Capítulo XVI

LA ENCONTRARON FLOTANDO en el agua, como una venus casi desnuda, y con evidentes señales de estrangulamiento. La noticia nos la dio la mujer de la limpieza. Cuando el chófer de Sara trajo la prensa local, la información se amplió un poco más. El hallazgo debió de ser en Can Pastilla, aproximadamente. Unos bañistas observaron que había un cuerpo en la superficie del mar. Entonces llamaron a la guardia civil.

La Maca murió ahogada, según unos. Estrangulada según otros. La Maca, hija del viejo Cayetano, natural de Málaga, había muerto.

Después de la sorpresa viene un estremecimiento que es, casi, como un latigazo. Se lo conté a Manolo.

—¿La conocías?

—Claro, es la hija del viejo aquel de Marbella.

Le expliqué la breve, la inconsecuente historia.

—No debes preocuparte.

—Sí, estoy nervioso.

—¿Por qué?

—Tú no sabes nada.

—Claro que no sé nada, pero no es eso.

Mi primera intención fue coger el coche y trasladarme a Palma.

—Tranquilo, Mario —me dijo Manolo—, no busques el fuego, necesitas tranquilizarte.

—Es que no acierto a comprender nada.

—Estas cosas se producen, no se comprenden.

Llamó Laura. Su padre quería que cenásemos aquella misma noche. Me disculpé como pude.

A la hora del café vino Marta. También ella traía la noticia, pero en abstracto. Tuve que contarle que yo conocía a la chica, que estuve con ella, que era la hija de Cayetano. Es lo mismo. No me entiende nadie.

—Te buscas tú mismo las dificultades, Mario, ¿y qué te importa a ti que esa chica haya muerto?

—No ha muerto, la han matado.

—Allá con la policía.

—Bueno, ésa es otra cuestión —paseaba nervioso—, lo cierto es que la han asesinado y yo la conocía.

—Ése tiene miedo a que la poli lo busque —dijo Manolo.

—¿Y qué más me da?, yo no he sido, o sea que a mí…

—Pues a eso iba, hombre, que no tienes por qué preocuparte, todas tus suposiciones son gratuitas.

—Mi drama sí que es gordo —exclamó Marta.

—¿También te han matado a alguien? —preguntó riendo Manolo.

—¿Queréis parar de decir tonterías?

—Bueno, no te pongas nervioso.

—Tómate un trago, Mario —insinuó Marta—, te hará bien.

Encendí tres pitillos en media hora. Paseaba. Tenía los nervios en tensión. Todos mis músculos estaban agarrotados. Sentía una pesadez en la cabeza.

—En casos así lo mejor es emborracharse.

No respondí una palabra a Marta. Ella cruzó las piernas y se quedó mirando al vacío.

—Pues buena la tienes tomada, tú, y yo que venía a que me consolaras.

Había un silencio entre los tres. Volvió a llamar Laura.

A pesar de la oposición de Manolo y Marta, cogí el coche y aceleré hasta el tope. La velocidad, al menos, me haría bien. Me acerqué a Nicola’s. Estaba cerrado. El periódico de la tarde se limitaba a decir que «seguían las investigaciones y las pistas para encontrar al criminal». Era, pues, evidente que había alguien detrás de la muerte de la Maca. La policía, ¡casi nada!, no se equivoca nunca. Y si se equivoca no rectifica.

Sentía miedo. Regresé a casa al atardecer. Todavía el sol calentaba a un buen puñado de bañistas rezagados. Laura me esperaba en el apartamento.

—Ya me han contado lo de la muerta.

No respondí. Me tumbé en un sillón y encendí un cigarrillo. Manolo me preparó un gin-tonic. Tenía el estómago revuelto.

—Debes distraerte, Mario, vete a cenar con Laura —dijo mi amigo.

—Lo siento, Laura —la miraba fijamente—, no me encuentro bien, compréndelo.

Ella bajó los ojos, mató el cigarrillo en el cenicero.

—No quiero que estés preocupado.

—¡Si no lo estoy! —grité.

—Le hace falta descansar —murmuró Manolo.

El sol echaba sobre nuestra ventana los últimos y relampagueantes coletazos del día.

—¿Qué has averiguado, detective? —preguntó Manolo.

