La porca de Murça

La música de Alijó (la de los puestos de feria) sigue al viajero un buen rato mientras se aleja del pueblo. Es una música alegre, de fiesta, como la que estará sonando también en estos instantes en Santo Martinho de Anta y en muchos otros pueblos y ciudades del país. Aunque, en Alijó, no todos están ahora de fiesta. A la salida del pueblo, al fondo de un callejón, un coche negro arranca en este momento llevando detrás de sí un silencioso cortejo.

En Chá, la siguiente aldea, aunque cerca todavía de Alijó, tampoco están hoy de fiesta, aunque lo estarán mañana, o quizá el fin de semana, puesto que están colocando los adornos y las luces de colores que engalanan en las fiestas las iglesias de los pueblos. Aunque el mejor adorno es el sol, que se pone en este instante en medio de un gran incendio. Hasta la bruma parece arder de tan granate como está el cielo.

La bruma y la carretera son casi la misma cosa por el camino que lleva a Murça; un camino que atraviesa una sucesión de montes cada vez más solitarios y cada vez, también, más oscuros. Definitivamente, la noche empieza a caer y, durante algunos kilómetros, el viajero va sumido en una duda que no acierta a resolver: si es de noche o si es de día, si lo que manda aquí es el piorno o si es todavía la vid. Hasta la entrada de Pópulo, ya cerca de la autovía, las viñas y los matojos van cogidos de la mano, como la noche y el día, dejando esa sensación de estar en tierra de nadie que embarga ahora al viajero; un viajero tan cansado que apenas ya se detiene. Desde que dejó Favaios, sólo piensa en el hotel.

Y es que el viajero lleva ya muchos kilómetros a la espalda: los que hoy ha hecho hasta este instante más los que dejó detrás, entre Bragança y Chaves, el primer día, y entre Chaves y Régua, ayer. En total, más de trescientos kilómetros, sin contar los que ha hecho caminando (o en barca, como en Pinhão), la mayoría de ellos por carreteras infames y con un calor tan tremendo que hace que los kilómetros se multipliquen por tres. Sobre todo los que hoy ha hecho alrededor del río Duero. Menos mal que la autovía está ya a tiro de piedra. Y, con la autovía, Murça, la de la famosa porca, cuyas luces ya se ven en la distancia, al otro lado de aquélla.

La autovía de Bragança, llamada así oficialmente pese a que en su mayor parte sólo tiene dos carriles, uno de ida y otro de vuelta, atraviesa en diagonal la región de Trás-os-Montes, uniendo sus dos ciudades más importantes e históricas (Bragança y Vila Real) y separando a la vez la tierra fría de la caliente; esto es, las sierras altas del norte de la depresión del Duero. Murça está en su orilla norte, es decir, en tierra fría, y, para llegar allí, la carretera debe cruzar la pretendida autovía, cosa que hace bajando al valle y pasando bajo ella por una especie de puente. Luego, atraviesa un riachuelo (ahora ya por un buen puente: la Puente Vieja, que llaman y que es de origen romano, según dicen los letreros) y empieza a subir de nuevo, dando curvas y más curvas, como al bajar hacia aquélla. Al final, aparece Murça, alzada sobre el barranco como si pretendiera así huir de la carretera.

Murça, como Alijó, es ya villa señorial. Se nota al cruzar sus calles, que están todas empedradas y flanqueadas de caserones que hablan de sus pasadas grandezas. Se nota en sus casas nuevas, que están todas muy pintadas, lo mismo que los comercios (principalmente los bancos), y se nota sobre todo en el jardín que ocupa lo que un día fue la plaza mayor del pueblo. Y en la que se expone al público su principal monumento: la porca.

Es una porca de piedra, igual que la de Bragança, pero mucho más cuidada (está sobre un pedestal), que preside desde antiguo los destinos de esta villa que ha dado al país portugués varios vecinos ilustres, empezando por los condes de su nombre y siguiendo por los varios militares que combatieron con heroísmo en sus diferentes guerras. El más famoso de todos un tal Antonio Milhões, militar que luchó en la mayor de todas (la famosa Grande Guerra) y que es, al parecer, el militar más condecorado de la historia del ejército portugués.

