18-RESCATE EN EL HIELO
Fue Elliot el que abrió de par en par la puerta de la residencia del alcalde. Jamás olvidaría el rostro de felicidad de sus padres cuando por fin volvieron a ver el sol de nuevo. Los ojos del señor Tomclyde se entornaron. No le molestaba la luz, que por entonces estaba teñida del naranja del atardecer. Acababa de darse cuenta de que aquella luz no era luz natural del sol. Al menos, no de ese sol que acostumbraba a ver a diario en Quebec.
Elliot comprendió lo que estaba pasando por la cabeza de su padre. Su madre, aún demasiado abotargada, no se daba cuenta de dónde estaba.
—Bienvenidos a Bubbleville, la mejor ciudad submarina del mundo mágico —dijo Elliot alegremente.
—¡Cielo santo! —exclamó el señor Tomclyde a medida que sus ojos se acostumbraban al entorno—. Pero… pero… ¿estamos bajo el agua? ¿Es eso cierto? ¡Y hay árboles plantados aquí abajo! ¿Cómo es posible?
Gemma también parecía disfrutar del momento. Cerró los ojos e inspiró el aire marino profundamente.
—Debemos darnos prisa en llegar al hipocampódromo o sospecharán —apremió Eric, que ya estaba bajando las escalinatas de mármol con Gifu y Pinki, transformado de nuevo en un macaco, a su lado.
Elliot fue a decir algo, pero se le adelantó Gemma.
—Vosotros volved junto a los miembros del Consejo y avisadles cuanto antes de lo que ha sucedido aquí. Yo me ocuparé de poner a tus padres a buen recaudo, Elliot, y luego resolveré el problema de la estatua —ordenó con voz firme, haciendo un par de indicaciones—. ¿Me habéis comprendido? Avisad al Consejo cuanto antes.
A Elliot, en aquel momento, el partido le importaba un comino. Había pasado tantos meses separado de sus padres que ahora lo único que quería era estar todo el tiempo posible con ellos. Sin embargo, había dado su palabra a Úter y no podía dejar de cumplirla. No en esta ocasión.
Firmemente convencido, Elliot bajó aprisa y corriendo las escalinatas. Cuando estuvo reunido con sus amigos, se dio la vuelta y, con una sonrisa de inmensa felicidad, se despidió de sus padres. No podía creer que por fin estuviesen a salvo.
No tardaron en dejar atrás unas cuantas casitas. El rugido de los espectadores se oía desde allí.
—Es posible que aún lleguemos a tiempo. Tengo la impresión de que el segundo tiempo no ha terminado… —aventuró Eric.
—Debe de estar siendo un partidazo —comentó Gifu—. La gente parece muy emocionada.
Elliot iba callado, inmerso en sus felices pensamientos, acelerando a cada paso que daba. Tenía que darle la buena noticia a Magnus Gardelegen. Sin duda, él había sufrido en silencio la ausencia de Gemma durante muchos meses. Tantos como él había añorado a sus padres.
Giraron tras un recodo y los gritos provenientes del hipocampódromo se intensificaron de tal manera que casi tuvieron que taparse los oídos.
—Desde luego tiene que ser un partido soberbio —convino Eric alzando la voz—. Cuando nos fuimos, la gente no parecía tan animada.
Sus pasos resonaban solitarios en la calle, pese a los ensordecedores gritos que se podían oír de fondo. Los tres amigos pasaron frente a una panadería que estaba cerrada a cal y canto. En la ventana colgaba un letrero que rezaba:
CERRADO, EXISTENCIAS AGOTADAS
DEBIDO A LA FINAL DE POLO ACUÁTICO.
No cabía duda de que los habitantes de Bubbleville se habían volcado en el evento. La organización a cargo del padre de Sheila había sido todo un éxito, desde luego.
Al girar en un recodo, divisaron el potente halo de luz que desprendía el hipocampódromo. El rugido de la multitud llegaba con más claridad y nitidez que nunca. Elliot y Eric se dirigieron sendas miradas de complicidad. A menudo se decía que la gente se transformaba cuando presenciaba un acontecimiento deportivo. Además de sentirse arropada por la masa, había muchas otras causas como los nervios, la tensión, las ganas de que tu equipo anotase un tanto… que impulsaban a la gente a gritar desaforadamente en un estadio.
Pero algo parecía no ir bien. Los gritos se hacían demasiado cercanos. Y es que la gente salía despavorida del estadio.
Elliot aceleró aún más el paso.
Atrás dejaron varios puestos de gambipalomitas derribados; otro vendedor corría empujando su carrito lleno de globos, banderas y bufandas del Aquamarine; una niña pequeña gritaba buscando a su madre, y los gritos se intensificaban a medida que se aproximaban al hipocampódromo.
Elliot, Eric, Gifu y Pinki —ahora convertido en loro—, no tardaron en verse envueltos en un angustioso ambiente donde reinaba el caos. Iban contracorriente, abriéndose paso como podían entre la muchedumbre que venía de cara, sin ton ni son, desesperada por encontrar un refugio.
—¡Vayamos por la puerta central! —ordenó Elliot, tomando aquella dirección—. ¡Parece que hay mucha menos gente saliendo por ahí!
