9 Yon Ying y «El Sargento»

CON el lío de los cuadernos ya no me aclaro ni yo. En el azul copio cosas de los periódicos, pero, de repente, meto otras que no se corresponden. Y en los otros dos, ya sí que va todo mezclado. Yo había pensado que en el tercer cuaderno pondría cosas que no podría leer nadie, pero ahora ya no sé cuál es, exactamente, el tercer cuaderno. El caso es que Rodolfo mete mano en los tres, y hay días en que se queda desolado por el lío, y otros en que dice:

—Bueno, no te preocupes, al final ya ordenaremos todo.

Me insiste en que no me preocupe, pero sobre la base de que escriba más sobre mi carrera y menos sobre mis amigos. Hemos quedado en que sobre Ernesto sí puedo escribir, porque más que un amigo es un maestro.

BIEN, CUANDO LE CONOCÍ no sólo no era un amigo, sino que era el hombre del saco. Pongamos que yo tendría entonces nueve o diez años. Todavía no habían construido «El Corte Inglés» de la esquina. Había más tiendas pequeñas y menos cafeterías. Ernesto vestía con una blusa, más o menos como la que usa ahora, y llevaba pantalones bombachos porque iba siempre en bicicleta, con un saco a la espalda, recorriendo una a una todas las papeleras, de las que cogía papeles hasta reunir ocho kilos, que luego vendía por veinte pesetas, que era todo el dinero que necesitaba para comprarse arroz y té de jazmín.

Puesto que era el hombre del saco, en sus labios flotaba una sonrisa peligrosa, que es la misma que tiene ahora, pero entonces me parecía peligrosa porque todavía vivía mi madre, que era la que me amenazaba con el hombre del saco, es decir, con Ernesto. Había otras madres que opinaban lo mismo.

En cambio, mi tío se enfadaba porque, si no creía en Dios, menos, todavía, podía creer en el hombre del saco, en un hombre que tiene un saco en el que, aunque sea pequeño, puede meter a todos los niños que se portan mal. Y hay que tener en cuenta que raro es el niño que alguna vez no se porte mal. Ya sé que lo que voy a decir es broma, pero la prueba más cierta de que el hombre del saco no existe es que todavía no se ha llevado a Candi. Mi tío se lo tomaba muy en serio y me decía solemnemente que el hombre del saco era una superstición. Pero mi madre le replicaba que podía ser un loco peligroso (Ernesto) del que no sabíamos nada.

—¡Eres y has sido siempre una simple y por eso te ha pasado lo que te ha pasado!

Mi madre lloraba cuando le decía eso mi tío. Yo también debería de haber llorado porque «lo que le había pasado» era yo. Es decir, yo ya me había dado cuenta, en cuanto fui un poco mayor, de que yo no debía haber pasado. Pero con bastante confusión. Pensaba que unos debían haber pasado a este mundo y otros no. Y yo era de estos últimos.

A mi tío nunca le ha extrañado lo de mi debilidad mental, porque mi madre era igual. Cuando se murió, me dijo:

—Ya ha descansado la pobre mujer.

Un día, don Ignacio se cabreó conmigo:

—¿Y a ti quién te ha dicho que tu madre era una pobre mujer?

—Mi tío —le respondí yo.

—Pues lo será para él, no para ti.

A don Ignacio le pone enfermo que alguien no quiera a su madre, porque dice que no hay madre mala, y que la más mala de ellas en algo se parecerá a la Virgen. Don Ignacio para la Virgen María es algo especial; cualquier chorradita que diga sobre ella el Evangelio, lo cuenta que se tira tres horas y se te pasan volando. Me refiero a cuando nos predicaba en la capilla del colegio.

Bien, yo de Ernesto, de cuando se ganaba la vida recogiendo papeles en bicicleta, no sé más. Me parecía igual de viejo que ahora y, sin embargo, se subía la cuesta de Rosales sin el más mínimo esfuerzo. ¡Quién se iba a imaginar que era porque tenía el centro de gravitación supercolocado!

Después fue cuando empezó a trabajar en el colegio Virgen de los Remedios. Pero a su manera. Seguía recogiendo papelote, pero por las noches dormía en el colegio. Como si fuera un guarda.

Lo que entonces le sucedió es algo terrible, y una parte de ello apareció en los periódicos y otra la sabemos los del barrio. En el colegio nunca se habla del asunto, aunque supongo que el director conocerá más detalles. Yon Ying no oculta que estuvo en la cárcel, pero tampoco lo cuenta. Yo todavía no iba al Virgen de los Remedios. Cuando los fronterizos nos zurramos, se pone triste, y alguna vez nos dice:

—No hay delecho a matal ni al tío más asqueloso del mundo.

