5-LE MATIN DU QUÉBEC

espejo

Unas horas más tarde, en un lugar mucho más agradable, donde el aire que se respiraba era limpio y olía a lavanda y romero, se encontraban Elliot, Úter, Eric y el maestro de Naturaleza, Goryn. Pinki, ante la llegada de los dos nuevos visitantes, se había alterado un poco más de lo habitual (que no era poca cosa).

—Me alegro de que hayáis adelantado la vuelta —comentó Elliot, visiblemente agradecido por ver de nuevo a su mejor amigo del mundo mágico.

Había transcurrido casi una semana desde que el Calixto III quedase a la deriva en alta mar. Casi una semana viviendo con el bueno de Úter.

—Habíamos hecho turismo de sobra —argumentó Eric, restando importancia al hecho de haber acortado su viaje. Era más importante estar cerca de un amigo que dar vueltas por el mundo sin ton ni son—. Tras una pequeña charla con Magnus Gardelegen, mis padres decidieron dar por terminadas las vacaciones… y aquí estoy.

Pinki, más calmado, fue a parar al hombro de Elliot.

—Sé que la pregunta parecerá un poco absurda, pero… ¿qué tal estás? —preguntó Goryn.

—Bien, gracias —fue la escueta respuesta. A Elliot no le gustaba que sintieran lástima por él.

Eric y Goryn se quedaron mirándolo fijamente, sin mediar palabra. Estaba claro que su respuesta no les había convencido.

—Está bien, está bien —rectificó Elliot, tras darse media vuelta. Estaba visiblemente enojado y zarandeaba los brazos de arriba abajo—. Estoy harto de esto. Me siento como un león enjaulado. Mis padres, según dicen, han sido secuestrados. ¡Y yo me siento igual que ellos!

—¡Vaya! Muy agradecido por tu parte —le espetó Úter.

—Lo siento, Úter… No quería decir eso —se arrepintió Elliot con prontitud—. Yo… Ya sabes, la tensión.

—No te preocupes. Te comprendo perfectamente —dijo el fantasma, quitando hierro al asunto—. En ocasiones también yo me he sentido así, aunque era por voluntad propia. Apenas han transcurrido un par de meses, pero echo de menos una nueva aventura.

—Úter… —le reprochó Goryn, mirándole de reojo—, se supone que tú tienes que tranquilizar a Elliot, no incitarle a moverse.

—Elliot es un chico responsable. Lo ha demostrado más que de sobra —se defendió Úter.

—Salvando el detalle de aquella visita que hizo a su casa durante el crucero —puntualizó Goryn, dando a entender que estaba al tanto de todo lo que había ocurrido hasta el momento.

—¡Aquello fue su salvación! —repuso Eric defendiendo a su amigo. Pinki también abrió las alas en señal de protesta.

—Muy cierto. Pero eso no quita que estuviese mal por su parte —indicó Goryn—. Ya sé que tu situación es francamente incómoda, dolorosa y desesperante, Elliot, pero los miembros del Consejo te han pedido que por el momento permanezcas aquí y eso es lo que debes hacer. Siguen las investigaciones, que están resultando tremendamente complicadas.

—¿Cuánto tiempo voy a tener que quedarme? ¿Todo el año? —preguntó Elliot.

—Hasta que estén seguros de que los secuestradores del barco no iban a por ti. Entonces respirarán tranquilos.

—¿Y mis padres? ¿Cuándo tendré noticias de ellos?

—Sé lo mismo que tú…

Durante unos segundos, un silencio sepulcral invadió el ambiente. Era un momento tenso y Elliot saltaba a la mínima.

—La Tierra es muy grande —intervino Úter, que no cesaba de volar de un lado a otro—. Mucho más para nosotros, los miembros del mundo mágico. Los humanos viven en las partes terrestres del planeta que, al fin y al cabo, son las únicas en las que pueden establecerse. Pero nosotros, los del mundo mágico, llegamos a muchísimos más sitios de los que podrían imaginarse.

—¿Por ejemplo? —preguntó Elliot. Quería saber. Necesitaba saber. Odiaba aquel estado de desinformación total.

