XI. También mueren ángeles en primavera

Debimos actuar cuando tuvimos la ocasión. —Era la enésima vez que Belmonte despotricaba contra la decisión de no atacar a los rusos en la casa de Alcalá—. Hemos dejado que Emilio se nos escurriera entre las manos sin hacer nada para evitarlo.

También por enésima vez, Ferrer utilizó la misma defensa:

—Era un suicidio. Son asesinos profesionales y nos hubiesen despachado en un plis plás.

—Pero no antes de que nosotros dejáramos seco a Emilio. —Cabeceó obstinado—. La vida de dos adultos desengañados a cambio de la de quién sabe cuántas niñas en el futuro. No hubiese sido un mal trueque.

Ferrer se mantuvo en silencio, perplejo por el cariz que estaba adquiriendo la amargura del inspector.

—Nos faltó valor. —Cinco minutos después, Belmonte insistía con la misma copla—. Y ahora es demasiado tarde.

Regresaban al hotel para recoger el equipaje. Habían permanecido en el escondite de la loma hasta el mediodía, cuando se convencieron de que los rusos no volverían. No podían esperar más, cada minuto perdido era irrecuperable.

Oyeron el sonido penetrante de una ambulancia y arrimaron el coche a la acera para que pasara.

La guerra continuaba, ajena a sus discusiones.

—Todavía nos queda algún margen. —Ahora fue Ferrer quien sorprendió a su interlocutor—. Los jefes de Emilio actúan de una forma metódica y previsible, como haría cualquier otro servicio secreto. Yo, en su lugar, hubiera seguido los mismos pasos; por eso sé cuál será el siguiente.

A Ferrer le gustaban los mapas antiguos. Aquel era de 1892, seis años antes de la pérdida de las últimas colonias españolas tras la guerra con los Estados Unidos. En el grabado, Cuba destacaba como punto de origen y de destino de un montón de líneas marítimas de la naviera que había editado el mapa con fines publicitarios.

—Lo encontré tirado en uno de los almacenes del puerto de Barcelona y me pareció un hermoso recordatorio de lo que fuimos y no volveremos a ser. —Roberto Herrera le ofreció la mano. A pesar del calor vestía un traje de tres piezas de color azul marino—. Me alegra volver a verte, Toni.

—Lo mismo digo, Roberto. —Un abrazo—. El ordenanza me ha dicho que podía esperarte aquí mientras te sacaban de una reunión.

—Me has rescatado de un peñazo. —Se sentaron; el funcionario mantuvo la pierna izquierda estirada.

—No estaba seguro de encontrarte, pero los dioses me han bendecido.

En noviembre, Roberto Herrera fue uno de los altos cargos del ministerio de Marina que optó por quedarse en la capital cuando el gobierno en pleno se trasladó a Valencia.

—Siento no poder ofrecerte un café, se nos han acabado las existencias y nos han suministrado una mezcla imbebible de cacahuete tostado y malta. —Se rió con ganas—. No hay narices para subir a la sierra a buscar achicoria entre combate y combate.

Era capitán de la marina mercante. Estuvo embarcado durante años en buques que cubrían las rutas con Oriente. Perdió la pierna en una refriega con piratas camboyanos en aguas de la Indochina Francesa, a mediados de los años veinte, y cambió el barco por el despacho de una empresa consignataria en el puerto de Barcelona. Se ocupó de los seguros de la compañía y trató a menudo con Ferrer, con quien trabó una buena amistad. Al estallar la guerra, Indalecio Prieto, ministro de Marina y Aire, le ofreció un puesto de responsabilidad y se mudó a Madrid.

—Tengo lo que le pediste por teléfono a mi secretario. —Herrera sacó un tarjetón con el membrete del ministerio y varias notas manuscritas—. Has tenido suerte, en los próximos tres días sólo zarpa un barco ruso hacia la Unión Soviética. Éstos son los datos que nos ha facilitado. Espero que te sirvan.

—Encomiéndate a algún santo, por si acaso.

La grúa elevó el enorme fardo sobre la popa del barco y lo depositó en el muelle. Un enjambre de estibadores soltó los ganchos y retiró la red de protección. Con ayuda de grúas más pequeñas y plataformas rodantes fueron repartiendo la carga para distribuirla por los almacenes.

—¡Veinte sacos de harina! —cantó un capataz.

Ferrer anotó la cifra en la casilla correspondiente y se apartó para que pasase un grupo de personas con maletas; en el puerto de Alicante siempre había tránsito de pasajeros.

—¿Qué tal lo lleva? —El gordo se puso a su lado y le dio una taza humeante—. No me pregunte qué es, nos lo regaló un capitán griego y aún no lo hemos averiguado.

—Sabe bien. —El detective se sintió reconfortado; era un amanecer fresco y se había pasado la noche al volante—. Muchas gracias. —Mostró la tablilla con los papeles de la mercancía—. En cuanto a esto, creo que interpreto bien mi papel.

Se había unido a los supervisores que comprobaban que la mercancía descargada se correspondiese con la declarada en el manifiesto del buque. No se les ocurrió un disfraz mejor para controlar a quienes se acercaban al barco ruso.

—Tenemos que andarnos con cien ojos, señor Ferrer. —Levantó la mano y saludó a varios hombres—. De la gente de este turno de trabajo me fío, pero siempre puede colarse un sinvergüenza que se descuente a propósito y desvíe productos al mercado negro.