—Nada. No he hecho nada, el tonto.

—¿Lo ves? Te lo dije.

—Pienso que habrá que escribirle al viejo.

—¿A quién?

—A Cayetano.

—Déjate ahora de eso, descansa, despreocúpate, no le des más vueltas a la cabeza.

—Manolo tiene razón. Olvídate.

—Eso se dice pronto, pero yo no puedo, estuve con ella anteayer. ¿Os dais cuenta?

Desnuda, casi desnuda, como una venus trotamundos y decepcionada, muerta sobre el agua, hinchada, con el rostro distinto, con los ojos diferentes, los párpados caídos. Así debía estar la Maca. ¡Pobrecilla! Me tumbé en la cama. Un suave atardecer entraba mansamente desde la terraza. Un rumor apagado de olas que rebotan contra las rocas llegaba hasta mis oídos y el sol, más allá, perdido, diligente en su huida, como si fuera de verdad el asesino de la Maca. Cerré los ojos. Siento un frío distinto y nuevo que corre por la espalda. El sonatarax emborracha pero te hace dormir de un tirón. Me desperté a las siete de la mañana con la cabeza llena de pensamientos mezclados, el cerebro embotado y una casi paralización de los sentidos. La ducha no me despabiló gran cosa.

El cigarrillo me supo mal. Lo tiré casi en seguida de haberlo prendido. Me hice café en la pequeña cocina.

Recordé mi última conversación con la Maca, allá en su piso blanco y pequeño. ¿Qué pasó después? El sueño no me ha resuelto las incógnitas. Le pedí a la mujer de la limpieza que me trajera la prensa. Todavía no ha llegado. La vieja está muy interesada por el caso.

—Dicen que era una de ésas…

—…

—Si es que claro, el mundo está como está.

—…

—En mis tiempos, imagínese usted, en mis tiempos, esto no pasaba.

—…

—Yo no sé cómo hay hombres que… ¡bueno!, la pobrecilla bastante tiene.

Salí a la terraza. Manolo se levantó.

—¿Qué tal has dormido? —preguntó.

—¡Psch!

—Tienes mala cara.

—El estómago lo tengo revuelto, y lo malo es que no sé qué hacer.

—Hablaremos con Sara si quieres, ella conoce a gente.

—Pero, ¿para qué? —pregunté inquieto.

—Pues eso digo yo también, ¿para qué?

—¿Entonces?

—Por lo menos para tranquilizarte, chico.

Callamos. Llega frágil, templada, la luz del día recién descubierto. Las aguas del mar, transparentes, escupen en la playa su espuma a borbotones. La jornada amenaza con ser calurosa. Tomé otra taza de café. Manolo me acompaña, sin vestirse todavía, con el pantalón del pijama puesto y el torso desnudo. Advierto en la playa los primeros bañistas. La Maca debe de estar en el depósito de cadáveres, bajo la mirada ansiosa y brutal de la autopsia, dormida sobre la fría mesa hospitalaria. Un claxon. Es el automóvil de Silverio. Se marcha con la chilena a jugar al tenis. Me tumbé en la cama, otra vez.

—Si quieres, vamos a dar una vuelta, Mario.

—No tengo ganas.

—Debes olvidarte de una vez de todo esto.

Manolo golpea su puño contra el tablero.

—¿Pero es que vas a seguir así toda una eternidad, chico?

—¿Qué harías tú —le respondo— si se te desplomara una casa en construcción?; dime, ¿qué harías?

—Eso no es una comparación.

—En cierto modo sí, yo estaba trabajando con la Maca.

—¡Bueno!, es una forma como cualquier otra de buscarse complicaciones. No lo entiendo.

—Vamos a dejarlo, pues.

La mujer de la limpieza pidió permiso para arreglar el piso. Adelante.

—Un paseo te haría bien o un baño o qué sé yo.

Llaman al teléfono. He sentido un latigazo, otra vez, en todo mi cuerpo. Es Laura. Ha madrugado. Quiere tranquilizarme. Dice que Marta está con la resaca. ¡Al diablo todos!

Tengo sueño.

El tipo tiene unos ojos pequeños, unos labios gruesos, un bigote recortado, las mejillas sonrosadas, la calva del color del melocotón temprano. Se llama Borreguero. Es policía.