—Sin ir más lejos, Nucleum. La prisión mágica situada en el Centro de la Tierra. Tú mismo la conoces…

—Y las ciudades submarinas —apuntó oportunamente Eric—. Yo he visitado unas cuantas…

—Submarinas, submarinas —repitió Pinki.

—Efectivamente —corroboró Úter—. Así que, como ves, localizarlos sin una sola pista es una tarea tremendamente compleja. Se precisa de mucho trabajo y tiempo. Hay que contactar con las diferentes criaturas del elemento Agua y movilizarlas. Eso no se hace en dos días.

—¿Quieres decir que Magnus Gardelegen está hablando con los peces? —exclamó el chico con incredulidad.

—Elliot, en los océanos hay mucho más que peces…

—Quién sabe si los han llevado a alguna ciudad flotante del Aire —interrumpió Goryn—, o a las que están en la inmensidad del desierto, en el corazón del elemento Fuego —completó el maestro de Naturaleza, ampliando notablemente el espectro de la posible búsqueda.

—Ya veo —asintió Elliot, abatido. Las probabilidades de volver a ver a sus padres se reducían por momentos.

—Anímate, Elliot. Dentro de diez días retomaréis vuestro aprendizaje —dijo Goryn, esta vez dirigiéndose también a Eric—. Eso servirá para despejar tu mente, ¿no crees? Por lo menos la mantendrás más ocupada…

—Los miembros del Consejo me dijeron que antes debería hablar con el Oráculo para orientar mi aprendizaje. Aún no…

—¡Es cierto! ¡Casi lo olvido! —lo interrumpió Goryn, gritando tanto que hasta Pinki se sobresaltó—. Pasado mañana tienes una cita con el Oráculo. Vendré a buscarte entonces.

—¡Haber empezado por ahí! —exclamó Elliot. De todas formas, no estaba muy seguro de querer mantener aquella conversación. Sabía muy bien que el Oráculo podía destinarle a Bubbleville. O a Windbourgh. O a Blazeditch. En cualquiera de esos casos debería adaptarse a un nuevo entorno y, lo que era peor, estar lejos de todos sus amigos del mundo mágico.

—Bien, yo debo dejaros —dijo finalmente Goryn—. Eric, creo que es hora de que también regreses. No deberías hacer esperar a tus padres… ni a la señora Pobedy. Sus suflés son sagrados.

—¿También han venido tus padres? —preguntó Elliot, intrigado.

—Sí, se hospedan en una de las habitaciones de la posada El Jardín Interior. La señora Pobedy los trata como a reyes. Y a mí también… —La sonrisa de Eric se extendía de oreja a oreja.

—Qué estupendo… Así que estarás por aquí estos días. —Eric asintió y a Elliot le brillaron los ojos. A buen seguro recibiría más de una visita de su amigo.

—Bien. En ese caso, nosotros nos vamos a preparar una cena estupenda —dijo Úter. Aunque él no comía, siempre ayudaba a Elliot y le enseñaba unos cuantos trucos de cocina.

Se despidieron y prometieron volver a verse muy pronto. Elliot los vio adentrarse en la espesura de los bosques de Hiddenwood. Sabía muy bien que a Goryn le encantaba caminar por aquellos parajes. Aunque era un poco tarde y la oscuridad comenzaba a posarse sobre los árboles, el maestro de Naturaleza se sentía como en casa. Además, exceptuando a los trentis, no tenía constancia de que en el bosque merodease ninguna criatura peligrosa.

Cuando Elliot se dio la vuelta para dirigirse a la casita de Úter, se dijo para sus adentros: «Lo haré esta misma noche».

Cenó frugalmente porque tampoco tenía mucho apetito. Úter siempre trataba de animarle y de darle conversación, pero aquel atardecer Elliot andaba pensativo. Había estado jugueteando con el puré de patata. No hacía más que repasar mentalmente la conversación que había mantenido por la tarde con sus amigos. No podía dejar de pensar en determinadas frases como: «Las investigaciones están resultando francamente complicadas», «localizarlos sin una sola pista es una tarea tremendamente compleja» o que el hecho de movilizar a las criaturas del elemento Agua «no se hace en dos días».

