13 El centro de gravitación de Senén
UN día vi a Dios con una pinta muy extraña. Iba muy cargado de hombros, con la cabeza hundida y al arrastrar los pies levantaba toneladas de tierra. Fue a poco de entrar en el Virgen de los Remedios. A mí no había nadie que me sacara una palabra del cuerpo. Los otros chicos no conocían todavía mi habilidad con el balón, o sea, que seguía solo, y el único que me hacía caso era don Ignacio, que para eso estaba.
Yo, para corresponder, atendía cuando nos hablaba en la capilla. Un día nos dijo que ver a nuestros hermanos era ver a Dios. Cuando salí al patio, al primero que vi fue a «El Buzo», que andaba como he explicado, y por eso pensé que Dios, aquel día, tenía una pinta muy rara.
Cómo será lo de «El Buzo» para los niños, que, cuando en el barrio alguno está a punto de que se le caiga un diente, va a donde él para que se lo saque. Me refiero a los dientes de leche, claro. Candi dice que a ella no se los sacan porque sus dientes son de mala leche; los demás le ríen la gracia, pero a mí no me gusta que hable así, porque me recuerda a la mujer de Barcelona.
«El Buzo» tiene las manos todavía más grandes que los pies, que ya es decir. Llega un niño y le enseña el diente que se mueve, pero «El Buzo» no se lo toca sin lavarse antes las manos en la fuente del parque. Se lo mueve un poquito y si el niño hace: «¡Ay!», le dice:
—Todavía no está, vuelve mañana.
También les da consejos:
—Muévetelo con la punta de la lengua para que se te afloje.
El niño no falla y vuelve. «El Buzo» le hurga con el dedo, y da grima verle, porque parece que con aquellos dedazos le va a arrancar toda la dentadura. Pero no hay cuidado; le da un tironcito y todavía está por ver el primer niño que llore. Al día siguiente, el ratón Pérez les trae algo.
Como hay padres que no creen en el ratón Pérez, «El Buzo», por si acaso, mete el diente en una caja de cerillas y lo entierra en algún lugar escondido del parque. Al día siguiente, no falla: si es una niña, suele ser un cacharrito de cerámica con su nombre pintado, y dentro van chicles, o caramelos, o pipas; depende, porque «El Buzo» sabe lo que le gusta a cada uno. Si es un niño, suelen ser cosas de las que vende «Colito». Luego, según las modas, pone cromos, canicas y también tebeos.
Bueno, pues aunque «El Buzo» no creyera tampoco en el ratón Pérez, los niños seguirían yendo a que les sacase los dientes, porque lo de «El Buzo» es especial.
Por ejemplo, no le interesa ser futbolista y le da mucha pena que yo tenga que viajar tanto. A él le gusta mucho jugar al fútbol, pero conmigo o con los otros chicos del colegio. Por lo demás, prefiere ser ceramista. Ya está deseando que empiece el curso. En cambio, a mí no me apetece nada empezar con los entrenamientos y los torneos del mes de agosto, que cada año son más. La culpa es de que a los futbolistas cada vez nos tienen que pagar más dinero, y, para compensar, tenemos que jugar más torneos. Es un lío, pero todo lo de los mayores es así.
Yo, las cosas de los niños las entiendo todas, incluso las de «Colito», pero las de los mayores, no. Cuando le firmo fotos a «Colito», me jura que ya no va a vender de las pornográficas. Pero me lo jura, además, diciendo que, si no, que se mueran su padre y su madre y más gente de la familia. Yo creo que le vendría bien esto último, porque en su familia no trabaja nadie. Por eso, él tiene que hacer lo que hace, es decir, lo de las fotos pornográficas. Porque, claro, por muchas de las mías que yo le firme, también sigue vendiendo de las otras. Bueno, pues eso… lo comprendo.
¡Pero lo del presidente del club no hay quien lo entienda! Lo es por su gusto, porque tiene millones a punta de pala, aunque ya nos ha explicado unas trescientas mil veces que los ha ganado con su esfuerzo personal, partiendo de cero. Pues nada, está obsesionado con que nadie le agradece lo que hace por el club. Y la peor de todos, la afición.
