10 La chica que se llamaba Tini
CON las personas es difícil acertar. Me hubiera jugado la cabeza a que la historia de Ernesto le iba a encantar a Rodolfo, y, sin embargo, ha puesto pegas.
—¿Estás seguro de que es verdad todo lo que cuentas?
—Si no me crees, pregúntaselo a Ernesto.
Lo de las personas mayores no hay quien lo entienda: les estoy engañando desde hace años en una cosa importantísima y todos se lo creen. Y cuando les cuentas algo que lo pueden comprobar en los periódicos, lo ponen en duda.
—Oye, Rodolfo, no tienes nada más que leer los periódicos de hace seis años. Allí lo cuentan todo.
—¿Cuánto tiempo estuvo en la cárcel Ernesto?
—Tres años.
—Bien, ¿y toda esa historia qué tiene que ver con tu carrera futbolística?
Esto es otra cuestión. El plan es que de aquí a fin de julio yo termino de contar mi parte, porque en agosto empezamos a entrenar y a jugar los torneos de verano, que son un montón, y con ese material más las fotografías, Rodolfo empieza a construir el libro. Lo de «construir» lo dice José Luengo, que será el que le ponga la garra final. El libro tiene que estar preparado para venderse en las Navidades.
Otro de los problemas es que el libro va a ser muy gráfico y hacen falta fotografías de cuando yo era pequeño. Pero a mí, de pequeño nunca me sacaron fotografías, porque las fotografías las sacan los padres y yo no tenía padre.
Tanto Rodolfo como José Luengo le han dicho un millón de veces a mi tío que seguro que si busca bien, alguna encontrará. Pero no las puede encontrar porque no las hay, y la única que hay la tengo guardada yo. Nos la sacaron a la puerta del Retiro a mi madre y a mí , y me acuerdo muy bien de todo porque yo ya tenía diez años.
Mi madre nunca quería hacer nada y apenas salía de casa, y mi tío y ella —que eran hermanos— se animaban a ser muy desgraciados. Por ejemplo, se decían: «¿Qué va a ser del chico este?», y lanzaban unos suspiros que los oía toda la vecindad. Por eso me acuerdo de aquel día en que me llevó mi madre a la Casa de Fieras, que así se llamaba entonces el zoo que estaba en el Retiro. Pero, por lo demás, no salíamos nunca.
Yo no hacía nada más que leer, y de la televisión sólo veía las películas y los partidos de fútbol. Cuando veía un partido, me entraban unas ganas terribles de jugar. Pero como no tenía con quién —hubo mucho tiempo en que no iba a ningún colegio y mi tío era el que me daba lecciones—, me bajaba al pasadizo a chutar.
Ya he explicado antes lo del pasadizo, pero ahora lo voy a explicar mejor. Ya no existe, porque han puesto un banco. Entonces era una entrada de coches, muy larga, que terminaba en un taller de reparación de chapa. Estaba en cuesta y muy oscuro, pero yo ya le había cogido el truco. Si era de noche, sólo lo alumbraba un farol de la calle; pero tenía la ventaja de que en el taller ya no estaban los obreros y yo podía chutar a placer.
Me ponía abajo, chutaba contra el portalón, y tenía que dar en ciertos sitios para que el balón volviera rebotado y yo lo empalmara de nuevo. Contaba las veces que lo empalmaba sin tocar el suelo, y procuraba que, por lo menos, fueran cien. Otras veces tenía que ser sólo con la izquierda, o una vez con la izquierda y la siguiente con la derecha.
Cuando chutaba, el balón desaparecía en lo oscuro y al momento reaparecía, pero a lo mejor en un sitio en el que yo no lo esperaba y tenía que hacer un gran esfuerzo para volverlo a enganchar. Si tocaba las paredes, valía; pero si tocaba el suelo no, a menos que se tratase de chutar todas a bote pronto. También jugaba a hacer de portero, y consistía en que me ponía más cerca del portalón, chutaba con toda mi alma, y blocaba el rebote.
Rodolfo me ha dicho:
—A ti te ha pasado lo que a Demóstenes. Que era tartamudo y aprendió a hablar metiéndose piedras en la boca.
Rodolfo es de lo mejor, pero a veces se le nota que ha sido maestro en Buitrago y te suelta una chorrada de esas. Yo ya me doy cuenta de qué va el rollo, porque lo de Demóstenes te lo largan en todos los colegios; pero yo hago como al que le hablan en chino, porque me conviene.
—Cuenta algo más de tus entrenamientos en el pasadizo —me dice.
O sea que la historia de Ernesto, que es terrorífica, no le ha interesado, y lo anterior, que ni tan siquiera lo había escrito en el cuaderno azul, sí.