Precisamente aquello había acabado de decidirle: llevaría a cabo su plan esa misma noche. Había estado madurando la idea que había discutido con Gifu unos días atrás. Gracias al duende, tenía una pequeña posibilidad de obtener algo de información. En realidad era una tontería. Quizá fuese por eso, por su sencillez, que lo habían pasado por alto. Y tan sólo hubieron de reconstruir los hechos:

—Hasta ahora, tenemos un montón de humanos, incluidos tus padres, que han desaparecido de un barco en alta mar, ¿no es así? —recapituló Gifu, al que poco le faltó para comenzar a tomar apuntes como si de un escriba se tratase.

—Eso es.

—Estamos de acuerdo en que la causa tiene que estar en el mundo mágico.

—De eso no me cabe la menor duda —afirmó Elliot con rotundidad. De hecho, era una de las pocas cosas que tenía claras desde un principio.

—Y, por el momento, en el mundo mágico no son capaces de encontrar más información al respecto.

Parecía la pescadilla que se muerde la cola. No tenían grandes cosas a las que atenerse y no hacían más que divagar sobre el mismo tema una y otra vez. Por si fuera poco, la buena voluntad de Gifu era del todo insuficiente. No dejaba de ser un duende, una criatura del elemento Tierra. Sabía muchísimo sobre bosques, plantas y frutos, pero del Agua lo desconocía casi todo. Y él, Elliot Tomclyde, pese a haber pasado un año en el mundo mágico, aún tenía muchas cosas que aprender. Al fin y al cabo, había pasado mucho más tiempo de su vida como humano que como hechicero…

Y entonces le vino la idea a la cabeza.

—Eso… ¡Espera! —exclamó Elliot—, creo que ya lo tengo. Los desaparecidos son humanos y el barco también, ¿no?

—Sí… —dijo el duende sin saber adonde quería ir a parar su amigo. Sin embargo, el brillo de los ojos de Elliot le hizo esperar, ansioso, la idea del muchacho.

—Entonces… ¿qué mejor que el mundo humano para recabar información? Un barco con más de quinientas personas a bordo que se esfuman así como así no puede pasar desapercibido para la prensa.

—Tienes razón.

—El problema es que debería de ir a casa y hacerme con los periódicos de los últimos días para ver qué han publicado.

—¿Y eso es un problema?

—Úter está todo el día pendiente de mí —protestó Elliot, aunque sabía que el fantasma lo hacía por su bien—. Sé que hay un espejo en su casa y dónde está, pero llegar a él sin que me vea…

—Puede que todo lo que necesites sea un poco de ayuda duendil —repuso Gifu, sin darle mayor importancia a la preocupación de su amigo.

Gifu era todo un especialista en salir airoso de ese tipo de situaciones. Para cualquier duende, pasar desapercibido por un sitio estaba a la orden del día. Y para poder satisfacer la insaciable curiosidad que Gifu tenía, era aún más imprescindible ser cauteloso al moverse. Con un maestro tan bueno, Elliot estaba completamente seguro de que Úter no se enteraría, así que esa misma noche volvería a casa.

Totalmente decidido, engulló el helado de frambuesas, vainilla y dulce de leche a gran velocidad.

—Vaya, el helado sí que te entra bien, ¿eh? —preguntó Úter, mientras le ofrecía más barquillos.

—Hum… Sí, está muy bueno —cuanto antes terminase, antes se iría a su habitación a prepararse.

No tardó en verse dando las buenas noches a Úter e irse a su habitación. Se tumbó en su cama y se quedó unos instantes mirando al techo, escuchando cómo se movía el agua del colchón. El espejo se encontraba dos puertas más a la derecha. Debería recorrer apenas diez metros; la distancia era corta, pero no podía ser descubierto. Úter era un fantasma y, como tal, no debía satisfacer sus necesidades fisiológicas. No comía, no bebía y tampoco dormía. Por esa razón, cuando Elliot saliese de su dormitorio debería hacerlo en el más absoluto silencio. Toda cautela iba a ser poca y, por eso, Gifu le había prestado su ayuda.

