6-LA LEYENDA MUERTA DE LOS TRIÁNGULOS

espejo

—¡Eres incorregible, Elliot Tomclyde! —exclamó Úter. Su cara había cobrado una tonalidad rojiza, abandonando el habitual blanco níveo que cubría su rostro—. ¡Incorregible!

—Yo sólo…

Elliot acababa de abrir los ojos. Sintió un fuerte dolor de cabeza y se llevó las manos al chichón que aún tenía como recuerdo de la noche anterior. El sol se alzaba ya sobre los árboles en una mañana que se tornaba desapacible. No por el clima, que todavía era completamente veraniego, sino por el temperamento de Úter. No se había tomado nada bien su fuga de la noche anterior.

Cuando el fantasma, en su usual ronda nocturna, vio que la puerta del dormitorio de Elliot estaba abierta, la cerró para no despertarle con sus agudos silbidos. Cuando instantes después vio abierta la puerta del cuarto trastero, empezó a sospechar… Inmediatamente fue a comprobar si Elliot dormía, pero ¡la cama estaba vacía! ¡Se la había vuelto a jugar!

Afortunada e imprudentemente había dejado la puerta mágica abierta, mostrando así el rastro del lugar al que se había ido. Por lo tanto, Úter pudo acceder a la vivienda de los Tomclyde en Quebec sin mayores problemas. De pronto, aquel estruendo llamó su atención y…

—Jamás, en mis seiscientos años de existencia, había visto nada igual. —Úter persistía en sus trece. No había pegado ojo en toda la noche (más que nada porque no lo necesitaba), mientras gritaba indignado. Obviamente, tampoco estaba dispuesto a que Elliot descansase ni un segundo más, toda vez que se había restablecido. Y tampoco estaba por la labor de dejarlo desayunar tranquilo. Pinki aprovechó las continuas distracciones para picotear unos cuantos cereales extra del plato del muchacho—. ¡Si no llego a aparecer allí justo a tiempo! ¡Podía haberte ocurrido algo y yo aquí sin enterarme de nada!

—Pero estoy aquí, ¿no? —respondió Elliot con la boca chica.

—¿Estás? ¡Encima estás de guasa! —replicó Úter, que estaba a punto de echar humo por las orejas—. Fue un milagro.

—A propósito, fue una idea excelente hacerles creer que estaba en la otra punta del salón. No veas cómo se lo tragaron…

Úter bufó y dio unas cuantas vueltas alrededor de la cocina antes de contestar. Siempre le agradaba que le felicitasen por sus ilusiones, pero aquél no era el momento más oportuno para los elogios.

—Escucha, Elliot. No puedes hacerme esto. ¡No puedes hacernos esto! ¿Tan difícil es entender el peligro que corres? ¿Acaso aún no te has dado cuenta de que nos enfrentamos a un enemigo muy poderoso?

Por primera vez en mucho tiempo, Elliot tuvo un mínimo de conciencia sobre el asunto. Esta vez sí que había faltado muy poquito para llevarse un serio disgusto.

—Pero… ¿por qué entraron los aspiretes en mi casa? —Elliot se rascó la cabeza, aunque aquello no le aportó la solución.

—Hace unos meses burlaste su vigilancia en Nucleum, ¿no lo recuerdas? —le espetó Úter, recurriendo al pasado.

—Sí, pero eso no explica que precisamente ayer apareciesen en mi casa. ¿Cómo sabían que vivía allí?

—Elliot —dijo Úter, en un tono mucho más sosegado—, sé que no estás pasando unos días agradables y comprendo que te sientas fatal por lo de tus padres. Ya hay gente investigando el caso y no debes inmiscuirte ni crear problemas.

—Eso no responde a mi pregunta —replicó Elliot sin apartar la mirada de los ojos de Úter—. ¿Cómo sabían que vivía en esa casa?

—Hechiceros y humanos tienen la habitual manía de infravalorar a sus enemigos —filosofó el fantasma—. Y tú, jovencito, estás cometiendo el mismo error. Ni Tánatos ni los aspiretes son criaturas estúpidas. El estúpido eres tú, por pensar que estás a salvo de ellos. Nos escapamos por los pelos de Nucleum…

—Entonces… —interrumpió Elliot, dando una sonora palmada— Tánatos está detrás de todo esto.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo has dado a entender. —Elliot esbozó una sonrisa picarona, sabedor de que había pillado al fantasma.

