QUÉ PLAN TIENES para hoy?

—Descansar —respondió Laura.

—No es mala idea, ¿pero tan fatigada estás?

—Tengo que estar presentable cuando llegue papá —y sonreía.

—¡Ah, bueno! ¿Y ayer?

—Eres un tonto. Lo pasamos bien, fue una originalidad de Sara lo de cenar dentro de la piscina.

—Muy interesante —miraba la suave arribada de las aguas a la arena.

—No te rías, te encuentro raro.

—¿Yo?

—Ayer te eché en falta, dejé una nota sobre tu cama.

—¿Una sugerencia?

—No seas bobo. Quería que vinieras con nosotros.

—Llegué tarde de Palma y estaba cansado.

—¿Solo?

—Me encontré con Sacha, el tipo aquel con el que ligó Marta.

—No recuerdo bien. La cosa es que me dejaste plantada.

—Eso no es cierto, tú misma has dicho que lo pasasteis bien.

Se levantó. Llevaba un traje de baño rojo y su piel estaba ya completamente bronceada. La miré despacio, desde mi posición, en cuclillas sobre la arena.

—¿Te he dicho ya que me gustas mucho?

—Creo que no.

Y su respuesta estuvo acompañada de un mohín indefinible. Se arrodilló a mi lado.

—Estás muy raro, Mario.

—Ya te he dicho que no, lo que ocurre es que quizá me estoy enamorando de ti.

Su risa era suave, espumosa, como una flor que se abre en mil pétalos blancos. La tomé de la mano. Y nos levantamos al mismo tiempo. El agua estaba buena. Iñaki gritó desde la orilla: «¡Ahí está el desertor!». Lo saludamos con el brazo en alto y nuestro profesor Atlas inició su habitual paseo gimnástico, seguro de que le observábamos y de que nuestra admiración era sincera.

El sol ciega la vista. Aturde. Las aguas se remansan cerca del acantilado y forman calas de perfección casi geométrica. El color verdinegro de las rocas tiene una corteza deslizante, permanentemente húmeda. Sentíamos el motor de los automóviles al otro lado, y por encima de las piedras se veía la torre blanca, espejeante, de la casa de Sara. Tres gaviotas planearon cerca de nosotros. Buscan alimento y luego se largan a copular quizá más allá del horizonte. Es una operación interesante para observar. Los turistas no llegan hasta aquí. Ahora duermen la resaca del amor de la noche pasada. Les entra por la ventana una luz violenta y sus cuerpos se han relajado. Sacha se habrá bebido ya tres copas de vino, y Mariette, su amiga, habrá dado de comer a un canario que lleva siempre consigo. Es hermosa Mariette. Tiene un cuerpo dócil, blanco, estirado y rítmico en el movimiento de sus músculos. Sacha y Mariette apenas si hablan. Se lo dicen todo a través de un extraño proceso de telepatía como aquella pareja (Mary Dugan y Kary Meyer) que escandalizó hace años en el Price de Barcelona a los incrédulos de las ciencias ocultas.

—¿De verdad vas a descansar hoy?

—Creo que sí —respondió Laura mientras se hundía suavemente en el agua.

Cuando apareció y nos encontramos frente a frente, flotando, las plantas de nuestros pies se rozaban bajo la transparencia borrosa del mar. Respiraba dificultosamente.

—Pero si tienes un buen plan, lo acepto.

Laura quiere descansar. Todos quieren descansar. Hasta los profesionales del amor o los que echan grava y alquitrán tórrido sobre las carreteras. O los peones de Almería o de Jaén o de Badajoz que apilan ladrillos en las nuevas construcciones y que, más tarde, al atardecer se timan con una vieja holandesa de Rotterdam o de Oslo y creen engañarlas cuando, lo que sucede realmente es que se timan a sí mismos. ¡Allá ellos! Sacha me dijo la otra noche: «Si no fuera porque eres un square, te daría a Mariette». Y Mariette abrió los ojos, me miró con una dulcísima ternura y casi la poseí sin necesidad de buscar un apartamento o una cama. No. Mariette no es mi tipo seguramente. Además, Sacha es un buen amigo. Cualquier día coge el barco, el avión o lo que sea, y vuelve a recorrer el mundo. El canario de Mariette puede morirse de sed.

