17-AQUAMARINE VS. TORRENTVILLE
Y por fin llegó el día. Era sábado y Elliot aprovechó para levantarse un poco más tarde de lo habitual. No había pegado ojo durante la noche, pensando en si el plan funcionaría o no. Cuando abrió sus pegajosos ojos, comprobó que el día era espléndido, soleado y sin una sola nube que manchase el azul celeste. Elliot disfrutó de la mañana dando un paseo y tratando de calmarse un poco. Estaba todo calculado.
Una vocecita en su interior le susurraba que había transcurrido mucho tiempo desde que oyese aquella voz solicitando ayuda. Seguro que la persona ya no se encontraba prisionera. Además, ¿qué interés tenían ellos en ir allí? ¿No sería mejor quedarse viendo el partido de polo acuático y no meterse en problemas? Si les pillaban… «Pero no, no nos van a pillar.» Tenía la sensación de que todo iría perfectamente. Además, ¿y si era su madre la que le había pedido ayuda? «Sabes muy bien que no era su voz», le contestó su propio interior. Y, por otra parte, ¿qué harían una vez se encontrasen en la vivienda de Scunter?
Así estuvo casi toda la mañana, con los nervios a flor de piel, sin saber si hacía o no lo correcto. En realidad, era consciente de que lo que iba a hacer no estaba del todo bien, pero quería saber. Necesitaba saber.
Cuando su estómago le pidió a gritos una buena dosis de alimento, regresó a la escuela de Hiddenwood. Allí disfrutó de un exquisito festín a base de pavo relleno, pudines de espárrago y gambas, pasteles de carne y pescado, panecillos sorpresa (pues cada uno contenía un pequeño detalle en la miga) y helados y tartas para todos los gustos. Después de dar buena cuenta de todo, Elliot y Eric se dirigieron a las puertas del Claustro Magno, donde habían quedado en verse con sus otros amigos. Allí aguardaban Gifu, Úter y Merak. Pero también estaban Goryn y Cloris Pleseck, quienes asistirían a tan señalado encuentro. Elliot buscó a Sheila; al no verla, supuso que debía de encontrarse ya en Bubbleville, acompañando a su padre.
No se demoraron en cruzar a través del espejo, previamente hechizado por Cloris Pleseck para que los llevase a su destino. Uno a uno, atravesaron la puerta mágica. Al hacerlo, Elliot reconoció inmediatamente el lugar al que habían ido a parar. Sin lugar a dudas, habían aparecido en la Alcaldía de Bubbleville. Frente a ellos, aguardaba Magnus Gardelegen.
—Vamos con un poco de retraso —indicó, mientras se mesaba la barba nerviosamente—. Hemos de apresurarnos para no hacer esperar a Gorgulus.
Salieron con rapidez de la Alcaldía. Apenas era posible seguir a Magnus Gardelegen, que iba en cabeza. Tuvieron que desplazarse a grandes zancadas, casi a la carrera (había que ver a Magnus Gardelegen sujetándose la túnica y la barba). Elliot apenas tenía tiempo para fijarse en los suntuosos ornamentos que habían sido colocados con motivo del gran encuentro. Todas las farolas estaban decoradas con los colores amarillo y rojo, que acompañaban a los escudos de los equipos participantes en el evento. A decir verdad, no tenía ni idea de quiénes eran. Pero a esas alturas, el partido había pasado a un lugar secundario. En su mente había un único objetivo: la residencia del alcalde.
Elliot intuyó que se acercaban al estadio por la desbordada masa de gente que había a su alrededor, todos caminando tranquilamente en la misma dirección. Vendedores ambulantes ofrecían caracoles asados, percebes y bígaros al mejor precio. Otros ofrecían gambipalomitas y algodón de azúcar que cambiaba de sabor a cada mordisco. De buena gana Elliot se hubiese hecho con uno pero, al intuir sus intenciones, Magnus Gardelegen lo agarró por el antebrazo y siguieron corriendo.
No tardaron en detenerse frente a un inmenso edificio de forma ovalada, aunque tan alargado que parecía un rectángulo sin esquinas. Debía de medir tanto como un estadio de fútbol, aunque con menos altura.
