2
(Hacia el final de la conversación telefónica anterior se ha ido haciendo la luz y ante nosotros aparece el ámbito del personaje que denominamos amigo. Algún periódico sobre una mesita. El amigo está hablando por teléfono.)
AMIGO.—Lo sé. Nada, vamos, quédate con ella las horas que convenga. ¿Quiere ponerse? ¿Te parece que querrá hablar conmigo?
VOZ DE MUJER.—Está nerviosa. Es preferible que no.
AMIGO. Dile que para nosotros no tiene ninguna importancia. Menuda cabeza de chorlito.
VOZ DE MUJER.—No se lo diré. Ella le da una especie de… trascendencia. Aún lo estropearíamos más.
AMIGO.—El problema es el chico ese. ¿Te oye, ella?
VOZ DE MUJER.—No.
AMIGO.—El chico no me gusta. Me da miedo, no sé por qué. Hablaré con él.
VOZ DE MUJER.—¿Tú crees?
AMIGO.—Sí, sólo cuatro palabras. Para que no influya en ella, ¿sabes? No es el hecho en sí ni la decisión que ella quiera tomar; es él quien nos complica las cosas. (Suena el timbre de la puerta.) Llaman. Nuestro invitado, supongo.
VOZ DE MUJER.—Explícale que siento no poder quedarme. Inventa una excusa.
AMIGO.—Sí, de acuerdo. Ocúpate de la niña. Dile que la quiero. (Cuelga. Va a abrir. Vuelve con el profesor.) Bienvenido a casa. Pasa. Vamos a estar solos, ¿sabes?
PROFESOR.—(No mostrará la seguridad irritante que mantenía frente al muchacho.) ¿Tu mujer no está?
AMIGO.—No. Lo siente mucho. Un problema de última hora. Una…, una parienta mayor, una tía suya… Se ha encontrado mal y ha tenido que ir a ocuparse de ella.
PROFESOR. —¿Por qué no me lo decíais? Podríamos dejarlo para otro día.
AMIGO.—No, hombre, ¡qué va!
PROFESOR.—Seguro que molesto. Dejémoslo para otra vez. Ya volveré.
AMIGO.—No, tú te quedas. Nos liaremos en una charla interminable, como las de antes.
PROFESOR. —¿Seguro? No quiero molestar.
AMIGO.—Calla y ponte cómodo. Quizá estemos mejor solos. Al menos por una vez. No le daremos la lata a mi mujer. Hemos de celebrar que te quedes definitivamente aquí.
PROFESOR.—Eso no merece celebración.
AMIGO.—Nos has tenido en vilo. Has estado coqueteando con la universidad durante… ¿tres meses?
PROFESOR.—No coqueteaba. No estaba seguro.
AMIGO.—Has firmado el contrato y te tenemos atrapado por una larga y definitiva temporada. Ponte a temblar. Estoy contento. Duda todo lo que quieras, pero estoy contento.
PROFESOR.—No, ya no dudo. El alumnado… Inesperadamente, quien me ha convencido ha sido el alumnado.
AMIGO.—No te cachondees.
PROFESOR. —Muchos analfabetos, como siempre y como en todas partes. Pero, curiosamente, me he sentido a gusto. El curso de especialidad, el seminario de literatura medieval… No habrá tanta suerte el año que viene, si aún estoy vivo, pero son chicos espabilados, en general.
AMIGO.—(Súbitamente incómodo.) Sí, claro.
PROFESOR.—Francamente espabilados. (Mira a su amigo con una punta de malicia.) Algunos de ellos… Hay uno… Es un caso excepcional.
AMIGO.—¡Hombre, no será para tanto!
PROFESOR.—No los conoces bien.
AMIGO.—(Seco.) Sí. Los conozco demasiado bien. A todos.
PROFESOR.(Incontroladamente malicioso.) Entonces debes saber a quién me refiero. Un chaval con grandes posibilidades. Un futuro espléndido, si quisiera y si no fuera tan… Introvertido, desagradable a veces… Sus antecedentes familiares lo justifican, supongo.