—¿Tomamos algo?

Corrimos hasta la pinada. Y luego empezamos a caminar hasta la casa de Sara. Sentados en la terraza, Laura me confesó sus preocupaciones.

—Tengo miedo de que papá me lleve con él.

—Eres mayor.

—¿Y qué?

—Que no puede obligarte.

—Pero papá es, ¿cómo te diría yo?, un hombre muy duro, de ideas muy fijas, a veces es insoportable, pero lo adoro.

El primer trago de cerveza fue largo. Con el envés de la mano me sequé la capa de espuma que se había quedado adherida a las comisuras de los labios.

—¿Sabes? Quiero presentártelo, eres un hombre que le caerás bien.

—¿Yo?

—Sí. Admira a los intelectuales.

Mentira. Los banqueros de Londres, de Zurich, de Nueva York admiran a las bellas muchachas de Hollywood, o al champán francés, o a los croupiers de Montecarlo quizá (qué risa), pero, ¿a un intelectual?, eso es grotesco. A los intelectuales a veces los usan en provecho suyo. Pero nada más.

—Estás diciendo cosas raras, Laura.

—No, no. Papá los admira, y tú eres un gran intelectual.

Su seriedad me turbó. Bebí más cerveza. Silverio vestía pantalón corto y una camisa ligera de hilo.

—¡Amigos!, voy a tomar baños de sol.

—¡Cuidado con la piel, Silver! —gritó Laura.

—Es peligroso.

—Tonterías, lo peligroso es no tener sol. ¡Lo peligroso es ser viejo!

Medio país vive del sol. El día en que venga un eclipse duradero, esto se derrumba. ¡Dios mío! A mí me da lo mismo, pero para los que especulan con el suelo y venden sol-mar-apartamentos-amor, eso será la ruina.

—¿Se sabe el plan de hoy? —gritó Silver desde la esquina de la terraza.

—Laura quiere descansar —dije yo irónicamente.

—Tonterías, ¿a su edad?

—Acuérdate de lo dicho, a papá le caerás bien.

—Eso no me lo creo.

—¿Y por qué no? Los intelectuales tenéis una personalidad distinta.

—Olvídate de eso.

—Aquí está la pareja.

Sara parecía más alta que nunca.

—¡Hola!

—¿Y ayer qué te pasó?

—Nada. Estaba cansado.

—No me gustan estos desprecios —sonreía.

—Vamos a beber juntos, se me está pasando el cansancio —murmuró Laura.

—No fue desprecio, Sara, tú lo sabes bien, pero hay días.

—¡Ah!, hay días…

—Pues te perdiste una originalidad, Mario.

—Me lo imagino. Estas fiestas solamente se hacen en Hollywood.

—¿Ah sí? —preguntó Laura.

—La pobre Jayne Mansfield tenía una piscina en forma de corazón.

—¡Una mujer de verdad! —intervino la voz de Iñaki que se acercaba, a paso atlético, por la vereda, entre los pinos.

—Dile a Manolo que en la nueva casa te construya una piscina así.

—Manolo es un gran arquitecto —murmuró Sara.

—Ya lo sé.

—¡Y ayer se divirtió mucho…!

—No le he visto todavía. Debió levantarse temprano.

Iñaki pidió un martini y nosotros apuramos la cerveza. Aquello se ponía ya imposible. Guiñé el ojo a Laura que me comprendió al instante y se levantó de la silla de mimbre azul.

—Voy a vestirme.

—¿Te marchas? —preguntó Iñaki.

—No lo sé, hace un rato estaba cansada, pero ahora me encuentro perfectamente.

—¡Las mujeres!

—¿Y Marta? —pregunté.

—Dormirá la borrachera —dijo tranquilamente Iñaki.

—¡Vaya!

—Se quejaba de reúma, no sé.