El grupo, siempre comandado por Magnus Gardelegen, se dirigió hacia un gran portón que había en uno de los laterales del estadio. Las inmediaciones estaban abarrotadas de gente y les costaba desplazarse, sobre todo a Gifu, que hubo de propinar más de un codazo a los viandantes. Entre tanta bufanda y bandera, no le resultaba nada fácil seguir los pasos de sus amigos, aunque finalmente lo consiguió.
En la puerta estaba Gorgulus Hethlong. Su rubicundo rostro respiró con alivio al verlos llegar.
—¡Estupendo! Muy bien, muy bien —dijo mientras indicaba la dirección que debían seguir—. Ningún problema, supongo… Sed bienvenidos a nuestro hipocampódromo.
—Todo fenomenal, Gorgulus —contestó Magnus Gardelegen antes de que a Gifu le diese tiempo a abrir la boca.
Subieron unos escalones cubiertos con una lujosa alfombra de moqueta color mostaza y entraron en un espectacular palco centrado respecto al… ¿terreno de juego? Elliot se sorprendió cuando miró frente a él. No había un campo de césped. No. ¡Estaban sentados ante lo que parecía una pecera! Ante ellos se alzaban unas mamparas de cristal que recorrían todo el estadio en su interior, conteniendo agua cristalina y pececillos de muchos colores. Cuando tomó asiento, Elliot miró con extrañeza a Úter.
—¿Qué esperabas? —dijo el fantasma—. Es un partido de polo acuático…
—No irán a jugar ahí dentro…
—¡Por supuesto que sí! El polo acuático se juega en el agua, obviamente —dijo el fantasma alzando la voz, pues el rugido de ambas aficiones era ensordecedor.
Hasta ese momento, Elliot no se había dado cuenta de que tanto Mathilda Flessinga como Aureolus Pathfinder se encontraban en el palco de invitados. Este último, enfundado en su habitual túnica de color rojo chillón, parecía uno de los hinchas de uno de los equipos, pues la mitad de los asistentes llevaba indumentarias de ese mismo color. La otra mitad, como era de esperar, llevaba tonos amarillentos. También vio diez filas más atrás a los señores Damboury, junto a Thomas y Jurien.
Unos curiosos altavoces con forma de caracola gigante anunciaron las alineaciones de ambos conjuntos. El ruido era tan ensordecedor que Elliot sólo pudo enterarse de que iban a enfrentarse el Aquamarine Polo Club y la Asociación Deportiva Torrentville. Sí escuchó con claridad la voz de Úter:
—¿Estáis todos preparados? Elliot asintió con total convencimiento. —Estupendo. Fíjate en el terreno de juego— indicó, mientras señalaba con uno de sus semitransparentes brazos en dirección a los bordes. —¿Ves esa ancha zanja que bordea el campo?— Elliot entornó los ojos y, cuando la vio, asintió. —Es el indicador de tiempo.
—¿El indicador de tiempo? —repitió, extrañado.
—Eso he dicho. Cuando todos los jugadores estén dispuestos y el arbitro lo indique, de aquella esquina de allá saldrá una gran tortuga —dijo señalando al fondo izquierdo—. El tiempo que tarde en dar la vuelta al campo será lo que dure cada una de las partes.
—Y ése será el tiempo del que dispondremos para ir y volver de la residencia, durante la segunda parte…
—Efectivamente. Lo más normal es que la tortuga tarde unos veinte minutos en realizar el recorrido. Esperemos, por vuestro bien, que sea torpona y un poco más lenta de lo habitual.
Estas últimas palabras quedaron ahogadas por el fervoroso rugido de ambas aficiones al saltar los dos equipos a la inmensa pecera a través de un túnel. Elliot quedó fascinado con el espectáculo. Los seis jugadores de cada equipo, así como el árbitro, iban montados en caballitos de mar gigantes y llevaban la cabeza cubierta con unas burbujas de cristal que, sin lugar a dudas, les permitían respirar bajo el agua.
Mientras los jugadores se ubicaban en el terreno de juego, Elliot le preguntó a Úter en qué consistía aquel deporte.
—Es muy sencillo. Ambos equipos cuentan con cinco jugadores de campo y un portero. El objetivo es conseguir el mayor número de puntos posible. Para ello, los jugadores de campo disponen de un erizo de mar… Uno ficticio, no real… —aclaró Úter al ver la expresión de Elliot—, que servirá para lograr los tantos.