AMIGO.—Un imbécil.
PROFESOR.—¿Sabes a quién me refiero?
AMIGO.—Un pozo sin fondo de soberbia. ¡No me digas!, ¡su triste pasado! ¡Consintámosle todo, con unos antecedentes tan lamentables!
PROFESOR.—Veo que ya sabes a quién me refiero.
AMIGO.—Listo, de acuerdo. Y mal compañero, incapaz de adaptarse a los demás, ¡incapaz de hacer un gesto para acercarse a los demás!
PROFESOR.—(Casi divertido.) El mejor alumno que… No, no tiene nada que ver que sea un alumno. Es el tío más capaz de entender con el que me he cruzado en muchos años.
AMIGO.—(Tajante.) No me cae bien. (Más tranquilo.) No perdamos el tiempo hablando de él, no. ¿De acuerdo? Será una velada tranquila, entre dos amigos con ganas de…, de recordar viejos tiempos de la juventud y de cuando… En fin.
PROFESOR.—Bien, de acuerdo, cambiemos de tema. (Fingiendo intrascendencia.) ¿Y tu hija?, ¿desde cuándo ya no vive con vosotros?
AMIGO.—(Alterado.) ¿Mi hija?
PROFESOR.—Sí.
AMIGO.—(Reponiéndose.) Se ha mudado a un apartamento de medio metro cuadrado para poder apretujarse a sus anchas con una recua de entusiastas colegas. Aquí, como sólo éramos tres, le faltaba espacio. Al día siguiente de cumplir los dieciocho años, adiós. Suerte que no has tenido hijos.
PROFESOR.—(Ahora es él el alterado, aunque el amigo hablaba sin segundas intenciones.) ¡No digas bobadas! (Sopesando lo que dice.) Un hijo.
AMIGO.—(Eludiendo la cuestión.) Sea como sea, celebro que te sientas a gusto en la facultad después de tantos años de enseñar sandeces por estos mundos de Dios que no te merecen.
PROFESOR.—El último refugio.
AMIGO.—Por cierto, aún no he podido leer tu ensayo, lo siento. La curiosidad me devora, pero no me ha sido posible. Tengo el disquete al lado del ordenador y mañana lo leeré sin falta.
PROFESOR.—No te va a gustar.
AMIGO.—Ni pizca. No seas hipócrita.
PROFESOR.—Es…, es como ese muchacho del seminario, pero al revés.
AMIGO.—¿Comparas un ensayo con un cretino? ¿Qué vas a tomar?
PROFESOR.—Vodka.
AMIGO.—¿Bebes vodka? ¿Desde cuándo? No tengo vodka.
PROFESOR.—Agua mineral sin gas.
AMIGO.—Parece que estás dispuesto a fastidiar.
PROFESOR.—Ginebra.
AMIGO.—Ahora sí, has acertado la réplica. Hay ginebra. Nos vamos a emborrachar mientras repasamos los recuerdos y los errores de nuestros años mozos.
PROFESOR.—Rememoraremos nuestro antiguo y gastado aprecio.
AMIGO.—Rememoraremos un aprecio que no ha llegado a gastarse.
PROFESOR.—Un aprecio, una estima, un afecto. Alguien que te necesita. Cuando no te necesitan, se ha terminado. ¿Todavía me necesitas?
AMIGO.—Pides mucho. Sí. ¿Por qué no? Sí, desde luego. A tu salud. Celebremos que el honorable profesor haya vuelto a su casa después de no sé cuántos años de exilio.
PROFESOR.—A tu salud. A la mía, es demasiado tarde. Todos estos años he trabajado más o menos mucho, he follado más o menos mucho… Pero sin someterme nunca a nadie. O así lo he creído. Bueno, me enamoré un par de veces. No duró, ya sabes. Añoraba mi tierra. También eso es uno de los motivos por los que vuelvo, aunque tarde.
