26

¿Y eso son las famosas mujeres?

Andrea le inscribió en un estupendo Club de Animación para la Tercera Edad, frecuentado por señores y señoras: así dijo ella.

—¿Mujeres? —preguntó el viejo.

—Claro, mujeres —sonrió forzadamente Andrea.

Y ahora el viejo mira a las mujeres en el salón engalanado aún con guirnaldas navideñas. Y, por supuesto, con un árbol de Noel en un ángulo. Pero sus bombillitas están siempre encendidas, sin hacer guiños.

Unas juegan a las cartas; otras forman grupo sentadas en divanes y sillones, con té o café en mesitas cercanas. Hay hombres también y se charla animadamente, estallando de vez en cuando una risita aguda. Una de ellas ha dejado de tocar el piano, volviéndose hacia la puerta en su taburete giratorio y, como las demás, mira al viejo que, junto con Andrea y la directora del Club, permanecen en el umbral. A su vez, el viejo las mira:

«¿Mujeres? ¡Un hato de viejas!… Onduladas, maquilladas, emperifolladas…, ¡pero todas viejas!».

Los hombres, por el estilo. Hay uno de pie junto a la pianista. Dos juegan al ajedrez: los únicos que no se han vuelto hacia los recién llegados.

—Continúe, don Amadeo: su voz está mejor que nunca… ¡Magnífica!… El comendador es un gran tenor —aclara al viejo la directora.

Bueno, insiste en que no la llamen directora. «Yo no dirijo nada; todo lo deciden nuestros miembros del Club. Sólo soy una modesta animadora, una compañera más». Pero el viejo comprende que es la directora: no hay más que verla y, sobre todo, oírla. ¡Ese aire de autoridad…!

—¡Ah, cuando yo cantaba en la Scala…! —farfulla el viejo junto al piano, inclinándose en ceremonioso gesto de gratitud. Vuelve una página en el atril e indica a la pianista—: Recomencemos, por favor.

La pianista pulsa unos acordes. Luego, mientras la cascada voz ataca la Matinatta de Leoncavallo, la directora conduce a Andrea y a su suegro hacia dos sillas vacías, frente a un sofá con dos señoras y un caballero entre ellas.

—No les presento porque aquí no es necesario: todos están presentados por el hecho de ser socios. Nuestra regla es la espontaneidad, el libre impulso afectivo, ¿verdad?

Las tres cabezas del diván asienten repetidamente. La directora-animadora sonríe. En realidad, todo el mundo aquí sonríe, menos el viejo. Y tampoco Andrea, que le observa con inquietud.

—Yo soy Ana Luisa —dice una de las viejas, al mismo tiempo que la otra declara llamarse Teodora. Han de repetirlo porque como hablaron a la vez resultó confuso.

Desgraciadamente tampoco se les entiende a la segunda porque el otro viejo suelta una risa en cascada que acaba en un golpe de tos, durante el cual ellas logran por fin identificarse, casi a gritos.

—No les haga caso, compañero —desmiente el viejo en cuanto puede hablar—. No se llaman así, le están engañando. Son unas bromistas, unas bromistas… Ji, ji, ji; estas muchachas son unas bromistas.

Ellas unen entonces sus carcajadas a las del catarroso, que guiña aparatosamente un ojo hacia los recién llegados. Al fondo del salón se corta la Matinatta y un golpe seco de la tapa del piano al cerrarse proclama la indignación de los artistas interrumpidos. La directora acude a apaciguarles y, en el sofá, la risa del trío se interrumpe también de golpe cuando el catarroso deja caer ambas manos sobre los muslos femeninos inmediatos a él.

Súbitamente dignas y envaradas, las damas se quitan de encima tales manos con idéntico gesto de repugnancia.

—No empiece usted, don Baldassare —dice Ana Luisa. O quizás Teodora.

—No son modales, no son modales —cacarea Teodora. O quizás Ana Luisa.

—Quien no sienta el arte que no venga. Eso es, que no venga —repite al fondo el ofendido tenor, entre los cuchicheos apaciguadores de la directora que, al fin, logrado su propósito calmante, retorna junto al nuevo miembro del Club, en el instante en que es interrogado por don Baldassare.

—¿Y usted de qué quinta es, compañero?

—Yo fui inútil total… ¡Soy sordo! —grita el viejo, exasperado por aquel ojo enfrente guiñando constantemente. Enseña los dientes en un forzado intento de sonrisa y se vuelve hacia la puerta. Andrea le sigue, así como la directora, que se afana en dar explicaciones.

—El pobre don Baldassare no rige bien, pero no podemos cerrar las puertas a nadie… Esto es público, municipal, comprendan… Por lo demás, vienen personas muy agradables, muy agradables…

Andrea consigue que su suegro se resigne a visitar las restantes instalaciones, profusamente elogiadas por la directora:

—Aquí la biblioteca… Buenas tardes, doctor, no le interrumpimos… Excelentes lecturas, excelentes… Esta salita con la televisión, muy cómoda… El salón de actos: amplio, ¿verdad?, damos muchas conferencias… Interesantísimas… También cine y, a veces, representamos teatro nosotros mismos… Miren, hace un mes dimos Vestir al desnudo y tuvimos estimables críticas. ¿Le gusta Pirandello, señor Roncone? Permita, le llamaré don Salvatore. Aquí usamos el nombre, es más espontáneo… ¿Le gusta Pirandello?

Al fin vuelven a hallarse en el vestíbulo, allí donde una cartela mural proclama:

Casa de la Alegría. Reír es Vivir. La directora empieza a despedirse. Andrea, aunque deprimida, agradece admirada el prudente silencio de su suegro. Ignora que se debe a la paralizante intensidad del asombro. Desde que entró, el viejo se pregunta si todo aquello existe de verdad, si tales ejemplares son humanos. Ni siquiera como milaneses logra explicárselos. No ha logrado reaccionar y por eso calla. Sólo al final pregunta, vacilante:

—¿Y todos son así?

—¿Así qué? —pregunta la directora, alzando sus límpidos ojos aguamarina. Andrea se encoge interiormente, esperando el latigazo.

—Así de…, de viejos y eso.

Pero el candor de la directora es invulnerable.

—¡Qué cosas tiene este don Salvatore!… Aquí no hay viejos, querido señor; somos la tercera edad. La mejor, si se sabe vivirla. Vuelva y verá, vuelva: nosotros le enseñaremos.

Caminando acera adelante, Andrea lamenta su fracaso. Se había hecho la ilusión de que, con aquel club cerca de casa, su suegro se ausentaría más y no mimaría tanto al niño, dificultando su correcta educación. Por eso se queda estupefacta cuando, al inquirir cautelosamente, él anuncia que irá alguna vez por el club.

—A lo mejor viene de verdad otra gente —aclara el viejo con esa indescifrable mirada que a veces lanza, entrecerrando sus astutos ojillos sobre un esbozo de sonrisa.

Pues el club se le ha aparecido de pronto como el gran medio de escabullirse. Por las tardes, con Andrea cohibiéndole en casa, su único rato bueno es el baño de Brunettino.

Pero antes tendrá tiempo de visitar a Hortensia diciendo que se va al club.

«También, ¿qué necesidad tengo de disculpas? —se reprocha—. Yo hago lo que me da la gana». Cierto, pero precisamente le da la gana de no hablar de Hortensia; es más divertido ocultárselo a la Andrea. Con esa idea tranquiliza su ánimo, convenciéndose de que nadie le controla.