El sol se levantaba sobre el horizonte creando unos juegos de luces y colores de belleza cautivadora.

—Tendría que ver los atardeceres. —El gordo también se había dejado seducir por el espectáculo natural—. Creo que me quedé en Alicante por ellos.

El tipo era uno de los responsables de la recepción de la ayuda extranjera y dirigía una oficina con inmejorables vistas de los muelles. Durante un tiempo trabajó en la misma naviera que Roberto Herrera, con el que se mantenía en contacto. Y fue Herrera, precisamente, quien le pidió que recibiera a Ferrer y atendiera sus peticiones. Dado el peso que su amigo tenía ahora en el ministerio, el gordo no puso objeciones ni hizo preguntas.

—Vuelvo a mi redil —se despidió—. Ya sabe que tiene la oficina a su disposición para lo que necesite.

—Lo sé y se lo agradezco.

Ferrer vio a lo lejos a Belmonte. Estaba apoyado en un muro, como un curioso más; una docena de personas, en especial hombres mayores, observaba la febril actividad que rodeaba al recién llegado Héroes del Pueblo, buque soviético que zarparía para Odessa en dos días. El inspector estaba atento a los automóviles que accedían al muelle.

Al mediodía hicieron una pausa para almorzar. Muchos operarios llevaban fiambreras y se sentaron a la sombra de los tinglados para dar cuenta de la comida. Ferrer salió del recinto portuario para buscar un bar en el que le preparasen un bocadillo.

—¿Qué crees que harán: embarcarlo ahora o aguardar hasta que estén a punto de levar anclas? —preguntó Belmonte—. Si aparecen, claro.

Se habían hecho los topadizos en el paseo de los Mártires, una preciosa avenida que discurría en paralelo al puerto. Era la arteria más conocida de la ciudad, gracias a sus edificios elegantes, enfrentados al mar, y a las filas de palmeras que la recorrían en toda su longitud.

—Creo que lo traerán en unas horas, cuando se acabe este caos. —Ferrer señaló los muelles—. En un barco es más fácil de vigilar que en un hotel... y menos arriesgado.

—Lo encierras en el calabozo de a bordo y no abres la puerta hasta que estás en alta mar, ¿no?

—Es lo que yo haría después de los crímenes de Barcelona.

—Paciencia, pues. —Belmonte había descargado su rabia hacía horas y mantenía una actitud entre melancólica y cautelosa.

—Ya te dije en Madrid que los rusos son metódicos. —Abajo, los estibadores volvían al trabajo—. Emilio es imprevisible, sus jefes no.

Caminaron hacia el control de entrada.

—Una vez acabada la misión, yo me apresuraría a sacar a Emilio de España. Es una bomba que ya ha estallado cuatro veces. —Ferrer buscó el pase que le había dado el gordo—. Es incapaz de controlar sus impulsos y eso es muy peligroso para un servicio secreto; la NKVD necesita mucha discreción para ser eficaz en el extranjero.

—Confío en que estés en lo cierto...; hemos hecho una apuesta a todo o nada.

Notó, más que vio, la agitación en el control de entrada.

Tres coches negros estaban detenidos frente a la barrera. Un tipo discutía con el oficial de guardia.

A unos metros, Belmonte se quitó el sombrero para rascarse el cogote, la señal convenida para indicar que Emilio iba en uno de los automóviles.

El oficial cedió y los tres vehículos se encaminaron hacia el muelle en el que estaba amarrado el Héroes del Pueblo.

Ferrer se despidió de los hombres del gordo y fue al encuentro del inspector, que había entrado también en la zona de acceso restringido.

Los tres coches trazaron una curva amplia para evitar la grúa y se estacionaron frente al barco. Se apearon ocho individuos, la mayoría de indudable aspecto eslavo.

Eran más agentes de los que Ferrer y Belmonte habían previsto.

Emilio bajó el último. No parecía muy feliz.

—¿Qué pasa? —Belmonte desabrochó el cierre de la pistolera.

Un oficial del buque explicaba algo a los rusos; gritaba y señalaba la borda.

—Ha habido algún problema con la pasarela y la están reparando. —Ferrer se lo había oído a un capataz—. Van a tener que esperarse un rato antes de embarcar.

Miró de reojo a Belmonte. Se fijó en la dureza de su expresión y en los latidos de la cicatriz en la sien derecha, un síntoma de agitación interior. Ante el asesino, la melancolía, el dolor, los sentimientos contradictorios que le habían ido alterando el estado de ánimo se estaban transformando en uno solo: odio.

—Ésta es nuestra oportunidad —Belmonte sonaba contenido.

Los visitantes se dividieron en dos corrillos. A un lado, los soviéticos; al otro, los españoles.

—Es imposible, no podemos retener a dos grupos por separado y arrastrar a Emilio hasta el coche —se opuso Ferrer.

El inspector se había empeñado en aparcar lejos del puerto. Alguien podía haber tomado nota de la matrícula en Alcalá —cualquier policía explicaba mil historias de casualidades imposibles— y no quería jugársela.

—Echaremos mano del plan que te comenté durante el viaje. —Ferrer le había expuesto una alternativa por si no podían enfrentarse directamente al asesino—. Comprobemos que se embarca y llamamos a García Oliver para que movilice a los suyos en Valencia y Barcelona. Les tiene muchas ganas a los comunistas. Esta noche, pediré a Regina que entregue la documentación del caso a un periodista amigo mío.