—Pero… ¿cómo consiguen los tantos? No veo porterías…
—A cada uno de los lados verás un arco iris. Cada color tiene asociada una puntuación. Por el arco exterior, el rojo, obtienes un punto. Dos, por el naranja y tres por el amarillo. Los siguientes colores darían cuatro, cinco, seis y ocho puntos respectivamente. El máximo, diez puntos, se obtiene alcanzando la zona de color blanco que hay en el centro. Los jugadores deberán lanzar el erizo para que se quede clavado en uno de los arcos y conseguir así los puntos. Obviamente, la función del portero será evitar el tanto.
—¿Y cómo se pasan el erizo? Con tantas púas debe de ser peligroso cogerlo con las manos. Incluso para el portero…
—El portero dispone de una red. —Elliot vio que a cada extremo del campo había un jugador con lo que parecía un cazamariposas—. Los demás utilizan unos bastones mágicos especiales de propulsión por aire. Atraen y repelen el erizo. Es un juego muy dinámico, ya lo verás.
Y no tardó en comprobarlo. Al poco rato, el bastón del árbitro emitió una luz blanca brillante que daba inicio al partido. Los jugadores de uno y otro equipo se desplazaron a gran velocidad por el agua, cabalgando en sus hermosos hipocampos. Comparada con tanta rapidez, la tortuga parecía más lenta y zafia que nunca. Hubiese sido muy difícil, por no decir imposible, seguir al erizo de no ser por la estela brillante que dejaba tras de sí.
El primer tanto no se hizo esperar. Lo logró el Aquamarine Polo Club, que vestía de amarillo, al estampar el erizo en la franja verde; aquella jugada valió cuatro puntos.
El juego se desarrollaba con vibrante intensidad mientras la tortuga seguía su lento curso. El árbitro acababa de pitar una falta. Uno de los jugadores de la A. D. Torrentville había echado una ráfaga de aire que desequilibró a uno de sus adversarios haciendo que cayese del caballito de mar. Con el juego detenido unos instantes, Elliot se quedó mirando fijamente la tortuga, ensimismado. Se había detenido.
—Sí, cada vez que hay una interrupción de cierta importancia la tortuga se paraliza mágicamente y no avanza —puntualizó Úter al ver que Elliot se había quedado como un pasmarote.
—Ya podía pararse un buen rato en el segundo tiempo…
—No estaría mal, la verdad. Tal vez si se colase un tiburón en la pecera…
—¿Bromeas? —preguntaron al unísono Elliot y Eric.
—Bueno, sí… Pero es algo que ya ha pasado en otras ocasiones. A veces, si el partido es soporífero, la gente suelta animalillos al campo para divertirse un poco.
—Ya, pero soltar un tiburón…
—Sólo ocurrió una vez —aclaró Úter—; fue en un partido de la Segunda División del Pacífico…
La tortuga había vuelto a andar y el juego recobró la intensidad de los primeros minutos. Cada vez quedaba menos tiempo. Elliot tuvo la impresión de que aquella tortuga corría; más aún, volaba. ¿Y si no les daba tiempo? ¿Sería capaz Úter de idear algo? De pronto, sintió un codazo en sus costillas.
—La primera parte está a punto de acabar. Hay que estar atentos —indicó Eric.
Una sonora celebración se oyó en uno de los fondos cuando la A. D. Torrentville consiguió un pírrico tanto al incrustar el erizo en el arco rojo, poco antes de que la tortuga alcanzase su destino. El arbitro dio por finalizado el primer tercio, con el resultado de A. D. Torrentville, 21/Aquamarine Polo Club, 18.
—Es la hora —dijo Elliot—. Suerte —les deseó Úter.
Como todo el mundo se puso de pie, fue relativamente fácil escabullirse. Nadie les puso pegas a la salida, pues dijeron que iban en busca de dulces y una ración de gambipalomitas. Tal y como habían previsto, las calles estaban desiertas. Los dos muchachos y el duende dejaron atrás numerosas casas. No había ni un alma y podían oír con claridad sus pasos acompasados por un ajetreado respirar. Corrieron sin parar hasta llegar a la residencia del alcalde.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido?
