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(Al final de la conversación telefónica se ha ido haciendo de nuevo la luz y nos encontramos ante el ámbito del amigo. Éste entra casi sosteniendo al profesor, que todavía está ensangrentado y con la ropa desgarrada como en la escena anterior.)
AMIGO.—Tienes que ir al hospital. Enseguida. Te acompaño.
PROFESOR.—No, no…
AMIGO.—Puede haber algún hueso roto… Yo qué sé. ¡Dios mío, qué pinta!
PROFESOR.—Deja que me siente. No te entretendré.
AMIGO.—¿Cómo no vas a entretenerme? ¿Serás bestia? ¡El coche y rápido a urgencias!
PROFESOR.—¡Que no! Tráeme una toalla.
AMIGO.—No señor, ¿no tendría que llevarte al hospital?
PROFESOR.—Muy aparatoso, pero no es nada. Una toalla…
(Sale el amigo y habla un momento desde fuera. Después vuelve con toalla y alcohol.)
AMIGO.—¡Hay que poner una denuncia! ¿Quién ha sido?
PROFESOR.—No me aturdas.
AMIGO.—¿Por qué no quieres ir a urgencias? ¿Por qué no quieres que lo sepa la policía? ¿Te has metido en algún asunto extraño?
PROFESOR.—Sí.
AMIGO.—Estás loco. (Ya está al lado del profesor.) Deja que lo vea y que lo arregle. En la medida de lo posible. ¿Estás loco? ¿Era de verdad la tontería aquella que se te ha ocurrido antes de irte? ¿La tontería de que estabas cachondo y no sé qué?
PROFESOR.—Sí.
AMIGO.—¡Has dado con algún hijo de puta! ¿Te han robado? ¡Seguro que te han robado la cartera! ¡Qué estúpida vida de crápula! ¿Siempre es así? Perdona la pregunta. Soy un hombre gris sin ninguna experiencia excitante para impresionar a los amigos.
PROFESOR.—Nadie me ha robado nada, tranquilo. Pareces mi madre advirtiéndome de que evite las malas compañías. No me encuentro tan mal.
AMIGO.—¿Quieres tomar ginebra, a falta de vodka?
PROFESOR.—Perfecto. Pero sólo me quedo un minuto. Tienes tus problemas y descansarás tranquilo cuando me vaya. He venido…, he venido por dos motivos. El primero es para que me devuelvas el disquete.
AMIGO.—¿Qué disquete? ¿Tu disquete? ¿A qué viene ahora, el disquete?
PROFESOR.—Tienes que devolvérmelo. Lo necesito.
AMIGO.—¿Estás cabreado por mis comentarios cáusticos sobre su posible contenido? ¿Me estás castigando o qué?
PROFESOR.—Basta ya de animaladas.
AMIGO.—Me llamas como si tu casa estuviera ardiendo, llegas hecho un eccehomo, y te niegas a que te vea un médico y a denunciar la agresión… ¿Lo único que te interesa es el jodido disquete? ¿Cómo quieres que deje de decir animaladas?
PROFESOR.—El disquete, vamos.
AMIGO.—Lo tengo aquí. Ya está. ¿Ahora qué? ¿Lo cogerás y te irás corriendo, sin explicación alguna, sin una mínima explicación, por idiota que sea? ¡Coño, aunque cuentes una mentira, para que me quede tranquilo!
PROFESOR.—Espera. No me voy aún. Tengo que pedirte otra cosa. Nada. Quiero decir ningún objeto. Te afecta a ti y no debiera inmiscuirme.
AMIGO.—¿Qué pasa?
PROFESOR.—Si he entendido… Tu hija está decidida a abortar.
AMIGO.—¿Qué?
PROFESOR.—¿Quiere o no quiere abortar?
AMIGO.—¿Con qué ocurrencia sales ahora? Ya se decidirá.
PROFESOR.—Abortar es la decisión sensata y no merece la pena discutirla. (Pausa.) Pero ojalá la criatura llegara a nacer.
AMIGO.—¿Qué? ¿Estás chalado?
PROFESOR.—En un principio estás tú… y ese muchacho. No sé lo que daría para que la criatura llegara a nacer. Tu descendiente. Y el mío, también, ¿sabes?