De pronto, las farolas que iluminaban las callejuelas de Bubbleville, parpadearon un par de veces, dejando toda la ciudad sumida por unos instantes en una penumbra de inquietud. Las luces volvieron a temblar de nuevo y una sombra comenzó a ocultar gran parte de la burbuja que cubría la ciudad submarina. El espacio donde en breve deberían comenzar a verse las estrellas, estaba siendo invadido por una oscura e inmensa alfombra viscosa. Apenas se podían percibir unas largas y rugosas franjas blanquecinas entre tanta oscuridad. Sin embargo, aquella imagen aún desencadenó más pánico entre la gente.
—¡La burbuja va a ceder! —gritó una mujer con los ojos desorbitados por el pánico—. ¡Es un kraken!
—¡Es un mal augurio! —presagió otro que se echó las manos a la cabeza como si aquello fuese a servir de algo—. ¡El fin del mundo!
—¡Nos va a comer a todos! —exclamó un tercero con el rostro desencajado por el terror.
Al oír la palabra «kraken», Elliot no pudo evitar fijarse con más detalle en el oscuro manto que se había adherido a la superficie de cristal. Efectivamente, vio cómo las franjas blancuzcas se correspondían con las ocho patas de la avasalladora criatura. Era un pulpo de leyenda.
La burbuja se estremeció con el impacto del animal, pero aguantó su primera acometida. Elliot había oído que aquella burbuja era irrompible, pero también estaba seguro de que nunca se había puesto a prueba con un kraken. Esperó que fuese tan resistente como las pompas del hechizo Bubblelap.
En cualquier caso, no había tiempo que perder. Dando un último impulso a su carrera, Elliot, Eric y Gifu alcanzaron la puerta central del hipocampódromo y se adentraron en el estadio sin pensárselo dos veces.
Dadas las circunstancias, no era de extrañar que no hubiese nadie controlando los accesos, de manera que subieron sin demora por las escaleras que daban al terreno de juego. Se cruzaron con un par de personas que, a tenor de sus horrorizados rostros, ni se habían fijado en los muchachos. Fue un tercero el que les avisó:
—¿Dónde están vuestros padres? —dijo, tratando de ahuyentarles con las manos. Su rostro estaba desencajado por el terror—. Marchaos de aquí, es peligroso.
Los tres amigos ignoraron las palabras de aquel hombre, que no hizo mucho más por detenerles. Al poco, lo vieron dirigirse a las escaleras de salida. El palco estaba completamente patas arriba. Había butacas arrancadas de cuajo y gambipalomitas por todas partes. Uno de los altavoces en forma de caracola estaba hecho pedazos en el suelo. Allí no quedaba nada ni nadie.
—¡Úter! —llamó Elliot—. ¡Merak!
Sin recibir respuesta se dirigieron a uno de los laterales, de donde provenían más gritos.
No tardaron en ver la brillante silueta del fantasma, haciendo ilusiones para proteger a la mayoría de los invitados del palco que aún quedaban allí. Otros pocos estaban siendo guiados por Merak hacia la salida. Los señores Damboury también estaban allí y su hijo Eric no dudó en acercarse hasta ellos.
Mathilda Flessinga, Cloris Pleseck, Aureolus Pathfinder y Magnus Gardelegen estaban peleando valientemente contra un grupo numeroso que Elliot identificó como miembros de la Guardia del Abismo. También estaba Goryn, ayudando a levantarse a una persona cuyas piernas habían quedado atrapadas entre varias butacas amontonadas.
Elliot, que se había quedado con Gifu, avanzó entre los restos de butacas en dirección a Úter, cuando vio a Gorgulus Hethlong a su derecha, peleando con valentía contra dos hechiceros enfundados en sendas túnicas negras. Se escondía con habilidad entre las filas de butacas que habían logrado permanecer intactas y lanzaba impetuosos ataques sin cesar.
—¡Úter! —gritó Elliot cuando estuvo casi a su lado.
Pero no fue el fantasma el que atendió a su llamada, pues estaba sumamente concentrado en sus múltiples ilusiones. La severa mirada que coronaba la nariz aguileña de Aureolus Pathfinder acababa de encontrarse frente a frente con la de Elliot.
—¡Qué hacéis aquí! —les espetó airadamente el hechicero del Fuego—. ¡Marchaos inmediatamente! ¡Ayudad a aquella muchacha y marchaos!
—Nosotros…
—Vosotros no tenéis nada que hacer aquí —Aureolus Pathfinder, con el rostro tenso, señalaba a una muchacha que estaba tendida en el suelo—. ¡Vamos, ayudadla! ¡Y salid fuera ahora mismo!
Entonces Elliot sintió una sacudida en estómago. La chica que había allí tendida era… era… ¡Sheila!
Efectivamente, allí estaba tumbada Sheila, lastimada a causa de una caída. Se acercó a ella evitando los obstáculos que se interponían en su camino, y al llegar a su lado la incorporo ligeramente.
—¿Te encuentras bien? ¿Puedes caminar?
Ella asintió.
