7 Segunda excursión a «La Boca del Asno»
HE soltado todo este rollo porque a lo mejor yo estoy jugando en el Athletic gracias a que en aquel partido conseguí que la Reina no perdiera la sonrisa, y luego saliéramos todos en la televisión dándonos copas y apretones de mano. Aunque a mí apenas se me veía. Pero, en cambio, el presidente salió varias veces y siempre en primer plano, pegado a la Reina.
Ésas son las cosas de las personas mayores que yo no entiendo. Porque a mí me parece natural que don Ignacio me dijese aquello, lo de conducir el equipo para que «Los Fronterizos» no quedásemos como unos cerdos, pero la matraca del árbitro sobre la Reina era inaguantable.
Lo mismo que cuando ahora el presidente nos va a visitar a una concentración de esas que tenemos en Navacerrada, y nos cuenta mil quinientas veces que él empezó de la nada. Yo es que a un tío de más de cuarenta años no lo aguanto. Bueno, Rodolfo debe de tener ya los cuarenta años, pero ése, en la escala Terman, debe andar más o menos como yo.
Fuimos a buscar a la Candi, que siempre está en la calle. Por la mañana, en la acera de la derecha; y por la tarde, en la de la izquierda, o sea, en la que dé la sombra.
—¿Hay que llevar traje de baño? —preguntó.
—Claro —le contesté yo con cara de asco y sin bajarme del coche.
Hay que hablarle siempre así para que se dé cuenta de que estás enfadado, porque con ella conviene estar enfadado para evitar problemas.
Pero se puso roja de emoción cuando se enteró de que nos íbamos a bañar. Desapareció dentro del portal de una casa, y al poco apareció la madre por una ventana (viven en el primer piso), seguro que para ver si era verdad que iba conmigo. Porque de la Candi no se fían en su casa ni un pelo. Y hacen bien.
—¿Se van a bañar? —nos preguntó.
—Sí, señora —dije yo, sacando la cabeza por la ventanilla.
Pero Rodolfo, que es un tío muy fino, se bajó del coche y le explicó educadamente con todo detalle:
—Vamos a «La Boca del Asno», de excursión. Está por Balsaín.
—Tengan mucho cuidado.
—Sí, señora, descuide.
Al minuto apareció la Candi y eso que se había cambiado de vestido. También llevaba un bolso grande y se sentó como si fuera una persona mayor. La vuelve loca ir en coche. En los labios se da con una barrita que saca brillo, y procura peinarse como si fuera mayor. Cuando está de buenas, es mondante.
Luego, pasamos por el colegio a recoger al maestro Yon Ying, que le pasa lo que a Candi: en el coche se pone apacible (Yon Ying, en chino, significa «El apacible»), estático, sin dejar de mirar por las ventanillas y casi sin hablar. Pero aquel día, cuando subíamos el puerto de Navacerrada, que olía muchísimo a pinos, nos dijo:
—No es el coche el que se mueve. Son los álboles los que colen.
—Eso he pensado yo siempre —dijo Candi.
—¡Qué chorrada! —dije yo, pero refiriéndome a Candi, porque yo a Yon Ying nunca le discuto.
Entonces, Rodolfo, que ha sido maestro en Buitrago muchos años, dijo:
—No, no es ninguna tontería. Según la teoría de la relatividad puede ser cierto lo que ha dicho Ernesto —es como le llamamos, en la calle, a Yon Ying.
Me callé, fastidiado de que todos en el coche, menos yo, creyeran que los que se movían eran los árboles.
«La Boca del Asno» al principio no la reconocí, porque la hierba estaba más amarilla y el río llevaba menos agua. Pero enseguida entramos en acción y me volvió a parecer un sitio formidable. Porque lo es. Sobre todo, cómo huele.
La Candi se fue detrás de unos árboles para desnudarse y volvió en biquini. Pero con un biquini mondante, porque, como por arriba está plana, esa pieza sólo hace de adorno. Y encima lo delgada que está y blanca, blanca, porque es un poco rubia. Pero la vi tan encantada que ni le gasté una broma.
El agua estaba igual de fría que en la primavera. Además, como era por la tarde, en la poza grande daba un poco de sombra y por eso parecía, todavía, más fría. La Candi metió un pie y dijo que allí no se bañaba. Pero nos bañamos más que nunca. Sobre todo ella y yo.
Yon Ying hizo lo siguiente: se quitó la blusa, se descalzó, se remangó los pantalones y, con mucho cuidado, tanteando los guijarros del río, que eran redondos y resbaladizos, se puso debajo de la cascada como si fuera una ducha. Caía mucha agua y los pelos de la cabeza, que son pocos, pero largos, se le pegaron a la frente y en las mejillas. Candi se reía y Ernesto correspondía, porque le parece muy bien que la gente se ría. Dice que es muy sano. Quiero decir que Candi se reía de su pinta. Pero a él no le importaba.
Luego se puso —siempre debajo de la cascada— en una de las posturas previas a la situación más exacta de su centro de gravitación. Ya he explicado que sólo una persona entre diez millones es capaz de situar exactamente su centro de gravitación. Ernesto, naturalmente, es uno de ellos, y yo estoy a punto de conseguirlo. Pero, a pesar de todo, él cree que puede mejorar su propia situación.