Confiaba en que cuando se hicieran públicos los asesinatos, el escándalo fuese mayúsculo. La indignación popular, sumada a la presión política, pondría a los soviéticos contra la pared. A los representantes de Moscú no les sería fácil explicar por qué un asesino de criaturas se iba de rositas. En el peor de los supuestos, los estibadores podían asaltar el barco; era gente acostumbrada a la lucha y solamente se necesitaba un agitador que tocase las teclas adecuadas.

—Reitero lo que te dije en el coche: el plan depende de factores externos y tenemos muy poco tiempo. —Belmonte no estaba convencido—. Sé que confías en García Oliver y que los trabajadores del puerto los tienen bien puestos, pero eso no quita que los rusos salgan de aquí a toda máquina a la que se huelan el percal. Y más, al estar Emilio envuelto en la desaparición de Nin. Eso lo cambia todo.

A setenta metros de ellos, los dos corros seguían en animada conversación.

—Creo que necesitamos un apoyo inmediato, alguien que sea capaz de ponerles trabas y retenerlos el tiempo suficiente para que tu montaje funcione —concluyó el inspector.

—¿En quién estás pensando? —Era la primera vez que Belmonte le exponía esa idea.

—Se llama Matías Campillo, es el comisario jefe de Alicante. Me he enterado por casualidad, charlando con un policía en el paseo.

—¿Qué tiene de especial ese hombre?

—Somos amigos. Fuimos compañeros de promoción y compartimos varios destinos. Con la guerra le perdí la pista. —Belmonte hablaba sin apartar la vista de los rusos—. Es un profesional como la copa de un pino, vendrá si se lo pedimos. Y mucho tendría que haber cambiado si no monta en cólera cuando sepa de qué va lo de Emilio.

No era un mal plan. De perdidos al río.

—Ve a la oficina del gordo, hay un teléfono —propuso Ferrer—. Yo me quedo aquí vigilándolos.

—No, prefiero que vayas tú. —Movió la cabeza en dirección a los agentes españoles—. Si intentan algo raro, me presentaré; estuve en la Brigada Especial y eso es algo que no puedes fingir.

Ferrer analizó las circunstancias:

—De acuerdo. —Acabó por ceder—. ¿Qué le digo a ese Campillo?

—Que estás conmigo en una operación policial encubierta y que necesitamos ayuda. Si duda de lo que le cuentas, le dices que se acuerde de la juerga que nos corrimos en Logroño cuando Josefina Baker actuó en el Teatro Moderno. —Belmonte alzó las cejas—. Fue en 1930, algún día te lo explicaré.

—Tenga, aquí tenemos los números más importantes.

La muchacha, una chiquilla guapa de no más de dieciocho años, le dio una hoja con la lista de teléfonos de los organismos oficiales en Alicante.

Marcó el de la jefatura de policía.

Desde el despacho del gordo se controlaba todo el puerto. Ferrer miró por la ventana. Tenía a sus pies el muelle en el que se mecía el Héroes del Pueblo; buscó a Belmonte con la mirada y lo pilló desarrugándose el traje y rehaciendo el nudo de la corbata.

En la comisaría, le respondió un agente desganado. El detective se presentó como un compañero de Barcelona, de paso por la ciudad, y preguntó por el comisario Campillo. Silencio en la línea, ligero desconcierto del fulano.

Fuera, Belmonte se alisó el cabello con los dedos y se puso bien el sombrero.

El telefonista de la comisaría aseguraba que allí no había ningún comisario Campillo.

—Disculpe, me he debido confundir. —Se le fue la sangre a los talones.

Belmonte se acercó al grupo de rusos con el carné de policía en la mano. Hizo alguna broma porque los tipos se empezaron a reír.

Ferrer se maldijo por haber estado ciego: el inspector no había parado de enviarle señales sobre sus intenciones. Buscó un pestillo o una manilla para abrir la ventana y gritar pero era un simple marco acristalado empotrado en la pared.

—¿Se encuentra mal? —la chiquilla se le acercó; estaba demudado.

—No, no... estoy bien, gracias —mintió.

Sabía lo que pretendía el inspector.

En el muelle, Belmonte se llevó la mano al costado, sacó la pistola, apuntó a Emilio y le descerrajó dos tiros en la cabeza.

Fue en un visto y no visto.

Antes de que pudiera huir, los agentes rusos lo abatieron.

Ferrer hubiese jurado que, una vez caído el monstruo, Belmonte bajó los brazos y sonrió en sus dos últimos segundos de felicidad.

—Llegará en diez minutos. —La señora Julia dejó un tazón con caldo caliente en la mesilla—. También les he puesto un plato a los muchachos.

Los muchachos eran Lorenzo y otro agente de los Servicios, encargados de velar por la seguridad de Ferrer. Marcelo de Argila había desaparecido hacía unos días y el director provisional, Saturnino Meca, temía que el detective fuera el siguiente.

—Eres un incauto, Toni. —La mujer levantó la persiana y corrió las cortinas para que entrara luz en el dormitorio—. Sabiendo que iban a homenajear a Durruti debiste coger un paraguas.

—Son supercherías.