Elliot y Gifu la ayudaron a ponerse en pie. Le costaba apoyar la pierna derecha pero, con ayuda, podrían salir de allí. Con cuidado de no tropezarse con los pies de las butacas, avanzaron torpemente en dirección a la salida.
El ambiente comenzó a llenarse de humo y la temperatura subió varios grados en pocos segundos. Elliot siguió avanzando junto a Sheila, mientras Gifu se ocupaba de Pinki.
Cuando estaban a diez metros de la salida del palco principal, Elliot divisó a lo lejos a Magnus Gardelegen. Tenía que decirle lo de Gemma. Por fin habían encontrado a sus padres…
—Gifu, ocúpate de Sheila y no os detengáis. Ahora mismo os alcanzo —le indicó el muchacho—. He de hablar con Magnus Gardelegen.
Llevaba la mitad del recorrido hecho cuando el gran hechicero del Agua se volvió hacia Elliot. Ni siquiera fue necesaria la mirada que le dirigió Magnus Gardelegen a lo lejos para saber que aquella vez estaba del lado de Aureolus Pathfinder.
—¡Márchate, Elliot!
—¡Tengo que hablar con usted! Es sobre mis padres y Gemma…
—¡Sea lo que sea, puede esperar! —dijo—. ¡Ahora debes ponerte a salvo!
—Pero…
—¡Rápido!
Magnus Gardelegen se volvió justo a tiempo para desviar un rayo que llevaba muy malas intenciones. Era inútil quedarse allí.
Vio a Gifu y a Sheila aproximándose a la salida del palco y comenzó a escalar por los asientos. Levantaba la cabeza a cada paso que daba. Aún se encontraba a una distancia considerable cuando frente a ellos aparecieron dos miembros de la Guardia del Abismo. Gifu no tuvo tiempo de reaccionar y recibió un bastonazo en la sien que le hizo perder el equilibrio momentáneamente. El otro agarró fuertemente a Sheila.
Algo rojo sobrevoló su cabeza fugazmente. Los ojos le picaban y no pudo apreciar qué había sido aquello. Probablemente un hechizo desviado. Aún miraba hacia arriba cuando se percató de que las dos figuras negras se estaban llevando a Sheila.
—¡No!
Elliot volvió la cabeza en dirección a Magnus Gardelegen y Aureolus Pathfinder, que estaban luchando de nuevo; las representantes femeninas del Consejo hacían lo propio y Úter seguía enfrascado en sus ilusiones. El tiempo era precioso y él, Elliot, tenía que tomar una rápida decisión. Aureolus Pathfinder le había ordenado que se ocupase de la chica… Volvió su mirada en dirección al terreno de juego y, sin pensarlo una segunda vez, ordenó a sus piernas que lo llevasen en aquella dirección.
Gifu, aún aturdido, no protestó; sí lo hizo Pinki, cuyas patas seguían prisioneras de las pequeñas pero robustas manos del duende. Finalmente logró zafarse tras propinarle un picotazo en el pulgar del que el duende juró vengarse más adelante.
Dejaron atrás numerosas butacas y estropicios. Ya casi no quedaba gente en el hipocampódromo, por lo que el tramo que recorrieron estaba prácticamente desierto. Apenas sí podían percibir los débiles gritos de Sheila, ahogados por el fragor de la batalla que se libraba en uno de los laterales del estadio de polo acuático.
Cuando la niebla comenzó a disiparse, Elliot vio que la pecera se había transformado. Ya no existía la mampara de cristal sobre la que descansaba el agua. Ni siquiera el agua era normal porque, sin las paredes, se hubiese desperdigado en todas direcciones; en cambio, ahora subía y subía, formando un torbellino gigante.
Apenas tuvieron tiempo de ver cómo los dos guardias del Abismo se adentraban en él, agarrando fuertemente a Sheila, y desaparecían engullidos por la enorme masa de agua.
—¡Noooooo! —gritó Elliot con rabia, y bajó los últimos peldaños que llevaban hasta el interior de la pecera.
Seguido por Gifu y Pinki, no tardaron en verse frente al torbellino, que no cesaba de dar largas y mareantes vueltas. No sabían si volverían a ver alguna vez la luz del sol, pero no se iban a dejar intimidar. Sheila estaba en peligro, por lo que debían acudir en su rescate.
—¡Merak! —exclamó sorprendido Gifu al ver que el gnomo se aproximaba corriendo—. Tú por aquí…
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? Úter dice que debéis salir del hipocampódromo enseguida.
—¡Han capturado a Sheila! —gritó Elliot señalando el torbellino—. ¡No me iré sin ella!
—Pero no irás a… ¡Tú solo!
El gnomo se quedó paralizado al ver que Elliot, Gifu y Pinki se adentraban en el torbellino sin hacer el más mínimo caso a sus palabras.
—¡Oh! ¡Este chico es un cabezota…! —protestó Merak antes de seguir los pasos de sus compañeros.
Fue una sensación extraña, aunque no tanto como la de cruzar un espejo. La corriente de agua no los arrastró, como hubiese sido de esperar. Sin embargo, sintieron un mareo brutal, como si hubiesen dado mil vueltas en un segundo, mientras oían el eco de fondo de un «Noooooo» con la voz de Aureolus Pathfmder. Cuando salieron del torbellino, no supieron dónde se encontraban. Todo estaba tan blanco y deslumbrante que pensaron que se habían quedado ciegos. Y el frío era intenso. Hacía tantísimo frío que de su erizada piel emanaban finísimos hilos de vaho.
