1
(Tres segundos de súbito silencio total mientras empieza a crecer la luz lentamente. Nítido, el timbre de un teléfono. Le responde la voz de un contestador automático.)
CONTESTADOR.—Deje su mensaje después de oír la señal.
VOZ MASCULINA INDECISA.—Bueno… Llamaré…, llamaré más tarde. Es que…, he visto…
(Calla la voz, abruptamente, demasiado abruptamente. La iluminación es total y ante nosotros se encuentra el ámbito del personaje que denominaremos muchacho. Están el muchacho y el profesor, quietos, como si acabaran de llegar.)
PROFESOR.—Tu apartamento. Al final he acabado por subir.
MUCHACHO.—(Sin ningún entusiasmo.) Sí.
PROFESOR.—Hablando… ni me he dado cuenta de que tomábamos el ascensor.
MUCHACHO.—Probablemente tendría que haber sido yo quien lo acompañara a usted hasta su casa; darle las gracias y despedirme ante el portal.
PROFESOR.—Bueno, la conversación era interesante y… suele ocurrir.
MUCHACHO.—Sí, pero usted es el profesor y yo el alumno.
PROFESOR.—¿Y qué? Prejuicios; quizá fuera yo quien debiera tenerlos.
MUCHACHO.—Le he robado demasiado tiempo. No sólo hoy. Las últimas semanas…
PROFESOR.—Las últimas semanas. Exactamente desde que me entregaste tu trabajo sobre Ramon Llull. Me quedé… ¿Cómo decís? Alucinado.
MUCHACHO.—(Incómodo.) ¿Alucinado?
PROFESOR.—Alucinado. Un trabajo inteligente, ¿quién iba a decirlo? Un trabajo personal, sin tópicos de manual, y curiosamente sin paridas. Un trabajo inteligente sobre un escritor que poco tiene que ver con nosotros. Un tío de la lejana época medieval, demasiado distante de lo que pueden ser tus intereses. En su época Llull tuvo resonancia, digamos, universal, pero hoy en día… Leí tu maldito trabajo y sentí… Me pareció que…, ¡joder!, no eres ni mucho menos ningún especialista en literatura del siglo XIII y, ¡qué va!, no tienes ideas del curioso sistema filosófico que predicaba el escritor. Un sistema que no conserva ya ninguna vigencia. Pura arqueología de interés para cuatro eruditos maniáticos que viven de su especialidad como…, como…, como si fuera una perversión sexual. Y allí estaba tu endemoniado trabajo que conseguía dar una apariencia de vida a Llull. Conseguiste que aquel fósil antediluviano volviera a recuperar algo de su sangre, que la sangre corriese por las palabras que había escrito hacía no sé cuantos siglos, lleno de fe y de entusiasmo. No hablo de su poesía. Tu trabajo, para entendemos, salvó a Ramon Llull. Rescató a un muerto. Lo resucitaste, al menos por un momento. (Pausa.) Hablaba por tu boca. Hablaba de una manera llena de vida —¡llena de vida!—, y yo, francamente, no había previsto una cosa así. Hablaba a partir de un chaval como tú, con la sensibilidad de un chaval como tú. Bueno, son cosas que ocurren muy de vez en cuando. Llega un alumno de aspecto inofensivo, abre la boca y te deja de una pieza y estupefacto.
MUCHACHO.—Mi trabajo sobre Llull era una coña. Gracias por su interés. (Cambio.) No puedo ofrecerle… Vivo solo. Ya le he robado demasiado tiempo, hoy.
PROFESOR.—Sí, tendré que irme. (Pero no se mueve, seguro, tranquilo.) Te pasé un disquete. (Pausa.) El disquete con mi ensayo. Tienes ordenador, me dijiste.
MUCHACHO.—Pero ¿para qué quiere que lo lea? Mi opinión no tiene ninguna importancia. Mi trabajo sobre Llull no tenía interés. Usted es el intelectual, no yo… Páselo a sus colegas: ¿por qué me lo da a mí? Perdone.
PROFESOR.—De tu trabajo sobre Llull ya te he dicho lo que pensaba, pero, si lo prefieres, diré que era una mierda. Ahora bien, me gustaría conocer tu opinión de alumno sin criterio ni conocimientos ni nada de nada sobre un escrito mío. Manías; manías de adulto.
MUCHACHO.—Yo no lo entiendo su… su disquete, su ensayo.
PROFESOR.—(Alerta.) ¿Has empezado a leerlo?
MUCHACHO.—(Con aprensión.) Sí.
PROFESOR.—No lo entiendes.
MUCHACHO.—(Desabrido.) No sé si me interesa. No debo en-tenderlo.
PROFESOR.—No te interesa.
MUCHACHO.—Yo no… Mi opinión no… (Pausa.) Usted intenta ser… optimista.
PROFESOR.—¿Lo crees así?
MUCHACHO.—No hay escapatoria.
