56

LA piedra erguida es misterio y clamor silencioso. Dos figuras humanas en estado naciente, en estado muriente. No acabadas de crear por el cincel: por eso mismo siguen ellas creando. El desnudo viril desfallece, la mujer en su manto le sostiene. Con brazos amorosos, con rostro desesperado… ¡Cómo la comprende Hortensia, enfrentada a esa talla por su hombre!

—¡Ahí están; mira mis guerreros! —exclama el viejo—. ¿Verdad que no son una Pietà?… Pero ¡vaya estatuas! ¡Qué tío, ese Michelangelo!

Ciertamente, una Pietà fue siempre para Hortensia otra imagen diferente: herido amor, dolorida ternura. Sin embargo, para asombro suyo, en esa escultura ve encarnada su propia actitud hacia el viejo. Ninguna otra representación podría producirle tanta pena, porque así es como se vio aquel día sosteniéndole ante la luna de su armario. Le desgarra el corazón, a la vez que se lo conforta, ese amoroso patetismo de la estatua, que el viejo interpreta como heroísmo bélico y así quiere mostrárselo a su Hortensia en este Jueves Santo. Su Hortensia, porque ya lo es: la ha convencido y se casarán en cuanto arreglen los papeles.

—Te quedas con la boca abierta, ¿verdad?

—No me lo esperaba… Además, creí que me traías a ver a esos etruscos que te gustan.

—¡Si aquí en Milán no tienen!… Pero esto vale la pena. Esto… ¡Vaya si tenía jarcias el Michelangelo!

No sabe decir más, pero blande los puños, frunce el ceño, concentra la mirada.

—¿Los etruscos son así?

—¡Al contrario! Éstos pelean y los etruscos vivían. ¡Pero con las mismas agallas que éstos!

A la salida del museo da gusto alzar la mirada. Llena los ojos un limpio cielo azul; besa el rostro un aire tibio. El sol tiende sombras danzarinas bajo los árboles; densas al pie de las fachadas. En el autobús, junto al olor de Hortensia y sintiendo la suave mano en su huesudo puño, el viejo cuenta alegremente su última treta.

—¡Ya está salvado Brunettino! ¡Para siempre!… Ya te conté, ¿verdad?, que Andrea se ha rendido; ha prometido no volver a encerrarle… Pues, por si acaso, yo he rematado la faena. ¡Nunca me fie de los salvadores, como aquel Mussolini con sus cuentos! No, sólo se salva uno mismo. Por eso le he enseñado a Brunettino a abrir la puerta arrimando una silla a la pared, porque él no llega al pestillo. Se encarama en ella y entonces alcanza, ¡angelote mío! Lo consiguió a la primera, ¡es más listo!… Ahora no me importa ir al hospital; el niño ya empieza a defenderse solo. Además, estarás tú.

Luego, en la capilla de san Cristóforo, al disponerse Hortensia a rezar, contempla el cuadro, viendo en él la fotografía del hombre con Brunettino en alto sobre su mano; esa imagen conmovedora entronizada por ella en lo más sagrado de su armario, porque no ha querido enmarcarla a la vista de nadie. Entre tanto, el viejo piensa que entre dos se llega mejor a la otra orilla: «Hortensia y yo pasando juntos el río, uno al lado del otro, con Brunettino sentado sobre nuestros brazos enlazados y rodeando nuestros cuellos con sus bracitos». Y se enternece repitiendo: «Así, así; uno al lado del otro».

Hortensia se vuelve al hombre:

—¿Recuerdas el primer día en que vinimos aquí?

—Sí, después de ver a tu san Francisco. ¿No voy a recordar? Por eso nos casaremos aquí.