—Puro trámite, señor.

Están acostumbrados a éstos y a peores casos: «¿Qué quiere que le diga?, esto aquí es como el agua en abril.» Es reposado, tranquilo. Su voz no deja de ser confianzuda, levemente pedante. Sonríe. Acepta mi cigarrillo tembloroso. «¿Un café?» Bueno. El café levanta el ánimo y destroza el sistema nervioso. Comprobado.

—Entonces, usted conocía a la chica muerta, ¿no es eso?

Dije que sí.

—¿Y a la familia, creo entender?

—También. Sus padres viven en Málaga, y los hermanos.

—De acuerdo, de acuerdo…

Es un pensamiento instantáneo. La recuerdo perfectamente. ¿A quién? A mi madre, antes de morir. «No te metas en nada, hijo, no te metas en nada.» Es la teoría de mi hermana y la de mi cuñado. A mi cuñado siempre le tengo dicho: «El que no se moja el culo no tiene nada que hacer.» Pero él sonríe, sonríe siempre con esa falsa suficiencia que Dios le dio, por darle algo; sigue con el arreglo de los aparatos de radio (pura afición) y dice: «El culo cuanto más lejos mejor, cuñado.»

—Tengo entendido que el día de autos usted estuvo en casa de la chica, ¿no es así, señor?

—Bueno, yo estuve en su casa un día de éstos —la cabeza me duele, no recuerdo bien el calendario—, pero no sé exactamente si fue el día de autos que usted dice.

—Entonces, no sabe. Bien, está bien.

Es apasionante. La automatización del tipo, su lenta palabra, parece que recita en vez de hablar.

—Para evitarle que le dé usted vueltas a la cabeza, y como no es secreto del sumario, digamos secreto técnico, le diré que esta información nos la ha dado la amiga de la interfecta.

—¡Ah!, Luisa.

—¿La conocía? —pregunta con cierto interés.

—No. Me la presentó ese mismo día.

—Bueno, veamos, veamos, ¿y cuántas veces estuvo usted con la infortunada?

Ahora la pobre Maca, la triste e infeliz Maca de mis desdichas se llama en lenguaje policíaco (o técnico), la «infortunada».

—Pues estuve, estuve tres veces, exactamente tres veces.

—¿Podría usted recordar más?

—Sí, sí —comenzaba a sentirme más seguro de mí mismo—, el primer día en el club Nicola’s, luego el segundo también estuve con ella allí, pero salimos a dar un paseo por el campo…

—Por dónde exactamente, ¿recuerda?

—Creo que por Can Pastilla…

¡Maldición! Allí fue encontrado su cadáver. Siento que el fuego me quema las mejillas. Reacciono. Frente a mí los ojos chiquitos, digamos que algo astutos del tipo (llamado Borreguero), policía de profesión.

—Bien, bien, ¿y la tercera vez?

—En su piso. Me dio la dirección y como no tenía nada que hacer esa tarde fui a su casa…

—¿Y…?

—¡Ah!, me invitó a comer con ella, tomamos café, hablamos, nada, me marché al atardecer o antes quizás.

—Convendría concretar más, ¿entiende?, al horario quiero referirme.

—Digamos que a las siete salí de allí.

—¿Y luego?

—Compré la prensa, di una vuelta y… ¡ah, sí!

Borreguero sigue mirándome con suma atención. Fuma despacio. Toma el café a sorbos cortos, casi estudiados.

—Siga, siga.

—Estuve en el club de la chica, pero no estaba.

—Éste es un detalle muy interesante, señor, muy interesante.

Volví a animarme.

—Me dijo que como tenía a su novio fuera, en Ibiza creo, pues que estaba más libre.

—Muy interesante, sí, mucho.

A veces Borreguero escribía con letra menuda en su cuaderno de pastas de hule negro. Ahora acaba de subrayar alguna cosa.

—Tengo muy buenas referencias de usted —me dijo de pronto—, o sea que no tiene por qué preocuparse, pero claro, comprenda que, según las indicaciones de la amiga de la interfecta, fue el último, o digamos que el penúltimo —sonreía Borreguero— en estar con ella antes de su muerte. Es un detalle a tener en cuenta.

