Museo de curiosidades
A la salida de Mirandela, en lo alto de la ciudad, otra estatua despide al que se va. Al que se va y a los que se quedan. Porque la estatua, que está en un cruce, donde se parten las carreteras, representa a una familia de emigrantes que se echa al mundo a buscar fortuna.
La estatua, también realista, aunque de bronce y con cierta gracia, desentona en el paisaje, pero recuerda a los caminantes que ésta es tierra de emigrantes desde siempre; primero a Brasil y a América, como los padres de Angie, y después también hacia Europa, principalmente a España y a Francia. Hasta doscientos mil transmontanos, casi tantos como quedan, han salido de su tierra en este siglo, según las guías del viajero. Entre ellos, muchos mirandelenses, según le cuenta el señor Américo, el dueño del kiosko de la esquina en el que se detiene a comprar la prensa.
—¿Cuál quiere?
—Me da igual. Es por llevar un recuerdo.
En realidad, lleva tres: el periódico, el folleto del nordeste transmontano y el banderín de la Asociación de Socorros Mutuos de los Artistas Mirandelenses, que desde anoche cuelga en su coche. Y que, unidos a los que ha ido acumulando en estos días, convierten éste en un maletero. Cuando termine el viaje, tendrá que regalarlos o bien poner una tienda.
La carretera que va a Romeu, que es la que eligió el destino, es la vieja carretera de Bragança, antigua ruta hoy casi en desuso por culpa de la autovía. A tramos va al lado de ella, cruzándola y descruzándola, como si fuera una trenza, pero, en otros, se separa hasta perderla de vista. Es mejor. Así no ve la diferencia de trato que las autoridades tienen con ellas. Mientras que aquélla está reluciente y sembrada de señales, la carretera se cae a cachos, y eso que era de piedra. Pero al viajero le gusta más. Aparte de que no hay tráfico, le permite ir más despacio.
Para admirar el paisaje, evidentemente. Un paisaje que, a partir de Mirandela, y quizá a partir de Murça, aunque, como ya era muy tarde, anoche no pudo verlo, se ha hecho más desolado, pero también más auténtico. Aparte de los robles y de los urces, que empiezan ya a propagarse, se ven también olivares y algunos pueblos pequeños. Y, también, entre unos y otros, la vieja vía del tren que antiguamente venía desde Bragança, pero que quedó en desuso hace cuatro o cinco años. Es el signo de los tiempos.
Por fin, a doce kilómetros, el viajero ve el letrero. Está en un pueblo anterior, Jerusalém do Romeu, un villorrio desolado y, a esta hora, vacío, que, aparte de su topónimo, no tiene más interés. Justo al revés que Romeu, que dista un par de kilómetros y que es, según los carteles, una de las tres aldeas que aquí llaman melhoradas. ¿Que qué quiere decir eso? En seguida lo sabrá.
Romeu es pueblo pequeño, y antiguo, como Jerusalém, pero está tan restaurado que sus casas parecen recién hechas. Y hay una, además, muy vieja, que atrae turistas al pueblo. Entre otros, al viajero.
El Museu das Curiosidades, que así se llama la casa, es un museo especial. Aparte de su intención (seguir recaudando fondos para continuar la Obra de assistência às crianças nas Aldeias Transmontanas Melhoradas, según dicen las entradas) y de su insólito emplazamiento, no es local, ni folklorista, como cabría pensar por éste. Al contrario, es tecnológico y, dentro de lo que cabe, moderno.
El museo, que ocupa toda la casa, incluidos los garajes y los patios, está a la entrada del pueblo y su mejor descripción la da su propia leyenda: Viejas cosas que nunca ha visto. ¿Que qué cosas? Infinitas. En concreto, y resumiendo, gramolas, caleidoscopios, máquinas de escribir, balanzas de precisión, aparatos médicos, telescopios, tomavistas, tocadiscos, catalejos, relojes, ventiladores, utensilios de farmacia, instrumentos fotográficos y hasta un proyector de cine, todos ellos construidos, la mayoría en materias nobles, hacia el final del siglo anterior o en los inicios de éste. Y rodeados de fotos y objetos de aquella época entre los que ni siquiera falta el billete del tren que trajo a Régua, la estación más cercana de Romeu en aquel tiempo, al fundador del museo. Un tal Clemente Meneres, un vástago adinerado de una familia de Oporto que llegó hasta este lugar hace ahora casi un siglo para comprar el cortijo que aún se ve en la carretera. Y que se estableció ya aquí, embrujado por la fuerza de esta tierra.
Pero la cosa no quedó ahí. El tal Clemente Meneres, cuya fotografía también se expone entre estas viejas paredes, fue también el promotor del plan de restauración que pasaría a la historia de este rincón transmontano con el nombre de Aldeias Melhoradas. En concreto, Romeu, Vilaverdinho y Vale do Couço, tres lugares que pasaron, por obra y gracia de él, del atraso secular en que vivían a hacerlo en el siglo XX.
Pero lo mejor del museo no está aquí. Lo mejor del museo está oculto en el garaje, o, mejor, en los garajes, pues son dos, como el viajero verá en seguida y como le anticipa Adélia, la vecina de Romeu encargada de enseñarlo y de cuidar de la casa por el invierno. Al parecer, la familia vive en Oporto y sólo viene de tarde en tarde.
Lo que hay en los garajes es digno de mejor causa. Y eso que falta la joya de la familia Meneres: un coche descapotable de 1909 que ahora está, según Adélia, en una exposición en Caramulo. A cambio, hay otros tres coches: un Ford amarillo y negro; otro granate, anterior; y un Ford T descapotable, el último de la serie (se ve que al bueno de don Clemente le gustaban los coches de esa marca), y en el garaje de al lado, aparte de bicicletas, un velocípedo enorme, como de final de siglo, y lo mejor del museo: un camión de los bomberos tan antiguo y pintoresco que para sí lo quisieran los bombeiros de Sabrosa.
El camión, además, tiene su historia. Según se dice en la placa que explica su antigüedad, que se remonta al pasado siglo, fue el primero que hubo en Portugal y lo compró la reina Cristina para uso de sus súbditos. ¿Que cómo llegó hasta aquí? No se sabe, dice Adélia. Pero lo más previsible es que Clemente Meneres, que, aparte de un gran filántropo, era un hombre previsor, se lo comprara a la Reina cuando quedó desfasado para su uso personal. Porque aún siguió funcionando durante bastante tiempo. De hecho, con él se apagó el incendio que se declaró en la quinta, como se ve en una foto que también se muestra aquí.
No es la única, por cierto. Arriba, y entre las máquinas, varias más van ilustrando la historia de la familia, que es la historia, al fin y al cabo, resumida de estos pueblos. Porque, hasta que llegó Meneres, Romeu y sus convecinos ni siquiera venían en los mapas. Ahora tampoco es que vengan mucho, al menos en los más grandes, como ya ha visto el viajero, pero por lo menos tienen servicios (agua y luz, principalmente) y carretera asfaltada para llegar hasta ellos. Cosa que a algunos quizá les parezca poco, habituados a tenerlos desde siempre, pero que a los vecinos de estas aldeas perdidas les parece todavía un privilegio.
—Si va a la raya —le dice Adélia—, encontrará más de uno que no tiene ni camino.