—¡De eso nada! Desde su funeral, cada vez que le hacen un homenaje diluvia. Lo mismo le pasó al doctor Robert, el alcalde; llovió a mares cuando se murió, cuando pusieron la primera piedra en su monumento y el día en que lo inauguraron. Demasiadas casualidades para ser supercherías.

—La próxima vez lo tendré en cuenta, no te preocupes. —Ferrer se incorporó en la cama, dobló la almohada y se la colocó a la espalda para mantenerla recta—. Te importa darme el termómetro, creo que ya no tengo fiebre.

—¿No estarás pensando en volver a trabajar, verdad? —La señora Julia le puso la mano en la frente—. Te ha bajado, pero puede subirte en cualquier momento.

—Tranquila, estoy demasiado débil para salir. —Se puso el termómetro bajo la axila—. Me he levantado para ir al baño y me he mareado.

—Ya, ya... como te conozco, le pediré a Lorenzo que no te deje hacer locuras.

El médico había achacado la fiebre a la tormenta monumental que le cayó encima el domingo, a su regreso de Alicante. Llegó empapado a casa. En su fuero interno, sin embargo, el detective estaba convencido de que la calentura era consecuencia de la tensión y del agotamiento físico acumulados durante las últimas semanas, sumados al impacto traumático de las muertes de Belmonte y —presumiblemente— de Marcelo de Argila. Si lo remató un enfriamiento o un microbio era una cuestión anecdótica.

Una semana después de producirse, nada había trascendido a la prensa sobre el incidente en el puerto alicantino. Ni una línea.

El episodio se había perdido en el pozo negro de los intereses soviéticos.

No era descabellado pensar que los cadáveres de Emilio y Belmonte descansaran en la misma fosa común o en el lecho del Mediterráneo, dentro de un saco lastrado. El día de la resurrección sería muy entretenido en cualquiera de los dos lugares.

Tras el tiroteo, hubo en los muelles unos minutos de confusión que Ferrer aprovechó para huir. El despacho del gordo estaba alejado de la acción y no tuvo problemas para perderse por las calles de la ciudad. Se registró en una pensión y volvió al puerto al día siguiente para comprobar que el Héroes del Pueblo había zarpado a toda prisa. El coche seguía estacionado donde lo dejaron sin que, en apariencia, nadie le hubiese prestado atención.

Ferrer permaneció en la pensión tres noches, para evitar los primeros controles de carreteras. El domingo regresó a Barcelona, devolvió el vehículo —con sus placas originales— y se puso hecho una sopa.

—Seguro que estás dándole vueltas a lo de Alicante. —Regina apareció antes de los diez minutos anunciados por la señora Julia.

—Me es difícil pensar en otra cosa. —Se había olvidado del termómetro y lo sacó—. Treinta y seis con siete; está muy bien.

—No te confíes. Has estado tres días con fiebre muy alta. —Regina lo besó en la frente y le acarició la cara—. ¿Sigues culpándote por lo de Belmonte?

—Depende del rumbo que tomen mis pensamientos en cada momento. —Se llevó el caldo a los labios—. Me culpo de no haber evaluado bien su desesperación. Belmonte lanzó muchos avisos desde hace semanas y no les concedí la suficiente importancia.

—Si estaba decidido a sacrificarse no podías hacer mucho más de lo que hiciste.

—Lo sé... aunque debí intentarlo; tuve en menos su inteligencia. —Dejó que las manos absorbieran el calor de la taza—. Fue siempre un paso por delante de mí, pero no permitió que me diera cuenta. Me apartó de la escena del crimen y me abrió una vía de escape aparcando el automóvil lejos de donde pudiera levantar suspicacias.

—Un amigo hasta el final, no te implicó en su vendetta.

—Los cadáveres de las niñas nos unieron más que cualquier bandera o ideología.

—Vuestras niñas, vuestros ángeles.

Regina tomó la taza y ayudó a Ferrer a tumbarse. Aunque la calentura había remitido, estaba débil; hubo momentos puntuales, durante los días anteriores, en los que su temperatura alcanzó los cuarenta grados.

—Por cierto, ayer una mujer entregó un sobre para ti. Quiso verte, pero estabas dormido y prefirió no molestarte. —Fue hacia la puerta—. Julia lo dejó en el recibidor hasta que te recuperases, voy a buscarlo.

Era un sobre de buena calidad, sin remitente.

—¿Dijo quién era? —preguntó Ferrer.

—Según Julia, era una mujer extranjera, madura y elegante.

—No se me ocurre quién puede ser. Pariente de alguna de las niñas, quizá.

El papel de la carta era de color crema. Sin membrete, por lo que vio Regina:

Ferrer la leyó varias veces hasta que cerró los ojos y suspiró con fuerza.

—¿De quién es, Toni? Estás pálido.

—Es de Marcelo de Argila, una carta póstuma. —Continuaba con los ojos cerrados—. La mujer de ayer era su madre, Leonor; es italiana.

—¿Qué dice la carta?

—Marcelo sabía que iban tras él. Son unas instrucciones por si le sucedía algo; quería que me ocupase de sus papeles en los Servicios. —Titubeó—. Guardaba algo... delicado en un doble fondo de su escritorio y me pide que lo destruya.

—¿Tienes idea de lo que se trata?

—Tengo indicios, pero prefiero comprobarlo antes de explicártelo. Es una locura.