Los que estamos en el secreto ya sabemos que se refiere a que un día fue a donde «El Sargento» y le dijo que quería venderse. «El Sargento», como explicaron los periódicos, compraba niños y los ponía a pedir limosna. También tenía mujeres que las empleaba para lo otro.

Yo no comprendo cómo hay madres que pueden vender a sus hijos y me gustaría que me lo explicara don Ignacio.

Hay en el colegio una chica, que ahora es mayor y dicen que es muy guapa, aunque a mí no me gusta. Está de monitora en el taller de trabajos manuales. Entonces era mucho más joven, y dicen que todavía era más guapa, aunque supongo que a mí tampoco me gustaría. Es fronteriza, pero ahora casi no se le nota. Por fuera, nada, desde luego. Siempre va muy bien arreglada.

Voy a explicar una cosa para que se entienda mejor: a los fronterizos no se nos notaría tanto si no fuera por «la complejidad de las estructuras sociales» (esto lo he copiado de la enciclopedia). O sea, que hace unos años, cuando la gente trabajaba en el campo y en cosas así, un fronterizo pasaba casi desapercibido. Sería un poco más tonto que los otros, pero nada más. Ahora, en cambio, como hay que saber mucho para cualquier cosa, en cuanto te retrasas un poco, ya eres fronterizo.

Bien, esta chica, como se dedica a trabajos manuales y, por lo visto, borda unos manteles de maravilla, pues da lo mismo que sea fronteriza o no. Da lo mismo ahora; porque, cuando he empezado a contar la historia, tenía diecisiete años, pero parecía mayor. Y así como ya he explicado que hay algunos que no se controlan los esfínteres, ésta no se controlaba lo otro.

El caso es que se enteró un tío del barrio, ya mayor, no digo su nombre, aunque ya no vive aquí, y por las noches se la llevaba al Parque del Oeste. Cómo sería de asqueroso el tío, que en el bar presumía de lo que hacía. (Yo no digo los nombres de las personas que han hecho algo malo, o que les ha pasado algo malo a ellos, porque don Ignacio insiste mucho en eso).

Era el tío más degenerado de todo el barrio, y si no se llega a marchar, le matan también a él. Bueno, no estoy seguro, porque parece que a algunos les parecía bien lo que hacía con Amparo. La prueba es que se atrevía a contarlo en el bar.

Aunque parezca mentira, la chica desapareció. Y era porque el tío ese se la había vendido a «El Sargento». Yo siempre pregunto: «Pero ¿es que no tenía padres?». Pero nadie me sabe contestar. La vida es muy misteriosa, e incluso la gente con todas sus luces sabe muy poco de casi todo.

El director del colegio lo denunció a la policía, pero cuando supieron que era una chica mayor, le dijeron que era muy difícil que apareciera.

El maestro Yon Ying, que ya trabajaba en el colegio, de guarda nocturno, parecía que no se enteraba de nada y que no le importaba lo que le pasase a Amparo. Parecía que su único trabajo, por las noches, era dormitar en la portería, pero, en realidad, estaba en posición de yoga, con el cuerpo inmóvil para que los sentidos estuvieran despiertos.

Una vez que unos gamberros quisieron saltar la tapia, al instante apareció frente a ellos el maestro. Cuando le vieron tan viejo, empezaron de cachondeo. Pero a lo bestia, porque arrancaron tejas de lo alto de la valla y se las tiraron. A pesar de estar encima de él, no le acertaron ni una. Y de repente, Yon Ying hizo un movimiento con la mano derecha, y el que más gritaba se cayó desde lo alto a la calle y se rompió un brazo. Yon Ying no le había tocado; sólo había hecho el movimiento con la mano. Yo no se lo he visto hacer, pero sabemos que lo puede hacer.

Yon Ying se entera de todo aunque esté en su postura apacible. Por ejemplo, sabía lo del señor que se llevaba a la chica, por las noches, al Parque del Oeste. Un día le pregunté:

—¿Y por qué no se lo contaste al director?

Se le puso una cara muy triste. La cara la tiene siempre igual, y yo soy uno de los pocos que sabe cuándo está triste o alegre. La Candi también lo sabe. ¡Menuda es! Pues se le puso una cara muy triste y me contestó:

—Se lo dije cuando ya ela talde.