Pero al viajero, ahora, no le interesan los militares. El viajero está sentado en medio de unas mimosas, mirando caer la noche sobre este hermoso jardín, y lo único en que piensa es en aspirar a fondo el olor de las mimosas y el humo de su cigarro mientras contempla la porca, que permanece impertérrita, como el viajero en su banco, en su pedestal de piedra. Lleva así ya muchos años, desde que la trasladaron a este lugar desde su primitiva morada, seguramente algún castro que habría por aquí cerca. Aunque hay quien piensa que no fue así. Doña Lidia Pereira, por ejemplo, tiene claro que la porca es más real de lo que parece.

Doña Lidia Pereira es la librera del pueblo. Tiene su tienda aquí cerca (Libreria Academica se llama, nada más y nada menos), pero ahora está en la plaza con su nieto, paseando y tomando el fresco. El niño, de unos dos años, viene jugando detrás, pero, al oír al viajero, corre a agarrarse a su abuela. Quizá es la primera vez que oye hablar en otro idioma que no sea el portugués.

—¿Cómo te llamas?

—Zé Carlos —dice la abuela por él.

La abuela, por el contrario, es amable y muy locuaz. Mientras vigila a su nieto, que se ha ido detrás de un perro, se sienta junto al viajero y le cuenta, a instancias de éste, lo que sabe de la porca, que es mucho más asombroso de lo que cabría esperar. Según ella, la porca no es ningún tótem, ni siquiera una escultura, por más que así lo parezca, sino el cuerpo disecado de una porca de verdad que asoló durante años la comarca, comiéndose a las crianças como Zé Carlos, hasta que los vecinos de Murça consiguieron darle muerte. Hecho que, según ella, ocurrió no hace tantos años y de un tiro de escopeta.

—¿No ve el buraco? —dice, mirando al viajero.

El viajero está asombrado. Asombrado y encantado por la historia y feliz de estar ahora en tan buena compañía. Aunque Zé Carlos siga mirándolo como si fuera un marciano. Se ve que el niño no acaba de entender por qué habla así.

—¿Cómo te llamas?

—Zé Carlos —responde el niño por fin.

El buraco de la porca es un pequeño agujero que la escultura tiene junto a una pata y que, efectivamente, parece un tiro, aunque difícilmente pudo ser de una escopeta. Mejor debió de ser de algún golpe que la porca recibió al ser trasladada o que alguien le dio a propósito sin saber seguramente la importancia de esta piedra. Pero el viajero, obviamente, no le dice nada de eso a doña Lidia. Al revés, acepta con humildad su versión sin inmutarse:

—¿Y murió de un solo tiro?

—Pues parece —dice ella.

El viajero está encantado. El viajero ya se iba cuando llegó la señora, pero ahora enciende un nuevo cigarro y se acomoda en el banco, dispuesto a seguir escuchando historias, de la porca o de quien sea. La librera es habladora y está sola ahora en la plaza y el viajero hace ya tiempo que dejó de tener prisa. Sobre todo, desde que cayó la noche y, con ella, el final de su jornada. Sólo le queda ya llegar hasta Mirandela, que está apenas a diez minutos de camino y, además, por autovía. Por si faltara algo, también, el calor ha remitido, después de un día infernal, y en su lugar una suave brisa bate ahora las mimosas; las mimosas y el jazmín que crece en alguna parte y que llena todo el pueblo de un olor indescriptible: un olor fuerte, dulzón, como el del moscatel favaios, que impregna toda la plaza alborotando a los pájaros y emborrachando al viajero. Sólo la porca, la pobre porca, sigue en su sitio, sombría y amenazante como cuando aún acechaba a las crianças como Zé Carlos, que ahora, en cambio, juega solo y confiado junto a ella. Se ve que le asusta menos que el hombre que está sentado junto a su abuela.

—A ver si lo va a comer…

—No creo —dice, mirando a su nieto la librera Lidia Pereira.