Regina no insistió. Sabía que él no hablaría hasta estar seguro de lo que afirmaba. Ferrer odiaba lanzar información falsa o difundir rumores infundados, incluso en la intimidad.

—¿Sabéis quién está tras su desaparición?

—Lorenzo me ha comentado que en los Servicios se inclinan por los incontrolados de la FAI, gente de Escorza. —Ferrer dobló la carta y la guardó en el sobre—. Es uno de los peces gordos de los anarquistas, un partidario de usar las pistolas contra el enemigo real o imaginario.

—Menudo elemento.

—Hay que echarle de comer aparte, aunque dudo que lo de Marcelo sea cosa suya. De Argila era amigo de García Oliver y Escorza nunca se le enfrentaría; sería como si un peso ligero retara a un peso pesado.

—Veo que tienes tus candidatos.

—Fue un trabajo demasiado perfecto y discreto para un grupo de incontrolados, son muy chapuceros. —Estiró la sábana y se tapó bien—. Marcelo y su escolta iban hacia la Casa Sedó y se los llevaron sin dejar rastro. Huele a agentes secretos de primera categoría: rusos o italianos. Les estorbamos a los dos; yo apuesto por los de Mussolini, les hemos hecho la vida imposible. Los rusos pronto controlarán los servicios de información y no necesitaban acabar físicamente con De Argila.

—Es terrible. Cada cual va a lo suyo pasando por encima de quien sea, incluso en el mismo bando.

—La guerra de los servicios secretos se libra en las cloacas, ahora tú también lo sabes... y participas; allí sólo hay ratas y las ratas no se mueven por ideales.

—Es duro asumir una cosa así —quiso añadir «para unas personas como nosotros», pero no lo hizo.

—Hace tiempo que perdí la inocencia... sé que los niños no vienen de París, que no existen los Reyes Magos y que también mueren ángeles en primavera.

—¿Son estos los últimos papeles, señor Ferrer? —El conserje levantaba un atado de documentos.

—No, todavía me quedan tres cajones por vaciar; en cinco minutos tendré listo otro paquete y habremos acabado. —Estaba sentado en la butaca que había ocupado Marcelo de Argila durante casi un año—. Si se lo pregunta el director Meca, dígale que esta tarde se podrá instalar aquí.

Ferrer siguió sacando carpetas y revisándolas. Encontró la autorización para la Operación Flor —operación Regina, en realidad— con las órdenes de seguir al sospechoso, pinchar el teléfono e instalar un micrófono en casa del quintacolumnista Hortons; la dobló y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

El nombre de Andrés Nin saltó desde un tarjetón con el sello de la conselleria de Justicia. Era una nota autógrafa convocando a De Argila a una reunión en la Generalitat.

Nin.

La prensa seguía con el cuento de su implicación en una trama de espionaje a favor de los fascistas. Un burdo montaje de los soviéticos con la anuencia —o, al menos, el silencio— de sus aliados españoles. Solamente los anarquistas y algunos medios cercanos al POUM se atrevían a levantar la voz y a pedir explicaciones por lo que ya era una persecución en toda regla.

No había trascendido nada sobre la desaparición del político ni, mucho menos, de su presunto asesinato. Ferrer conservaba las gafas rotas que había encontrado en el casón de Alcalá de Henares. Él sabía que eran de Nin pero no podía demostrarlo, había miles de monturas como aquella en España.

De hecho, no tenía una sola prueba creíble ni un testimonio de lo que había sucedido en Madrid y Alcalá. Los rusos, por razones obvias, no dirían haches ni erres; los dos policías que sabían algo, Peñarroya y Belmonte, estaban muertos y no conocía la identidad del resto de agentes implicados.

Había charlado con Regina durante horas sobre cómo actuar, si debía hablar con sus superiores, acudir a García Oliver o denunciar lo que se pudiera a través de la prensa.

Decidieron que lo mejor era morderse la lengua.

En caso de que los soviéticos descubrieran que era el único testigo vivo, lo convertirían en un testigo muerto. Un escándalo internacional, con crimen de estado incluido, no convenía a Stalin; sus matones no dejarían un cabo suelto.

—¡Carlos, por favor! —Se asomó al pasillo y llamó al conserje—. Puede usted llevarse el último paquete.

Ya a solas, Ferrer cerró la puerta del despacho y pasó el pestillo de seguridad.

En una bandeja del cajón superior del escritorio, De Argila guardaba un llavero; la figurita era de plata, una ficha de dominó mellada.

Siguiendo las instrucciones de la carta, sacó de sus guías el cajón central y lo giró. Una de las esquinas de la base parecía rota, era una hendidura rectangular en la que introdujo la ficha mellada. La presionó y un resorte soltó la plancha de madera, descubriendo el doble fondo. Un sistema muy ingenioso; sin las instrucciones, nadie hubiera dado con el escondite.

Los documentos estaban encajados entre espuma para que no se desplazasen ni hicieran ruido al abrir y cerrar el cajón. Ferrer estudió las primeras notas y confirmó un pálpito, un presentimiento que nunca llegó a cuajar en sospecha: De Argila colaboraba con el Deuxième Bureau francés.

De la lectura de los papeles no se desprendía si era un espía comme il faut o si lo suyo fue una cooperación puntual.

