Los hijos de Rebordelo

Poco a poco, sin embargo, a medida que se acerca a Rebordelo, la carretera empieza a cambiar. Tímidamente al principio y, luego ya, abiertamente, los montes van suavizándose y comienza a aparecer algún olivo y alguna viña por las laderas. Son viñas pobres, raquíticas, como quemadas por los incendios, pero que dan al paisaje un poco de humanidad y de esperanza al viajero. Junto a una de ellas, de hecho, una familia se ha detenido, quizá para ver el humo, al lado de una caseta. En otra, en cambio, alguien abandonó definitivamente su coche, incapaz seguramente de volver a ponerlo en marcha. El coche, irreconocible, está ya tan oxidado que parece también, como las viñas, quemado por los incendios.

Por fin, después de varios kilómetros, un hombre que viene andando y tres o cuatro tractores anuncian al viajero la cercanía de Rebordelo. El pueblo se le aparece de pronto, al coronar una cuesta, como si estuviera escondido detrás de ella para que nadie lo viera.

Rebordelo, sin ser grande, tiene ya empaque de villa, comparado sobre todo con los pueblos que el viajero ha venido viendo desde Vinhais. El pueblo, de casas grandes, muchas de ellas de granito —un poco al uso gallego—, se agolpa en una colina, al pie de la carretera, y, aunque el calor aprieta de firme (son las cinco de la tarde), la gente está sentada por las calles mirando pasar los coches y las columnas de humo de los incendios. Una de ellas, la más grande, está justo frente al pueblo.

—¿Qué es lo que se está quemando? —le pregunta el viajero al primer vecino que encuentra al bajar del coche.

—El mundo —le dice éste.

Su compañero de charla, que está sentado en el suelo (con un niño entre las piernas), le corrige, sin embargo:

—Esto ya no es el mundo —dice, mirando al viajero.

—¿Usted cree?

—Por supuesto que lo creo —dice el hombre, que al parecer vive en Francia y está aquí de vacaciones, aunque, a lo que se ve, no parece muy contento—. Esto es el culo del mundo —dice sin rastro de pena.

El hombre es tan contundente que el viajero no se atreve a llevarle la contraria. El hombre es de Rebordelo y tiene todo el derecho a opinar lo que quiera de su pueblo y, además, el viajero está de acuerdo. Aunque, evidentemente, él no se atreva a decirlo. Una cosa es que lo diga un vecino, aunque sea un emigrante, y otra que lo diga un forastero.

—¿Y por qué vuelve? —le dice.

—Por la querencia —responde el hombre, encogiéndose de hombros, como si la querencia fuera una maldición.

Pero no todos en Rebordelo parecen tan aburridos ni tan arrepentidos de haber nacido aquí. Al revés: por las callejas del pueblo, que el sol castiga con fuerza, el viajero encuentra hombres y mujeres que charlan amablemente a la puerta de sus casas mientras sus hijos juegan al fútbol o van y vienen en bicicletas. Otros, más solitarios, pasean tranquilamente o sestean a la sombra de algún árbol o al arrimo de las casas. Muchos deben de ser emigrantes, pero parecen felices de estar ahora en su pueblo. Al menos, matan el tiempo, cosa que el viajero duda que puedan hacer en Francia, o en Suiza, o en Alemania, por más que estos países sean el centro del mundo y el lugar donde encontraron solución a su pobreza. Al fin y al cabo, piensa el viajero, como la tierra propia no hay otra, aunque sea tan pobre como ésta.

Por lo demás, el pueblo tampoco es muy diferente de los que el viajero ha visto desde que cruzó la raya: un puñado de callejas retorcidas, una iglesia de granito o de pizarra, una plazuela con árboles, unos cuantos huertecillos y chalés y un camino que conduce al cementerio o a una ermita solitaria y olvidada. En el caso de Rebordelo, la de la Peña. Está en lo alto de un monte, apenas a medio kilómetro, pero el viajero en seguida desiste de acercarse a visitarla. A las afueras del pueblo, el calor es fuego.

—¿Qué? ¿Le gustó? —le dice el de la querencia cuando regresa a la carretera.

—¿El qué?

—El pueblo.

—A mí, sí —dice el viajero.