—Bueno, qué duda cabe de que es una posibilidad, tal y como te argumentó Magnus Gardelegen —terminó por aceptar Úter—. Teniendo en cuenta que anoche te persiguieron unos cuantos aspiretes… ¡Cinco aspiretes, ni más ni menos! Esto no tiene buena pinta… No señor…

Elliot también se había pasado la noche preguntándose qué o quién podía haber detrás de todo aquello. Hacía un par de meses, se había escapado de Nucleum con una horda de aspiretes a sus espaldas. Días atrás, sus padres habían desaparecido del barco en el que iban de vacaciones y él se había librado de milagro. Anoche, los aspiretes entraron de nuevo en acción. ¿Estaban los hechos relacionados? ¿Realmente iba Tánatos tras él? También cabía la posibilidad de que todo hubiese sido un capricho del destino, una coincidencia…

—¿Sabes en qué aprieto nos hubiésemos metido si los aspiretes llegan a atravesar el espejo? —volvió Úter a la carga.

—Me hago una idea…

—No, no te haces ninguna idea —le espetó Úter, moviendo la cabeza en sentido negativo—. Hubiese sido una auténtica catástrofe. Espero que tuvieses motivos suficientemente importantes para escaparte. Aún no me has dicho qué era lo que tanto ansiabas encontrar.

Elliot prefirió no meter a Gifu en todo aquel asunto, detalle que le honraba. Sabía que el duende y el fantasma no paraban de discutir y no era cuestión de echar más leña al fuego. Eran amigos, desde luego, pero no había por qué picarlos.

—Pues… buscaba información.

—¿Y qué información pretendías encontrar en tu casa? —repuso Úter con los brazos cruzados, dispuesto a no tragarse un solo embuste más—. Te recuerdo que esto atañe al mundo mágico y nada más que al…

—Esto —le interrumpió bruscamente Elliot, sacando del bolsillo el recorte de periódico que había arrancado de la edición del domingo de Le Matin du Québec. Se acercó a Úter y se lo entregó para que lo leyese.

—La leyenda de los Triángulos de la Muerte —bufó cuando terminó de leer. Dobló de nuevo el papel y se lo devolvió a Elliot—. Es curioso cómo cambian el sentido de una frase unas pocas letras. Pero más curioso aún es cómo los humanos han llegado a saber una cosa así —murmuró Úter hablando para sí mismo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Elliot intrigado. No tardó en percatarse de que el fantasma había sacado algo en claro con el artículo del periódico. Algo que a él se le escapaba…

—¿Perdón? —dijo Úter alzando la cabeza.

—¿Qué es eso que saben? ¿Quién lo sabe? ¿De qué estás hablando? —Elliot estaba ávido de información.

—Es una larga historia. —Úter lanzó una evasiva, pero a tenor de la cara de Elliot, no iba a colar.

—Tenemos mucho tiempo… —Efectivamente, no coló.

—Está bien… —suspiró Úter—. Digo que es curioso cómo un pequeño cambio altera el sentido de la leyenda de los Triángulos de la Muerte, porque en realidad es: la Leyenda Muerta de los Triángulos —Elliot pareció no comprender—. Sí, tal y como lo oyes. Se trata de algo que sucedió hace ya tantísimo tiempo que ha adquirido tintes de leyenda. Y no sólo eso. Ha caído tan en el olvido, que se considera una leyenda muerta.

—Deberíamos remontarnos unos setecientos años en el tiempo. —Elliot emitió un ligero silbido—. Cierto, mucho tiempo atrás. Aquella época fue crucial para el mundo mágico, pues se descubrieron los espejos.

—¿Los espejos?

—Sí, ya sabes el uso que se les da…

—¿Hace setecientos años?

—Sorprendido, ¿eh? Aunque después de su invención, tardaron medio siglo en revolucionar nuestras comunicaciones. Aquello debió de ser el no va más. Por supuesto, aún no existía. Cuando nací, ya estaban perfectamente establecidos y eran mundialmente aceptados por los hechiceros.

Úter hizo una pequeña pausa para tomar aire (más bien para que Elliot fuese asimilando los datos).

—Nunca hubiese imaginado que los hechiceros os dedicaseis a inventar. Pensaba que esa labor la desempeñaban los humanos…

—Jovencito, el espejo lo «descubrieron» los humanos en 1507. Quien lo inventó fue precisamente un hechicero del Agua, que se aventuró en la italiana ciudad de Venecia. Dicho sea de paso, sus calles han sido invadidas por las aguas. A menudo se bromea que dentro de poco terminarán como Bubbleville —comentó, haciendo un nuevo paréntesis. Úter se encogió de hombros y prosiguió con su relato—. El caso es que descubrieron un pequeño espejo entre su equipaje y se apuntaron un tanto.