En cualquiera de los dos casos, se trataba de una infiltración al más alto nivel y un factor inesperado que alteraba todas las hipótesis sobre la desaparición y presumible asesinato de Marcelo. Eso explicaba, también, su reticencia a estudiar las fugas de información hacia París.

Quizá algún día, Ferrer indagara en las circunstancias del suceso, pero en aquellos momentos tenía otras prioridades. La guerra no dejaba tiempo para las despedidas: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Guardó la documentación en una carpeta sin etiquetar; la ocultaría en su despacho. Después, la destruiría junto con otros papeles que no quería que cayesen en manos de los nuevos servicios de inteligencia. No iba a juzgar las razones que habían llevado a De Argila a convertirse en agente doble, pero fue un buen amigo y realizó un trabajo encomiable. Por poco que pudiera, evitaría que tirasen basura sobre él o lo convirtieran en un arma arrojadiza entre Valencia y Barcelona.

Antes, sin embargo, debía resolver un problema que le preocupaba más porque ponía en riesgo a Regina.

Llegó a la plaza de Cataluña acalorado y muy sudado, el bochorno era insoportable.

Había más presencia policial de la habitual; grupos de guardias de asalto buscaban la sombra de los árboles mientras vigilaban las paradas de tranvía. La tarde anterior, la pelea entre un refugiado y un conductor de tranvía se saldó con un transeúnte muerto por un disparo accidental, si cabía hablar de accidente cuando alguien sacaba la pistola durante una trifulca. Los ánimos andaban todavía muy alterados.

Desde hacía unas semanas, el edificio de la Telefónica contaba también con una mayor protección. Ferrer se identificó en el control de entrada y un guardia lo acompañó hasta una de las salas con paneles de circuitos y conmutadores.

—¡Hola, jefe! No le esperábamos. —El técnico se quitó los auriculares—. ¿Qué le trae por aquí?

—Burocracia, qué si no. Venía a recoger los informes de la Operación Flor.

—Hay poca cosa. —Rebuscó entre unas hojas mecanografiadas—. El tipo ese, Hortons, no es de los que se pasan la vida al teléfono.

—¿Están disponibles las transcripciones de hoy?

—Sí, señor. —El hombre movió un ventilador para que les enviara aire fresco; había colocado delante un cubo con hielo—. Nos mandaron unas taquimecanógrafas muy eficaces. ¿Por qué lo pregunta?

—Vamos a regalar el caso a la policía, con lazo y tarjeta, y quiero dárselo todo. —Agitó los papeles—. No me gustaría que empezaran a reclamarnos cosas y a dudar de nosotros.

—Me lo imagino... por aquí tengo el papeleo. —Sacó una carpeta de fuelle de un pequeño estante y fue pasando compartimentos—. Estos son los permisos y los boletines que ha generado la dichosa operación.

Ferrer reconoció las copias de algunos de los originales que él conservaba y notas internas de la Telefónica. Se lo quedó.

—Me alegro de que nos lo quiten de encima; cada vez somos menos gente y no damos abasto. —El técnico se encasquetó de nuevo los auriculares—. De todos modos, el mengano iba a dejarnos tranquilos unos días, tiene previsto un viaje de negocios.

—¿Negocios? ¡Ja!

Lorenzo había oído lo suficiente, a través del micrófono oculto, como para saber que el pájaro quería escaparse de la jaula.

—Le ha amoscado la detención de los padres escolapios en la calle Baja de San Pedro. —El joven se refería a una reciente operación policial contra desafectos al régimen—. El amigo Hortons está convencido de que él será el siguiente.

—No va descaminado. Con el cuento del POUM, la policía presiona muchísimo a los grupos clandestinos; están sacando partido a las camionetas con radiogoniómetro y es cuestión de tiempo que caigan los que tienen emisoras secretas.

Los fascistas buscaron sistemas de comunicación alternativos que no llegaron a fructificar; incluso probaron con palomas mensajeras pero la mayoría se quedó por el camino, en alguna cazuela.

—¿Está en casa? —preguntó Ferrer mirando por la ventana el edificio de Hortons.

—No. Aún es pronto, últimamente suele aparecer hacia las ocho.

—Son los nervios... las paredes se le caen encima y prefiere distraerse fuera.

Ferrer puso las transcripciones telefónicas sobre la mesa. Había subrayado los párrafos que se referían al posible viaje de negocios.

—¿Por qué piensas que Hortons quiere escaparse? —Encaró las hojas hacia Lorenzo—. Habla de ir a Manresa por razones de trabajo.

—No se fía del teléfono y por eso dice lo justo. —Leyó los párrafos que había destacado su jefe—. En su casa tampoco habla de temas delicados; gracias al bocazas del comisario general sabe que los falangistas de Santaló cayeron por culpa de un micrófono oculto.

—... pero es imposible mantenerse siempre en guardia. ¿No es eso?

—Se le escapó el nombre de un hotel. —Repasó sus notas—. El Mirador.

—No lo conozco.

—A mí tampoco me sonaba... porque no está en Manresa, es de Andorra. Lo comprobé en una guía.

Buena pista.

—Habló de un viaje de cinco días —siguió Lorenzo—, ya sabes lo que eso significa.

Lo sabía: una ruta de escape larga, en cinco etapas, hasta Andorra y Francia.

No conocían nada de ella, apenas la duración y que, presumiblemente, pasaba por Manresa.