Eso nos lo dice a nosotros, que somos como sus hijos, porque luego, en televisión, en la que sale casi todos los días, dice que nuestro club tiene la mejor afición del mundo, y que la mayoría de los partidos los ganamos gracias al apoyo que nos presta la afición. ¡Un espanto!
Pues el director técnico todavía es peor. Yo no he visto tío más frío en los días de mi vida. A ése sí que le tenemos miedo. Todos dicen: «Ése, si quiere, te arruina la carrera».
—OYE, ¿QUIEN ERA esa mujer de Barcelona de la que has hablado?
Yo me quedo mirándole un poco mosca. ¡A ver si ahora a Rodolfo también le va a dar porque hable de las «gachís», como a José Luengo y al editor! Pero me doy cuenta de que no. A Rodolfo es que le interesan las cosas de la gente; no sólo las mías, sino también las de «El Buzo», la Candi, su hermana, Ernesto, «Colito», o sea, las de todos los que andan por aquí. Encima dice que quiere que le presente a don Ignacio.
A mí me parece que Rodolfo es un infeliz y se las van a dar todas en el mismo carrillo. Él está muy conforme con el cuaderno azul, en el que de vez en cuando metemos alguna cosita de éstas y el resto son copiadas de los periódicos. Yo no sé si José Luengo, cuando se lo lea con detalle, se lo va a tragar.
Para el cuaderno azul también escribe cosas por su cuenta Rodolfo, y luego las pega en una página en blanco. El otro día puso:
«El mayor encanto de Senén es que no se da cuenta de lo bien que juega. Nunca busca su lucimiento y siempre está dispuesto a ceder el balón a un compañero mejor colocado».
Luego, añade que esto es lo que recomendaba Santa Teresa a sus monjas cuando estaban en el coro. Yo comprendo que lo explico mal y que él quiere decir otra cosa, pero así, de primeras, da la impresión de que las monjas jugaban al fútbol en el coro. Yo creo que lo que quiere decir es que a Santa Teresa le gustaba que las monjas cantasen sin tratar de lucirse una. Pero poner eso en un libro de fútbol, que tiene que ser un «best-seller», es de risa…
Estas chorraditas que escribe Rodolfo irán luego en el libro, como notas a pie de página, porque el que escribe soy yo. Es decir, es una autobiografía, pero «con la colaboración del cronista deportivo José Luengo». Bueno, pues esas notas a pie de página serán las que ponga «el conocido cronista deportivo», aunque ya he explicado que las escribe Rodolfo.
Es la primera vez que un tío de veintidós años escribe sus memorias. Pero Luengo insiste en que no conviene esperar, porque «a saber lo que durará éste».
«Éste» soy yo.
Volviendo a lo de la nota a pie de página, supongo que Rodolfo la habrá puesto porque todos los informadores deportivos alaban como una gran cosa que yo no retenga el balón y lo suelte a todo gas. Pero yo no encuentro que eso tenga mérito, sino que es cuestión de costumbre. Cuando jugaba con «Los Fronterizos», si retenías el cuero, era seguro que un defensa te zurraba. Porque, como no aciertan bien, es muy corriente que te metan la bota en la boca del estómago o, todavía peor, un poco más abajo, que es donde nos duele a los hombres. Yo para esto último tengo muy mala suerte.
Bueno, también, aunque me revienta hacerme el bueno, tengo que decirlo: lo mío era conseguir que todos los del equipo tocasen cuero, y, por eso, tenía que moverme muchísimo y pasar el balón enseguida que podía. A pesar de todo, no siempre lo conseguía, y algún chaval, al final del partido, se me acercaba medio llorando, para decirme:
—Senén, no me has pasado ni una vez.
A mí me hacía polvo. Soy un desastre para estas cosas.
Aunque no tenga que ver con el fútbol, tengo que contar otra cosa parecida. Los chicos y las chicas estábamos juntos en las clases, pero separados en los recreos. Había una chica de las más retrasadas, aunque ya era mayor, y, además, muy gorda, porque siempre estaba comiendo. Era cuando la moda de los «hoola-hops», y aquello era un frenesí. En los «Phosquitos», que son bizcochos envueltos, venían vales con puntos, y cuando tenías un número muy grande —supongo que un millón—, te regalaban un «hoola-hop». La chica gorda se empeñó en conseguirlo así, pero tardó tanto, que, cuando se lo mandaron, ya se había pasado la moda. Yo no he visto una tía más fea llorando. Porque, además, las otras chicas no se conmovían y le decían:
—¡Ya no se juega al «hoola-hop»!