—Pero… ¿qué tienen que ver los espejos con la leyenda muerta de la que hablas? —preguntó Elliot, que seguía sin adivinar cuál era la conexión.

—Aquello fue una revolución —confirmó Úter emocionado. Parecía un abuelo contándole batallitas a su nieto—. Dejó obsoleto el método de transporte que se venía utilizando hasta entonces.

—Que era…

—Que «eran» los Triángulos —sentenció Úter, como si aquello fuese lo más natural del mundo—. Un alquimista llamado Caratacus Rimble descubrió una fórmula que permitía captar un objeto y trasladarlo a un punto determinado. Era, por así decirlo, la antesala de los espejos.

—Espera, espera. No he comprendido bien. ¿Quieres decir que había una máquina capaz de trasladar personas de un lugar a otro?

—Una máquina… Eso suena bien. Supongo que en «Humanolandia» lo llamaríais así. Para entendernos, era un mecanismo que disponía de doce plataformas triangulares que permitían el libre transporte entre los Triángulos.

—Qué complicado…

—Sí, y además tenía muchas limitaciones. La principal de todas era el espacio. Era una idea concebida para moverse por todo el planeta utilizando doce superficies triangulares simétricamente dispuestas por la superficie terrestre.

—Todo eso lo he leído en el artículo. También decía que diez de ellas estaban en el mar.

—Efectivamente. Dos zonas se encontraban en los polos y el resto en ámbitos marítimos. Ésa era otra de las pegas que tenía. Dependían totalmente del agua, aunque no era de extrañar. Caratacus Rimble, como habrás deducido, fue un hechicero del elemento Agua.

—¿Cómo de grandes eran los Triángulos?

—Enormes. Abarcaban unas zonas amplísimas de océano, lo que facilitaba el movimiento de masas.

—Y… ¿cómo podían apañárselas para transportar a la gente? Con los espejos se realiza un hechizo sobre una superficie y se transforma en puerta. Pero… ¿cómo abrían una puerta tan grande?

—No soy un técnico, ni sé cómo funcionaba aquello. Recuerda que no lo viví y tengo vagos recuerdos de mi niñez, cuando aún se añoraba el sistema antiguo. —Hizo una pausa y cerró los ojos para recordar aquellos maravillosos años—. Por lo que tengo entendido, nuestro querido alquimista empleó una solución de cristal de Traphax.

—¿Ése que sirvió para que Finías Tomclyde atrapase a Tánatos? —Elliot hizo alarde de su buena memoria.

—El mismo. Aunque en este caso era una solución gaseosa. No sé cómo funcionaba, pero el hecho era que ese combinado gaseoso te absorbía como una esponja y te soltaba en el punto indicado. Lamentablemente, ese gas era un compuesto inestable a más no poder (y si no me equivoco, sigue siéndolo).

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Era peligroso?

—Bueno… entrañaba cierto riesgo, sí. Riesgo de perderse por el camino. De hecho, era otra de las pegas del sistema —dijo Úter, que ya empezaba a contar los inconvenientes con los dedos—. Como ves, no era nada viable. Creo que por eso se tomó la decisión de cambiar al nuevo sistema.

Elliot frunció el ceño. ¿Cómo podía alguien volatizarse porque sí, atrapado en una solución gaseosa? Úter debió de leer la expresión de su rostro, porque acto seguido le facilitó una respuesta:

—La transmisión podía fallar. No era algo que ocurriese a menudo, pues se tomaron ciertas precauciones. Sin embargo, alguno de los viajeros podía llegar a desaparecer.

—¿Desaparecer? ¿Así, sin más? Irían a alguna parte —aventuró Elliot. Se había quedado estupefacto.

—Al Limbo de los Perdidos… Así se dio en llamar el lugar donde debían aparecer… perdidos. Nadie lo supo con certeza, pues jamás ha sido desvelado su paradero. Obviamente, la gente que lo encontraba… no volvía.

—Pero entonces… toda esa gente ahora estaría… estaría… ¿muerta?

—Sinceramente, no lo sé —dijo Úter con el cabello erizado. Hablar de la muerte no era uno de sus temas favoritos.

—¿Crees…?

—No me preguntes más detalles porque no lo sé. Más o menos aquello funcionaba tal y como te lo he comentado. Elliot se pellizcó el labio mientras miraba al infinito.