AMIGO.—¡Qué va a ser tarde!
PROFESOR.—Estoy enfermo. Parece.
AMIGO.—Tendencias hipocondríacas.
PROFESOR.—Sí. He tenido tiempo de acabar el ensayo. Volver, publicar el ensayo, y qué más da lo que ocurra después.
AMIGO.—¿Quieres darme a entender que estás enfermo?
PROFESOR.—(Irónico.) Es posible que no me muera. (Imitando a un médico que le estuviera hablando.) «Hoy en día, imagínese, tenemos líneas de actuación médica muy sofisticadas. Las posibilidades negativas son ínfimas, ridículas. No sufra innecesariamente». Si por lo menos hubieran dicho: «Mire, le quedan seis meses, un año, quince días, tres años…» O quizá: «Váyase a la mierda y no vuelva más, está desahuciado». Pero han decidido no asustar al enfermo. Es decir, paso las noches completamente aterrorizado y me tengo que callar cuando alguien alude a mis tendencias hipocondríacas, porque, ¡claro está!, a lo mejor lleva razón.
(Pausa.)
AMIGO.—(Desolado.) Lo siento. ¡Hostia!, lo siento.
PROFESOR.—Gracias por el tono. Se diría que de verdad casi lo sientes.
AMIGO.—¡Estúpido! Me jodería mucho que te ocurriera algo. ¿O es que no lo sabes? ¿Eres mi amigo o no? Son muchos años aguantándonos mutuamente, aunque haya sido casi siempre por carta: como un matrimonio a distancia. El día que uno de los dos falte dejará al otro hecho polvo. Lo sé tan bien como tú, por tanto, procura no hacer el imbécil. Medícate y haz lo que te digan los médicos. No repares en si son un atajo de ignorantes. Pórtate bien o me cabrearé.
PROFESOR.—En cualquier caso el ensayo está terminado. No te gustará, pero paciencia.
AMIGO.—Mentira, pero paciencia.
PROFESOR.—Ya no me afecta tanto que un escrito mío no te guste. Cuando estudiábamos era distinto. Fuiste mi mentor. No fueron los catedráticos, mi maestro de verdad fuiste tú. Me dijiste qué libros debía leer —algunos insoportables y prescindibles y fuiste educándome poco a poco. Nunca entendí y nunca he acabado de entender por qué tenías tanta paciencia conmigo.
AMIGO.—Tenías algo. Una gracia especial, cierta limpieza de sesera… Y sabías escuchar. No sé muy bien.
PROFESOR.—Yo era gilipollas. Soy incapaz de soportar a los gilipollas. Sólo lo entendería si me hubieses querido.
AMIGO.—Te quería.
PROFESOR.—Puntualicemos. Quien te quería era yo.
AMIGO.—No me líes.
PROFESOR.—Para ser más preciso, quien te deseaba era yo.
(Pausa.)
AMIGO.—(Incómodo.) Hay cosas que no es preciso decir.
PROFESOR.—Ya somos mayorcitos. Siempre lo has sabido aunque nunca se haya dicho con claridad.
AMIGO.—¿Adónde quieres ir a parar?
PROFESOR.—Hablemos. ¿No se trataba de una velada consagrada a los recuerdos? Hablemos, por si acaso. Los médicos. Quiero acabar de una vez por todas. Me he acostado con una considerable… Mejor, con una mediocre… Con cierta cantidad de caballeros, y tú te divertías mucho cada vez que te contaba mis estúpidas aventuras. Querer, lo que se dice querer, tan sólo a un par de tíos. Y ahora mismo… (Pausa.) Pero siempre salía a relucir una evidencia que había que callar. La evidencia es que eres la persona a la que siempre he deseado y a la que más he querido en mi vida.
AMIGO.—(Encaja el golpe sonriendo.) No merezco semejante honor.