Pero el cura será un antifascista de siempre, como aquel don Giuseppe que me escondió en la cúpula, el pobrecillo, y que dijo aquel sermón. (Porque se llamaba don Giuseppe, ahora mismo le ha venido a la memoria el nombre olvidado). Está decidido, aunque Hortensia empezó resistiéndose. Incluso llegarán muy pronto los papeles del viejo, encargados a Ambrosio. Al hombre le entusiasma imaginar el disgusto de su yerno al caerle encima un ama inesperada, y goza anticipadamente de su llegada al pueblo con la mujer espléndida… Pero lo esencial es ella, Hortensia, que a él le da la vida y se la dará a Brunettino, pues, aunque ya se defienda solo, necesita a una mujer. Sus padres le cuidarán, claro, pero ¿cómo va a enseñarle Andrea lo que ni siquiera barrunta? ¡Que no le ocurra al niño lo que a él! ¡Que no se pierda nada, que desde el principio sepa adivinar a las mujeres!

—Así serás su abuela y le seguirás enseñando después —continúa—. El niño te necesita.

—¿Y tú, no me necesitas? —replica ella, fingiendo enfado.

—¿Es que no lo sabes? —responde arrebatado.

—¡Claro que lo sé, tonto, pero quiero que lo digas!

—Pues ya está dicho.

Hortensia vuelve a su rezo, tras paladear las palabras del viejo:

«Nos casaremos aquí». Sí, ya está dicho. Ella no necesitaba la boda, siendo ya lo que son. ¿Qué añade la ceremonia? Pero ¡a él le ilusiona tanto!

En cuanto vuelven al piso —¡qué alegre la salita en este claro día!— se meten en la cocina a preparar una buena pasta al estilo de allá. ¿A la amalfitana o a la calabresa?

Discuten bromeando, por si ese vino es el más propio, por si baja él a comprar un postre, por si ella llevará o no en su boda el concertu: el aderezo roccaserano de desposada, con su anillo con brilloccu, pendientes, collar y pulsera… En el tejado de enfrente picotean vivaces unos gorriones y ella les arroja unas migas.

En el comedor, vacíos ya los platos, el hombre mira en torno. La vista de Amalfi, la mandolina, las lozanas plantas en sus limpias macetas… ¡Qué sosiego! Como el primer día.

«Pero ¿dónde está el retrato de Tomasso?… Desapareció, como Dunka… Esta mujer piensa en todo… Sí, como Dunka; pasó a la historia», se repite el viejo. Una tibia emoción le recorre, le levanta de su silla y le acerca a la mujer que está recogiendo la mesa.

—Pero, Bruno, ¿qué haces? —exclama, al sentir ceñida su cintura.

Los otros labios la besan y ahora es ella quien siente retornar antiguas emociones. Ríe feliz, zafándose.

—¡Qué loco eres!… Anda, anda; a tu siestecita, que estás muy guerristón y te conviene descansar.

Sí, guerristón; hacía tiempo que un beso no era tan beso. «¡Mira que si se hubiera rendido también al otro enemigo, la Rusca!… Ilusiones. Sus mordiscos últimos ya no tienen remedio».

—Bueno, pero te acuestas tú también.

Hortensia se alarma y se entristece ante esa mirada viril todavía: «¡Si ya no valgo nada!», se lamenta pensando en su cuerpo. El viejo no admite reticencias.

—No te niegues. ¡No es la primera vez!

—Yo estaba enferma aquel día.

—¿Es que no te fías de mí?

Ha experimentado por eso un fugitivo instante de alborozo. Y continúa:

—Mujer, que ya no somos jóvenes. No te hagas ilusiones, ya te lo he dicho… Y la cama es el mejor sitio para estar juntos un hombre y una mujer.

Palabras y silencios en la penumbra primaveral de la alcoba, cernida por las cretonas estampadas. Tendidos uno junto a otro bajo la sábana y la colcha, desvestidos a medias, las palabras son estrellas en el crepúsculo de cada día, rojas brasas en un fuego tranquilo, misterios compartidos. Y los silencios lo cantan todo, son la vida entera de cada uno resucitando, reconstruyéndose y requiriendo a la otra para completarse; son las existencias de ambos abrazándose en un trenzado de anhelos y esperanzas. Por eso tras de cada silencio fluyen revelaciones:

—Tuve celos de Dunka hasta la otra tarde —confiesa susurrante Hortensia— y todavía…

El hombre tiene un ataque de jactancia:

—¿Y de las otras no?