—¿Y si mis padres han ido a parar allí? —preguntó, con una expresión ensombrecida.

—No lo creo. —Úter acompañó la negación moviendo su cabeza de un lado a otro—. Tendrían que darse un cúmulo de circunstancias para que…

Elliot se mordió el labio mientras miraba al infinito.

—Así se explicaría lo ocurrido en el Calixto III… —le interrumpió Elliot.

—¿Cómo? —inquirió Úter.

—Tenemos quinientas personas desaparecidas en alta mar. La prensa habla de «los Triángulos de la Muerte», porque algo extraño e irracional ha sucedido… en una zona llamada el Triángulo de las Bermudas.

—Bermudas —repitió Pinki con su voz de pito. Batió sus alas y se posó en el marco de la ventana—. Bermudas, Bermudas.

—Sí, Pinki. Ese sitio te suena, ¿verdad? —dijo Elliot con cariño a su nueva mascota.

—No sé… —dudó Úter, atusándose el perlado mostacho—. No es más que una hipótesis.

—No tenemos más pruebas, pero tampoco se podría descartar.

—Muy cierto. De todas formas, es muy extraño que el barco entero haya ido a parar al famoso Limbo de los Perdidos.

—¿Por qué? —inquirió extrañado Elliot.

—Al parecer se tomaban ciertas medidas de seguridad. Podrían haber desaparecido cinco, diez… ¿cincuenta personas? Pero no todo el barco —conjeturó Úter.

—Pinki se salvó.

—Sí, bueno, supongo que los animales son un caso especial.

—Es igual. Lo que importa es que es posible que alguien haya puesto en marcha de nuevo el mecanismo de los Triángulos. Pero… ¿quién?

—Te olvidas de un detalle importante —puntualizó Úter—: ¿Por qué? ¿Qué motivo llevaría a alguien a secuestrar a quinientas personas?

Durante unos segundos, ambos permanecieron callados, como si estuviesen pensando la respuesta. Finalmente fue Elliot el que abrió la boca:

—Espera… Recuerda que el artículo decía que se habían producido otras desapariciones de barcos menores.

—No tiene sentido —concluyó definitivamente Úter.

—Para nosotros, no. Pero alguien debe de tener motivos, y muy importantes. Tenemos que averiguarlo.

—Eh, eh. Estás yendo muy deprisa. —El fantasma lo frenó en seco—. Tú debes quedarte aquí, quietecito.

—¿Bromeas? ¡Pero si tenemos varias pistas!

—Elliot, no puedo permitir que te vayas. Las órdenes del Consejo son claras y muy estrictas, ya lo sabes. Además, mañana tienes que realizar una visita al Oráculo y eso sí es de suma importancia.

Elliot agachó las orejas. Había atisbado la luz de la aventura por unos instantes, pero Úter se empeñaba en chafar todos sus planes. Y, mientras, sus padres estaban en un lugar recóndito y perdido.

—Sin embargo, a mí nadie me impide ahondar un poco en mis conocimientos sobre los famosos Triángulos —añadió Úter guiñándole un ojo—. Eso sí, deberás prometerme que te vas a comportar bien y que no volverás a jugármela a mis espaldas.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Elliot dijo:

—Tienes mi palabra.

—Así me gusta, jovencito.

El resto del día transcurrió casi tan rápido como la mañana. Se pasaron una buena parte de la tarde discutiendo qué planes podría tenerle previstos el Oráculo, pero divagaban en exceso. Elliot le comentó a Úter que lo más probable sería que tuviese que proseguir su aprendizaje de hechicería en otra de las escuelas.

—¿Irte a otra escuela? ¿Por qué piensas que no vas a seguir en Hiddenwood? —preguntó extrañado Úter—. ¿Acaso no estás contento allí?

—No es eso —replicó Elliot—. Tú estás en contacto directo con los miembros del Consejo de los Elementales, así que no creo que pase nada porque lo sepas…

Entonces, Elliot le contó a Úter Slipherall lo que había ocurrido durante sus pruebas elementales del año anterior, los cuatro elementos habían interactuado a la vez y eso nunca había ocurrido antes. Úter también pareció sorprendido.

—Vaya… Al parecer la Madre Naturaleza te tiene preparado un futuro apasionante.

—¿Por qué dices eso?

—No, por nada. Supongo que el hecho de que seas un muchacho tan especial tiene su razón de ser. ¡No me extraña que seas tan bueno haciendo ilusiones! ¡Ahora lo comprendo! Aun así, debo decirte que me siento muy orgulloso de ti.