PROFESOR.—Veamos, hasta hoy nunca te había importunado. Celebraba tus novias y celebré más aún que, al casarte, acertaras con tu mujer. Es realmente magnífica. Vuestra mutua fidelidad durante todo este tiempo es una de las historias más curiosas, incomprensibles, enternecedoras y maravillosas que jamás haya visto. La desolación, la desesperación, durante algunas largas temporadas, me las tragaba de noche, en la cama.
AMIGO.—(Con suavidad.) Va, calla.
PROFESOR.—Como dicen las novelas rosa… Bueno, como todo el mundo acaba diciendo un día u otro, has sido el gran amor de mi vida. Claro que lo sabías. Pero no lo quise estropear. Si se me hubiera escapado la confidencia, ya no habríamos podido continuar siendo los amigos, los compañeros que se cachondean y que juzgan el mundo con mutua complicidad, etcétera, etcétera. A veces pienso que con esa especie de ternura que a tu modo sentías por mí no hubiera sido muy difícil que un día, sin saber cómo, termináramos acostándonos juntos. Pero luego ocurre que la amistad se va a la mierda. Y no quería, había decidido proteger nuestra relación de amistad, a ser posible, por siempre jamás. Lo pasé fatal, pero hice lo que debía.
AMIGO.—¿Fatal? ¿No exageras? Me niego a admitir que me comportara como un egoísta y un inconsciente.
PROFESOR.—Te quise tanto, imbécil. Pero tranquilo, tranquilo, que todo se acaba. Ha quedado un poso en el fondo del vaso, sólo eso. De hecho mi vida sentimental ha sido, bien mirado, más agitada que la tuya. De manera que ahórrate, por favor, cualquier pudor inquietante. Sobre todo si ha de tener por consecuencia una pereza total ante la perspectiva de… Espero que me invites a tu casa, ahora y cuando corresponda, con la reglamentaria regularidad propia de dos amigos entrañables. No fastidies, ahora.
AMIGO.—Un momento. Quiero… Quiero aclarar mi situación respecto a ti. Ya que has empezado…
PROFESOR.—¿De verdad? Dios mío, ¿qué se te va a ocurrir decir, ahora? ¿De qué modo me castigarás por haber roto el tabú?
AMIGO.—Calla, coño. No acabo de saber muy bien lo que es el afecto.
PROFESOR.—Egoísmo compartido.
AMIGO.—Una definición posible. Probablemente el afecto no sea nada, pero sólo lo he compartido con siete u ocho personas a lo largo de mi vida. Y una de ellas eres tú. Nunca se me ocurrió liarme contigo. Soy un macho convencional. Claro está que, tienes razón, vaya usted a saber. De todos modos, ¿crees que tendría mucha importancia?
PROFESOR.—Depende. (Pausa.) No. (Pausa.) Gracias. (Transición.) Seguro. El libro, mi paja mental, no te va a gustar. Seis meses escribiéndolo. Un tiempo récord. Una paja mental. No lo he pasado a papel. Sólo disquete; espero tus correcciones.
AMIGO.—Lo empezaste… ¿Cuando lo empezaste estabas al corriente de tus problemas de salud?
PROFESOR.—(Alerta.) Sí.
AMIGO.—Por lo que me has dicho, este ensayo… Francamente, no me gustaría encontrarme con un libro escrito por alguien que tiene miedo.
PROFESOR.—Ah.
AMIGO.—La vida va desde este punto hasta este otro. Y basta. Es más que suficiente. Celebro haber vivido. Tú también celebras haber vivido. Estamos de acuerdo, ¿verdad? Esa gente patética que se ha pasado la existencia diciendo que muerto el perro se acabó la rabia, y que de golpe, con razón o sin ella, ven que se acerca el fin y empiezan a reclamar la posibilidad de alguna forma de trascendencia, muertos de miedo… Se creen demasiado importantes para aceptar su desaparición. No quisiera que tú… (Calla.)
