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SU sentido de alarma no le falla y el viejo abre los ojos. ¿Qué ha sido?

Un crujidito, un roce, pasos cortos… No pueden ser de… Inseguros… Pero ¡entonces…!

Se sienta de golpe en la cama: «¡Brunettino por el pasillo!».

Se calza las zapatillas como un rayo; ventaja sobre los calcetines. «¿A dónde vas, angelote mío?». Se echa su manta encima y se asoma al pasillo, al que llega una vaga claridad ciudadana por la abierta puerta de la alcobita.

El viejo vislumbra al fondo, como un duendecillo blanco, a Brunettino en su pelele, dirigiéndose bamboleante, pero resuelto, hacia el dormitorio de sus padres. En un instante desaparece: ha entrado.

«¿Y ahora? —piensa el viejo inquieto—. ¡Ay, niño mío, te has equivocado, te atreves demasiado…! ¡Esas botitas te enseñaron a andar de prisa y te confías!… Pero de noche no corretean los niños, no te van a dejar, quieren que duermas solo…».

Al mismo tiempo el niño le asombra y enorgullece con su argucia para bajarse de la cuna y caminar tan tranquilo por ese mundo oscuro. Sin un llanto, en busca de lo suyo, de su derecho: unos padres… «¡Bravo, Brunettino!».

Brotan ruidos y cuchicheos al otro extremo de la casa, crujido de cama, pisadas adultas… Aunque la manta parda le camufla en la oscuridad, el viejo se mete en su cuarto, junto a la puerta. Oye perfectamente a Andrea soltándole al chiquillo toda su palabrería profesoral; la oye entrar en la alcobita; oye el crujir de la cuna y los primeros gemiditos de protesta, y el retorno de Andrea hacia su dormitorio, y el nuevo llanto apremiante del niño: un lloro entre queja y exigencia, un llanto que crece, porque el niño sale otra vez al pasillo.

—¡Vuelve a la cuna, Brunetto!… No vengas, ¿me oyes?, ¡te he dicho que no vengas!

El grito de Andrea no parece detener al niño.

—¿Es que no has comprendido?… ¡Eres malo, muy malo! Has despertado a todos y es hora de dormir… ¡Mamá se va a enfadar!

El viejo la oye entrar de nuevo en la alcobita y acostar al niño. «En cuanto te deje solo me reuniré contigo, compañero», jura.

Pero Andrea permanece allí un rato. Al fin regresa a su dormitorio, pero el viejo no tiene tiempo de acudir, porque el niño llora de nuevo, más patéticamente.

—¡Este niño! —grita la mujer, colérica ya y desesperada—. ¿Por qué llora, qué quiere? ¡Si no le pasa nada! ¿Es que no comprende?

Habla Renato con su mujer en voz baja y al fin él acude a la alcobita, donde trata de acallar al niño.

Como no sale, el viejo vuelve a su cama, pero no se duerme. Está exasperado.

«No comprende, no comprende… ¡Vosotros sí que sois cerrados y no comprendéis! ¿Es que no habéis sido niños? ¿No tuvisteis miedo de noche? ¿Es que nunca os hizo falta un cuerpo pegado al vuestro?».

Al cabo Renato vuelve a su cama y hay un rato de sosiego, pero al niño ya se le ha cortado el sueño y vuelve a despertarse en llanto. El viejo no aguanta y acude a consolarle, coincidiendo en la alcobita con Renato.

—Vete a acostar.

—No, padre. Duerma usted, por favor.

El niño tiende los bracitos al viejo, su esperanza, ensanchándole así el corazón.

—¿Lo ves? —triunfa su voz—. ¿Lo ves?

—No, padre; esto es cosa nuestra. De Andrea y mía.

El viejo porfía, pero percibe que su hijo no cederá y se repliega. Dará la batalla de otro modo. Comprende que su hijo obedece a Andrea. Y el niño así también sometido a Andrea. ¡Incluso él, Bruno, está acatándola! ¡Maldito médico y maldito libro! ¡Si no fuera porque…!

Frenético de indignación reprimida, se sienta en su cama sin acostarse, porque le saltaría el cuerpo como sobre una parrilla al fuego. Apoyados los codos en las rodillas, curvada la espalda, cavila:

«¡Qué barbaridad! El mundo al revés, tener que salvar a un niño de sus padres… ¡Ni los salvajes!… Y eso que ellos le quieren, digo yo… ¿Están locos?… Pero no es Andrea el verdugo; ella también obedece. El verdugo es el canalla con anillo y bigotito, el hijoputa del dottore o como le llamen aquí: ¡Ése, ése es el que manda, con su libro de abogado en la mano, esa ley que abandona a los niños por las noches! ¡Ese, el del pañuelo de maricón asomando por el bolsillo de la chaqueta!… Habría que matarle, sí…».

Por un momento, acaricia la idea; luego desiste:

«Sería inútil, vendría otro igual…».

El viejo acaba acostándose, pero se remueve en la cama, atento a los sucesos, dispuesto a intervenir si se agrava la situación… Sólo le contiene el saber que él está presente para hacer frente al del pañuelo, al libro y al mundo entero; incluso a ese Renato —¡parece mentira que sea su hijo!— tratando de dormir al niño en la soledad en que le dejan… Al mismo tiempo, su corazón se arrebata admirando el coraje del niño:

«¡Tan pequeñito y ya tan decidido! Así te quiero, rebelde, exigiendo lo tuyo… No, las botitas no han sido tu desgracia enseñándote a andar, sino tu arma para pelear mejor… Si necesitas otras las tendrás, niño mío; yo te las daré porque eres como yo, también de la resistencia… Valeroso en la noche, saliendo a pelear… ¡Oh Brunettino mío, compañero: tú vencerás! ¡Como vencimos nosotros entonces, sí, vencerás!».