Como Úter estaba visiblemente emocionado, no le quiso decir que estaba cansado de dejar tantos amigos atrás y de tener que rehacer constantemente su vida. Pero era la pura verdad; Elliot añoraba una vida tranquila. El año anterior lo había pasado estupendamente hasta la Fiesta de Florecimiento. Fue entonces cuando todo se torció, los problemas comenzaron a multiplicarse como champiñones y el mundo mágico quedó pendiente de un finísimo hilo, como el de un funambulista.

Después de aquella conversación, ya no le cabía duda alguna de que la magia estaba detrás de las desapariciones del Calixto III. Por lo demás, aún había demasiadas preguntas sin respuesta.

Miró a través de la ventana de su dormitorio y contempló un manto de terciopelo azul oscuro. La luna apenas se veía; parecía una enorme bola de queso devorada por un inmenso ratón. Y las estrellas… estaban preciosas, como siempre. Buscó con la vista la constelación de la Osa Mayor. Una, dos… tres. Allí estaba Alioth. Volvió la cabeza y divisó la Corona Boreal, con Gemma entre sus estrellas. En su mente apareció la imagen de la verdadera Gemma, aquella anciana tan simpática que se conocía casi toda la bóveda celeste. También ella había desaparecido. Se quedó contemplando Alioth, con el firme convencimiento de que sus padres, Gemma y los demás estaban vivos. En alguna parte, pero vivos. Los salvaría, aunque fuese del mismísimo Limbo de los Perdidos. Y cayó en un profundo sueño.

Un intenso olor a beicon y huevos revueltos le despertó cuando el sol se colaba por su ventana. Era tan desconcertante que nadie hubiese sido capaz de adivinar que aquélla era la casa de Úter Slipherall. Volvió la cabeza, aún sin levantarse, y vio que su túnica verde estaba dispuesta en un perchero de madera donde también aguardaba el loro.

—Buenos días, Pinki.

—Buenos sean, buenos sean —respondió. Volvió la cabeza en dirección al muchacho y acto seguido pidió—: Galleta, galleta.

—Eres un glotón, siempre pensando en la comida —le echó en cara Elliot mientras se quitaba el pijama.

Diez minutos después, ya vestido, se encaminó a la cocina, donde seguro que le aguardaba Úter. Mientras bajaba las escaleras, oyó otra voz conocida.

—¡Goryn! —exclamó al verlo, cuando entró en la cocina—. ¡Cuánto has madrugado! Venirte dando un paseo tan pronto…

—Hola, Elliot. Sí, un paseo a estas horas es reconfortante. Pero reconozco que hoy he hecho trampas. He usado el método rápido.

—¿Los espejos? —preguntó Elliot sorprendido. Goryn siempre prefería caminar y más en un día soleado como aquél.

—En cuanto desayunes, emplearemos de nuevo el espejo.

—¿A qué viene tanta prisa esta vez? —Elliot recordaba su primer contacto con el Oráculo. En aquella ocasión fue paseando desde El Jardín Interior hasta el Claustro Magno, lugar donde se produjo el encuentro.

—Los miembros del Consejo lo han autorizado y tampoco es plan de hacer esperar al Oráculo, ¿no crees?

—Desde luego —respondió Elliot, encantado con la idea de atravesar de nuevo un espejo.

—Además, todo el mundo está trabajando en la investigación. Los miembros del Consejo no han comentado absolutamente nada. Más bien, parecen desconcertados. Magnus Gardelegen sugirió que tal vez tuviera que ver con la Leyenda Muerta de los Triángulos, aunque terminaron descartándolo. —Elliot y Úter se dirigieron significativas miradas.

—¿Por qué? —preguntó Elliot con un tono de voz más bien cercano a la indignación. Fue tal su ímpetu, que ni siquiera se planteó ocultar su conocimiento de tan misteriosa leyenda.

—Porque se necesitarían grandes cantidades de cristales de Traphax para llevarla a cabo —puntualizó Goryn^. Eso es prácticamente imposible hoy en día. Todo el mundo sabe que las minas más importantes de Traphax se agotaron hace más de cien años.

Pero Goryn, al ver la cara de sorpresa de Elliot, comenzó a contarle la misma historia que Úter le había relatado el día anterior. Evidentemente, tanto Elliot como el fantasma no dijeron ni palabra. No podían mostrar una sola evidencia de que habían decidido investigar al margen, o Aureolus Pathfinder (y quizá algún miembro más del Consejo) se enfadaría de veras.