EL DÍA EN QUE MI MADRE me llevó a la Casa de Fieras del Retiro era Nochebuena. Y aunque mi tío no cree en esas «supersticiones» —las de la Navidad—, fue el que la animó a salir.
Me acuerdo como si fuera ayer. Mi madre me iba a llevar a ver un belén que ponían unas monjas. Era muy famoso porque las figuras se movían y el cielo cambiaba de color según las distintas horas del día, hasta llegar la noche, en que aparecían las estrellas. También tenía un arroyo que corría y un fuego de verdad en el que se calentaban los pastores.
Yo lo sabía porque me lo habían contado unos chicos del colegio, pero no lo había visto nunca. Ni aquel día tampoco lo vi, porque mi madre no supo encontrar el convento. Eso le pasaba mucho a mi madre. Yo le decía:
—Vamos a preguntar a un guardia.
Pero ella no quería. Por eso me llevó a la Casa de Fieras. Hacía mucho frío, y los animales, que casi todos eran africanos, estaban desesperados, acurrucados, no hacían nada y ni les interesaban los cacahuetes que les echabas.
Mi madre tiritaba de frío y dijo varias veces:
—¡A quién se le ocurre salir con este día!
ES HORRIBLE lo que voy a decir, pero yo creo que mi madre era muy fea. Don Ignacio, cuando nos daba alguna meditación, solía preguntar, para hablar luego de la Virgen:
—¿Hay algún hijo al que le parezca fea su madre?
Yo, como estábamos en la capilla, decía por lo bajo: «A mí». Pero aunque estuviéramos en otro sitio, tampoco lo hubiera dicho en voz alta por no estropearle el sermón. Aunque no creo, porque don Ignacio coge cualquier chorradita del Evangelio y la borda. Una frase en la que tú ni te has fijado, pues él le empieza a sacar punta y te emocionas. No hay más que verle cómo maneja el libro; parece que lo acaricia, y empieza a pasar las hojas de ese papel tan finito, que no sé cómo lo hace, porque yo tengo que mojar con saliva el dedo para despegarlas, hasta que encuentra lo que busca; a veces tarda, pero ya estamos todos pendientes. Porque, lea lo que lea, aunque no lo entiendas de primeras, luego lo explica de dulce. Si es algo de la Virgen, acabas con la sensación de que te has sentado en sus mismas rodillas (en las de la Virgen). Cómo será la cosa que yo nunca me atreví a decirle a don Ignacio que mi madre era fea. Seguro que le doy un disgusto.
Los domingos sigo yendo a la misa del colegio, pero me pongo muy al fondo y me salgo antes de que termine, porque no quiero que me vea don Ignacio. Yo ya no puedo hablar con él, ni él quiere hablar conmigo.
Algunas veces le pregunto a Ernesto:
—¿Qué tal está don Ignacio?
—Bien —me responde.
El maestro Yon Ying habla muy poco, pero un día me contó que don Ignacio siguió por la televisión un partido muy importante en el que jugaba yo, y que un defensa extranjero, ya no me acuerdo quién era, no hacía más que darme leña. Don Ignacio estaba descompuesto por lo que me hacían y le faltaba poco para llorar. Bueno, a él le faltaría poco, pero a mí no me faltó nada, y cuando me lo contó Ernesto me hinché a llorar. Yo, para lo de llorar, soy de pena. No es que don Ignacio no quiera hablar conmigo, sino que, si habla, yo sé lo que me va a decir, y yo no quiero que me lo diga.
Bueno, aunque mi madre no fuera fea, en aquella fotografía salió horrible y no quiero que la vea nadie.
COMO TENGO QUE PROCURAR hablar muy poco, me fijo mucho en las cosas. En Gaztambide, desde que yo recuerdo, nos dábamos todos mucha pena. Mi tío dice:
—Si yo creyera en los milagros, éste sería el más grande.
Se refiere a que yo me gane tan bien la vida jugando al fútbol.
Pero cuando yo tenía catorce años y estaba delirando con fiebre altísima porque había cogido una pulmonía, mi tío le dijo a mi madre:
—De todos modos, si llegara a ser mayor, sería como su padre…
Lo decía porque pensaba que me moriría, ya que no me estaban aplicando ningún remedio homeopático, sino penicilina. También creería que estaba inconsciente, pero en aquel justo momento no lo estaba, y la frase me machacó. Yo ya sabía que lo peor de este mundo era parecerme a mi padre, que estaba llevando a la tumba a mi madre; aunque con gran culpa de mamá, que consintió que pasara lo que pasó. Ya he explicado que el que no debía de «haber pasado» era yo.