Bueno, pues me puse yo a bailar el «hoola-hop», aunque los chicos y las chicas nunca jugábamos juntos. Primero tuve que aprender, y luego le enseñé a ella. Encima, todos nos decían:
—Senén y Alicia son novios.
¡Un desastre! Lo mío es una desgracia. Pero prefiero matar a una persona, antes que verla llorar.
Comprendo que lo que voy a decir es horrible, pero cuando mi madre se metía en la cama y se pasaba los días llorando, sin hablar, yo le pedía a Dios que se muriese. Esto sí se lo conté a don Ignacio y no me dijo nada.
Yo creo que lo del «hoola-hop» de Alicia la gorda fue una estafa, porque, además de todos los puntos que te pedían, había que enviar 140 pesetas en metálico, y yo no creo que aquel aro costase más.
Menos mal que Alicia la gorda es de Toledo, y al terminar el colegio se ha ido a su casa. Si no, no me la quito de encima en la vida, y cuidado que tiene mala suerte la tía para todo.
Una vez, su hermana la casada tuvo un hijo, y ella quería ir por encima de todo al bautizo . Pero su familia no quería que fuera porque era mucho gasto de viaje, para nada. Hablaban por teléfono y su madre, por lo visto, le decía:
—¡Pero si total lo vamos a celebrar sólo en familia!
Alicia la gorda lloraba, que parecía que nos iba a inundar:
—¿Es que yo no soy de la familia?
Lo de los padres de los fronterizos era muy curioso: parece que los quieren más que a nada en este mundo; pero les gustaría que el colegio durase todo el año. La mayoría éramos de Madrid y estábamos a media pensión, pero los de fuera, que estaban internos, se podían pasar meses sin que la familia asomase la gaita.
El caso es que Alicia la gorda se creía que yo podía conseguir todo, y no me dejó en paz hasta que hablé de lo del bautizo con don Ignacio, que agarró un cabreo de mucho cuidado. Porque don Ignacio es de lo mejor, pero cuando se enfada te puedes echar a temblar. Menos mal que en aquel caso se enfadó con la familia de Alicia la gorda. Pero no es que se enfadase porque les hablase por teléfono, sino que habló con el director, que estuvo de acuerdo, y, sin preguntar, le sacaron el billete de autobús para Toledo y la mandaron. Aunque con tan mala suerte que cuando llegó ya se había celebrado el bautizo.
Yo le he oído decir al director:
—No sé quién me da más guerra, si los padres o los hijos.
—¿Y ALICIA LA GORDA ya no volverá por el colegio? —me pregunta el de siempre.
—No; ya ha terminado.
—Pues que sea enhorabuena.
O sea, que Rodolfo también dice algunas tonterías.
Otra, por ejemplo:
—Oye, ¿y tú no tienes nada que contar de los compañeros de tu actual equipo?
No tengo nada que contar porque son gente corriente.
Hay un brasileño que es negro y algunos dicen que huele mal, pero serán figuraciones, porque nos duchamos todos los días, y algunos, dos veces.
Yo hablo poco con los compañeros, porque no me conviene. Ellos, lo comprendo, tampoco hablan mucho conmigo. Lo que más les interesa es saber si es verdad que el chino me ha enseñado un secreto para chutar así. Ahí sí que me tengo que hacer el tonto de verdad, porque se lo tengo prometido a Ernesto.
Lo del secreto, llegó un momento en que todos me tenían miedo porque decían:
—Si te engancha de un balonazo en la cabeza, te la vuela.
Una revista asquerosa, de esas que sacan señoras desnudas, publicó un artículo que se titulaba: «¡El pequeño anormal puede ser un peligro para el fútbol nacional!». Después decía que, de seguir así las cosas, la Federación tendría que considerar la retirada de mi licencia. Yo tengo observado que las revistas que sacan señoras así, luego, por dentro, no dicen nada más que gilipolleces.