Desde la ventana, en el segundo piso, Laura me silbó suavemente y luego hizo una seña. Comprendí. Tardé cinco minutos en levantarme. Al hacerlo empujé involuntariamente la mesita de mármol y de poco se caen los vasos al suelo. «Perdón», murmuré. Luego, ya de pie, dije:

—Voy a vestirme. Aquí empieza a hacer calor.

Bajé por la vereda oliendo a pinos, escuchando el rumor del mar contra las rocas. Me puse un pantalón de verano y una camisa. Cogí dinero y salí a la carretera. Laura llegaba en aquel momento con su automóvil deportivo.

—¿Te has decidido?

—Contigo no me aburro, ¿sabes?

—Vaya, me alegro.

Nos besamos. La brisa era suave y Laura conducía no demasiado deprisa. Su cabello sedoso y amarillo flotaba casi a ras del techo del automóvil. Era un bonito espectáculo. Cerca de Illetas tomamos una cerveza. Teníamos sed.

—¿Tienes algo que hacer en Palma? —preguntó.

—Quiero comprar varios libros y algunas revistas. ¿Y tú?

—Lo estoy pensando, pero quiero ir a una tienda de antigüedades que me recomendó Fernando.

—¿La suya?

—No lo sé.

Cuando llegamos a Palma eran cerca de la una.

—Creo que no podremos hacer estas cosas antes de que cierren —murmuré.

—Bueno, lo que tú decidas estará bien hecho.

Nos miramos. Y sonreímos. El aire era caliginoso y pesado.

Compré un libro de Weber, que ya tenía pero que lo olvidé en Madrid, otro de historia y dos novelas. No hubo tiempo de hacer más cosas.

—Si quieres, vamos a comer al interior.

—De acuerdo.

—Conozco un sitio en Inca donde se come bien.

—Siempre a tus órdenes, Mario —la risa de Laura era contagiosa.

Tardamos poco. La tierra era rojiza, cuidada con espléndido mimo. Tardé un poco en encontrar el celler que le prometí a Laura. Por entre las calles estrechas no era fácil orientarse. Por fin lo hallamos. Era un lugar fresco, instalado en un semisótano, alto de techos, ciertamente rústico. Pero muy agradable. Comimos ensalada y pescado, y bebimos un vino blanco. Hablamos. De su padre, de mis trabajos, de este viaje mío absurdo y magnífico, de su futuro, de sus repentinos miedos y temores a la vida. De repente apareció de nuevo la Laura frágil y vaporosa.

—Bebe un poco más de vino, te animarás.

—Eres muy bueno.

—Siempre haces los elogios a destiempo —dije—, soy tu amigo y además…

—¿Qué? —pidió con cierta ansiedad.

—Ya te lo he dicho, me gustas.

Salimos cogidos de la mano. Sin la brisa del mar, las calles estaban más cálidas y el aire como detenido, y brumosa la atmósfera.

De vuelta a Palma buscamos la tienda que quería Laura. Tampoco fue un empeño fácil de resolver. La dueña o la dependienta o la encargada era una extranjera, joven, alta, rubia y guapa. Laura buscaba unas tallas. Es el negocio de Fernando. En Madrid se «fabrican» las antigüedades y luego se exportan como si hubieran pertenecido al Cid, al Conde Duque o a Godoy. Todo es relativamente sencillo. Para conseguir la pátina histórica y añeja se emplea huevo, leche en polvo y hasta regaliz. También se usa betún de Judea. ¡Todo un milagro! Metamorfosis. En Madrid hay ochenta talleres y los turistas y quienes no lo son pican, y vuelven a picar. Dejan los dólares, ¡y a vivir! Hay especialistas del románico —como Pepe el de Arganda— y técnicos en el gótico. El negocio es redondo. Como el de los coches antiguos, por ejemplo. Siempre hay en la frontera alguien «con poder» que resuelve los problemas. Fernando sabe mucho de esto. Es una red internacional.