—¿Ddónde eestatamos? —preguntó Gifu, mientras se sacudía los brazos. Sus dientes repiqueteaban sin cesar.
Al fin Elliot pudo enfocar su vista. Por un momento pensó que había retrocedido en el tiempo y tuvo la impresión de que se encontraba en Quebec, en pleno invierno. ¿Sería aquello posible? Todo estaba completamente cubierto de nieve y hielo. Sin embargo, pronto descartó la idea; sin construcciones a su alrededor y con inmensos carámbanos de hielo rodeándolos, era imposible que estuviesen en la bella ciudad de Canadá.
Mientras los tres amigos caminaban por el gélido y desierto paraje, Pinki batía sus alas con brío para evitar que se congelasen. Fueron unos minutos que parecieron horas. Se dirigieron a unos riscos grises que sobresalían de la nieve como icebergs en el mar.
A lo lejos, divisaron unos pequeños pájaros de color blanco y negro satinado que se movían dando torpones brincos y saltaban felices al agua helada uno detrás del otro. No era Canadá, desde luego. Pero aquellos pájaros los conocía. Eran, eran…
—Pingüinos —dijo en un susurro de incredulidad—. ¡Debemos de estar en uno de los polos!
—Muy audaz, Elliot Tomclyde —dijo una voz aguda y desagradable a su derecha. Se giró y vio una figura que salía de la oscura boca de una cueva. Era la impoluta imagen de una hechicera luciendo una túnica azul añil que dañaba la vista más que la propia nieve. Su rizado y largo cabello rojo como el fuego brillaba tanto como sus ojos color esmeralda. Elliot reconoció inmediatamente aquel rostro: la hechicera Wendolin.
A sus espaldas, le acompañaba un buen puñado de miembros de la Guardia del Abismo, a los que se acababa de unir el par que retenía a Sheila en su poder. Elliot alcanzó a oír que uno comentaba: «Mira, ¿no es ése el pájaro de Scunter?».
—Una vez más, vuelves a cruzarte en mi camino —le espetó la mujer.
Elliot permaneció callado. Se había enfrentado a Wendolin el año anterior, cuando la hechicera traicionó al Consejo de los Elementales tratando de apoderarse de la Flor de la Armonía. Sin embargo, desde que desapareciese junto a Tánatos en la explosión que tuvo lugar, no se había vuelto a saber nada de ella.
—¿No saludas? —preguntó con el entrecejo fruncido—. Eso es muy descortés por tu parte. Igual de feo que el detalle que tuviste el año pasado de hundirme en el sucio y asqueroso fango. Veo que tampoco has aprendido modales este año…
—Deja a Sheila en paz. Ella no tiene nada que ver en todo esto —dijo Elliot con rostro desafiante, haciendo increíbles esfuerzos por contener su rabia.
—Oh, ya lo creo que tiene que ver… Por lo pronto, ha conseguido que vinieses aquí.
—¡Suéltala! —gritó.
—No creo que estés en disposición de dar órdenes —dijo, comparando con un vulgar gesto su ejército y el trío que le desafiaba—. Una cosa es valentía, y otra estupidez, muchacho. Uno debe saber cuándo hay que hincar la rodilla.
—¡Jamás!
—¿Eso crees? Pues por mal camino andas… Derretio! —pronunció Wendolin, mientras lanzaba un rayo de fuego a los pies del reducido grupo.
Gifu fue muy rápido y espolvoreó todos los pies con su magia, haciéndolos livianos como una pluma, de manera que casi pudieron caminar sobre el agua hasta ponerse a salvo sobre un nuevo bloque de hielo.
—Ingenioso… —valoró Wendolin la reacción de Gifu—. Para ser un duende, te mueves bien en los hielos de la Antártida…
—¿Antártida? ¿Qué se supone que hacemos aquí? —preguntó Elliot sin esmerarse en el trato hacia la hechicera.
—Que yo sepa, no te has ganado el derecho a conocer mis planes —respondió sin más, con una mueca de desagrado—. Es una pequeña venganza por tu descortesía de ahora… y del año pasado. De hecho, pensándolo bien, te irás a la tumba sin saberlos.
Elliot analizó la situación con detenimiento. Por mucho que se esforzase en encontrarla, no había escapatoria posible.
—¿Y los aspiretes? ¿Acaso tenían demasiado frío para venir? —preguntó de pronto Elliot. Wendolin reaccionó con una mueca de desagrado.
—Yo no me junto con esas despreciables criaturas —replicó.
—¿Qué hacía entonces una horda de aspiretes en mi casa de Quebec el pasado mes de agosto? —siguió preguntando Elliot.
—Parece que tienes muchos pretendientes, Elliot Tomclyde. Siento decepcionarte, pero yo no me valgo de esas estúpidas criaturas. Mis planes son infalibles, como habrás podido comprobar.
—Yo no estaría tan seguro.