—Elliot, creo que va siendo hora de que apures tus gachas de avena. No deberíais demoraros mucho —recomendó Úter, cambiando de tema tan pronto como le fue posible.

Poco después, Elliot se encontraba de nuevo frente al espejo. Úter le guiñó un ojo al tiempo que esbozaba una sonrisa de complicidad.

Como era de esperar, al otro lado aguardaban los miembros del Consejo, que le recibieron cordialmente. Elliot reconoció rápidamente la habitación. Era el antiguo despacho de Wendolin, en el Claustro Magno. Recordó el escritorio, cuyas patas eran unas afiladas garras de león, Y las cortinas de terciopelo verde, así como la hermosa silla que hacía juego con sus telas.

Lo único que había cambiado (que no era poco) era que Wendolin ya no estaba allí. Su historia tuvo un trágico final al término del curso anterior. Pasarse al bando de Tánatos había sido un acto rastrero y deplorable. Aun así, seguro que había recibido su merecido por fracasar en su misión de hacerse con la Flor de la Armonía, pues Tánatos no perdonaba fácilmente. La imagen de aquel socavón todavía le impactaba a Elliot. ¿Qué habría sido de ella? ¿Habría sobrevivido a la ira del hechicero más tenebroso y malvado que el Consejo de los Elementales había conocido?

No tuvo tiempo para responderse mentalmente. Elliot y Cloris Pleseck apenas se habían cruzado unas palabras de bienvenida cuando del espejo brotó un hilo de humo oscuro. Se arrastró por el suelo, como si de una sombra se tratara. De pronto, comenzó a alzarse cobrando forma humana. Entonces Elliot pudo reconocer la estilizada figura de una mujer, vestida con una hermosa túnica de hilo de oro. Su larga y oscura melena rizada le llegaba hasta la cintura y sus ojos, negro azabache, brillaron al ver a Elliot.

—Nos volvemos a encontrar un año después, Elliot Tomclyde —dijo exhibiendo una dentadura perfecta.

Elliot inclinó la cabeza a modo de saludo, pero permaneció en silencio.

—Antes que nada y, puesto que no nos hemos visto antes, me gustaría agradecerte de todo corazón la valentía que demostraste en los acontecimientos que tuvieron lugar durante la pasada Fiesta de Florecimiento. —Las palabras del Oráculo colmaban de orgullo y satisfacción a Elliot.

—Gracias, pero sin mis amigos no lo hubiese conseguido —replicó el muchacho casi sin levantar la cabeza. Era sorprendente cómo había llegado a levantarle la voz a Tánatos, y ante el Oráculo se veía incapaz de articular dos palabras seguidas.

—Tienes mucha razón, Elliot Tomclyde. Sin embargo, supiste guiarlos en los momentos más comprometidos, tomando difíciles decisiones a cada segundo que transcurría.

Elliot recordaba perfectamente aquellas decisiones. Fueron los momentos más intensos y peligrosos de su vida.

—Mi gratitud es doble, si se me permite decirlo —prosiguió el Oráculo—. Al recuperar la Flor de la Armonía, no sólo salvaguardaste el equilibrio de nuestro mundo, sino que también salvaste mi vida.

Elliot puso cara de asombro. Era evidente que no comprendía una palabra de lo que acababa de decirle la bellísima mujer.

—Tal y como lo oyes, Elliot Tomclyde. La Flor de la Armonía y el Oráculo están unidos intrínsecamente. Esto significa, como bien estarás imaginándote, que sin Flor de la Armonía no hay Oráculo.

Elliot se rascó la cabeza, claro síntoma de que acababa de aprender una nueva cosa que desconocía sobre los elementales. La curiosidad pudo con él y le hizo la siguiente pregunta:

—Si se hubiese destruido… ¿qué hubiera sucedido? ¿No existe otra Flor de la Armonía?

—Oh, no —sonrió el Oráculo—. La Flor de la Armonía hay que crearla. Para ello son necesarias las cuatro Piedras Elementales. Afortunadamente, ése no es el motivo que te ha traído hoy aquí, ¿verdad?

Elliot asintió. Le hubiese gustado aprender un poco más acerca de esas cuatro piedras, pero estaba claro que no se lo iban a contar.

—Está bien, supongo que ya sabrás por qué estamos aquí —prosiguió el Oráculo, dispuesta a avanzar con la conversación.