—Poco más de cinco minutos. Aún no habrá comenzado el segundo tercio —indicó Eric.
—Vamos allá.
Entrar en la casa no resultó del todo complicado. Úter había enseñado a Elliot el hechizo Sesamus, capaz de abrir cualquier puerta o ventana desde el exterior por muy atrancada que estuviese. Sin embargo, no fue necesario emplearlo porque, como la otra vez, había una ventana abierta.
En esta ocasión hicieron uso de los polvitos mágicos de Gifu para alcanzar la repisa de la ventana.
Si las calles estaban silenciosas, qué decir de la residencia de Gorgulus Hethlong. ¡No había un alma! Pese a la penumbra reinante, Elliot los guió con facilidad por la casa hasta llegar a la planta baja, donde se encontraban las escaleras que llevaban a la enigmática vivienda de Scunter. Sin perder ni un segundo, bajaron por ellas cuidándose de no hacer ruido.
Al llegar a la puerta de madera, todo estaba tan silencioso que a Elliot le pareció poco normal. Un leve empujón bastó para abrirla pues, una vez más, estaba abierta. Elliot no abrió la boca, pero aquella escena le resultaba vagamente familiar. ¿Acaso Scunter no se preocupaba de cerrar aquella puerta?
Atravesaron el recibidor y se adentraron en el pasillo que Elliot visitara en la ocasión anterior.
Anduvieron unos metros amparados por la luz de las parpadeantes antorchas. La visibilidad no era muy buena; de hecho, debido a su menudo tamaño, Gifu apenas quedaba iluminado por éstas y pasaba completamente desapercibido. Al llegar a la misma esquina de la otra vez, Elliot ahogó un grito. ¡Pinki estaba otra vez allí, posado sobre la estatua!
Con la emoción del partido, el tumulto de gente a su alrededor, el olor a gambipalomitas, las explicaciones de Úter sobre el deporte acuático, buscar a Sheila en las gradas… se había olvidado completamente de su mascota, y Pinki se había vuelto a fugar.
Al verlos, el loro comenzó a gritar y a soltar toda clase de improperios. ¿Estaría Scunter allí? ¿Habría asistido al partido? ¿Los estaría delatando el pájaro? Esta vez Pinki no había sido reprendido por el mayordomo a causa del alboroto aunque, al igual que en la otra ocasión, el loro emprendió el vuelo en dirección a su amo.
Elliot, temiendo que Scunter apareciera tras el loro, no esperó a verlo y dio media vuelta seguido de Eric. Apenas habían terminado de dar el giro completo cuando se golpearon de bruces con alguien.
—¿Ibais a alguna parte, amiguitos? —preguntó la fría voz de Scunter.
—Yo… —comenzó a decir Eric.
—¡Silencio! —ordenó con voz queda—. Sois unos mocosos entrometidos y os va a costar caro. Muy caro.
Los dos muchachos no tardaron en verse atados por unas gruesas cuerdas mágicas que impedían a los hechiceros practicar cualquier tipo de magia que les permitiese liberarse. Gifu, hábil donde los haya, había conseguido escabullirse sin ser visto ni oído por el sirviente del alcalde.
Las cuerdas los apresaron fuertemente desde los hombros a los tobillos, haciendo inútil cualquier tipo de esfuerzo por liberarse. De pronto, Elliot notó cómo su espalda se alzaba y contempló cómo sus pies comenzaban a arrastrarse, rozando el suelo, impulsados por una fuerza mágica. En vano intentó frenar su avance, pues las piernas no respondían a sus órdenes.
Eric también forcejeaba, pero sus esfuerzos eran tan inútiles como los de su amigo. Sus bravucones gritos y amenazas vacuas desaparecieron de pronto, cuando de la nada surgió una mordaza que le impidió pronunciar una sola palabra más.