AMIGO.—¿Pero qué dices?
PROFESOR.—Estuve durante muchos años enamorado de ti. Ahora lo estoy de ese muchacho.
AMIGO.—¡Vaya, fantástico! ¡Me lo olía! ¡Te caía la baba cuando hablabas de él! ¡Es un indeseable!
PROFESOR.—Tengo miedo de la muerte, ya lo sabes. Y esa nueva vida que os mezcla a ti y a él…
AMIGO.—¡No, chantajes, no! ¡Y menos aún por una parida tan retorcida y tan peregrina! ¡Mi descendiente y el tuyo! ¡No son más que frases! ¡Frases! Pero a mi hija ese indeseable le habrá llenado, no sólo la tripa, sino además la cabeza de humo. ¡Humo, frases, también, pero con la tripa de por medio! ¡Es él quien la hace dudar!
PROFESOR.—No.
AMIGO.—¡Sí, puedes estar seguro! ¡Y me revienta! ¡Me revienta él y me revientas tú…!
PROFESOR.—Sé que no tiene ningún interés en ser padre. Absolutamente ningún interés.
AMIGO.—¿Tú? ¿Tú lo sabes? ¡Lo sabes todo, tú! ¿Cómo lo sabes?
PROFESOR.—He hablado con él.
AMIGO.—Ah, has hablado con él. ¿Habías hablado con él del asunto y no has tenido la decencia de decirme nada? ¿Me veías ir de cabeza y no me has dicho nada? ¿No comprendes que, si lo que dices es cierto, las cosas cambian? Yo creía… Pero entonces va a ser fácil convencer a la niña.
PROFESOR.—He hablado con él después. Después de salir de aquí.
AMIGO.—¿Cómo? ¿Lo has visto? ¿Ahora, hace un rato?
PROFESOR.—(Atrapado.) Bien, sí, un momento.
AMIGO.—¡No quiere ser padre! ¿Y cuándo lo has visto? ¿Antes o después de que te pegaran la paliza? Antes, naturalmente. ¡Pero no has podido hacer tantas cosas en tan poco tiempo! (Súbitamente endurece el semblante y la voz.) Veamos, ¿quién te ha pegado la paliza? No me lo has contado.
PROFESOR.—No importa. Un lío de sexo. No sacaré a relucir los detalles morbosos.
AMIGO.—Él, ¿verdad? ¡Ha sido él!
PROFESOR.—¡No! ¡No sabes lo que te dices!
AMIGO.—¡Él! ¡Maldito sea! ¡Él!
PROFESOR.—¡Te digo que no!
AMIGO.—Entonces, veamos, ¡dime quién! ¡Cuenta los detalles morbosos! ¡Quiero los detalles! ¡Soy un individuo convencional, pero no me ruborizaré! ¿O no hay tantos detalles turbios como pretendes? ¡Dime quién te ha pegado la paliza!
PROFESOR.—Bueno, ¿y qué si ha sido ese muchacho? Quizá la culpa sea mía. (Pausa.) ¡Sí, ha sido él!, ¿y ahora qué?
(Pausa.)
AMIGO.—¡Ha firmado su sentencia!
PROFESOR.—¡No lo denunciaré! ¡Ni lo sueñes!
AMIGO.—Igual da. ¡Ha firmado su sentencia! ¡De entrada lo echaré de la universidad! ¡Ya encontraré algún motivo!
PROFESOR.—¿Porque me ha pegado una paliza o porque ha dejado preñada a tu hija? Si es por mí, no me mezcles en ello. Mis asuntos son míos, no tuyos. Y además, ese muchacho… No lo entiendes. Yo tampoco, de hecho. De todos modos, no podemos entender el futuro. Ni tú, ni yo, ni nadie.
AMIGO.—¿Qué te lías? ¡Él no es el futuro!
PROFESOR.—Me gustaría que tu nieto llegara a nacer.
AMIGO.—¡No nacerá! Te miro, te miro, y… ¿En qué te estás convirtiendo? ¡En una bestia acorralada que busca consuelo en unas migajas de metafísica barata! ¡Un descendiente que te salvará de no sé qué futuro! Un ángel, ¿verdad? Un ángel, ¡reconócelo!
