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Nuevamente los bueyes pasarán por mi alma, y otra vez el silencio se posará como escarcha sobre los prados.
Hojas resecas en los robledales anuncian ya su paso poderoso. Y, en los tejados verdecidos por el musgo, el tiempo se desploma como un fruto maduro y amarillo.
Alguien, seguramente, alguien recién llegado del otro lado de las norias, quizá golpee el trozo de raíl que cuelga abandonado en los corrales del recuerdo.
Pero sus golpes no sonarán más fuertes que la lluvia, y sus ecos más blandos se enredarán en las zarzas como guedejas de lana de un gran rebaño gris.
Porque, una vez cruzadas las lindes del silencio, los bueyes ya no pueden detenerse, ni pueden alcanzar los pozos de la duda.
Buscarán en las vías las hierbas más amargas y, cuando sientan en sus babas el sabor de la muerte, se adentrarán lentamente en ríos más profundos que el olvido.
Y, en la pendiente ya colmada de quietud, rumiarán brevemente los abrojos del cansancio.