Todo fue porque piqué y me dejé hacer una entrevista. Después, lo juro, me dijeron que si me dejaba sacar una foto completamente desnudo, pero de frente, me daban medio millón de pesetas. Como les dije que no, me preguntó el tío:
—Qué pasa, ¿es que eres de derechas?
Y yo le contesté:
—No, yo chuto lo mismo con la derecha que con la izquierda.
A los periodistas les parece muy bien que no me entere de lo que me preguntan y conteste otra cosa, porque así le pueden sacar punta.
Yo contestaré tonterías, pero los periodistas las preguntan. Porque yo no me creo que a los de izquierdas les guste que los fotografíen desnudos, y a los de derechas, no. Eso es lo mismo que lo de santiguarse cuando se chuta un penalti. Muchas veces los que más se santiguan son los peores.
Vuelvo a lo del secreto. La primera vez que rompí una portería fue la del colegio. Pero no tuvo ningún chiste porque sólo tenía los postes y el larguero, sin hierros de sujeción. Además, era de madera mala, y empalmé un balón que se estrelló contra una escuadra. La portería, más que romperse, se descuajaringó. Para entonces ya andaba yo en tratos con el juvenil del Athletic —fue después del partido que presidió la Reina— y se supo porque ya venían fotógrafos, y los tíos son unos artistas para lo que les interesa.
En este caso, el que estaba sacó una foto en la que la portería parecía un montón de leña. Como si hubiera pasado un tanque por encima. Y ya he explicado que, en realidad, sólo estaba descuajaringada. La prueba es que esa misma portería la volvimos a arreglar y es la que tenemos todavía, aunque reforzada con escuadras metálicas.
Vuelvo a lo del secreto. Yo no sé por qué me ha obligado a jurarlo el maestro Yon Ying, ya que, aunque quisiera, no sabría descubrirlo. Él ha sabido situar, casi exactamente, mi centro de gravitación, pero yo sería incapaz de situárselo a otro tío. Y aunque le hiciera repetir todo lo que me ha hecho hacer Ernesto, estoy seguro de que no conseguiría nada. Una vez le pregunté en qué consistía su ciencia, la de encontrar el centro de gravitación, y me respondió:
—Eso lo saben las moscas. Pelo las moscas no hablan.
No era un chiste, sino que parece que es así. Las moscas tienen muy bien situado su centro de gravitación y por eso se desplazan, en décimas de segundo, en cualquier dirección. El maestro Yon Ying sabe muchas cosas de ésas; por ejemplo, que las hormigas son los seres vivos que tienen el mejor sentido de la orientación.
Como las moscas no hablan y no pueden explicarnos el secreto, nos hemos pasado horas, el maestro y yo, observándolas. Sentados en el patio del colegio, inmóviles, para que se posaran sobre nosotros. Una vez, en un movimiento rapidísimo, maté una y yo pensé que le había gustado a Yon Ying mi habilidad. Pero no fue así, sino que me la hizo comer: «Porque el hombre sólo debe matar lo que necesita para comer». O sea, que si a él le llegan a dejar comerse a «El Sargento», quizá no tendría tantos remordimientos.
Yo soy el único que sabe —supongo que don Ignacio también lo sabrá— que, desde que lo mató, juró no usar nunca más sus artes marciales, ni enseñárselas a nadie. Y sólo ha hecho esta excepción conmigo. Aunque no del todo, porque lo que me ha enseñado es sólo lo relativo a las piernas-muelles (para poder saltar y rematar de cabeza), piernas-émbolos (para endurecer los tiros a puerta) y piernas-volátiles (para que no me enganchen los defensas). Pero de medio cuerpo para arriba soy corriente, excepto en lo del aprovechamiento de mi respiración abdominal.
—¿Y por qué se decidió Ernesto a enseñarte todo eso? —me pregunta Rodolfo.
—Ni idea —le contesto.
A Rodolfo se le pone una cara divertida, como diciendo:
—Ya lo acabarás contando en el tercer cuaderno, lechoncito.
Y yo pienso:
—Pues esta vez te vas a quedar con las ganas.
Pero no se queda porque, cuando yo cojo el bolígrafo verde, no resisto la tentación.