Llegaron a una zona mucho más iluminada que el corredor que dejaron atrás. Tenía forma rectangular y, sobre la piedra, Elliot pudo distinguir dos puertas. Una era de madera, con un robusto cerrojo de hierro en el exterior. La otra parecía del mismo material que las paredes de la prisión mágica de Nucleum. Si no se equivocaba, aquella puerta tenía que ser de… diamante. Elliot dedujo casi al instante que detrás de aquella puerta debía de haber algún hechicero. Pero no tuvo tiempo de pensar nada más antes de que Scunter le acercase sus desagradables ojos inyectados en sangre a un palmo de la nariz. Apenas le dejaba espacio para mirar a Pinki, que observaba atentamente la escena desde el brazo de la estatua de mármol que había tras el sirviente del alcalde.
—¿Eres siempre tan entrometido, Elliot Tomclyde?
Elliot sentía tanta rabia que de buena gana le hubiese soltado cualquier impertinencia. Eric debía de estar diciéndole de todo, porque no cesaba de emitir gruñidos amortiguados por la mordaza.
—Tenían otros planes reservados para ti… Desgraciadamente, acostumbras a meter tus pestilentes narices donde nadie te llama —dijo con voz sosegada, como relamiéndose por el éxito—. No te quepa duda de que seré recompensado por esto. Sí… No te quepa duda.
—¿Gorgulus Hethlong está detrás de todo esto?
—Gorgulus Hethlong es un gordo inútil. Ha estado enfrascado en su trabajo todo este tiempo, por lo que dudo que llegue a saber algo de esto.
—Entonces… ¿para quién trabajas?
—«¿Para quién trabajas?» —repitió, imitando una desagradable vocecita adolescente—. Me habían comentado que eras bastante inteligente, chico. Pero lo empiezo a poner en duda. Piensa un poco…
Elliot tenía un nombre entre ceja y ceja, pero no podía ser. Se resistía a creerlo. Apenas hacía un año que sus vidas se habían cruzado por primera vez…
—¿Tánatos?
—Negativo, chaval —dijo con una sonrisa socarrona, dejando entrever el hueco de un par de dientes inexistentes. En cualquier caso, Elliot percibió que Scunter se agitó con un ligero escalofrío al oír el nombre de Tánatos— Veo que no has hecho bien los deberes… No, no, no.
Elliot volvió a dirigir su mirada hacia Pinki. Aún no podía creer que el loro lo hubiese traicionado, llevándolo hasta allí para que fuese atrapado como una vulgar rata. ¿Y Gifu? ¿Dónde se había metido el duende? Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de que no estaba junto a ellos. Todo había sucedido tan rápido…
—Es una lástima que te hayas perdido el espectáculo. Realmente iba a merecer la pena… Pero, en cambio, has venido a visitar por última vez a tus padres. Será una tierna despedida, ¿no crees? —preguntó mientras observaba a Pinki, que seguía imperturbable. Luego estalló en una sonora carcajada.
A Elliot le latió el corazón con fuerza y su respiración se volvió más agitada. ¡Sus padres! No podía ser verdad. Después de todo lo que había investigado y luchado, no era posible.
—¡Mientes!
—¿Y qué te hace suponer eso?
Si Scunter decía la verdad, sus padres debían de encontrarse detrás de aquella puerta. Entonces… ¡detrás de la puerta de diamante también estaba Gemma! ¡Todo encajaba! Aquella era la vocecita que él oyó. ¡Era Gemma pidiendo ayuda! ¿Sería posible? ¿Habría encontrado por fin a sus padres? ¡Estaba a punto de verlos! Tenía la moral por las nubes. No le importaba que lo hubiesen apresado. Úter sabía dónde estaban y a buen seguro vendría a rescatarlos.
Su emoción se hizo más intensa cuando vio una rápida sombra moverse tras Scunter al tiempo que Pinki batía sus alas. Se había desplazado con agilidad, aprovechando las risas del sirviente del alcalde. Desgraciadamente, éste también debió de percatarse de la presencia de alguien a sus espaldas, porque se dio la vuelta como un resorte. Todo sucedió muy rápido.
El que se encontraba a espaldas de Scunter no era otro que Gifu. Tenía la mano introducida en su pequeño saquito de cuero y, al ver que su enemigo se daba la vuelta, se apresuró a lanzarle un puñado de polvos inmovilizantes. Eric ya había probado en un par de ocasiones la eficacia de la magia duendil, y se había quedado rígido e inerte como una estatua.