Wendolin soltó una carcajada que resonó en el ambiente. Se podía palpar la tensión del momento.
—¿Para qué quería toda esa cantidad de cristales de Traphax? —preguntó Merak de pronto, sorprendiendo una vez más a Wendolin.
—Vaya, si además del loro tienes como mascota a un gnomo entrometido y sabihondo —ironizó Wendolin con cara de asco, acercándose a Elliot. El muchacho y sus amigos dieron unos pasos hacia la derecha.
—¿Te refieres a lo que estaban extrayendo de las minas? —inquirió Elliot, intrigado al haber oído la mención de los poderosos cristales de Traphax.
—Esos mismos —confirmó el gnomo—. A tenor de las oquedades, los picos que había y el tiempo que han estado los prisioneros, han sacado muchos kilos de Traphax puro… Los humanos lo extraían sin peligro alguno porque ha de ser tratado mágicamente para que adquiera sus poderosas propiedades. —Tras hacer una pequeña pausa para coger aire, Merak prosiguió—. Se paga muy bien en el mercado negro… Es un cristal cuya comercialización está prohibida.
—Veo que tu amiguito está muy puesto en el tema. —Wendolin seguía ignorando la presencia del gnomo. No parecía dispuesta a rebajarse a hablar con semejante criatura inferior. Volvió a acercarse al reducido grupo. Estos, al desplazarse de nuevo, quedaron acorralados frente a la cueva de la que habían salido Wendolin y sus súbditos.
—No soy tonto, señora. Soy geólogo.
—Pues para tu información, estúpido geólogo, no me dedico a traficar con Traphax en el mercado negro.
Elliot cada vez estaba más confundido. Todo le estaba dando vueltas y los acontecimientos se precipitaban sin cesar: sus padres, rescatados de los bajos de la residencia del alcalde Hethlong, cuevas que contienen grandes cantidades de cristales de Traphax, un kraken atacando Bubbleville, los miembros de la Guardia del Abismo que capturan a Sheila, al parecer Pinki había pertenecido a Scunter…
Cuantas más vueltas le daba al asunto, menos parecían encajar las piezas. Todo estaba allí pero los cabos no llegaban a atarse. ¿Para qué quería Wendolin tanto cristal de Traphax? Estaba claro que no sólo iba a ser empleado para secuestrar barcos… A tenor de lo que había oído hacía un rato, quedaba claro que Scunter pertenecía a la Guardia del Abismo. Sin duda, su privilegiado puesto le había facilitado el acceso a todo tipo de información. La aparición del kraken había sido una maniobra para generar confusión y abrir la puerta en el hipocampódromo. Todos esos hechos parecían claros, pero faltaba la respuesta a una pregunta clave: ¿por qué?
Wendolin debió de atisbar su expresión de desconcierto, pues soltó una sonora risotada y, sin dejarle completar sus acertadas deducciones, alzó sus brazos con rabia en dirección a los muchachos. Pero esta vez, Elliot anduvo rápido de reflejos.
—Scudetto!
Acto seguido la mole de agua del EscudoProtector se alzó frente a ellos, deteniendo un poderoso rayo de color rojo dirigido a los muchachos. Sin embargo, la aureola de energía alcanzó un peñasco de nieve que tenían a sus espaldas. Pese a su rápida reacción, los reflejos de Gifu no fueron suficientes y quedó sepultado junto a Merak bajo una montaña de nieve.
—Vaya, vaya… —dijo Wendolin—, modales no habrás aprendido, pero veo que sabes un poco más de magia.
Instintivamente, Elliot, que se había quedado solo —Pinki había huido despavorido tras la pequeña avalancha—, corrió a trompicones por la nieve en busca de un refugio donde protegerse de los sucesivos disparos que efectuaba Wendolin. El EscudoProtector le siguió como un inmenso guardaespaldas. Se detuvo tras un muro de hielo para recuperar el aliento.
—Bien, Elliot Tomclyde, no tienes escapatoria —le advirtió la desagradable voz de la hechicera a unos escasos tres metros de donde se encontraba—. De todas formas, no te preocupes por esa cuestión, porque yo misma me encargaré de que ninguno de vosotros volváis a la pestilente y cursi ciudad de las flores.
Su mirada perversa estaba clavada en el muro tras el que se escondía Elliot, como una serpiente acorralando a su presa. Pero Elliot no era un vulgar ratoncillo. Ni siquiera se amedrentó por su presencia.
—¿Dónde está Sheila? —demandó Elliot al ver que la Guardia del Abismo había desaparecido.
—Veo que estás muy interesado en esa chica. Así que tienes una debilidad… —respondió maliciosamente Wendolin, dirigiendo una fría mirada al lugar en el que se escondía Elliot—. Francamente, no tienes ninguna posibilidad con ella. Su padre es uno de mis más fieles seguidores.
Los ojos de Elliot no pudieron ocultar cierto grado de sorpresa. De hecho, aquella afirmación le había sentado como un puñetazo en la boca del estómago.
—¡Mientes! —le espetó éste—. Su padre trabaja en la Confederación de Deportes Acuáticos.
—Efectivamente.