Laura compró dos tallas —falsas, claro—, pero no se lo dije. Supuse que ella tampoco creyó en la autenticidad y que entre la extranjera-ella-yo había como una conspiración del silencio. Nos sentamos en una terraza.

—Quiero que me lleves a bailar, Mario.

—Antes cenaremos, ¿no?

—Sólo piensas en comer —sonreía—, es una broma. Hazlo tú, yo no quiero engordar.

Marta toma unas pastillas contra un posible embarazo que dice que le hacen engordar. Es una lata. Seguramente los científicos americanos inventarán pronto alguna cosa que evite esas molestias. Definitivamente me limité a cenar en la barca, como si fuera un avestruz y luego nos fuimos a bailar a un club cerca de la plaza Gomila. Los maricas de toda Europa evolucionaban satisfechos, heroicos, sugestivos, dulces, asquerosos, pletóricos. Viejos de piel rosada, maduros de carnes blandas, jóvenes tersos de mirada perdida y oblicua. No se podía caminar por las aceras de la plaza, llenas de mesas, de veladores, de sillas de mimbre.

Nos agotamos bailando, siendo felices, sintiendo nuestros cuerpos en la tibia proximidad de una canción. Nos rodeaba una fauna difícil de definir. Millonarios, negros, prostitutas sacadas del abismo por un cristiano caballero cuentacorrentista, parejas difícilmente enamoradas, recién casados a los que asomaba un tibio arrebol sobre la piel. Laura me convenció para presentarme a su padre. Efectivamente, los intelectuales teníamos gancho. ¡Qué divertido era imaginarlo!

Se cantaba ya la madrugada cuando nos fuimos a dar un paseo por la bahía. Un borracho dijo algo y yo le respondí con una grosería. Un olor a jazmín se mete por las narices. Altas palmeras semejan un dosel verdinegro, bajo un cielo de estrellas. Los yates lucen su grímpola en lo alto. La brisa acaricia la carne, le da una pastosidad agradable. Hablamos mucho. Y de vez en cuando, el silencio era como la afirmación de todo lo que nos habíamos contado.

—Nos estarán esperando.

—¿Quiénes? —pregunté distraído.

—Ellos.

¡Ah! Ellos, siempre ellos. El círculo Somos líneas tangentes sobre un círculo en movimiento. Somos piedrecitas rodantes, cantos semidesnudos que van de un lado a otro. Mañana lloverá. Marineros americanos cantaban, definitivamente borrachos, sin tener siquiera una farola donde arribar su descompuesta figura. En el Vietnam se muere la gente. El mundo dicen que está loco, pero es mentira. El mundo es ya un manicomio sin ventanas por donde respirar. Ahora se respira.

—Hazlo fuerte, Laura, te sentirás distinta.

—Es verdad.

—Fuerte, Laura, que llegue a los pulmones.

—Tienes razón, siempre tienes razón, Mario.

La noche se ha hecho para mirar su desnudez, su cuerpo en sombras, para sentir su piel sinuosa, tersa, magnífica. Nos besamos una, dos, cien veces… El tiempo no existe. ¿Lo dijo Proust? No lo sé. Weber habla del grupo social y de su influencia. Los hombros de Laura tienen una suavidad tostada, breve, ligera. En el puerto hay un chiringuito que está abierto toda la noche. La gente lo sabe.

—Un día se caerá alguien al mar.

Es lo mismo. Lo encontrarán al día siguiente, muerto, más muerto que un muerto enterrado hace un siglo. ¿Y qué más da? La vida no va a detenerse por ese detalle. La estética del siglo exige no parar el ritmo ni el movimiento de las cosas. Yo tenía un portero que quería inventar el movimiento continuo. Acabó en la calle, sin portería y sin movimiento. Se escuchaban canciones (serán los coros de Ray Conniff), una melodía ininterrumpida, cálida. A estas horas la señorita de Radio Andorra seguirá con su voz monocorde diciéndole al mundo de las ondas que escuchen el «Sueño de amor» de Liszt.

(Mañana es martes. Ni te cases ni…)

Llegamos a casa, más tarde de las cinco. El alba venía del color de la rosa temprana.