Pero Scunter había sido muy rápido. Al ver cómo se le venían los polvos encima, utilizó un hechizo repulsor que impidió que le alcanzasen en su totalidad. Como su gesto fue insuficiente, quedó completamente paralizado ante la alegre mirada de los dos muchachos.
—¡Bravo Gifu! —exclamó Elliot. Eric debió de hacer lo propio, pero no se le oyó—. ¡Ha sido una idea magní…
Su alegría se había tornado de pronto en una desagradable sorpresa. Gifu se encontraba tras Scunter, tan inmovilizado como éste. La suerte no había estado de su lado. Scunter, al protegerse, había repelido buena parte de los polvos mágicos que habían acabado espolvoreando el menudo cuerpo del duende.
—Y ahora, ¿que hacemos? —preguntó Elliot a su amordazado amigo, sin esperar una respuesta clara por su parte—. Espero que los polvitos le hagan efecto a Scunter durante más tiempo que a Gifu. Por el momento, mucho me temo que tendremos que quedarnos a la espera…
Pero estaba equivocado.
Pinki desplegó sus alas en dirección a Scunter y dijo:
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
—Sí, ahora tú vas a pedir ayuda. Después del lío en que nos has metido…
Pero Elliot no había comprendido correctamente al loro. Éste lo miraba con ojos llorosos, ahogados en pena. Elliot tuvo la impresión de que había algo en aquel animal que no era normal cuando, sorprendentemente, a través del plumaje esmeralda, comenzó a surgir una extraña pelusilla marrón. Las patas comenzaron a engordar y las alas cambiaron su posición y su forma por unos reducidos brazos que terminaban en unas graciosas manos. Elliot no podía creer lo que le estaba sucediendo a Pinki.
—¡Pinki! ¿Qué te ocurre?
Lo último en cambiar de forma fue la cabeza. De su cráneo salieron dos redondeadas orejas y el pico adoptó una nueva y singular forma… ¡Pinki se había transformado en un pequeño macaco!
—¿PPinki? —preguntó Elliot, sin dar crédito alguno a lo que sus ojos acababan de presenciar.
El monito había trepado por la endurecida túnica de Scunter y estaba registrándolo minuciosamente. Tras un par de minutos de tensa espera, extrajo una extraña pieza circular del mismo color blanquecino que la puerta de la izquierda, la de diamante.
Con un impresionante salto, se plantó en el suelo y se dirigió con rapidez a la puerta tras la que debía de encontrarse prisionera Gemma. Alzó su peluda cabeza y observó que la ranura donde debía insertar la pieza se encontraba fuera de su alcance; al menos, en su actual apariencia. De manera que sostuvo la pieza con la boca, y donde antes había brazos volvieron a aparecer unas alas repletas de plumas verdes. Su pelaje fue cambiando paulatinamente hasta recobrar su habitual plumaje verde esmeralda. Y la pieza ya no era sostenida por una boca sino por el afilado pico de Pinki. Del Pinki de siempre.
Batió sus alas y se encaramó a la puerta. Elliot pensó que con tanto subir y bajar le iba a ser muy difícil —por no decir imposible— introducir la pieza en el lugar adecuado. Sin embargo, para su sorpresa, lo logró a la primera de cambio.
La puerta emitió un ligero y cegador destello. Pocos segundos después, cuando recuperó la visión, se percató de que la puerta había quedado ligeramente entornada.
Sin previo aviso, con gran lentitud, se fue abriendo hasta dejar entrever la figura de una anciana. Era como si hubiesen pasado diez años desde la última vez que la viera. Se la notaba tremendamente cansada, con apenas fuerzas para caminar. Pero su sonrisa fue muy significativa al cruzar el umbral de la puerta.
—¡Gemma! —gritó Elliot.
—Sabía que llegaría este día, Elliot Tomclyde —fue su respuesta, sin cesar de sonreír.
Con un leve movimiento de sus manos dejó libres a ambos muchachos. Elliot sintió un alivio inmenso al verse despojado de las prietas cuerdas. Y Eric, que no había dejado de emitir gemidos desde que viese la transformación de Pinki, exclamó con voz de asombro:
—¡Un multimorfo!
—¿Cómo dices? —preguntó Elliot, que miraba en dirección a la otra puerta, la de madera, que aún permanecía cerrada.