Bajo la cama guardaba el pequeño saquito de cuero del duende. Este contenía unos polvos mágicos que le servirían para deslizarse por el suelo como si sus pies tuviesen alas. Según le había comentado Gifu en otra ocasión, tenían multitud de usos. Uno de ellos precisamente era el de hacerle pasar desapercibido cuando así lo deseaba. Y ésa era precisamente la voluntad de Elliot.

Por el momento, no tenía más opción que esperar. Úter no tardaría en irse de la cocina y comenzaría a vagar por la casa. Era lo que hacía todas las noches. Casi nunca salía afuera; lo tenía comprobado. Simplemente se dedicaba a dar vueltas admirando su vivienda y modificando las ilusiones que no le terminaban de convencer con un simple chasquido de sus dedos.

El tiempo parecía no transcurrir. La ventana estaba abierta. Pinki siempre salía de noche (curiosa actitud para un loro) a dar una vuelta y regresaba bien entrada la madrugada, cuando Elliot estaba dormido. El muchacho comenzó a ver cómo los primeros rayos plateados se colaban por su ventana, avanzando muy lentamente. Aún eran débiles, pero era señal de que en breve podría escabullirse de su habitación.

Los minutos fueron pasando y su mirada permanecía clavada en el techo. Cuando decidió que había esperado suficiente tiempo, Elliot se puso en pie. Había llegado la hora.

Tomó el saquito y espolvoreó sus zapatos como ya hiciera en otra ocasión. Tal y como le había explicado el duende, tan sólo bastaría con concentrarse en sus intenciones para que los polvitos surtiesen el efecto deseado. Abrió la puerta con el máximo sigilo y asomó la cabeza.

Todo parecía tranquilo y sumido en una espectral penumbra. Las pocas lámparas que permanecían encendidas en la planta de abajo iluminaban tenuemente el pasillo. Unos joviales silbidos delataron la posición de Úter, en la otra punta de la casa. Sin duda, aquello era una ventaja, pero no debía confiarse. Al menor ruido, el fantasma aparecería a su lado.

Avanzó con rapidez. Parecía andar sobre una mullida alfombra, pese a que el suelo era de una madera tan antigua que crujía con facilidad. No notó ni el más mínimo roce con el suelo. La magia del duende había funcionado a la perfección.

Tras unos rápidos pasos, enseguida se situó frente a la habitación deseada.

No tuvo problemas para abrir la puerta sin que chirriase y colarse en aquella especie de cuarto trastero. Si la iluminación del pasillo era poca, la de aquella habitación era nula. Pero allí estaba el espejo y hacia él dirigió sus ahogados pasos.

El corazón le latía por la emoción. ¿Conseguiría algo de información? ¿Habrían acertado Gifu y él con sus sospechas?

Con voz susurrante, pronunció:

—Ad Elliot Tomclyde dormitorium!

No perdió un solo instante porque no había tiempo que perder. Cruzó su dormitorio a la carrera, descendió por la escalera y fue derecho a la puerta principal de la casa. Si hubo algún sonido extraño, no le prestó atención. Lo último que quería era imaginarse ladrones en su casa.

Allí estaba el pequeño buzón dorado. Por la ranura sobresalía un buen puñado de cartas y algunos periódicos atrasados, como si el buzón los quisiese expulsar de su nutrido vientre. Elliot lo cogió todo y lo llevó a la mesita redonda que había en el recibidor. Una vez allí, se sentó a ojear todos los periódicos.

El primer ejemplar de Le Matin du Québec que cogió fue el del día siguiente al de los catastróficos acontecimientos, el pasado viernes. Fue hoja por hoja, escrutando todas las noticias tan rápido como le era posible. Pero al llegar a la sección de televisión, concluyó que nadie parecía haberse enterado de la desaparición de quinientas personas.

Lo mismo le sucedió con el periódico del sábado. Ningún reportero había informado sobre nada parecido. Pero el del domingo… El del domingo fue diferente. En la sección de noticias internacionales había una columna que hacía referencia al asunto. Era como si el diario quisiera informar, pero sin darle demasiada importancia.

