Dos de la madrugada
EL LARGO CORREDOR huele a dulce. Es un olor untuoso, blando y deslizante. Varios tubos fluorescentes iluminan de color azul los interminables tabiques laterales. Al fondo hay una puerta donde se lee la palabra Quirófano. Y un cartel donde pone: Silencio.
Todo está desierto y todo parece obedecer esa orden callada e imperativa del silencio. Pero, sin embargo, hay decenas de gentes detrás de estas paredes que duermen, que velan, que sufren. La vida está aquí agazapada, temblorosamente escondida. La vida está, como exige el cartel, silenciosa…
Los enfermos que gritan, duermen, sufren o esperan tras estas paredes ya se han acostumbrado al olor dulce que flota en el ambiente. Es un olor que les pertenece. También el silencio es propiedad de ellos. Y la soledad infinita de la noche.
Vuela una mosca bajo el azul de los fluorescentes. Es la última mosca del verano; el único ser animado que rompe esa tregua del silencio (run-run-run…).
—Por favor…
El hombre se acerca a una enfermera que acaba de entrar en el largo pasillo que huele a dulce. Es una muchacha ni alta ni baja, aséptica. Lejana, distinta, perfectamente acoplada a las consignas del silencio que reinan aquí.
—Dígame.
En sus manos lleva un platillo que parece de latón pero que seguramente será de un metal noble. Parece latón, sin embargo. Y en el platillo (plata, níquel, acero…) hay una jeringuilla, un pedacito de algodón y…
—¿Se sabe algo, señorita?
Y el hombre, al tiempo que ha preguntado a la enfermera: «¿se sabe algo…?», ha mirado con sus ojos profundamente distantes al final del largo corredor, allí donde se lee: Quirófano.
—No se preocupe. Va bien.
En los ojos de la muchacha quiere haber complicidad, seguridad, firmeza. Pero el hombre solamente ve una excusa.
Se oye el pestillo de una puerta que se abre. Y el ruido mínimo de los goznes. Y luego el portazo breve. La enfermera ha desaparecido con su bandeja de latón (o quizá de plata, o níquel, o…) y el hombre vuelve a quedarse solo frente al pasillo interminable. El pedacito de algodón que la enfermera llevaba en el platillo estaba borracho de alcohol. Seguro. Ahora ese pedazo de corredor huele fugazmente a alcohol.
La mosca sigue planeando bajo el molesto baño azul de los fluorescentes. Es grande. Seguramente no es un díptero común, sino una mosca de burro, porque tiene un color pardo amarillento y está revestida de una piel coriácea. Decididamente es la última mosca del verano. ¿Cómo es posible que una mosca, la última además, haya venido a refugiarse en esta clínica, en este corredor? ¿Cómo ha ingresado aquí?
Otra vez la puerta. El chillido de los goznes es cuidadoso. La enfermera es como una hermosa figura de mármol, de un mármol blanco, purísimo.
—Señorita…
La enfermera inicia una sonrisa. Seguramente es la misma sonrisa que acaba de ofrecer en esa habitación para que el enfermo, un hombre cualquiera de cualquier mundo, se haya dejado poner la inyección sin mayores resistencias. Es una sonrisa gastada pero llena de voluntad. Hay un empeño en ese rictus apenas visible. La enfermera sabe que es necesaria esa sonrisa. Por eso, su mueca es extática, y permanece en la boca diez, quince, treinta segundos.
—Señorita, ¿usted cree…?
El enfermo se ha dejado pinchar en la nalga y ha soñado, cerrando muy fuertemente sus ojos, con esa sonrisa, con el brevísimo aleteo de los labios abriéndose suave, lentamente…, que es precisamente (suave, lentamente) como entra el líquido en la nalga del enfermo. ¿Es, pues, una sonrisa de segunda mano?
Es, sobre todo, una mueca llena de voluntad.
Al empezar el largo corredor hay una puerta de cristales. Se ve su interior. La mesa de escritorio dormida, las dos sillas, la máquina de escribir… Y un archivador. Dentro de esa coraza metálica habrá cientos y cientos de historias, apretados lamentos, agudísimos dolores, catarros mal curados, hernias estranguladas. Dentro de esa frontera habrá papeles amarillos, nombres y direcciones, cuerpos mutilados, fracturas, mil formas diversas de cánceres, hijos estropeados, padres repentinamente muertos tras cumplir el trámite burocrático de la historia. De seguro que hay también radiografías cuidadosamente escondidas en largos sobres sepia. Cráneos rotos, cuellos de húmero partidos, pedacitos de platino perfectamente incrustados entre dos huesos… Pero todo está ahora silencioso, sin el tabaleo de la máquina de escribir, sin voces que salen de batas inmaculadas… Y más al fondo, al otro lado del cristal, más allá del archivador, en una zona llena de penumbra hay una puerta blanca donde se esconde el laboratorio. Uno más. Análisis de sangre, de orina que ha perdido la espuma amarilla del principio. Heces dispuestas a ser examinadas por un aparato metálico, preciso.