PROFESOR.—Cuando te hayas dignado leer de cabo a rabo el… rollo, me lo explicarás mejor. (Transición. Sin ganas.) Me voy. (Fija una mirada circular a su entorno.) Te han dado una beca.
MUCHACHO.—Sí.
PROFESOR.—Has empezado a estudiar tarde. ¿Trabajas? Para vivir, se entiende. La beca no es suficiente. Vives solo en el apartamento. ¿Cómo consigues sobrevivir sin familia que te ayude?
MUCHACHO.—¿Quién le ha dicho que no tengo familia?
PROFESOR.—El expediente académico.
MUCHACHO.(Tenso.) ¿Conoce el expediente académico de todos los alumnos?
PROFESOR.—No. El tuyo.
MUCHACHO.—¿Por qué?, ¿porque es un expediente curioso?, ¿poco corriente?
PROFESOR.—¿Quizá no me haya dado a entender con suficiente claridad? Eres un alumno especial.
(Pausa.)
MUCHACHO.—Mi padre… hizo un viaje a Panamá. Pasó drogas. Lo intentó, quiero decir. Lo pescaron. Le metieron en la cárcel. Se moría de vergüenza; pero de vergüenza no se muere nadie, y se suicidó. (Ríe.) Las cartas boca arriba: todo eso usted ya lo sabe.
PROFESOR.—¿Te llevabas bien con tu padre?
MUCHACHO.—Era pobre. Más pelado que una rata. Quiso hacerse el listo. No fue la única equivocación de su vida. Había creído en algunas cosas. Había… Y se colgó. Adiós, muy buenas. Había creído en algunas cosas. Ideas. Grandes ideas. Yo no las tengo, no sé lo que son. Bueno, sí, creo en… Me gusta follar y me gusta leer. (Desafiante.) No aprenderé nada leyendo. Leer no enseña nada. Los escritores y los profesores de literatura suponen que sí. Leer ayuda a pasar el rato. Y ya está. Me gusta leer, sí. Sí, es cierto, me gusta.
PROFESOR.—Sabes leer. Claro que sabes leer, grandísimo tunante.
MUCHACHO.—¿Qué quiere?
PROFESOR.—Que, cuando hayas acabado de leer mi ensayo, me digas, sin vacilaciones, hasta qué punto te ha parecido una mierda.
MUCHACHO.—No voy a tener opinión.
PROFESOR.—Aún no me has dicho de qué vives. Estás bien instalado, mejor que la mayoría de tus compañeros.
MUCHACHO.(Tenso.) ¿Por qué me ha acompañado hasta casa? ¿Porque sí? Hablando, ¿hablando? ¿Por qué ha subido a mi casa?
PROFESOR.—(Atrapado.) ¿Te sabe mal?
MUCHACHO.—No lo entiendo.
PROFESOR.—(Cediendo.) Bueno, me voy.
MUCHACHO.—(Rápido.) Me gustan sus clases. Me lo paso bien en sus clases. Pero, cuando acabe la carrera, no seré profesor, no me presentaré a oposiciones, no haré nada de lo que usted y los demás esperan de mí.
PROFESOR.—(Sin transición.) Tu padre era un buen hombre.
MUCHACHO.—¡Oh, sí!
PROFESOR.—(Cauteloso.) ¿No te puedo ayudar?, ¿seguro?
MUCHACHO.—Siempre hago lo que me viene en gana. Hasta que se acabe. Nadie me ayudará.
PROFESOR.—Procuraré recordarlo. Quizá haya aprendido la lección. (De golpe suena el teléfono. El muchacho, tenso. Suena el timbre; una, dos, tres veces. El profesor no hace ademán de retirarse.) ¿No lo coges?
MUCHACHO.—Está el contestador. Si es algo importante ya dejarán el recado. Y…, y a veces se equivocan.
PROFESOR.—(Irónico.) Sí, una de cada cien.
(El mecanismo del contestador se pone en marcha.)
VOZ DEL MUCHACHO.—Dejen su mensaje después de oír la señal.
VOZ MASCULINA INDECISA.—Bueno… Llamaré… volveré a llamar más tarde. Es que… he visto…
(El muchacho da un salto hasta el teléfono y, de manera abrupta, pone el volumen a cero. El profesor lo observa, perplejo, culpable, pero impertinente.)
PROFESOR.—Lo lamento. A mí también me jodería que un desconocido se metiera en mi espacio privado sin pedir permiso. Adiós.
MUCHACHO.—(Reprimiendo cierta furia.) Espere.
PROFESOR.—¿Qué pasa?
(Pausa.)
MUCHACHO.—Le devolveré el disquete.
PROFESOR.—(Irónico.) ¡Ah!, ya entiendo, no necesitas acabar de leerlo.
MUCHACHO.—(Seco.) Lo he leído entero. Voy a buscarlo.
(El profesor no puede evitar un gesto de sorpresa.)
PROFESOR.—¿Lo has leído entero?