Yo, la otra vez lo expliqué mal, porque pudo sacarse la conclusión de que lo del centro de gravitación del cuerpo humano es sólo para poder chutar mejor. Pero la realidad es que sirve para todo, incluso para ponerte debajo de una cascada de hielo y que ni lo sientas. Supongo que también servirá para parecer más joven, porque Yon Ying, con el pecho al aire, no parecía un viejo de cien años. Él no me ha dicho que los tenga, pero en el barrio todo el mundo lo comenta.
Mi barrio es el de Argüelles, en Madrid, y mi calle es la de Gaztambide. Nosotros vivimos casi esquina a Alberto Aguilera, o sea, que bajando un poco llegamos al paseo de Rosales y al Parque del Oeste. El colegio Virgen de los Remedios está allí mismo, y el maestro Yon Ying trabaja en él. Ya explicaré cómo, en el caso de que me deje José Luengo.
En la calle Gaztambide, por las tardes, hace un calor que te puedes morir, y en «La Boca del Asno» es todo lo contrario. Nos bañamos tanto que Candi se puso morada. Y no es un decir, sino que su cuerpo, tan blanco, se le iba poniendo azul, y no había forma de sacarla del agua. Rodolfo sólo se había mojado los pies y Ernesto hacía tiempo que seguía en postura apacible, pero ya fuera del agua. Nos tiramos un millón de veces desde la poza grande hasta la pequeña, resbalando por la cascada, y Candi se agarraba a mis hombros porque decía que le daba miedo. Pero en realidad lo hacía para hundirme al llegar abajo y darme ahogadillas. Tiene tan mala uva que te da unas ahogadillas que, si te descuidas, te ahoga de verdad.
A mí lo que me gusta, tanto de Rodolfo como de Ernesto, es que nos miraban muy apacibles los dos. A veces hablaban entre sí, pero no nos daban ningún consejo de hacer esto o hacer lo otro. Y eso que yo tengo terminantemente prohibido por el club el nadar, porque no nos conviene para los músculos. La natación alarga la musculatura y nosotros la tenemos que tener de la otra manera. Seguro que si está José Luengo allí, me hubiera dicho algo. Aunque el tío no entiende nada de fútbol.
Cuando llega el verano, el director técnico nos echa un sermón, muy corto, pero muy frío:
—Prefiero que os acostéis cada día con una tía, antes de que nadéis.
Cuando dice esto, todos los del equipo se ríen de una manera asquerosa. Si yo me quedo serio, siempre hay alguien que me dice:
—¡Chaval, a ver si te espabilas!
En cuanto salimos del agua, la Candi se puso a tiritar que daba miedo. Pero Yon Ying, con esa maestría que tiene para todo lo del cuerpo humano, la envolvió en una toalla, la tumbó en una parte en donde todavía daba el sol, y eso que eran las ocho de la tarde, y le empezó a dar un masaje que yo ya conozco y que te deja nuevo. Le volvió el color a la cara y parecía como un gato cuando le acaricias el lomo.
Yon Ying tiene unas manos finas, apenas arrugadas, y con ellas puede matar a un hombre si quiere. Rodolfo le miraba hacer, pensativo, porque hay grandes dudas sobre si es verdad o cuento chino lo de que Yon Ying me haya enseñado un secreto para chutar como lo hago.
Allí mismo hay un merendero, y nos pusimos tibios. Todos menos Yon Ying, que sólo bebe té de jazmín y allí no lo tenían, claro. En cambio, Candi se tomó una ensalada mixta y tres latas de mejillones.
—Que te va a hacer daño —le decía yo.
—No seas roña, hombre. ¡Para un día que invitas…!
Porque había dicho que invitaba yo, que era el que tenía ganas de venir a «La Boca del Asno». Además, por ahora, desde que mi tío admitió el similia similibus curantur y me da parte de mi dinero para curarme la enfermedad de ganar tantísimo, siempre ando sobrado. Pero cuando fui a pagar, ya había pagado Rodolfo. Es único el tío, con la de hijos que tiene. Estoy seguro de que si es José Luengo —que está forrado de pasta—, se deja invitar. Yo me hice el ofendido, pero Rodolfo me dijo:
—Otro día pagarás tú.
—Eso —dijo la Candi—, otro día, y así venimos con «El Buzo», ¿vale?
«El Buzo» no ha podido venir porque está en un campamento de verano, pero vuelve a fin de mes. «El Buzo» también vive en Argüelles.
Qué bien se lo ha pasado la Candi. Ha bebido vino tinto con gaseosa porque dice que en su casa le dejan, y ha imitado a todas las profesoras de su colegio, que es el instituto, y hasta Ernesto se ha reído. ¡Qué tía! Yo no lo puedo explicar porque eso es para verlo. Nosotros, naturalmente, no conocemos a sus profesoras, pero seguro que tienen que ser como ella las imita. En otra mesa estaban dos chavales que no hacían más que mirarme porque el padre les había dicho quién era.
Además, tenían un balón de esos de plástico, que les falta toque, y de vez en cuando se levantaban de la mesa y se chutaban el uno al otro para ver si yo los miraba. Hasta que la Candi ha dicho en voz alta:
—Anda, Senén, chútales, que les hará ilusión.
Sabe que es lo que más me fastidia y por eso lo dice. Y no una vez o dos: lo repite hasta que me tengo que levantar y templarles un par de balones. Luego, claro, el padre me da las gracias muy emocionado, y si no tienen otra cosa a mano, les tengo que firmar en una servilleta de papel.
Bueno, pues hoy me he enterado de que la Candi tiene catorce años. Pero representa mucho menos. Yo no sé dónde mete todo lo que come.