PROFESOR.—Ese muchacho y tú os parecéis tanto…
AMIGO.—Me has querido mucho. No sé si alegrarme. Pero si tuviera que corresponder a tu afecto… Te aseguro que… Quisiera tener el valor suficiente para… ¡Prefiero verte muerto antes que convertido en una bestia irracional, asustada y lamentable!
PROFESOR.—(Si estaba sentado, se levanta.) Te echas a los hombros el duro peso de la Razón Histórica y con mayúsculas… Bien, diría que todo está dicho. Te he pedido dos cosas. Una te ha puesto hecho una furia y la otra… La otra es el disquete.
AMIGO.—Toma.
PROFESOR.—No sigamos peleándonos. Me voy. Estoy cansado y tú también debes estarlo. Un día duro, como se dice.
AMIGO.—Perdona. Me has excitado. He dicho tonterías que no son exactamente lo que pienso. Vámonos, te acompaño a casa.
PROFESOR.—No. Puedo conducir y he traído el coche. Además, si tengo un accidente podrás dar gracias a la Divina Providencia. Habré muerto antes de descubrir mis miserias. Las morales, me refiero.
AMIGO.—Muy gracioso. ¿Para qué necesitas el disquete?
PROFESOR.—Mañana nos llamamos, ¿eh?
(Pausa.)
AMIGO.—Jaime… Quiero ayudarte.
(El profesor le da la mano y tiene lugar un amistoso apretón de manos.)
PROFESOR.—Mañana nos llamamos.
(Se va. El amigo lo sigue con la mirada, quieto. Después reacciona y se mueve, nervioso. Va al teléfono y marca un número que ha consultado.)
VOZ MUCHACHO.—Sí.
AMIGO.—Antes he llamado y he dejado grabado en el contestador que quería verte. ¿Has encontrado el mensaje?
VOZ MUCHACHO.—Ah, usted.
PROFESOR.—Quiero verte. En seguida.
VOZ MUCHACHO.—Sobre su hija podemos ponernos de acuerdo rápidamente. Sin necesidad de que nos veamos.
AMIGO.—Mi hija no será el tema fundamental de la conversación.
VOZ MUCHACHO.—No puedo salir de casa.
AMIGO.—Voy yo.
VOZ MUCHACHO.—No puedo salir de casa porque tengo trabajo.
AMIGO.—¡No busques excusas! ¡Será inútil, voy! ¿Entendido? ¡Voy enseguida!
(Se superpone el sonido de otra llamada telefónica, que eclipsa sus voces. Mientras dura la conversación, el amigo seguirá hablando con el muchacho sin que se oiga lo que dicen, durante un momento al menos, y luego se hace la oscuridad. Por tanto, es en la oscuridad, sobre todo, donde tiene lugar el cuasimonólogo anónimo de una mujer que habla a otra.)
VOZ MUJER EXASPERADA.—No ha venido. Se ha largado. Creía que lo decía en broma, que sólo eran palabras. Habíamos discutido, ¿sabes? Y después del trabajo no se ha presentado. ¡Lo he estado esperando horas y horas, muerta de preocupación! Por eso te llamo. Tú, a lo mejor… Si lo ves, dile que no me haga sufrir. ¿Verdad que no quieres que me haga sufrir y que se lo dirás? Que me llame, al menos. A cualquier hora. ¡Ay, si no lo quisiera! Es el único hombre con quien me acostaría, con ningún otro. Cómo es posible que lo quiera si sufro, si sufro, si sufro… Es una enfermedad, querer. ¡Oh, si pudiera librarme! ¡Que vuelva, porque no puedo vivir, que vuelva! Querer se paga caro. No quiero quedarme sola. Una fiebre y un sufrimiento, y qué sufrimiento, el querer. Un castigo del cielo, y no hay razón ni juicio que valga. Una enfermedad.
VOZ MUJER SERENA.—Una enfermedad que no dura. Pasa, se va, ya verás.
VOZ MUJER EXASPERADA.—Una enfermedad. Te pilla y estás perdida. Los afectos, si empiezan a devorar el corazón, hay que cortarlos. Antes de que te destrocen. El amor es una trampa. Una enfermedad, el principio de una enfermedad…