—Ha estado muy ocupado todo el año con la organización de la final del polo acuático…
—… que, con la colaboración de las instalaciones del Santuario del Calamar Gigante, ha servido para atraer al último de los Tomclyde hasta aquí.
¡Wilfredo! No era posible… pero las piezas no hacían más que encajar. ¿Tendría algo que ver el padre de Sheila con el kraken?
—Te recuerdo que si a mí me pasase algo, aún quedaría mi padre —corrigió Elliot oportunamente—. Él sería el último de los Tomclyde.
—Ahora que mencionas a tu padre… Debo reconocer que, en un principio, los Tomclyde no entrabais en mis planes. Sin embargo, me llevé una grata sorpresa cuando tus padres fueron capturados junto con el pasaje del Calixto III. —Hizo una pequeña pausa—. Lamentablemente, no te encontraron con ellos. Pero estaba en lo cierto… Apresándoles, terminaría por tenerte a ti también. Y, como ves —dijo, señalando el hielo y la nieve que había a su alrededor— la venganza es un plato que se sirve frío. —Wendolin no pudo evitar reírse una vez más—. Por si acaso, tu padre está puesto a buen recaudo.
—Cierto, Scunter nos lo ha puesto en bandeja —replicó Elliot, desafiante.
Esta vez, la tensión y la sorpresa quedaron claramente marcados en el semblante descompuesto de Wendolin.
—Es igual —dijo finalmente—. Dentro de muy poco, apuesto a que hasta él estará muerto. Mi plan es infalible.
—Eso ya lo veremos —repitió por segunda vez Elliot, desafiante.
—¿Acaso no me crees? Como bien ha dicho tu diminuta mascota, dispongo de más Traphax del que cualquier elemental llegará a ver en toda una vida. —A Wendolin parecía haberle afectado el revés sufrido por Scunter. En su voz se notaba cierto grado de ansiedad por demostrar su infinita valía—. Con eso, créeme, mi plan no va a fallar.
—¿Por disponer de un montón de cristales? No me hagas reír. —La estrategia de Elliot estaba dando resultado. Con su descaro, además de ganar tiempo, estaba enfureciendo a Wendolin—. ¿A cuánta gente más pretendes secuestrar?
—¡Ignorante! El cristal de Traphax puede trasladar muchas más cosas que insignificantes humanos —escupió Wendolin, cada vez más fuera de sí—. ¿Qué te parecería si la lava de Nucleum apareciese aquí, en la Antártida?
Elliot permaneció callado ante aquella revelación. Sin duda, fundiría el hielo.
Wendolin rió.
—Todo este hielo se fundirá —confirmó la hechicera—. Como bien sabrás, el derretimiento de uno de los polos generará importantes cambios climáticos que afectarán al globo terráqueo. El nivel de los mares de todo el planeta ascenderá irremisiblemente y se producirá un notable aumento de las temperaturas que, a su vez, provocará un incremento de flujos de aire caliente que, al chocar con los de aire frío, generarán tormentas y…
Elliot recordaba una explicación del maestro Tsunami en Meteorología: grandes olas, tornados y catástrofes en todo el mundo.
—¡Estás loca de atar! —interrumpió Elliot.
—El triunfo está asegurado. El elemento Agua primará por encima de todo… ¡y yo estaré al mando! —exclamó Wendolin.
Sin poder contener un segundo más su acceso de ira, amparado por un debilitado EscudoProtector, salió de su refugio decidido a plantarle cara a Wendolin. Sin embargo, la hechicera no le concedió un instante de calma y, tan pronto vio flaquear la mole de agua que protegía a Elliot, aprovechó para lanzar su ataque contra el muchacho.
—Soppontio! —gritó ésta, haciendo que un rayo amarillento saliese de sus larguiruchas manos.
—MuroBur…!
Pero Elliot no tuvo tiempo de pronunciar el hechizo defensivo y alcanzó a ver cómo parte del potente rayo impactaba en su hombro derecho. El tiempo pareció detenerse al ser alcanzado. Contempló la sonrisa triunfante de Wendolin al haberle inmovilizado, recordó una vez más a sus recién rescatados padres, pensó en Sheila apresada por los miembros de la Guardia del Abismo… El paisaje se había vuelto más blanco y deslumbrante que nunca y poco a poco se fue difuminando. Lo último que percibió Elliot antes de caer desmayado fue una diminuta y borrosa mancha roja que teñía la nieve al fondo.
Debió de estar inconsciente apenas unos minutos. Después de todo, el hechizo MuroBurbujas a medio ejecutar lo había salvado de un sueño de varias horas. Se incorporó torpemente y se sintió algo mareado al ponerse en pie.
Estaba solo. De pronto oyó unos gritos lejanos, pero su vista se fijó primero en el extraño montón de nieve que había a sus espaldas.
—¡Gifu! ¡Merak! —llamó mientras corría no sin dificultad por la nieve virgen.
Cuando llegó al extraño y apelmazado montículo, empezó a pensar en un hechizo que derritiese aquella nieve, pero desconocía la magia del elemento Fuego. Tampoco conocía alguno que la hiciese levitar (seguro que lo enseñaban en Windbourgh). El encantamiento Elevator servía como ascensor, pero no era aplicable en aquella ocasión… Sólo le quedaba una solución.