Sí, Elliot lo sabía muy bien, pero no estaba pensando en ello precisamente. Dejando a un lado la cuestión de las piedras, ahora que tenía frente a él a la figura del Oráculo, se le ocurrió una gran idea. Si el Oráculo era la más alta instancia en el mundo mágico, quizá supiese algo acerca de la desaparición de las personas de los diferentes barcos y del paradero de sus padres. Ver el futuro no debía de suponer un gran problema para alguien tan poderoso.

—La vida es dura, Elliot —continuó el Oráculo con voz solemne, como si nada pasase—. Muchas veces no comprendemos por qué suceden determinadas cosas y nos cuesta llegar a afrontarlas.

«Estupendo. Ahora toca otra monserga de ésas para darme ánimos. Yo sólo quiero saber quién está detrás de todo esto.»

Elliot se sorprendió por el hecho de que el Oráculo no se mostrase tan compasivo hacia él como los demás, hecho que agradeció. En cualquier caso, el muchacho prefirió permanecer callado para ver si, por casualidad, decía algo interesante.

—En nuestra vida debemos tomar muchas decisiones. Muchísimas. Parece como si fuéramos subiendo una larga cadena de eslabones y, en cada uno de ellos, debemos decidir. Constantemente estamos escogiendo caminos por donde orientar nuestra vida. Unos pueden ser acertados y otros erróneos. Cuando erramos, el eslabón no sirve y hay que sustituirlo. Es decir, debemos rectificar nuestro error.

«¿Y qué me quiere decir con todo eso?»

—Erramos, porque no conocemos el futuro. Al menos, en su totalidad. Yo puedo tener constancia de que hay peligros que acechan, pero no determinarlos. No puedo ir más allá de las nieblas del mañana, porque nadie puede.

«¡Me está leyendo el pensamiento!»

El asombro de Elliot era mayúsculo.

—A buen seguro, a lo largo de tu vida te cruzarás con gente que afirme con rotundidad que puede ver el futuro. No por ello deberás pensar que mienten pues, de hecho, lo que ellos ven es parte del propio futuro. Intuyen determinados hechos, pero siempre están sujetos a una serie de decisiones que deberán hacerse efectivas.

Los miembros del Consejo también escuchaban atentamente las sabias palabras del Oráculo. Aquello parecía una lección de filosofía en toda regla.

—Supongo que te estarás preguntando a qué viene esta disertación, ¿no es así?

Elliot asintió con la cabeza.

—Hace un año —continuó el Oráculo—, te dije que una vez transcurriese tu primer año en Hiddenwood proseguirías tu aprendizaje en otra comunidad mágica. Aquel día estaba casi convencida de cuál sería tu segundo destino. También hoy lo estoy y los recientes acontecimientos no deben trastocar tus planes de futuro. Por lo tanto, este año deberías iniciarte en el elemento Agua, en la escuela de Bubbleville.

Elliot no se mostró sorprendido. Sabía que aquel momento llegaría y, como hiciera en la otra ocasión, debería afrontar los hechos.

—Sin embargo, antes que tu aprendizaje, está tu seguridad. Con Tánatos libre y el extraño suceso del Calixto III, ir a Bubbleville entraña ciertos riesgos que no conviene asumir. Por esta razón y, si los miembros del Consejo se muestran de acuerdo, propongo que establezcas tu residencia en Hiddenwood y realices gran parte de tus estudios en la escuela acuática de Bubbleville. De esta manera, podrás llevar a cabo una vida normal en un ambiente conocido, repasando materias del año anterior, y aprender nuevas disciplinas que contribuyan en tu formación. Tengo entendido que tienes amigos que te ayudarán a recordar lo que aprendiste durante tu primer año…

—Así es —respondió Elliot, que no pudo reprimir una sonrisa. Se sentía feliz al saber que podría permanecer en Hiddenwood. Gifu y Goryn seguro que le ayudarían con las plantas, Merak con la geología, Úter con el ilusionismo y Eric… Con Eric podría practicar hechizos.

—Éste va a ser tu segundo año de aprendizaje —confirmó el Oráculo—. El camino empieza a ponerse cuesta arriba para ti, Elliot Tomclyde. Mientras tus compañeros del año pasado profundizarán sobre lo estudiado durante el año anterior, tú deberás hacer frente a un segundo elemento. Y así te sucederá año tras año, hasta completar los cuatro elementos.

—¿Voy a tener que aprender los cuatro elementos en cuatro años? —preguntó Elliot, agobiándose de veras.