EL CRUCERO CALIXTO III ENCONTRADO A LA DERIVA EN EL TRIÁNGULO DE LAS BERMUDAS

El pasado viernes se produjo la desaparición de más de quinientas personas, entre pasajeros y tripulación, en el famoso crucero Calixto III, mientras realizaban un viaje de placer. Entre ellas había, al menos, nueve canadienses. El navío, por su parte, se ha encontrado flotando a la deriva cinco millas más alejado de la última posición emitida. La pérdida de contacto por radio se produjo poco antes de mediodía, cuando el barco se había adentrado unas millas en el temible Triángulo de las Bermudas.

En el último informe por radio antes de que se cortasen las comunicaciones, el capitán W. K. Seawood transmitía su preocupación por el extraño comportamiento de la brújula y todos los componentes electrónicos. «La brújula se ha vuelto completamente loca. No deja de girar y es imposible obtener una orientación clara», fueron sus palabras textuales. También comunicó que el océano no era el mismo de siempre: «Todo parece realmente extraño, como si estuviésemos en otro lugar. Hay demasiada calma».

Este suceso se une a otros dos casos muy similares. Uno de ellos se produjo diez días antes en la misma zona, donde desapareció un barco pesquero con catorce personas a bordo. En el segundo caso —tres días antes de que ocurriese el del Calixto III—, diez personas se desvanecieron de otro barco pesquero… pero en diferente ubicación. Se encontraba faenando en el conocido Mar del Diablo, entre Japón y las islas Bonin.

Los investigadores constataron en su día que en nuestro planeta existen doce zonas de grandes perturbaciones geomagnéticas. Dos de ellas se localizaron en los polos y las restantes son zonas marítimas. Según los científicos, se encuentran repartidas de una forma simétrica: cinco de ellas alrededor del paralelo 30 grados latitud norte y las otras cinco en el paralelo 30 grados sur.

Los recientes acontecimientos no hacen sino despertar viejos temores, sobre todo los que se refieren a la antigua leyenda de los Triángulos de la Muerte.

Elliot levantó la vista del periódico. «Los Triángulos de la Muerte», pensó. ¿Qué significaba aquello? ¿Estarían sus padres relacionados de alguna forma con aquella leyenda? ¿Existía realmente ésta o sería una paranoia sensacionalista del periódico? ¿Había logrado un pequeño avance… o por el contrario estaba complicando más las cosas? ¿Cómo iba a conseguir saber más de la leyenda? En Le Matin du Québec no venía nada más…

Estaba recortando la hoja del periódico cuando un temblor sacudió la casa. Por un momento le vino a la cabeza el recuerdo de los terremotos sufridos el año anterior, cuyo epicentro se encontraba en Nucleum. Pero Tánatos no estaba en la prisión mágica y…

Un crujido estruendoso resonó en el suelo del salón. Elliot dio un traspié y cayó al suelo. Justo después de ver cómo se levantaba el entarimado del suelo, uno de los sillones salió volando y golpeó violentamente contra la biblioteca.

A Elliot se le revolvieron las tripas cuando vio aquel agujero espectacular en el centro del salón de su casa. Y su sangre se heló cuando, con el rabillo del ojo, atisbo lo que salía del boquete. Era una criatura con forma semihumana, aunque destacaba su piel escamosa de color rojo sangre y su cola llameante. Las gigantescas alas oscuras le permitían volar a velocidades inimaginables para cualquier ave. Sobre su cabeza sobresalía un afilado cuerno con el que había perforado el suelo de su casa. Sus ojos, amarillos como la bilis, otearon todo lo que había a su alrededor.

¡Aspiretes! ¡Había aspiretes en su casa! Elliot gateó hasta esconderse detrás de la puerta de la cocina. Allí tenía cuchillos. ¿Le servirían de algo contra aquellas criaturas? Sacudió la cabeza. ¡Pero qué estúpido era! La vertiginosa rapidez a la que se movía un aspirete haría inútil cualquier esfuerzo de ensartarle un cuchillo en la piel.

