Angie Borges, la canadiense
La noche en el Mira-Túa (al que regresó ya tarde) fue aún peor de lo esperado. Aparte del ascensor y de la decoración del cuarto (un jarrón con flores muertas), hacía tanto calor que el viajero apenas durmió. Para remate, al amanecer, cuando ya había cogido el sueño, alguien llamó a la puerta y, cuando se levantó a mirar, encontró a un hombre en pijama preguntando, extrañado, por su esposa. Dormido (y en calzoncillos, bien que cubierto con una toalla), el viajero se apresuró a convencerle de que allí no había ninguna esposa, cosa que hizo invitándole a pasar para que pudiese comprobarlo por sí mismo si quería, y luego volvió a la cama, dispuesto a seguir durmiendo. Pero ya no lo logró. Entre el calor de la habitación y el miedo a que aquél volviera, el viajero ya no consiguió dormirse, a pesar de estar rendido.
Así que ahora está destrozado, en la cafetería vecina del hotel, tomando un café con bollos, que es lo mismo que anoche le ofrecían como cena. Sobre la mesa, y junto a la taza, el mapa de Portugal y un folleto del nordeste transmontano, que cogió en la recepción, esperan a que termine para indicarle el camino que hoy debe hacer cuando acabe y, a su lado, en otra mesa, el hombre de esta mañana hace lo propio con su mujer. Al parecer, la encontró en seguida, y en su cama, por supuesto, según él mismo se apresuró a explicarle al viajero al encontrarlo en la recepción. El que se había equivocado de habitación era él.
El camino de este día —el cuarto por Trás-os-Montes— es el que lleva a Miranda, la ciudad fronteriza del río Duero, que entra en Portugal por ella, de la que Mirandela tomó su nombre cuando el rey Don Dinís la amuralló. Pero a Miranda se puede ir por muchos sitios. Se puede ir por Macedo, cruzando hacia Mogadouro, que es el camino más recto, y se puede ir por Moncorvo, la capital del hierro y de las almendras, e incluso por Freixo de Espada à Cinta, otra ciudad fronteriza y aislada junto al río Duero que al viajero le ha llamado la atención, aparte de por su nombre, por su condición de tierra de asilo allá por la Alta Edad Media (por lo menos así dice la leyenda). Tanto por un camino como por otro, el viajero cruzará al final de ellos el planalto mirandés, altiplano hermosísimo y pelado, plagado de pueblos viejos, en el que todavía subsisten los últimos reductos de un dialecto, el mirandés, que es el único que existe en Portugal. Y que, según los que entienden de ello, deriva directamente del antiguo dialecto leonés.
Mientras se decide y no (y mientras se recupera), el viajero sale a dar un paseo por el río. La mañana es espléndida, luminosa, y el Túa baja tranquilo, cantando bajo los puentes. Como el viajero, que está contento a pesar de no haber dormido. El viajero es conformista y olvida pronto las penas.
Cantando, como los niños, el viajero cruza el puente, y luego vuelve a cruzarlo, y así hasta que se cansa de él, y después se encamina hacia su coche, que anoche dejó aparcado justo enfrente del hotel. Son las diez de la mañana y ya es hora de partir.
Pero, por el camino, cambia de idea. A su derecha, la ciudad vieja sigue mirando hacia el río, igual que desde hace siglos, y el viajero recuerda que, al final, anoche no subió a verla. La vio desde la otra orilla o, como ahora, al cruzar el puente, pero aún no se ha acercado a conocerla por dentro.
Así que va a hacerlo ahora, trepando por sus callejas, entre la gente que va y viene a sus negocios o a sus ocupaciones de cada día. Son las diez de la mañana y Mirandela ya está despierta.
La iglesia está en lo más alto, donde confluyen las calles, pero con una plaza delante tan horrenda y pretenciosa como ella. Y eso que tiene a un costado el edificio del Ayuntamiento (el palacio de los Távoras, que es la joya del lugar). Pero el palacio (del XVII, con tres cuerpos de fachada y bellas torres renacentistas) quedó eclipsado hace tiempo por esta mole de mármol que cubre ahora la iglesia y por el monumento al Papa que se alza enfrente de ella. Una estatua gigantesca y de vocación realista (bien que sus proporciones no estén bien hechas) que extiende sus brazos blancos al aire de la mañana como si quisiera abrazar toda la ciudad y llevársela hacia el cielo.
—¿Qué os parece?
—¿El qué?
—La estatua.
—No sé —dice, encogiendo los hombros, una de las dos muchachas que cruzan ahora la plaza—. ¿Y a ti?
—A mí bien —dice la otra, defraudando a su amiga y al que pregunta, aunque a éste le da lo mismo porque lo único que quería era hablar con ellas.
La que le parece bien es de aquí (quizá por eso la aprueba), pero su amiga, que es la más guapa, aunque procede de Trás-os-Montes, resulta ser canadiense. Se llama Angie, con g silbante, como la de su apellido —Borges—, y nació ya en Canadá, aunque es hija de portugueses. De una familia emigrante natural de una aldea cercana, en la que ahora pasan sus vacaciones.
—¿Y qué te sientes, canadiense o portuguesa?
—Canadiense —dice la chica, dudando y defraudando de nuevo a su amiga y al viajero.
Bueno, defraudando exactamente no. La chica es tan sonriente y tiene un cuerpo tan bello que el viajero está encantado sólo de poder mirarla. Aunque sea de reojo y fingiendo indiferencia.
—¿Y cuándo vuelves?
—¿Adónde?
—A Canadá.
—Mañana —dice la chica, defraudándole de nuevo sin saberlo.
Las chicas siguen andando en dirección a la iglesia y el viajero se queda solo en la plaza, mirándolas, como también haría el Papa si pudiera. Pero, cuando todavía están cerca, tiene una iluminación. Seguramente, por influencia de éste.
—¡Oye!
—¿Sí? —dice la chica, volviéndose.
—¿Tu pueblo por dónde cae?
—¿Mi pueblo?
—Sí, el de tus padres.
—Hacia Romeu —responde Angie, preguntándole a su vez por qué lo dice.
—Por nada —dice el viajero, alejándose y sabiendo ya el camino que tomará esta mañana. El viajero, cuando no sabe qué hacer, deja que se lo diga el destino.