Se abalanzó con decisión sobre la nieve y empezó a excavar con las manos. Apartó mucha nieve, lanzándola sin contemplaciones por todos lados. Sus manos comenzaron a ponerse rojas. Cada vez que introducía sus dedos en el hielo, un dolor le sacudía los brazos, pero no iba a detenerse. Sus amigos estaban allí y tenía que sacarlos como fuese.
Siguió cavando y cavando. Había hecho un agujero de más de un metro de profundidad cuando tocó algo. Aunque sus manos casi carecían de sensibilidad, logró discernir un tejido aterciopelado y húmedo. Tiró con fuerza y sus manos extrajeron el copete de Gifu.
—¡Gifu! ¡Estoy aquí! —Volvió a introducir sus manos desesperadamente y palpó el helado rostro del duende que reaccionó al entrar en contacto con él.
Fue un rescate angustioso. Después de mucho tirar, acabó surgiendo la cabeza del duende. Torpemente también lo hicieron los brazos y, a partir de ahí, todo fue mucho más sencillo. Una vez liberado, Gifu tenía los labios morados y estaba tiritando. Sin embargo, no dudó un instante en ayudar como buenamente pudo a extraer a Merak de las garras de la nieve.
Terminaron exhaustos y medio congelados, y sólo tenían ganas de tumbarse a descansar. Pero no era posible. Recostarse sobre la nieve hubiese sido firmar su sentencia de muerte por congelación. Lejos de eso, empezaron a saltar y a calentarse mutuamente.
Precisamente fue Merak el que se percató del detalle. A unos cincuenta metros de donde se encontraban, estaba el cuerpo inerte y abandonado de Sheila. Su preciosa túnica azul celeste resaltaba sobre el blanco de la nieve. Corrieron hasta ella y los gritos de fondo se percibieron más próximos. Al aproximarse, fue su níveo rostro, cubierto de escarcha, lo que más les preocupó.
Elliot se acercó a ella con paso lento. No podía estar… No. Imposible. Wendolin no le haría daño a la hija de un fiel seguidor. Pero… ¿en verdad era así? ¿No se habría tragado un bulo de Wendolin, al tiempo que ésta buscaba su desconcentración? Mientras se formulaba éstas y otras mil preguntas más, Elliot intentaba despertar a Sheila de su letargo.
Los gritos se habían intensificado. Elliot se encaramó a un montículo de nieve y desde allí pudo ver de dónde procedían. Distinguió a lo lejos una figura que corría o, mejor dicho, resbalaba hacia un inmenso lago helado. Iba enfundado en una larga túnica roja, y aunque desde aquella distancia no distinguía su rostro, supo al instante quién era.
Aureolus Pathfinder se estaba enfrentando mano a mano con Wendolin. El resto de miembros de la Guardia del Abismo se habían acercado hasta el lago para proteger a la hechicera en caso de que fuese menester. Aguardaban sobre la superficie congelada, escorados hacia una de las orillas más anchas.
El responsable del elemento Fuego llegó jadeante hasta el mismo centro del lago. No obstante, aún tuvo suficientes fuerzas para persistir en su particular duelo contra la traidora hechicera; aquella que tantas conversaciones había compartido y escuchado en el Claustro Magno y que tan a menudo les había sonreído, una persona que se había corrompido en su puesto de secretaria del Claustro Magno, pasándose al bando de Tánatos para ejercer como espía, y que ahora parecía actuar por cuenta propia. Y Aureolus Pathfinder, un amante del orden y el equilibrio, siempre ceñido a las normas, no pretendía dejar que aquello quedara así.
Elliot no necesitó moverse de su puesto de observador, pues ambos contendientes se habían desplazado paulatinamente hasta quedar enfrentados sobre aquella gran placa de hielo. Los hechizos de ataque y defensa volaban a diestro y siniestro sin llegar a hacer mella en ninguno de los dos oponentes. Era como ver una batalla de bolas de nieve entre dos personas sobre el lago helado en Quebec. Pero aquellas bolas, sobre todo las que lanzaba Aureolus Pathfinder, eran de fuego. Wendolin desviaba a uno y otro lado los disparos, que impactaban en el hielo hasta extinguirse.
¡CRAC!
Un chasquido sonó detrás de Wendolin. Buscando el origen del ruido, la vista de Elliot se perdió a lo lejos, donde permanecían inmóviles los restantes miembros de la Guardia del Abismo.
¡CATACRAC!
Un nuevo crujido hizo que su atención se centrara de nuevo en la lucha entre Aureolus Pathfinder y Wendolin. Pinki cruzó entre medias y se posó sobre el hombro de su amo. Elliot se alegró de verlo en buen estado y no se preocupó por Gifu y Merak, que estaban terminando de reanimar a Sheila.
¡CRAC CATACRAC!
Definitivamente había sonado muy cerca. Tan cerca, que Elliot se alarmó de veras al ver de dónde provenían aquellos chasquidos. El calor de las bolas de fuego de Aureolus Pathfinder había debilitado la placa de hielo en numerosos puntos y ahora estaba cediendo.