También me dijo que fue la única vez que vio a don Ignacio enfadado con él. Yon Ying tiene un gran respeto por don Ignacio porque dice que, cuando él se muera, su centro de gravitación se lo comerá un gusano y dejará de existir para siempre. Por eso dice:

—El centlo de glavitación de don Ignacio es mejol que el mío.

Además, el director o don Ignacio le han debido de hacer un favor muy grande, porque cuando los vio así de enfadados o de tristes por la desaparición de la chica, raptó por su cuenta al tío más degenerado del barrio y le sometió a tormento chino para que dijera dónde estaba Amparo. Como era un canalla y un cobarde, lo dijo enseguida. Desde entonces no ha vuelto por el barrio.

La chica, no sé si lo he explicado bien, tiene con su marido una tienda en la que venden todas las cosas que ella aprendió a hacer en el Virgen de los Remedios, que son, principalmente, bordados y ropa. Pero, además, es monitora del colegio en el taller de trabajos manuales. El marido sabe todo lo que pasó y no le ha importado casarse con ella. A mí me parece formidable que haya gente así. El marido, además, no es fronterizo.

Lo que le pasó cuando estuvo con «El Sargento» fue terrible y se me pone un nudo en la garganta al contarlo. Por el día la ponía en las escaleras del «Metro», vestida de pobre y con un niño pequeño, a pedir limosna. Y como Amparo lloraba de verdad, la gente le solía dar. Pero si no sacaba bastante, por la noche la vestía elegante y la ponía a lo otro.

«El Sargento» habitaba en un cerro a las afueras de Madrid, en el que había cuevas y chabolas. Él, dicen que tenía una casa bastante buena, con televisión en color y nevera. Había estado en la legión y llevaba siempre pistola. Dicen que se había traído unos moros que trabajaban para él, y que eran los que castigaban a las mujeres que no cumplían.

Yon Ying logró hablar un día a solas, en una boca del «Metro», con la chica, para llevársela. Pero ella no quiso, horrorizada, porque «El Sargento» les tenía jurado que a la que no cumpliese la mataría de una manera especial. Entonces, pienso yo, Amparo debía de estar más baja que ahora en la escala Terman, y por eso su terror era más grande. Como el de un niño pequeño al que le asustan. Es decir, que si «El Sargento» había comprado a Amparo, es porque la podía tener asustada como a los otros niños que también pedían para él.

Yon Ying se fue a ver a «El Sargento» y, aunque parezca mentira, se ofreció a venderse para toda la vida a cambio de la chica. Eso en Oriente es normal; se compran y se venden personas, como hace unos años en América. Por el tío Tom, el de «La cabaña del tío Tom», pagaron 1500 dólares. Por eso se le ocurrió a Yon Ying lo de venderse él. Pero a «El Sargento» no le interesó. Le dijo que si fuera un viejo deforme o mutilado, quizá sirviese para pedir limosna; pero un anciano de aspecto corriente no servía para nada. Luego, sacó la pistola y le dijo que no volviese por allí. Ernesto se fue y «El Sargento» hizo traer a Amparo con malas intenciones, por si había sido culpa suya la intervención del chino. Pero Yon Ying, que no se había ido del todo, volvió a entrar y mató a «El Sargento».

Yo creo que todos estamos encantados de que matara a «El Sargento» porque era el tío más asqueroso del mundo. Amparo estuvo a punto de volverse loca, y se ha salvado gracias a que ha encontrado un hombre estupendo que la quiere muchísimo. Pero Yon Ying, las pocas veces que hemos hablado del asunto, nos dice:

—No se tiene delecho a matal ni al tío más asqueloso del mundo.

Yo creo que estas cosas se las enseña don Ignacio.

Lo mató con las manos. O, mejor dicho, con una sola mano, de un golpe plano junto a la mandíbula. «El Sargento» estaba con la pistola empuñada y por eso lo metieron menos tiempo en la cárcel. Pero de todos modos lo metieron; porque había hecho muchas cosas mal; sobre todo, una: debía haber avisado a la policía.

Pero todos —menos don Ignacio— preferimos que matara a «El Sargento». Incluso en los periódicos se notaba que la gente lo prefería. Pepe, el portero del ocho, guarda los recortes de aquellos periódicos, que traen fotografías de cómo estaban los niños que explotaba «El Sargento», y los lugares donde los tenía encerrados. El que mejor lo cuenta es El Caso. Yo, lo que cuenta de lo que les obligaba a hacer a las chicas por las noches, no lo puedo leer del asco que me da.