El solar de Mateus
A la mañana siguiente, el viajero se despierta muy temprano (para la hora en que se acostó), creyendo oír todavía la música de la fiesta. Lo primero que hace, por si acaso, es descorrer las cortinas y asomarse a la ventana para mirar dónde está. Vila Real le saluda con una sonrisa quieta. Y, allá abajo, el río Corgo le recuerda que volvió, ya entrada la madrugada, rugiendo bajo los puentes. El viajero ha dormido en el hotel y el Duero ya está muy lejos.
El viajero desayuna y recoge su equipaje. En recepción, un conserje, el mismo que estaba anoche, le indica sobre sus mapas cómo llegar a Mateus, que es la primera visita que el viajero ha previsto para hoy. Pero antes pasa aún por el Excelsior. Salvador Pinto no está. Debe de dormir aún la borrachera de vino y fuego que fue la noche de Régua y, en su lugar, una chica, posiblemente su hija, atiende ahora el café. Así que el viajero le deja a aquél una nota y se va en busca del coche, que dejó junto al hotel. Al viajero le gustaría despedirse de Salvador Pinto en persona, pero la chica no sabe cuánto tardará en llegar.
Además, el viajero está ya inquieto. Son ya cerca de las once y hoy tiene un largo camino. Y, además, hace calor, lo que le hace temerlo aún más; sobre todo, teniendo en cuenta que hoy la carretera le llevará por lo que los transmontanos llaman, por contraposición a la Terra Fria, la Terra Quente. O sea, la Tierra Caliente.
A Mateus, sin embargo, el viajero llega aún fresco. La gloria de Vila Real (y, para los vilarrealenses, sin duda, del mundo entero) está a sólo tres kilómetros, en dirección a Sabrosa, en medio de un gran jardín, pero a la vista de la carretera. El lugar impresiona enormemente. Como el Vidago Palace Hotel o como el puente de Chaves, aparece de repente entre los árboles, detrás de un enorme muro, como si fuera un cuento de hadas. Cuento de hadas debió de serlo algún día, allá por 1700, cuando el palacio empezó a erigirse en medio del robledal que esto debía de ser antes, de la mano de un arquitecto italiano que aquí dejó, según dicen, su obra más importante. Se llamaba Nicolau Nasoni y sus huellas pueden verse todavía no lejos de este lugar, en los palacios de Vila Real y en las románticas quintas vinícolas que sus imitadores construirían luego por todo el Duero.
En realidad, el palacio ya lo conoce el viajero. A lo largo de este viaje y de otros viajes a Portugal, el palacio de Mateus, con todo su halo romántico y su friso de viñedos, lo ha visto un sinfín de veces en los carteles publicitarios y en las viejas etiquetas del rosé que, bajo su padrinazgo y su nombre, se produce en esta zona; un vino suave y rosado, con poco espíritu para algunos, pero que ha hecho de este palacio un lugar conocido en todo el mundo. ¿Qué importa, pues, que el viajero nunca hubiera estado aquí o que las etiquetas de las botellas no hagan honor al palacio? En los tiempos que vivimos, la publicidad es tan instructiva como antes pudieran serlo los cuentos.
—¿Usted cree?
—Por supuesto —le dice el viajero al guarda que le acaba de vender las dos entradas (la del palacio y la del jardín: en total, 950 escudos, nada más y nada menos) y que ha sido el receptor de tan dudosa meditación.
El guarda se queda fuera, en su caseta de gnomo, y el viajero entra al jardín decidido a comprobar si es cierto lo que ha pensado. Lo es, sin duda ninguna. Enfrente de él tiene ya el gran estanque central, un gran estanque romántico con estatuas y nenúfares y una gran fuente en el medio, y, detrás de ésta, el palacio, igual que en las etiquetas. El viajero se detiene un instante a contemplarlo. Allí están, tras el estanque, sus imponentes pináculos, la cúpula de la iglesia con su fachada barroca, las esculturas de piedra que dan realce a sus muros, la grandiosa escalinata principal que da acceso al edificio y que sube ya el viajero. Todo como en los grabados, aunque realzado ahora por la luz de esta mañana que ha amanecido tan limpia como el olor de las madreselvas. Que son las flores que llenan todo de un pálpito de otro tiempo.