Tenía que llegar como fuese a la escalera, subir los escalones y atravesar el espejo… ¡El espejo! ¡Había dejado la puerta mágica abierta a la casa de Úter! Elliot comenzó a sudar intensamente. El número de aspiretes se había incrementado hasta cinco. ¿Qué iba a hacer él contra cinco aspiretes?

De pronto, la voz de uno de ellos estuvo a punto de provocar que su corazón se parara:

—¡El muchacho! —escupió con un escalofriante silbido.

Elliot estaba a punto de salir corriendo cuando vio que los aspiretes se abalanzaban contra la pared del salón que daba a la calle. Tuvo la impresión de que alguien gritaba: «¡Corre!», pero no hubiese sido necesario que le avisasen. Aprovechó aquel momento de incertidumbre para salir corriendo de su escondite. Se dirigió a la escalera.

Subió los escalones de tres en tres y entró en su cuarto como una exhalación, sin preocuparse de cerrar la puerta a sus espaldas. En cuanto vio el espejo, se tiró de bruces contra éste.

Una décima de segundo antes de que su cabeza atravesara la extraña gelatina, vio un resplandor blanquecino a sus espaldas.

Acto seguido, entró volando en la casa del fantasma. Dio una extraña voltereta y se golpeó la cabeza contra una extraña caja de madera que había junto a la puerta. Se dio cuenta de que la habitación estaba iluminada. Alguien se había encargado de ello. Habría sido…

Y se desmayó.

La lava incandescente era toda la iluminación con la que contaba aquella caverna y confería un aspecto más tenebroso si cabe a la figura que allí aguardaba. Era una persona de alto porte, pero esquelética en su constitución. Sus facciones, rígidas y frías como el metal. Sobre su rostro destacaba una nariz aguileña, una barba cenicienta que se prolongaba hasta su cintura y, sobre todo, unos ojos negros que siempre transmitían pavor a sus rivales.

El ruidoso borboteo de la lava ahogó el aleteo de los aspiretes. No obstante, Tánatos los vio llegar perfectamente en la oscuridad. Aguardaba impaciente la llegada del muchacho. En cuanto vio la actitud sumisa que adoptaban sus súbditos, supo que habían fracasado. Elliot Tomclyde había vuelto a escapar.

—Amo… —El aspirete que iba a la cabeza habló sin levantar la cabeza—. El chico… No hemos podido traerlo.

La mirada de Tánatos desprendía ira, pero no dijo una sola palabra. Esperaba una explicación más extensa. Le había costado muchísimo trabajo averiguar dónde vivían los Tomclyde para que aquellas estúpidas criaturas le dijesen que no habían podido traerlo.

—Fuimos engañados por una ilusión —reveló otro, tragándose la vergüenza. A duras penas logró explicar lo acaecido en la vivienda de los Tomclyde.

—¿Me estáis diciendo que un simple aprendiz de hechicero ha podido con todos vosotros? ¿Un niño que apenas ha estudiado un año de magia elemental? —escupió, colérico.

Las pompas de lava seguían estallando a sus espaldas.

—El fantasma le ayudó…

—¡Un niño y un fantasma! —Su grito hizo temblar la caverna—. ¡Sois un hatajo de inútiles! ¡Debería incineraros ahora mismo!

—Amo…

Tánatos parecía expeler humo por la nariz. Su enojo era monumental.

—¡No me valen las excusas! ¡El niño Tomclyde tenía que estar aquí!

—Amo…

La voz provenía de su derecha. Otro aspirete se acercó hasta el encolerizado hechicero y, tembloroso, le entregó un papiro chamuscado en uno de los bordes. Tánatos se lo arrancó literalmente de las garras y hubo de leer dos veces su contenido para terminar de creerse lo que decía. Por su avinagrado gesto no cabía duda de que aquella información le había desagradado… más aún.

—¡Insolente! —exclamó, al tiempo que arrugaba el papiro y lo arrojaba al fuego líquido—. Encima tengo que soportar las mofas de esa bruja. Debería haberla dejado atrapada en la tierra —bufó, mientras los aspiretes permanecían en silencio—. Vosotros sois incapaces de haceros con un niño… ¡y ella tiene a sus padres!