25
—¿MÁS café, papá?
Los dos en la cocina, desayunándose. Al lado, en el baño, ronronea la máquina de afeitar de Renato. Pasada la fiesta, se reanudan las prisas matutinas. Con la cafetera en el aire, Andrea se impacienta.
—Sí, gracias… Y no me vuelvas a llamar «papá».
—Lo siento. Siempre se me escapa.
—No es eso. Desde ahora llámame abuelo, nonno.
Andrea, un instante irritada, le mira con enternecida sorpresa. «¡Cómo quiere a mi hijo!», piensa. Y entonces es el viejo a quien le toca irritarse, por esa ternura que percibe.
—¿Qué miras? ¿Es que no lo soy? ¡Pues «abuelo» y ya está, demonios!
«Abuelo». El viejo paladeó la palabra durante la madrugada, en su guardia junto a Brunettino.
Nonno, nonnu en calabrés: sonaba como sordo esquilón en el macho guía del rebaño. También como arrullo junto a la cuna.
«Nonnu», susurró repetidamente, sin que el niño se despertara. Se lo explicó a la bicha:
«Es lo que soy, Rusca. Más que padre y suegro, mucho más: “abuelo”. El único que le queda a mi Brunettino; mientras que otros tienen dos y dos abuelas… Menos tuve yo, ¡ninguno! Por eso no sabía lo que era, y hasta ahora no empiezo a comprenderlo. ¡Así salí de desgarrao! ¡Ah, y también de hombre, claro! Aunque se puede ser hombre y también… No sé, pero yo siento dentro algo más, algo nuevo, asomando… ¿Qué?… Bueno, tú me comprendes… No, tú no, porque tú eres como yo; vas a lo tuyo y a dentelladas… ¡Una abuela sí, ya ves! Una abuela lo entendería, pero él no tiene más que a mí… Y ¡es tan bonito achuchar ese cuerpecito contra uno y oírle murmujear como un palomo amansado!… Me crece dentro algo blando, tierno, ya ves… Antes me reía de eso: ¡cosa de mujeres!…, pero ahí está ese corderillo, ahí…».
Esta última idea le asombró y, más todavía, sentirla sin avergonzarse. «¿Será posible? ¡Si yo hubiera sabido antes…!».
Como tirando de unas riendas paró en seco sus cavilaciones al asomarse —como suele últimamente— a desconocidos vericuetos interiores por los que se acercaba una figura.
Pero no cerró sus ojos a la repentina evocación de Dunka, pues también esos sentimientos los hubiera explicado ella: la que precisamente trató de llevarle por tales umbrías…
Umbría, hombría… «¡Qué cosas se me pasean por mi cabeza!… ¿De dónde vendrán?».
«Y ahora, además, tan de repente, ¡Hortensia! ¿Cómo habrá pasado la Navidad? En casa de su hija, seguro, tan lindamente. Tiene una hija, Rusca, y hasta una nietecilla, ¿sabes? Parece mentira, una mujer tan joven y abuela… Dice que ya no tiene voz. ¡Imposible! Habrá cantado para ellos; bailando tarantelas pasarían la Nochebuena. Música de verdad y no la que pone Andrea. Tendrían música, un pesebre… ¡y nada de arbolitos alemanes!».
Ahora, mientras se bebe el café, ajeno a las idas y venidas de sus hijos, sigue rumiando la idea que concibió tan súbitamente anoche. ¿Estará bien llevar a Hortensia unas flores? Y ¿cuáles? Sólo de imaginarse por la calle con un ramo en la mano, como los señoritos, se siente nervioso. Pero algo ha de hacer, tras tantas atenciones de ella, además de visitarla en estas fiestas… Recuerda entonces que en los jardines hay un quiosco de florista y que desde allí hay poco trecho a la via Borgospesso: eso le decide.
Así es cómo, más tarde, sube en el encajonado ascensor con su ramo en la mano, siempre receloso de que esa caja se atasque en su chimenea… Previamente ha llamado desde el portal y ella le ha invitado a subir. Le espera en el descansillo del ático.
Como siempre: limpia, sencilla, animosa. Y, además, acogiéndole ahora con asombrado júbilo:
—Pero ¿qué ha hecho usted? ¿Cómo se le ha ocurrido? Pase, pase.
El viejo ofrece torpemente las rosas que, según la del quiosco, eran lo más propio. Ella acerca el ramo a su cara, aspira.
—¡Espléndidas!… Pero usted no tenía que…
—Oiga, que ya nos tuteábamos, mujer… Y muchas felicidades.
—Gracias; para ti también.
Ella ofrece la mejilla y el viejo la besa. Huele mejor que las rosas. Y su pelo, ¡qué seda tan firme!
—¿Te gustan? —pregunta el viejo, ya sentado, contemplándola mover los brazos al arreglar las flores en un jarro.
—Bien sabes que a las mujeres nos gustan.
—Supongo —responde el viejo con gravedad, añadiendo—: Es la primera vez que traigo flores a una mujer.