Debí de poner cara de susto, porque el policía reaccionó.

—No, no, ¡por Dios!, no le dé vueltas a la cabeza, las cosas van por buen camino, y usted puede estar tranquilo. Lo malo es que debió usted venir a vernos en seguida, ¿comprende?, estos datos eran muy interesantes, mucho, ya le digo.

No quiere más café. Rehúsa con un cierto ceremonial. Acepta otro cigarrillo. Repasa cuidadosamente las notas que ha tomado en el bloc cuadrado de pastas de hule. Mueve la cabeza con lentitud. A través de las persianas entraba una luz cribada que listaba el suelo de colores dorados.

—Una pregunta, inspector, ¿se sabe alguna cosa?

Levantó los ojos.

—¿Del caso?

—Sí, quiero decir, si tienen pistas concretas.

—¡El secreto del sumario, señor!; la verdad es que trabajamos sobre pistas muy firmes y los detalles que usted acaba de darme —hizo una pausa— han sido muy importantes, mucho, creo habérselo dicho ya.

Me levanté. Enciendo un cigarrillo.

—Mire, yo tengo la conciencia tranquila…

—¡Oh, por Dios, naturalmente!

—… quiero decirle que le he contado todo lo que sé, que realmente es poco, pero estoy impresionado.

—Lo comprendo.

—A mí me parece que era una excelente muchacha y que todo esto que ha sucedido, no sé…

—Las apariencias suelen engañar, amigo, yo sé mucho de esto.

—Claro, es su oficio, pero la muchacha era buena.

—¡Siempre la fachada, amigo!, le voy a hacer una confidencia, mire usted, aquí no solamente hay un crimen, hay algo más.

—¿Qué quiere decir? —pregunté sorprendido.

—¡Psch!, este mundo es muy complejo, drogas, trata de mujeres… de todo.

—¿Y ella…?

—Ya le digo que todo pertenece al secreto del sumario, hablo sobre hipótesis y confidencialmente, pero no se fíe nunca de las apariencias.

—Tiene razón, es verdad. En fin, no sé qué más decirle.

—Yo sí —dijo el inspector mientras se levantaba con cierta pesadez—, que esté usted tranquilo; ya me ha dicho la señorita Sara que estaba muy nervioso, nada, nada… la policía sigue las pistas y al final se averigua lo concerniente al caso.

La frase le salió redonda. Nos encontramos de pie, el uno frente al otro. Parecía muy diminuto el hombre. Pero sus ojos seguían revelando astucia y habilidad. Posiblemente no era ni el primero ni el último caso que el inspector Borreguero resolvía. Seguro.

—Estoy seguro de que no tendremos que molestarle más, pero en cualquier caso puede usted vivir con tranquilidad.

Me tendió la mano. Era blanda, pequeña y sudorosa.

—Adiós, buenas tardes.

Cuando cerré la puerta, Manolo salió de su pequeño estudio. Sonrió.

—¿Le has dicho toda la verdad? —me preguntó con un rictus de burla.

—Estoy agotado, chico.

—Todo arreglado, Mario, ya ves, las pesadillas se desvanecen cuando uno va en corto y por derecho.

—Eres un taurino.

—Entonces, ¿le has dicho toda la verdad?

—Bueno —sonreí—, no le dije que la Maca estaba con el período…

Nos reímos con ganas. ¡Pobre Maca!

Eran cerca de las nueve de la noche cuando intentamos localizar a Marta o a Sara o a Silverio. Nadie estaba en sus casas. Ni siquiera Laura. Por lo menos ésta había dejado un recado diciendo que nos esperaba en el hotel.

—¿Lo ves?, son unos egoístas, hoy que íbamos a celebrar tu nueva puesta a punto —se enfadó Manolo.

—Es verdad.

—Da lo mismo. ¡Vámonos!

Por el camino nos paramos un par de veces. A beber, a respirar con tranquilidad. Eran cerca de las diez cuando llegamos a Palma.

—Primero a cenar con orden, ¿no es eso, Mario?

—Bueno.

Inevitablemente caímos en el restaurante de Guillermo. A los postres llegó mi amigo. Estaba muy interesado con «el caso de la muchacha asesinada en Can Pastilla». Bueno. No le revelé nada. Parecía estar en el secreto de todo el sumario, como hubiese dicho Borreguero.