Bien, yo ya sabía todo esto, pero nunca imaginé que fuese mejor morirse antes que llegar a mayor para acabar siendo como mi padre. A tal extremo que, cuando salí de la enfermedad, me pareció que mi tío estaba más preocupado con lo que me iba a ocurrir.
Pero no hay que cogerlo por el lado malo: a mí, mi tío me quiere. La prueba es que está empeñado en hacerme homeopático para que viva muchos años. Lo que ocurre es que para el mal que yo tengo no encuentra remedio.
Como ya se tiene demostrado que no existe nada fuera de este mundo, cree mucho en todo lo de aquí. Fundamentalmente en las leyes de la herencia de padres a hijos, y en mi caso la cosa no puede ser más desastrosa. De mi padre mejor no hablar, y mi madre tenía muchos problemas. El día en que nos sacó la fotografía el fotógrafo que está en la puerta del Retiro, tardamos muchísimo en volver a casa, porque nos metimos en el Metro y para llegar a «Argüelles» teníamos que hacer transbordo. Pero nunca hacíamos el que correspondía y, por tanto, íbamos pasando de línea en línea sin acertar nunca. Yo le decía:
—Mamá, vamos a preguntar.
Pero ella no quería, porque la daba miedo hablar con la gente de la calle.
Por eso, a mi tío le parece la cosa más natural que yo sea fronterizo.
Era todo tan complicado que yo, en cuanto podía, me bajaba al pasadizo a chutar el balón. A mí me gusta mucho jugar al fútbol, pero eso lo hacía por una razón que no sé cuál es, aunque, desde luego, no tiene nada que ver con la chorrada esa de Demóstenes, que se metía las piedras en la boca para llegar a ser un buen orador.
Mi madre se pasaba horas y horas haciendo punto, y decía:
—Esto a mí me descansa mucho.
Decía que me estaba haciendo un jersey, pero yo no recuerdo que lo terminase nunca, porque tejía una cosa muy larga que llegaba hasta el suelo y acababa pareciendo una alfombra. Entonces lo deshacía en parte y empezaba otra vez. Alguna vez venía una costurera muy vieja y me arreglaba una chaqueta de mi tío. O sea, que jerséis yo no llegué a tener.
Cuento esto porque a mi madre la distraía hacer punto, aunque tuviese la mala suerte de no terminar nunca, y a mí me distraía lo de chutar porque sí.
Yo no quiero pensar nada bueno de mi padre, pero si lo de la ley de la herencia es cierto, hay que suponer que mi padre sería fortísimo porque, si no, a ver de dónde he sacado yo estas fuerzas. Yo no soy fuerte al estilo de «El Buzo». No soy tan alto como él, soy más delgado, pero, en cambio, no me canso nunca.
—¿Y QUE FUE DE AQUELLA CHICA que jugaba contigo? —me ha preguntado Rodolfo.
—¿Qué chica?
—La que me contaste el otro día que jugaba contigo en el pasadizo.
Ahora, como hace mucho calor en casa, nos sentamos en un quiosco del paseo de Rosales, en el que todavía hace más calor, aunque Rodolfo diga que no. La ventaja es que suele acercarse la Candi, que estos días tiene que cuidar de su hermana pequeña, que a mí me vuelve loco. Y a «El Buzo», no digamos. Tiene dos años y es la niña más graciosa del mundo. Dice todas las cosas a medias, con tanta gracia que yo no resisto la tentación de estrujarla y besarla.
—¡Oye, baboso, vete a chupar a tu madre!
Lo de Candi es horrible. ¡Eso no se le puede decir a un tío que sabe que no tiene madre! Aunque la tenga, suena mal; pero sin tenerla me parece horrible.
—¿Tú no sabes que a los niños pequeños no hay que besarlos así? ¿Tú no sabes que se les contagian las enfermedades?
Esto me lo dice Candi para justificar lo que ha dicho antes. Ahora tiene que estar todo el día con su hermana porque, como su padre está en el paro, la que trabaja es la madre. Desde que me he enterado que tiene catorce años, la encuentro cambiada. Me he fijado en que usa zapatos con un poco de tacón y que ya no está tan planchada como me pareció el día en que fuimos a «La Boca del Asno». Aunque a lo mejor es que se pone algo en ese sitio, porque esa tía es capaz de cualquier cosa.
A mí no me importa hablar de Candi, que tendrá sus cosas, pero que no es nada fea. Lo que pasa es que es muy joven para mí. Si yo, de verdad, mentalmente fuera un tío de diecisiete años, como ella tiene catorce, no habría tanta diferencia. Pero las cosas no son así. Quiero decir que a mí no me importa hablar de Candi, ni tampoco de la otra chica. En cambio, lo que no me da la gana es hablar de las gachís, como dice el cursi de José Luengo, que ya hay que ser hortera para decir gachís.