PROFESOR.—No hablo de trascendencia en el libro… No como tú supones, al menos. Hablo de herencia. La historia de un hombre. Un pedazo de materia que se reconoce a sí misma, que se deslumbra y que siente dolor. Y que desaparece. La herencia es el dolor. Me pregunto si el final de cada hombre en particular será idéntico al final de toda la humanidad en general. Sí, seguro. Pero no, no hay nada seguro. Ni eso. Quizá un heredero, que algún día nos salve del dolor. Un sucesor, alguien que saldrá de nosotros, pero que no será como nosotros. Un ser tan incomprensible para mí como yo lo soy para un perro.
AMIGO.—Más aún. El perro te ve, por lo menos, y tú en cambio no ves a ese heredero de ciencia-ficción. No hay ningún heredero.
PROFESOR.—Quizá tengas razón. Pero no puedo evitarlo. Me interesan los que vendrán después, aunque no los entienda. Me interesa, por ejemplo, el muchacho que ha preñado a tu hija.
(Pausa.)
AMIGO.—Vaya, un buen golpe de efecto. O un golpe bajo. ¿Cómo lo sabes?
PROFESOR.—Estaba en su casa cuando lo has llamado. He reconocido tu voz. Me la sé de memoria.
AMIGO.—Mi mujer está con mi hija. Mi hija está perdiendo el juicio. ¡Ni siquiera tiene diecinueve años! Que se acueste con quien quiera, pero… ¡Tu brillante alumno no me gusta! ¡No me gusta! Y lo curioso es que la chica está… no sabe qué hacer. No se decide. ¡Parece como si quisiera saber la opinión del chaval!
PROFESOR.—Yo estoy a punto de morirme y escribo paridas lamentables. ¿A ti qué es lo que te da tanto miedo?
AMIGO.—Ninguna idea absurda, esotérica, inaprehensible. Soy un padre típico y tópico. Tengo miedo de que mi hija, una jovencita sin criterio, se cree problemas al dejar que nazca una criatura que, además, ha salido de los cojones de un individuo desagradable, irresponsable, asocial… Un cabrón, yo también lo he tenido de alumno, pero a mí sus encantos físicos no me han hecho perder la cabeza.
PROFESOR.—Ah, y a mí, sí.
AMIGO.—Eso parece.
PROFESOR.—Estoy cansado. Ya nos hemos divertido bastante. Me voy.
AMIGO.—¡No!
PROFESOR.—Por carta nos entendíamos mejor.
AMIGO.—¡No te vayas! ¿No puedo pelearme contigo un rato? Si estás cansado te daré… ¿Qué hay que darte?
PROFESOR.—No me voy porque esté cabreado. Más derecho que yo tienes tú. En realidad no estoy cansado. Ni pizca. Ni cansado ni cabreado. Estoy cachondo, ésta es la verdad. Quizá pueda parecerte desagradable, pero la conversación, los recuerdos y las peleas no han conseguido que me cabreara. Me han puesto cachondo.
AMIGO.—Anda, ya.
PROFESOR.—Muy cachondo, para ser más preciso. Las reacciones del cuerpo son imprevisibles.
AMIGO.—Realmente no hay por dónde agarrarte.
PROFESOR.—Deja que me vaya. Buscaré el modo de distraerme. ¿Te vas a ocupar del ensayo cuando tu hija haya tomado la decisión inevitable?
AMIGO.—Voy a leerlo inmediatamente, al margen de mi hija. Pero no te vayas aún, ¡no te cabrees!
PROFESOR.—¿No? Tráeme una aspirina. No, hazme café.
AMIGO.—De acuerdo.
(Sale. El profesor toma el periódico que hay encima de la mesita y empieza a pasar páginas al azar. De golpe se para y mira atentamente. Sonríe. Se acerca al teléfono con el periódico en la mano y marca un número. Al otro extremo de la línea descuelgan.)
.—Sí.