Y este silencio. Lo envuelve todo, lo abriga, lo ahoga para que no se escape ni una voz, ni un gesto. Nada. El silencio lo evita todo. Anula las presencias. La presencia generosamente viva de este enfermo al que una sonrisa voluntariosa ha hecho olvidar el dolor intenso del líquido penetrando en sus carnes a la altura de la nalga derecha. La presencia anonadada de aquel enfermo que duerme en tinieblas, agotado por el trabajo del fanodormo que ha ido taladrando los deseos de una noche en vela. La presencia de este archivador, lleno de vida y de muerte, de esperanza y de tragedia, de lucha y de derrota. El silencio es el gran señor de este mundo. Su nombre inquieto está escrito en todos los rincones.
—¡Señorita por favor…!
No. No hay nadie. La enfermera se ha marchado. Estará ahora en otro corredor, enseñando ese encantador rictus de esperanza que hace que una aguja no sea aguja, que el dolor no sea dolor, que la vida sea, a veces, de otra manera.
—Señorita…
El hombre repite la palabra varias veces más. Señorita, señorita… De pronto se calla. Y sus ojos tropiezan primero con la mosca y luego con el baño azul de los fluorescentes y, ya al final, con el letrero que dice: Quirófano.
Pero en el quirófano no entra ni sale nadie. La puerta es de dos hojas. Pero ninguna de ellas se mueve, ni hacia adentro ni hacia afuera. De una habitación sale de pronto, repentinamente, apresuradamente, una tos, un tibio gemido de madrugada. Un ruido impreciso, hijo de la pesadilla, engendrado en el desasosiego, fruto de la fiebre o quizá del delirio. Pero es un grito o un ruido o un gemido que no reclama nada. Simplemente, se rebela, inconscientemente, contra el dolor y luego, también, contra el silencio. Puede abrirse la puerta de esa habitación. Pero no se mueve. Seguramente ese dolor, ese ruido, ese grito se han evaporado, tragados por el sopor. Se queja un somier. ¿También los somiers se rebelan contra el silencio impuesto? La mosca se bate pegajosamente contra la invisible trampa de la ducha azulenca del fluorescente. Definitivamente es una mosca de las llamadas de burro. Grande, lustrosa, amarilla, grosera. Morirá pronto.
La mosca o el moscardón o lo que sea morirá pronto. Es cierto. El verano se termina. Pero, ¿cómo ha venido aquí, que es como la antesala de la muerte? Vuelve a quejarse un somier, allá a la izquierda. Y sale de entre las paredes una brevísima tos. El enfermo de la tos insiste. Parece de mermelada. Bronquios, quizá.
Al hombre que pasea por el largo corredor le gustaría poder llamar a aquella enfermera que parecía una figura de mármol, o de sal, o de cera tal vez. Llamarla y preguntarle simplemente: Señorita, ¿cómo va? Pero no está aquí. Estará en otros corredores, en el piso de abajo o quizás en el de arriba.
Este perezoso silencio hace daño. Y el olor a dulce envuelve el silencio y lo hace más estrecho, más apretado y alucinante. La mosca, el fluorescente generoso de azules, los largos tabiques blancos, la tos, el somier que chilla brevemente como lo haría una rata de laboratorio, y al final un letrero que dice: Silencio. Y otro más, que explica: Quirófano. Dentro, al otro lado de esa puerta, está el juego tremendo, agotador, hondo, de la vida y la muerte. El heroico juego —¿juego?— de quedarse o partir. La agotadora tensión de las vísceras, de las células, de la carne rota, enferma y dolorida. La mosca no puede entrar. Y tampoco el reguero azul y a veces violeta de los largos tubos fluorescentes. Los testigos del juego están mudos, tensos.
Laura está grave. Puede morirse ahora mismo o tal vez luego, cuando amanezca. Quizá resista su cuerpo joven las embestidas atropelladas de la muerte. Puede salvarse. Laura puede salvarse.
O tal vez no aguante. Todo puede terminarse antes de que la mosca o el moscardón o la mosca de burro termine por agonizar bajo la lluvia de las luces del largo corredor. Es la preciosa incógnita de la existencia humana.
El hombre (Mario) se acerca a una esquina del pasillo. Ya no se acuerda de la enfermera de sal o de mármol. Pega su frente a la ventana. No hay una sola luz fuera, en el exterior. Solamente la sombra confusa de los tilos (los tilos pueden alcanzar una altura de hasta veinte metros) obedeciendo la orden del silencio, quietos e impasibles. Estos tilos tienen flores blanquecinas (las flores de los tilos pueden tener unos cinco pétalos cada una) y ahora son, únicamente, el horizonte inmediato de este hombre (Mario) y de sus ojos, de su mirada y de su pensamiento…
Laura puede morirse ahora mismo. El hombre tiene su frente pegada al cristal. El cristal ha recibido el aliento de la boca del hombre y se ha formado sobre su piel lisa y transparente un redondel de vaho.