A pesar de que agitó los brazos tratando de avisar al responsable del elemento Fuego en la lejanía, éste se hallaba tan concentrado que no prestó atención a las advertencias de Elliot. Un nuevo y potente crujido resonó en el ambiente hasta tal punto que fue advertido por Gifu y Merak, que se acercaron para mirar. Todo sucedió con una rapidez pasmosa, pero para los ojos de Elliot fueron unas escenas pasadas a cámara lenta. Tan lenta, que quedarían grabadas para siempre en la memoria de su retina.
Los tres amigos contemplaron incrédulos cómo el hielo se fracturaba en mil pedazos. Tanto Wendolin como Aureolus Pathfinder luchaban para permanecer en equilibrio, sin perder la oportunidad de lanzar un último hechizo antes de poner pies en polvorosa. Pero el hielo estaba cada vez más debilitado.
Impotente y sin saber qué hacer, Elliot contempló cómo Aureolus Pathfinder luchaba hasta el final, antes de ser tragado literalmente, al igual que Wendolin, por las gélidas aguas que se habían abierto bajo sus pies.
—¡Nooooooooo! —gritaron los tres al unísono. Pero ya era demasiado tarde.
Elliot, Gifu y Merak permanecieron muchos minutos con los ojos clavados en el resquebrajado hielo. Era imposible. Nada de eso podía haber sucedido. Tenía que ser una pesadilla; horrorosa, pero una pesadilla al fin y al cabo. Así pues, sus miradas otearon desesperadamente buscando la llamativa túnica roja de Aureolus Pathfinder. Todo el paisaje estaba teñido de blanco, gris y azul, de manera que el rojo debería contrastar perfectamente si salía a flote.
—¡Vamos! ¡Vamos! —animaba Elliot para sus adentros al responsable del elemento Fuego—. ¡Sal!
No podía elevar mucho la voz porque dos de los miembros de la Guardia del Abismo habían logrado evitar las heladas aguas de la Antártida. Seguían encaramados a la orilla de la enorme superficie de agua para ayudar a Wendolin si conseguía burlar las gélidas aguas. En el caso de lograrlo Aureolus Pathfinder, no dudarían en hacerle prisionero. Obtendrían una sustanciosa recompensa por capturar a un miembro del Consejo de los Elementales. Mas nadie salió a flote.
Elliot cerró los ojos, agachó la cabeza y se dejó resbalar a duras penas por el montículo de nieve hasta donde Sheila estaba sentada. No abrió la boca; nadie lo hizo. Ni siquiera el parlanchín Gifu tenía ganas de hablar. Estaban sumidos en un estado de shock del que se vieron repentinamente sacudidos al aparecer Magnus Gardelegen acompañado por Cloris Pleseck y Úter Slipherall. Habían surgido como de la nada, desplazándose (o, mejor aún, deslizándose) sigilosamente sobre la nieve, por lo que no se percataron de su presencia hasta que el gran hechicero del Agua quebró el silencio.
—¿Estáis todos bien? —preguntó al ver a los muchachos tendidos y con la mirada perdida en el cielo—. ¿Dónde está Aureolus?
El único capaz de pronunciar algún sonido fue Gifu, pero no fue más que un balbuceo indescifrable que no hizo sino desconcertar a los recién llegados. Magnus Gardelegen, haciendo gala de su habitual paciencia, se agachó y les tendió un tazón de chocolate caliente.
—Escucha, Elliot… Esto es muy importante. —Sus palabras brotaban con claridad, pero resonaban en la cabeza del interpelado como si le estuviese hablando desde el mismo Ártico—. Puede que Aureolus esté en peligro y…
Su voz se detuvo al ver la eléctrica sacudida de cabeza de Elliot. Sin llegar a pronunciar unas palabras que su garganta le impedía articular, señaló a lo alto del montículo.
El primero en seguir la indicación de Elliot fue Úter. Vio a los guardias, agachados, observando el lago. Después, miró la superficie de éste, con las placas de hielo aún flotando a la deriva.
—No… —susurró Úter, asociando las ideas rápidamente y comprendiendo qué había sucedido—. No…
Los dos representantes del Consejo de los Elementales que allí se encontraban, Cloris Pleseck y Magnus Gardelegen, no tardaron en desplazarse hasta la posición de Úter. El hechicero contempló anonadado el hielo, mientras que Cloris Pleseck intercambiaba miradas entre el lago y el serio rostro de su compañero. Se podía percibir con claridad el lenguaje de sus ojos: «No ha sucedido, ¿verdad? Magnus, no ha podido suceder lo que estoy pensando. Dime que no».
—¿Cuánto hace que ha sucedido? —preguntó Magnus.
—Veinte minutos, aproximadamente —confirmó Elliot.
Al recibir la respuesta, Magnus Gardelegen agachó la cabeza con profundo pesar y tristeza, y dijo:
—Entonces poco podemos hacer.
Cloris Pleseck se llevó las manos a la cara y su cuerpo fue cayendo poco a poco hasta quedar de rodillas. Un amargo silencio se apoderó del ambiente durante los siguientes minutos, en señal de duelo por Aureolus Pathfinder, el férreo defensor del elemento Fuego.