El día de San Juan, la policía de fronteras atrapó en Port Bou a un enlace norteamericano, un tal Finley, y asestó el golpe de gracia a la ruta corta; se cubría en tres jornadas, pernoctando en Gerona y Figueras. El descubrimiento de los itinerarios que usaban los fascistas para escapar de Barcelona era uno de los objetivos prioritarios de los Servicios y de las fuerzas de seguridad.

—¿Sabes cuándo se va? —Ferrer colgó la chaqueta en el respaldo de la silla.

—Lo decidirán esta noche. Viaja con un amigo que quiere salir mañana. —Se desperezó—. Iba a avisarte en cuanto lo averiguara.

—Llevas muchas horas aquí sentado, vuelve a casa y duerme. —Necesitaba quedarse solo y el cansancio de su compañero le allanó el terreno—. Tengo órdenes de traspasar la operación a la policía, nosotros ya no contamos con recursos suficientes.

Ferrer había preparado una historia convincente:

—No creo que quieran detenerlos —dijo—. Supongo que los seguirán para localizar las casas o los hoteles en los que se refugien. Dejarán que se escapen para atrapar más adelante a alguna figura destacada de verdad.

—Ellos sabrán lo que se hacen. —Lorenzo se tragó el embuste o, al menos, se alegró por librarse del marrón—. Que tengas suerte y que la espera te sea leve.

El cielo empezaba a clarear anunciando la salida del sol.

¿En una república cabía hablar de astro rey?

Había perdido la cuenta de las veces que miró el reloj, la madrugada se le estaba haciendo inacabable. Las guardias eran lo que peor llevaba de la profesión, aunque esa noche se quejaba de vicio: la casa era cómoda, todavía le quedaba vino y el altavoz conectado al micrófono oculto le permitía una cierta libertad, ya que se oía desde casi todas las habitaciones.

El quintacolumnista también estaba nervioso. Ferrer captó el movimiento de sus cortinas varias veces durante la noche.

Puntual, a las seis de la mañana, el coche con el otro individuo se detuvo frente al portal. Ferrer los había oído conversar durante la cena; confirmaron las suposiciones de Lorenzo y se citaron a primera hora. Para reforzar la comedia del viaje de negocios, acordaron llevar un par de mudas y catálogos de una empresa de calzado para la que había trabajado Hortons hacía unos años.

Con el cansancio —solamente dormitó unos minutos— crecieron en Ferrer el temor y los escrúpulos.

Se jugaba mucho si la apuesta salía mal.

No podía descartar que los dos quintacolumnistas levantasen sospechas en algún control o se detuvieran en un restaurante cuyo personal colaborara con las fuerzas de seguridad.

Si caían, no resistirían los métodos de interrogatorio desarrollados por la NKVD soviética.

Cantarían La Traviata.

Hortons acusaría al enlace enviado por Burgos, Rosa, y la policía seguiría su rastro hasta el registro de pasajeros de un barco que llegó en abril. «Caramba —dirían—, si hasta fue retenida una mujer durante varias horas».

Y sanseacabó.

En cuanto a los escrúpulos, tenían más que ver con su compromiso profesional que con aspectos morales: iba a dejar en libertad a dos agentes enemigos; aquellos tipos, sin embargo, no tenían delitos de sangre, no habían llegado a emitir información útil para los bombardeos y no pasaron de la fase inicial como agentes de información.

En un libro de contabilidad, la columna de beneficios no admitía comparación con la de los posibles perjuicios.

Hortons apareció, al fin, por el portal con el aire desenvuelto que se le supone a un buen vendedor. Saludó a su colega con una efusividad algo exagerada —la ansiedad es mala consejera— y guardó su maletín en el portaequipajes.

En menos de un minuto, el automóvil se perdió calle abajo.

El nuevo director de los Servicios lo llamó a las nueve de la noche del sábado, coincidiendo con la primera parada en la ruta de los quintacolumnistas hacia Andorra, y lo citó para el día siguiente.

¿Habrían caído Hortons y su compañero y querría explicaciones por su actitud con ellos?

Meca no quiso adelantarle nada. Se trataba —aseguró el director— de hablar del futuro.

Cuando colgó, Ferrer se preguntó a qué futuro se refería, si al del Servicio o al suyo.

Esta vez, ni la música de Cole Porter fue capaz de tranquilizarle del todo.

Meca era un veterano —en edad y militancia— de la lucha sindical. Lo llevaba escrito en cada una de las arrugas que le surcaban la cara. Era masón, como De Argila, y su pertenencia a la CNT venía de antiguo; fue uno de los firmantes de la propuesta histórica por la que, en 1919, el Congreso del sindicato declaró que el fin último de la CNT era implantar el comunismo libertario.

Aseguraban las malas lenguas que su adscripción a los Servicios, como subdirector, respondía a la desconfianza que despertaba en ciertos sectores la independencia intelectual y política de Marcelo de Argila.

Cuando Ferrer llegó a la Casa Sedó, a las ocho y media de la mañana, Meca lo esperaba. El edificio estaba casi desierto. El desmantelamiento era ya muy evidente; el personal administrativo había sido distribuido por diferentes organismos oficiales y parte de los agentes recuperaron sus antiguas ocupaciones en el ejército, la policía o las Industrias de Guerra.