—Creo que es un asunto internacional, ¿sabes?, algo así como la mafia, no sé, mi fuerte no es esto.

Cuando salimos le confié a Manolo:

—Estoy pensando…

—¿Otra vez?

—Es que la Maca era una buena chica.

—Déjate de mandangas…

—Y mira nuestros amigos, se muere una persona, la matan y ellos parece que lo celebran.

—No te pongas sentimental, Mario.

—Ellos conocieron al padre, era un buen tipo, debieran interesarse…

—No seas ingenuo y déjalo ya. El mundo es así, ¿o te crees que cada vez que matan a alguien el mundo se detiene un solo instante?

—Éste es un caso particular.

—¡Bueno!, acabáramos, venga, te invito a tomar un café a la fresca.

—Tú has conocido —dije— la historia mucho más de lejos que yo; por eso no te impresiona.

—Mira, abre las páginas de cualquier periódico y verás la cantidad de cosas raras que pasan por el mundo. Y la vida sigue, chico, ¿qué es un tópico?, bueno, pues es un tópico, pero la gente sigue viviendo.

—Esto es un asco.

—Tú mismo no hacías más que hablarme del círculo ese y de las tangentes malditas, y ahora vienes con ésas.

—Vamos a dejarlo.

—Eso está mejor.

Convencí a Manolo para que nos pasáramos por el hotel. Por supuesto, no estaba ni Laura ni su padre. Mejor. Pero el círculo seguía apretándome. Laura había dejado el encargo de que me esperaba en la bahía, en el yate de unos amigos.

—¡Esto es ya el colmo! —exclamó Manolo.

—¿Te animas?

—Tú estás loco, vamos a dar una vuelta.

Luego recapacitó.

—Bien pensado, se tiene que estar bien en la cubierta de un yate, ¿no es eso?

Reímos con ganas.

—Primero debiéramos entonarnos un poco, ¡wodka! —dije.

—Esto significa que has dejado atrás la angustia esa.

—Esto quiere decir que estamos echados a perder.

Nos tomamos un par de medios whiskys en un bar americano. Manolo quería repetir. Estaba desconocido. Y yo también, claro. Pero no deseaba pasar cerca de Nicola’s. Un simple sentido del pudor me lo impedía.

Acertamos con el yate muy pronto. Creo que el whisky ha hecho su efecto. Fueron dos medios; es una insignificancia para el tiempo que corremos, pero estoy contento, alegre. ¡Y el yate a la primera! Es como una luz vivísima que te ciega y tú lo encuentras tan natural que así sea. ¡Es una vivencia nueva!, como dice mi amigo Carlos (que prepara cátedra y que, sin embargo, a pesar de esa búsqueda de vivencias, estará ahora en la Gran Vía de Madrid, sentado en una terraza, a la altura de Callao quizá, apurando la espuma de una cerveza y soñando que una sueca «en forma» constituye casi siempre, salvo error u omisión, una vivencia distinta, violenta, inesperada, claudicante).

—Estaba inquieta, Mario. ¡Hola, Manolo!

—Ya estamos aquí.

El agua se arrugaba al fondo. Es el vértigo.

—¿Y qué sucedió?

—Nada. Todo arreglado, ellos deben de tener sus pistas y yo, como soy inocente, pues nada. ¡Dame un beso, Laura!

Fue repentino todo. Nos besamos. Manolo se echó hacia atrás.

—Creo que me he equivocado —dijo sonriendo.

—No seas bobo, vamos arriba.

—Me lo merecía, ¿no es así?

No me contestaron. El padre de Laura me saludó muy cordial (las acciones deben haber subido, claro, la paz que disfrutamos…) e hizo las presentaciones. Todo con solemnidad, con un táctil encanto, para luego, definitivamente, añadir: «Bueno, amigos, aquí sin protocolos.» Tiene gracia el tío ese.

Miré las aguas del mar cercano, inmediato, llenas de puntitos rojos y verdes, llameantes de neones como barras de hielo en forma de borrosas letras. Todo estaba en calma. Incluso el cuerpo de la pobre Maca que ahora seguirá en manos (mil manos la rozaron ya en vida) de los mozos de la autopsia.