—¡Pinki es un multimorfo! Una criatura capaz de transformarse en otra a su antojo —dijo visiblemente emocionado, acariciando al loro—. Tanto tiempo cerca de nosotros y no nos habíamos dado cuenta.
Fue entonces cuando Elliot recordó las minúsculas huellas de dedos que habían quedado impresas sobre los tarros de galletas en la casa de Úter, mucho tiempo atrás. La voz de Gemina le devolvió a la realidad.
—Debía de ser su amo, pero no se llevaba muy bien con este hombre —indicó Gemma, al tiempo que señalaba a Scunter—. Cada vez que aparecía, no cesaba de insultarle y de soltarle toda clase de improperios…
—¿Y Scunter no hacía nada para callarle?
—Hechizar a un multimorfo es muy complicado… —sentenció Gemma, guiñando un ojo.
Pero Elliot ya no la estaba escuchando. Su cabeza estaba en otra parte, a cinco metros de él. Ante la alegre y comprensiva sonrisa de Gemma, el muchacho se dirigió a la puerta.
No podía creerlo. Había pasado tanto, tanto tiempo. Había soñado numerosas noches con aquel instante. Pero sabía que por fin había llegado el día. Nada ni nadie le iba a impedir ver a sus padres. Y, sin pararse a pensarlo una vez más, descorrió el cerrojo que los mantenía prisioneros desde hacía casi un año.
Al verlo, el primero que se levantó fue el señor Tomclyde, quien había estado alerta ante los gritos que se habían producido tras la puerta. La señora Tomclyde, casi sin fuerzas para moverse, rompió a llorar al ver a su hijo, sano y salvo, cruzando el umbral de la puerta.
Los tres se fundieron en un largo y emocionante abrazo.
No obstante, aquella magia se vio de pronto interrumpida por las protestas de Gifu, que había sido devuelto a la normalidad por Gemma.
—¡La culpa la tiene el loro! —gritó incontroladamente—. Ha delatado mi posición cuando ya lo tenía al alcance. Desde el primer momento que lo vi, supe que no era un bicho de fiar…
Elliot contempló cómo Gemma ataba con unas cuerdas mágicas a Scunter y tranquilizó a su madre.
—Todo ha salido bien, no debes preocuparte.
Sin embargo, la señora Tomclyde dio un suspiro y se llevó la mano a la boca. Acababa de ver la estatua. Sin duda, el rostro le era familiar. Elliot, no dudó en darse la vuelta.
—¿Lo conocéis? —preguntó.
—Era uno de los tripulantes del Calixto III... —respondió el señor Tomclyde con gran entereza.
—Debemos salir de aquí cuanto antes —recomendó Gemma, ajena a todo aquello, mientras encerraba a Scunter en la misma celda que la había mantenido cautiva a ella durante casi un año.
—Es cierto, hay que comunicar lo sucedido a los miembros del Consejo inmediatamente —dijo Elliot ayudando a su madre a incorporarse.
—Menos mal que están todos aquí cerca, ¿verdad? —dijo Eric dando una afectuosa palmada en la espalda de su amigo.
—¿Están todos cerca? ¿A qué te refieres? —preguntó Gemma con una mirada severa y penetrante.
—Pues… están en el hipocampódromo —respondió Eric—, viendo la final de polo acuático.
—¿El hipocampódromo?
Gemma llevaba prisionera mucho tiempo, aislada del mundo. Tanto que era imposible que se hubiese enterado de que por aquellas fechas tenía lugar la final de polo acuático en Bubbleville. La hechicera dio un respingo.
—Venga, salgamos de este sitio, que me da escalofríos —dijo Gemma, sacudiendo los hombros—. ¡Démonos prisa!
Y salieron lo más rápido posible por el oscuro corredor que llevaba a la escalera principal de la residencia del alcalde.
—Pero ¿qué sucederá con…
Las palabras de Elliot, haciendo referencia a la estatua, fueron interpretadas por Gemma de inmediato.
—No te preocupes por él. Yo me hago cargo. Ahora debemos salir de aquí cuanto antes.
Sin perder tiempo, salieron lo más rápido posible de la vivienda de Scunter accediendo a la escalera principal de la residencia del alcalde.