Y es verdad; con Dunka era ella quien ofrecía flores. Pero Hortensia lo ignora y, sorprendida, se vuelve hacia él, grave a su vez la mirada tras el permanente chispeo de sus ojos, que recuerdan un río tranquilo donde cabrillea el sol. Ahora la sorpresa la hace indiscreta:
—¿Qué dices, hombre? ¡Habrás conocido a tantas!
La sonrisa viril lo confirma de sobra.
—Pero nunca necesité flores.
Ella no se atreve a replicar. Concluye de arreglar el ramo, lo centra en la mesa y, sin decir nada, desaparece un instante volviendo con la grappa y un vasito. Pregunta:
—¿Qué tal tu Nochebuena?
—Con el nieto. Por lo demás, nada, ellos dos… Una Nochebuena milanesa… ¡Tú sí que la celebrarías con tu hija!
—¿Yo? Aquí sola.
—¿Sola? —se asombra el viejo, pensando: «Si yo hubiera sabido… Pero ¿qué?, no iba a dejar a Brunettino».
—Los hijos son todos iguales: viven su vida. Bueno, también yo la viví de joven. Cuando me marché de Amalfi, mi padre no quería, pero no me arrepiento. Allí no había nada que hacer.
El viejo la mira: «¿Qué vida habrá llevado? Desde luego tiene mundo».
—¿Y también te quedarás sola en la San Silvestre?
La sonrisa femenina se acentúa.
—Ya no. Tendré tus rosas.
Ahora es el viejo quien no se atreve a contestar.
Ella le mira: «¿Qué estará pensando ese hombre?… Algo bonito, seguro… Bueno, pues yo no me callo».
—¿En qué estás pensando?
—En tu pelo. ¡Qué hermosura!
«Sabía que iba a reírse de garganta», se regocija el viejo al oírla.
—¡Gracias! Hubiera sido mala propaganda tenerlo feo.
—¿Por…?
—Fui peinadora. Capera, decimos nosotros.
—¡También nosotros!
—¡Vaya, por una vez, de acuerdo Amalfi con Calabria!… Tenía mis clientas; además compraba pelo y lo revendía para pelucas… Sacaba unos cuartos para ayudar en mi casa.
Continúa, interpretando la súbita expresión del viejo.
—Había peinadoras con mala fama, de acuerdo; pero yo nunca llevé recaditos ni líos. Además, el oficio se hundía: con las permanentes y los institutos de belleza…
Impresión del viejo, al sentirse adivinado: ¿Será ella vidente?… No, es que esa mujer habla sin miedo.
—Así tienen todas las cabezas estropeadas. En cambio tú…
La mujer se retoca el moño y acepta el cumplido.
—Nunca me ondulé; sólo cortar… Si llega a ponerse todo bien blanco será bonito.
«Suelto, suelto, es como me gustaría a mí verlo», piensa el viejo. Pero habla de su nieto, de su cabecita más bien rizada.
—Y ya anda, ¿sabes? Desde anoche, para mí solo.
—¡Estarás contentísimo!
No necesita decirlo; pero se plantea un problema. Un niño que ya ha empezado a andar necesita otros zapatos. La Andrea, esperándolo de un momento a otro, le ha comprado unos muy feos: los llama mocasines y son como abarcas.
—Mi nieto no irá como un pastor —sentencia el viejo, bebiéndose la grappa de un solo trago—. Ha de vestir como un señor. Eso: con calcetines blancos y zapatitos negros de los que brillan.
Así es como el viejo se representa a los hijos de los señores. Se le quedó grabada la estampa cuando bajó un domingo desde el monte a Roccasera, llevando al cuello un cabritillo para el señor marqués, recién llegado para cazar con dos amigos: el marqués a quien él acabaría comprando las viñas y el castañar. Fue la primera vez que vio un automóvil y de aquel vehículo prodigioso se apeó un niño flaco y rubio: sus calcetines blancos salían de unos zapatitos relucientes como espejos. Por cierto, al acabar la guerra fue fusilado: había sido alto jerarca fascista.
—Hortensia…, ¿tú crees que esos zapatitos brillantes son de fascista?
—¡Qué bobada! —ríe ella—. Pero mejor que de charol serían unas botitas. Ciñen el tobillo y el niño anda más seguro.
Al viejo le cuesta renunciar a su ideal infantil, pero comprende que son más de hombre unas botas. Su problema es comprarlas. ¿Cuáles? ¿De qué medida? ¿Dónde? ¿Y si le engañan en el género? Porque estos milaneses, cuando ven a uno del campo…
Hortensia se ofrece para acompañarle a la zapatería. ¡Estupendo! Así las botitas serán un regalo de Reyes para el niño, aunque la costumbre no sea ésa. Ella los guardará en su casa hasta la víspera, asegurando la sorpresa. ¡Qué cara pondrá la Andrea! Ríen juntos.
El viejo se despide, pero deja en esa casita luminosa el lazo entrañable de un secreto referente a Brunettino y compartido con Hortensia. Ágil y alegre, baja las escaleras como cuando descendía de la montaña a Roccasera en víspera de fiestas.