—Siéntate, Toni. —Meca era de los pocos que seguían manteniendo el tuteo en los niveles altos de la administración—. Lamento estropearte la mañana del domingo.

—No te preocupes, no tenía gran cosa que hacer. —Disimulaba bien la inquietud; se estaba convirtiendo en un actor más que aceptable.

El director carraspeó, también estaba azorado, y se lanzó sin más preámbulo.

—Esta semana tengo que presentar un informe sobre los Servicios: la situación a día de hoy y los asuntos que permanecen abiertos —empezó—. El gobierno de Valencia publicará en agosto el decreto por el que se creará el nuevo servicio, unificando los que existen en el ejército, la policía, el ministerio de Exteriores... y nosotros.

Ferrer sintió alivio, la cita no parecía relacionada con la fuga de Hortons o el asesinato de Emilio.

—Por lo que he sabido —siguió Meca—, van a controlarlo cuadros socialistas y comunistas asesorados por los soviéticos, lo cual no es ninguna novedad. —Tomó aire, llegaba al meollo de la cuestión y era un tipo directo—. Aunque pretenden unir todas las fuerzas, se reservan el derecho de admisión: no te quieren.

Ferrer iba a intervenir pero el jefe hizo un gesto para que no le interrumpiera:

—Te tacharon de la lista de personas que yo recomendaba, no se fían de ti.

—¿Te dijeron por qué? —volvían los nervios, volaba la imaginación.

—Te consideran demasiado cercano a García Oliver. —Sacó el expediente de Ferrer—. Me pidieron una copia y consta tu petición de ingreso avalada por él. Imagino que también han hecho preguntas por ahí.

Callaron durante unos segundos que parecieron más largos de lo que fueron en realidad.

—¿Puedo hacer algo en contra de esa decisión? —preguntó el detective, fingiendo interés por seguir en el tajo.

—Por desgracia, no. —A Meca se le notaba el alivio por la buena disposición de Ferrer—. Mi llamada de anoche y el hacerte venir hoy tan temprano es porque necesito tus archivos. Me he comprometido con Valencia a que mañana les enviaría nuestro material más sensible y me falta lo tuyo. —Se levantó—. Te agradezco que ordenaras los papeles de Marcelo, tu trabajo me ha sido muy útil.

—Es lo mínimo que podía hacer. —También se puso en pie—. Me pongo con los míos, te los dejaré en el archivo.

Le llevó menos de lo que había calculado, el aparente desorden de las carpetas despistaba.

Hizo tres pilas: asuntos abiertos, casos cerrados y documentos de trabajo; entre estos últimos incluyó agendas, directorios e información práctica que no comprometía a ninguna de sus fuentes personales. Una vez bien empaquetados y con cartelones de identificación visibles, los guardó en el área reservada del archivo general, a la que sólo tenían acceso el director y los jefes de sección.

Dejó para el final la documentación que afectaba a sus contactos personales, la que se había llevado del despacho de Marcelo de Argila sobre el Deuxième Bureau y el expediente completo de la Operación Flor. Comprobó que no se hubiese traspapelado nada, lo metió en una caja y bajó al sótano.

La caldera tiraba a media potencia. Abrió la trampilla con el hierro largo de atizar las brasas y arrojó los papeles al fuego. Lo hizo poco a poco, procurando que antes de meter los nuevos se hubieran consumido los que estaban en la cámara de combustión.

Al final, tomó la pala y lanzó un buen puñado de carbón sobre las cenizas.

Que supiera, la NKVD aún no podía leer el humo.

Dejó en el recibidor la bolsa con los objetos personales que había recogido en su despacho de la Casa Sedó.

Sentía alivio, un inmenso alivio. Hubiera dimitido antes de ponerse a las órdenes de los supervisores de Moscú y eso hubiese sido una declaración personal de incompatibilidad política, algo poco recomendable.

Oyó ruido en el dormitorio.

—Estás invadiendo mi mitad —se quejó desde el umbral de la habitación.

—Necesitamos un armario más grande —se defendió Regina—. Y eso que aún no he traído lo de invierno.

Regina sacaba ropa de un baúl de viaje y la colocaba en el armario de luna.

El arcón se interponía entre ambos, Ferrer pasó por encima —cuidando de no pisar nada delicado— y se abrazaron.

Cayeron sobre la cama.

—No sigas que me pierdo —soltó Regina con una carcajada mientras se deshacía del abrazo—. Me quedan muchas piezas por colgar y tengo que llevar mis potingues al baño.

—¿Cómo has conseguido traer todo esto? —Junto al baúl había una maleta de buen tamaño.

—Tardabas tanto que le pedí a Eddy que me ayudara y se presentó con un mozo de cuerda.

—Tendremos que invitarle a cenar un día de éstos.

Las labores de intendencia no les llevaron más de media hora.

—¿Te apetece ir a la piscina? —Ferrer había envuelto la maleta en periódicos y la escondía bajo la cama.

—Creía que odiabas tumbarte encima de una toalla. —Estaba encantada con la propuesta, hacía muchas semanas que no salían juntos.

—Necesito que me dé el sol y seque la humedad que se me ha metido en el cuerpo desde que empezó esta maldita primavera de barro y muerte. —Tomó su bañador de un cajón de la cómoda—. Hacía años que no tenía tantas ganas de que llegara el verano.