PROFESOR.—Estaba mirando las páginas de contactos del periódico… Tu anuncio es divertido: «Elige entre follar o hacer el amor». Por eso me he decidido por ti. ¿Puedes acudir dentro de media hora? Si no me gustas, te pagaré el taxi de vuelta y adiós. Si me gustas, follaremos. No me interesa conocer la tarifa. Me interesa que des tanto como prometes. Mi dirección… (En ese momento entra el amigo con el café.) Perdona. Volveré a llamar dentro de un momento. (Cuelga.)
AMIGO.—¿A quién estás llamando?
PROFESOR.—A nadie.
AMIGO.—Nadie. Un tío que me cae muy bien. Toma, el café. (Suena el teléfono. El amigo descuelga.) Dígame.
VOZ DE MUJER.—Soy yo. Supongo que no estás solo.
AMIGO.—No, ¿cómo van las cosas?
VOZ DE MUJER.—Siguen igual.
AMIGO.—Ya.
VOZ DE MUJER.—Me lo pasaría mejor con vosotros.
AMIGO.—(Al profesor.) Mi mujer. ¿Quieres ponerte?
PROFESOR.—No. Tengo que irme. Dile que siento mucho lo de la enfermedad de su tía.
AMIGO.—¿Qué tía?
PROFESOR.—La que me has dicho que estaba enferma.
AMIGO.—¡Cabronazo! Quédate. El café.
PROFESOR.—Bébetelo tú antes de que se enfríe. Nos hemos estado comiendo el coco, y por mi culpa. Ya está bien. Necesito distraerme.
VOZ DE MUJER.—¿Qué pasa?
AMIGO.—(Al teléfono.) Espera. (Al profesor.) Mañana te llamo. Muy enfermo, pero te vas de marcha. ¿O no te vas de marcha? Lo que me faltaba… Ahora, tú. (El profesor le sonríe, le dice adiós con la mano y se va. El amigo vuelve a hablar al teléfono.) Se ha ido.
VOZ DE MUJER.—¿No estaba contigo, ahora?
AMIGO.—Sí, pero se ha ido. ¿La niña, qué?
VOZ DE MUJER.—Pendiente de no sé qué inspiración.
AMIGO.—Pendiente de aquel machito estúpido, de aquel follador inconsciente, incapaz de tomar las precauciones que… Oh, Dios mío, oírme a mí mismo hablando de esta manera… ¿Por qué llamas?
VOZ DE MUJER.—Tenía necesidad de hacerlo.
AMIGO.—Me necesitas; te necesito; nos necesitamos. Tú y yo. Al menos tú y yo. La amistad es otra cosa. La amistad es… una cosa distinta.
(Se superpone el sonido de otra conversación telefónica que eclipsa su voz. Mientras dura la nueva llamada, el amigo continúa hablando con su mujer sin que se oiga lo que dicen, al menos durante un momento, y luego se hace la oscuridad. Por tanto, es en la oscuridad donde tiene lugar, sobre todo, el diálogo anónimo entre un hombre y una mujer.)
VOZ DE MUCHACHA.—Tenemos suerte de poder decir que aún somos amigos, ¿sabes? A nosotros nos queda eso.
VOZ DE HOMBRE.—Es demasiado poco. Te quiero. Has dado el portazo y el amor se ha ido. Tu portazo y una corriente de aire helada.
VOZ DE CHICA.—No quieras inspirarme lástima. Te gusta exagerar. Retórica.
VOZ DE HOMBRE.—Sí, di lo que quieras. Una corriente de aire frío. Y para entrar en calor, ¿sabes qué? He intentado atrapar el recuerdo de algunos momentos con personas queridas, no sólo contigo. He conseguido unos cuantos. Pero sé que no supe vivirlos, esos momentos de plenitud. No, entonces no supe. La plenitud y el consuelo sólo he podido encontrarlos en alguna tarde de invierno, cuando el sol entra por el balcón y me acaricia la nuca. El amor. Te has ido. Y ahora, ¿dónde encontraré el amor?