De la otra chica le he dicho a Rodolfo que no sé nada, pero no es verdad. El problema es que ella ni se acordará de que soy yo. Me juego la cabeza. Yo, ahora, sólo la veo pasar, o andar con chicos mayores, y uno me da la impresión de que es su novio. Esta chica sí que es guapa de verdad. Además, supongo que ahora no le debe de interesar el fútbol, porque, si no, me miraría alguna vez, como hace la gente. O a lo mejor sabe quién soy ahora, pero no sabe que soy aquel chaval. A mí me encantaría que lo supiera. No me importa que no lo sepan otras personas, y la mayoría de las veces preferiría que me conocieran menos, porque lo de firmar autógrafos es otra cursilada. Pero que lo supiera ella me chiflaría.
Si no me reconoce, supongo que es por lo siguiente: jugábamos cuando yo tenía quince años, más o menos, y ella era más pequeña que yo. No es que nos hubiésemos puesto de acuerdo para jugar, sino que al principio me miraba chutar desde la acera. A mí me molestaba, porque no me gustaba que me mirasen, pero no la podía echar. Si alguna vez se salía el balón a la calle, lo cogía y me lo daba. Pero esto no sucedía casi nunca porque, si yo quería, el balón no se me colaba. Lo que pasa es que, como veía que le hacía ilusión coger el balón, me dejaba colar algunos. Una vez me lo devolvió con el pie y le salió muy bien. Yo me sonreí, pero sin soltar prenda, claro. Como ella vio que me hacía gracia, desde entonces me lo devolvía con el pie, que en una chica resulta muy gracioso, porque como no saben ladearse para chutar, a mí me gusta. En el otro colegio donde estuve, hablaban de uno que era marica, precisamente porque chutaba así.
Ya entonces era igual de guapa o más todavía. Llevaba siempre pantalones vaqueros y el pelo suelto. Algunas veces llevaba el uniforme de su colegio, y también estaba muy guapa. Yo creo que entonces sí me enamoré de verdad, porque lo de Candi, ahora, es distinto. Me hace gracia, pero comprendo que, por muy retrasado mental que yo sea, es pequeña para mí.
Creo que estaba enamorado de verdad, porque antes no he sabido explicar por qué bajaba, en cuanto podía, al pasadizo, pero el año que duró lo de la chica, que se llamaba Tini, recuerdo que procuraba estar el mayor tiempo posible allí, porque no sabía cuándo aparecería ella. O sea, que son dos cosas distintas: me pasé muchos años en el pasadizo porque no sabía dónde estar, pero aquel año estaba mucho tiempo para que, cuando llegara Tini, que no era siempre a la misma hora, me encontrara.
—¿Y de qué hablabais? —me pregunta Rodolfo.
—¡Y yo qué sé! —le contesto, dándome cuenta de que soy la pera, porque ayer le dije a Rodolfo que no sabía lo que era de Tini y luego lo escribo. Claro, que lo escribo en el tercer cuaderno. Pero cuando Rodolfo ve los otros dos en blanco, me dice:
—¡Escupe, macho!
A veces habla así para imitar a Candi. A Rodolfo también le cae bien Candi, y me ha echado la cuenta de que, cuando yo tenga veintiséis años, Candi tendrá dieciocho años. O sea, que nos podremos casar. ¡No te digo…!
Lo que pasa es que cuando Rodolfo se pone a hurgar en el tercer cuaderno, lo hace de un modo distinto a como lo hace José Luengo, que sólo se asoma al cuaderno azul, pero te das cuenta de que no lo lee, porque está siempre muy nervioso. Rodolfo mira todo con mucho cuidado. Si no entiende una palabra, me la pregunta, saca el lápiz y me corrige, aunque sólo acentos, puntos y comas, y me tacha palabras que sobran y me explica por qué. Yo creo que, cuando escribo, lo hago pensando en si le gustará a Rodolfo. O sea, que ya cuento con que va a leer todo, hasta lo del tercer cuaderno. Pero él me ha jurado:
—Mira, Senén, tú puedes escribir lo que te apetezca, que yo te juro que en el libro sólo saldrá lo que tú quieras.
A mí esto último no me preocupa, porque en el libro saldrá lo que quiera José Luengo. Y a éste, me juego la cabeza, todo lo de Tini le importa un pito. Sólo le interesa lo de mi carrera futbolística, que queda muy bien copiando en el cuaderno azul muchas cosas de sus crónicas.
Luego, lo de la garra para los años de mi infancia, ha consistido en explicar que yo soy hijo natural.