El pálpito de lo bello. Porque este hermoso palacio por el que el viajero se adentra ya acompañado por una guía (una chica guapa y joven, nacida cerca de Chaves y que se llama Enriqueta) es un monumento en piedra a un tiempo que en Portugal se caracterizó, entre otras cosas, por el deseo de perfección y la pasión por las artes, después de varios siglos de aventuras y de guerras. Aquí están, para demostrarlo, los muebles de mil maderas, los cortinones bordados, los relojes y tapices y pinturas de la época. De salón en salón, mientras sus pasos retumban en la tarima detrás de los de Enriqueta, el viajero va admirando todo ello, deteniéndose a observar de cuando en cuando, haciendo caso a la chica, esa porcelana china, ese reloj de caoba, ese bargueño labrado o ese manuscrito antiguo que languidece lleno de polvo en un rincón de la biblioteca. Enriqueta conoce el palacio como si fuera su casa y como tal se lo enseña:
—Ésta es la colección de nacimientos de Machado de Castro, el más famoso artesano de nacimientos de Portugal… Ésta, la de porcelanas chinas… Ésta, la de cerámica de las Indias… Y éstas —dice Enriqueta, parándose ante una enorme vitrina, en el centro de la biblioteca—, las planchas de los grabados hechas por el pintor Fragonard para la edición de Os Lusíadas, de Camoens, que los condes mandaron imprimir para regalársela a sus amigos.
—Vivían mal… —dice el viajero.
—¿Quiénes?
—Los condes.
—Y viven —dice Enriqueta, sonriendo—. Ésta es sólo la parte del palacio que se enseña a los turistas. Los condes siguen viviendo a partir de aquí.
Sorprendido, el viajero mira al fondo. Frente a él, hay un pasillo y, detrás, hay una puerta tras la cual comienza ya, según le dice Enriqueta, la zona que aún utilizan los dueños de este palacio. Aunque, al parecer, a veces, también utilizan ésta. Cuando tienen invitados o cuando celebran alguna gran recepción, por ejemplo; que suele ser a menudo, según le dice Enriqueta. Ciertamente, los condes no viven mal.
—Ahora entiendo por qué cuesta tanto la entrada —le dice con ironía el viajero a la muchacha.
Pero Enriqueta no le contesta. La chica es muy reservada y está ocupada, además, en proseguir su trabajo, que había quedado parado en los grabados de Fragonard. Son realmente muy bellos; tan bellos como el poema para cuya ilustración se hicieron y que seguramente nunca leyeron muchos de sus receptores; no por desinterés, sino por imposibilidad material de hacerlo. Al lado de los grabados, y también en la vitrina, el viajero observa ahora las cartas que algunos de ellos enviaron a los condes dando acuse de recibo y agradeciéndoles por escrito tan maravilloso obsequio. Entre otras, la del duque inglés de Wellington, la del príncipe austríaco Metternich, la del conde francés Talleyrand o la del mismísimo zar de Rusia Alejandro.
—¿Y les contestaron todos?
—No, sólo algunos —dice Enriqueta, siguiendo.
Pero, aun siendo fastuoso y estando lleno de joyas (entre las que no es la menor el ejemplar de Os Lusíadas que los condes, claro es, se guardaron para ellos), lo mejor de Mateus no es el palacio. Lo mejor de Mateus son sus jardines, que se prolongan a espaldas de él hasta donde se lo permite la carretera. Aquí, al viajero ya no le guía Enriqueta. El trabajo de la chica se reduce a enseñar sólo el palacio y el viajero lo agradece. No porque no le guste su compañía, que le gusta, por supuesto (ya dijo que, amén de guapa, Enriqueta es muy discreta), sino porque lo mejor ahora es perderse en el silencio de estos sombríos jardines que parecen rescatados de algún sueño.
Sitios así no se cuentan. El verde de los rosales, el blanco de los magnolios, el morado de las lilas o la penumbra del túnel hecho con pino y paciencia que atraviesa los parterres y los estanques de agua entre una orquesta de pájaros sólo pueden disfrutarse, que es lo que hace el viajero. Ya se enterará algún día de quién y cuándo los hizo. Y, si no, tampoco importa.