(El muchacho sale. Pausa. De nuevo suena el teléfono: una, dos, tres veces. Se pone en marcha el contestador, pero no se oye la voz. El profesor se acerca y sube el volumen.)
VOZ DEL MUCHACHO.—… mensaje después de oír la señal.
VOZ DE UN AMIGO.—(Es la voz de un adulto, una voz seca.) ¿No estás? Como ya sabes, mi hija está embarazada. Y…, también sabes que no sé qué manías le han cogido. Tengo que hablar contigo: sin falta y sin excusas. (El muchacho llega precipitadamente. Lleva un disquete de ordenador en la mano.) Volveré a llamar.
(Al otro extremo de la línea cuelgan. El profesor está doblemente sorprendido.)
PROFESOR.—Conozco esa voz. La conozco muy bien.
MUCHACHO.—(Estalla.) ¡Váyase! ¡Váyase de una puta vez! ¡Sí!, me jode que un desconocido se meta en mi espacio privado.
(Pausa.)
PROFESOR.—(Constatando, admirado.) Un hijo.
MUCHACHO.—(Furioso.) ¡Le he dicho que se vaya!
PROFESOR.—¿Me das el disquete? «Tanto amaba el amante a su amado que creía todo lo que le decía. Y tanto deseaba entenderlo que…» Después sigue un fragmento que no recuerdo y luego dice más o menos: «El amor del amigo estaba entre la creencia y la inteligencia.»
MUCHACHO.—(Agresivo.) ¿Por qué coño saca ahora a relucir a su Ramon Llull?
PROFESOR.—Creer de una manera irracional o creer con la inteligencia. No sé qué prefiero, ¿y tú? (Pausa.) Yo no tengo hijos. ¿Me das el disquete? ¿Qué te ha parecido?
(El muchacho rompe el disquete mirando a la cara al profesor, desafiante.)
MUCHACHO.—(Cínico.) ¡Ah!, se ha estropeado. Por suerte su magnífico ensayo está aún en la memoria del ordenador.
PROFESOR.—(Cansado.) Ya veo qué te ha parecido mi ensayo.
(Se vuelve y se va definitivamente. Una vez fuera el muchacho grita con rabia.)
MUCHACHO.—¡Yo tampoco tendré nunca ningún hijo!
(Se queda mirando hacia el lugar por donde ha salido el profesor, tenso, a punto de saltar. Entonces suena de nuevo el teléfono. Esta vez no espera a que se dispare el contestador automático. Coge el auricular con brusquedad, rápidamente.)
MUCHACHO.—¡Sí!
VOZ MASCULINA INDECISA.—Ah, hola… Perdona… Te he llamado hace unos minutos.
MUCHACHO.—(Se controla, discretamente cordial) No estaba… Y a veces el contestador hace cosas raras. ¿Has tenido problemas?
VOZ MASCULINA INDECISA.—No. Mira… No nos conocemos. Bueno, he visto… He visto tu…
MUCHACHO.—(Intentando facilitar la conversación.) Bien, bien. Ahora ya me has encontrado: ¿quieres que sea hoy?
VOZ MASCULINA INDECISA.—Mañana, si puedes.
MUCHACHO.—Sí, puedo. Nos pondremos de acuerdo. Seguro.
(Se superpone el sonido de otra conversación telefónica que eclipsa sus voces. Mientras dura la nueva llamada el muchacho continúa hablando, sin que se oiga lo que dice, durante un momento al menos. Y a continuación se hace la oscuridad. Por tanto, es en la oscuridad, sobre todo, donde se desarrolla la conversación anónima.)
VOZ MASCULINA.—Puede parecer una tontería, pero… ¿Cómo podemos ponernos de acuerdo si me escondes alguna preocupación?
VOZ FEMENINA.—(Risa nerviosa.) ¡Qué va!, ¡qué va!… Sólo te lo parece, ¡que no!
VOZ MASCULINA.—¿Seguro? Una preocupación que no es miedo, pero que se parece al miedo.
VOZ FEMENINA.—Absurdo. Figuraciones tuyas.
VOZ MASCULINA.—Suéltate. (Pausa larga.) Mira. Una vez de niño, cuando dormía, me desperté y oí un ruido. Estaba a oscuras. Un rumor furtivo. Alguien se movía, alguien me observaba y alguien, antes o después, iba a precipitarse sobre mí.
VOZ FEMENINA.—Pero ¡qué ocurrencia! ¿Por qué me cuentas eso ahora?
VOZ MASCULINA.—Tenía tanto miedo, tanto que…, ¿por qué no acabar de una vez? Me levanté, avancé en la oscuridad, tropecé con una puerta… La abrí y me dejé llevar por el mal.
VOZ FEMENINA.—(Risa nerviosa.) ¿Por el mal?
VOZ MASCULINA.—Sí, y entonces… Entonces hice un descubrimiento maravilloso, el mejor descubrimiento de mi vida. (Pausa.) Me había dejado llevar y… Déjate llevar. Vamos, abandónate.