—Me temo que es lo que desea la Madre Naturaleza… Aunque, si no me equivoco, te ha dotado de una capacidad mucho mayor que a tus compañeros. No tardarás en ir haciéndote con el control de las diferentes disciplinas, ya lo verás. A medida que avances con tu aprendizaje, te irá costando menos.

—Pero… ¿por qué yo? ¿Qué destino me aguarda?

—Es el futuro, Elliot Tomclyde. Es el futuro —dijo el Oráculo—. Y ahora, tu futuro más próximo es estudiar en Bubbleville.

La opinión de los miembros del Consejo no se hizo esperar.

—Espero que en Bubbleville su aprendizaje dé mejores frutos que los que ha dado con Wendolin —espetó Aureolus Pathfinder con el ceño fruncido.

—¡Por los cuatro elementos, Aureolus! —protestó Cloris Pleseck—. El muchacho no se parece en nada a esa bruja.

—¿Es Wendolin una hechicera del elemento Agua? —preguntó Elliot, llamado por su insaciable curiosidad.

—Así lo fue en sus orígenes, aunque terminase sus estudios en Hiddenwood por unas circunstancias excepcionales —confirmó el Oráculo. Hizo una pausa y después preguntó a los miembros del Consejo si estaban de acuerdo con su decisión.

—Va a suponer una carga de trabajo importante, Elliot —comentó Magnus Gardelegen—, pero creo que es una opción acertada.

—Ciertamente lo es —asintió Cloris Pleseck, encantada de seguir contando con Elliot en Hiddenwood.

Mathilda Flessinga y Aureolus Pathfinder comentaron entre ellos la idea, pero tampoco pusieron pegas a la sugerencia del Oráculo. Aprovechando aquel instante de distracción de Aureolus Pathfinder, Elliot formuló la pregunta casi susurrando a las restantes personas que se hallaban presentes:

—¿Se sabe algo de mis padres? —preguntó tímidamente. Si el Oráculo le había leído el pensamiento, no había dicho nada al respecto. Tampoco se había comentado nada de las investigaciones. A decir verdad, no tenía ni idea de quién las estaba llevando a cabo… salvo Úter.

—Por el momento, no —respondió Cloris Pleseck, poniendo su regordeta mano sobre el hombro de Elliot—. Hacemos todo lo que podemos.

—¿Puedo preguntar una cosa? —En esta ocasión, Elliot se dirigía al Oráculo.

—Es obvio que ya lo estás haciendo.

—Hace un año dijo que se avecinaban tiempos difíciles. ¿Se refería al retorno de Tánatos?

—Es posible.

Elliot se quedó esperando a que completase la respuesta, pero el Oráculo no parecía dispuesto a dar ningún tipo de información adicional.

—¿Qué ve en este preciso instante? —insistió Elliot. Tal vez pudiese ayudar a esclarecer el paradero de los pasajeros del Calixto III.

—Veo a un muchacho atrevido, valiente y con muchísimas ganas de ser un gran hechicero. Tu habilidad y tu destreza te serán muy útiles el día de mañana.

Las palabras del Oráculo fueron un broche final que retumbó en la cabeza de Elliot hasta que la magna hechicera desapareció de la habitación tan silenciosamente como había llegado. Ya no tenía nada más que hacer allí, así que volvió a la casa de Úter sin más dilaciones.

Cuando cruzó el espejo de vuelta, su sorpresa fue monumental. Apenas había dado unos pasos cuando vio un montón de cajas de galletas y cereales esparcidas por el suelo del recibidor. Por un instante pensó que había pasado un tornado o algo por el estilo. De pronto, le vino a la cabeza quién podía ser el responsable de aquel desaguisado.

—¡PINKI! —llamó. Quedó a la escucha durante un buen rato, pero el loro no dio señales de vida. Al igual que en el Calixto III, parecía haber desaparecido. Hizo una nueva intentona, aunque sabía que sería inútil—: ¡PINKI!

Elliot comenzó a poner orden y a recoger. Tomó el primer tarro y se dio cuenta de un pequeño detalle. Aquel bote tenía un tapón de rosca. ¿Cómo podría haberlo abierto un loro si no tenía manos? ¿Habría sido realmente Pinki?

Se apresuró a encontrar señales de cualquier tipo en las restantes cajas. No había signos de picotazos ni de las garras del loro. Es más, tuvo la impresión de que quien había hecho eso era una criatura menuda, de manos pequeñas.

¿Quién o qué habría sido?