—Ya sé que tuviste a muchas, pero Dunka te tuvo a ti… Al menos hasta donde tú te dejabas.

—Tú me tienes del todo, rendido del todo, sin condiciones… Aquí, fíjate, y ya no me avergüenzo de tener mujer en la cama y no catarla. ¡Mira si me has cambiado!… Con ella fue al contrario: ¡la gocé y ni pensé que había más!

Impulsiva, Hortensia se incorpora, el codo sobre la almohada, poniendo en sus ojos toda su convicción:

—¡No te duela! ¡Le diste justo lo que ella quería! El «magnífico animal», como dijiste. Lo que ella no había conocido jamás.

Deja que sus palabras penetren en el hombre y continúa:

—Olvida: fue como había de ser. Para ternezas ya estaba David y ella las rechazó… Sí, diste todo lo que eras. Sólo ahora es cuando sabes que eres más.

«Sólo ahora —rumia el hombre—. Y ¿qué ha pasado ahora? Pues Milán. Es decir, el niño y ella: no hay nada más en Milán».

—Sí, ahora lo sé. Gracias a ti.

—Gracias a Brunettino.

—Mis dos amores.

—Uno. Tú eres los dos amores. Tú, que los das.

Otro vasto silencio.

«Yo, que me doy», piensa el hombre: algo completamente nuevo en su mente, algo recién nacido en estas semanas.

Se recrea en ser mirado desde arriba como ahora, lo que no le gustó nunca. Saborea ese rostro sobre el suyo, ese torso dominándole, por cuyo escote abierto asoma la curva de un pecho grávido, venciéndose hacia él.

Lo contempla fascinado. Y esto sí que lo habla pensado siempre: «¿Qué poder tiene la carne de mujer? Redonda y blanca como la luna, que dicen que levanta el mar».

—¿Qué poder tiene la carne de mujer? —han sonado esas palabras. Las ha pronunciado en voz alta sin darse cuenta.

—El mismo que la de hombre —susurra ella, encendida, sintiendo la mano que moldea suavemente su pecho y oyendo el suspiro profundísimo.

Silencio de nuevo, sí, pero ¡cómo habla el tacto!

Y una lamentación. La misma, la única:

—¿No te da pena tener en tu cama sólo una carne ya muerta?

—¿Muerta? —protesta esa ternura absoluta—. ¡Vive! ¿Es que esa carne no está sintiendo mi caricia?… ¡Qué vello el de tu pecho, qué rizos ásperos, cómo se enredan y se demoran mis dedos!… Y debajo tu corazón, tu corazón que habla, que me grita: ¡Estoy vivo!

Un silencio aún mayor, más alto, envolviendo los ecos de las voces, las delicadas presiones, los amorosos reconocimientos. En la cúspide, una dolorida queja viril:

—¡Cuánto daría por que supieras cómo fui yo en estos lances! ¡Si pudiera…!

La mano femenina deja ese pecho rizoso y un dedo firme sella los labios demasiado exigentes.

—Calla. No pidas más a la vida.

Y repite, ocultando su repentina angustia:

—No pidas más… ¡Que no se rompa!

Cierto, dejarlo así, saber gozar así. Ella sigue reclinada sobre el codo. «La dama etrusca», recuerda el hombre. Pero no sobre un sarcófago. La cama es un océano tranquilo donde se vive la pleamar de los amantes. ¡Alta libertad de entregarse! Al hombre ya no le encadena la sombra de Dunka, ni siquiera —gracias a Hortensia— el dolor de lo perdido en las últimas dentelladas de Rusca. Sereno ante la puerta que pronto traspasará, porque ya sabe vencer al destino. Atrincherándose en lo indestructible: el momento presente.

Viviendo el ahora en todo su abismo.

Ella, mientras tanto, sabiendo lo que sabe, siente derramársele hacia dentro, anegándole el pecho, unas lágrimas por él, por ella misma. Le gustaría cogerle otra vez en brazos, ser aquella Pietà en la luna del espejo —¡pesa ya tan poco su Brunettino!—… Pero él sospecharía.

Se reprime y se refugia también en el puro instante. «¡Que no se rompa!», reza.