X. ¡Qué pequeño es el mundo!
Denis Diderot, uno de los padres de la Enciclopedia, atribuía a los distintos vientos que soplaban en Francia la diversidad de caracteres de sus paisanos. No fue un caso aislado. La influencia del clima sobre el comportamiento humano fascinó también a filósofos y a hombres de ciencia de la talla de Kant o Buffon.
A mediados del siglo XIX, el extraordinario caso de un matrimonio alemán afincado en Japón sacudió a la comunidad científica; los hijos nacidos en Europa mostraban una inequívoca pinta germánica, mientras que los que vinieron al mundo en tierras niponas destacaban por su escasa estatura y los ojos rasgados. Eminentes doctores estudiaron las temperaturas y las precipitaciones del lejano archipiélago para buscar la relación entre el clima y el aspecto físico de los niños. No la hallaron. Visto en perspectiva, los rasgos orientales de las criaturas parecían más atribuibles a la ligereza de la madre que a la levedad de los vientos.
Fuese o no a causa del cielo gris plomizo que amenazaba tormenta —en línea con lo sostenido por Diderot—, la ciudad había amanecido con un humor de perros.
Las noticias, incluso maquilladas, no daban para muchas alegrías: el gobierno vasco había ordenado la evacuación de Bilbao, al tiempo que una explosión en el acorazado Jaime I, fondeado en Cartagena, costó la vida a más de trescientos marineros. En Barcelona, la CNT y los comunistas intercambiaban fuego cruzado a propósito de la liquidación —política y física— del POUM por unas supuestas órdenes directas de Moscú; los soviéticos acusaban de traición a los dirigentes de ese partido, asegurando que tenían pruebas y confesiones. Claro que, después de una sesión con los especialistas de la NKVD, hasta Caperucita Roja admitiría haberse comido a su abuela en un momento de enajenación.
—Tienes que ayudar a la pobre mujer, es su única hija —dijo la señora Julia abriendo las ventanas del despacho—. Está para que le cueste la vida.
La señora Julia era la portera del edificio en el que vivía y tenía su oficina Ferrer. Empezaron a tutearse en el verano anarquista de 1936, se acostumbraron y lo mantuvieron después.
—Pondré un telegrama a un colega de Londres, pero no servirá para nada. —Ferrer limpiaba sus plumas estilográficas—. Las sacan de España con documentación falsa y es difícil seguirles la pista. Dudo que vayan a Inglaterra.
—Se aprovecharon de la inocencia de la pobre chica y la engañaron bien engañada.
—Son redes organizadas que acuden como buitres a los lugares en conflicto; es muy sencillo embaucar a mujeres desesperadas.
—Me dijo su madre que le prometieron que trabajaría como criada en casa de un ricachón. —La señora Julia empezó a recoger los bártulos—. Le pidieron el pasaporte para los permisos de trabajo, la citaron en un hotel y no ha vuelto a saber nada de ella.
—Es el método habitual. —El detective conocía más casos—. La mantendrán encerrada hasta que se someta, por las buenas o por las malas.
—Las autoridades tendrían que pelearse menos y preocuparse un poco más por la juventud.
—Hay avisos en prensa, lo que pasa es que pocos los leen. El único que expide los permisos de trabajo es el consulado británico y está harto de advertir a las chicas de que no se fíen de los tipos que les ofrecen empleos de bailarina, de camarera o de criada en Inglaterra.
La señora Julia paseó la visual por la habitación y pareció satisfecha.
—¿Dónde crees que acabará la muchacha, Toni?
—La venderán al mejor postor; si es tan guapa como dices la comprará algún burdel argentino o norteamericano. —A Ferrer no le gustaba mentirle—. Esos sinvergüenzas trabajan para gente con buenos contactos al otro lado del charco.
—¡Pobreta! Aún no ha cumplido los diecinueve, angelito mío.
La mujer se fue renegando contra el mundo en general y contra los hombres putañeros en particular.
El portazo sonó fuerte como un cañonazo.
Hacía semanas que Ferrer no pasaba más de una hora seguida en el despacho de su antigua agencia.
Siguió ordenando papeles hasta que un trueno lo distrajo. Miró la hora. Mediodía. La mañana había volado. Se acercó a la ventana y se apoyó en el alféizar. Llovía. Inspiró con fuerza el aire húmedo y tragó saliva; la conversación con la portera le había dejado un regusto ácido en la boca.
Lo vio doblar hacia Balmes desde Cortes. No llevaba paraguas y caminaba encorvado, con la cabeza entre los hombros, como si con ese gesto evitara acabar empapado.
Debió de subir las escaleras corriendo porque entró jadeando.
—¡Vamos avanzando, Ferrer!
El inspector había trocado el humor sombrío de los últimos días por una fiera determinación.
—Siéntate y me lo explicas. —El detective le ofreció una de las sillas para los clientes—. ¿Quieres beber algo?
—Agua, por favor. Tengo la lengua como el papel de lija. Llevo toda la mañana colgado al teléfono.
Ferrer fue a por la jarra y los vasos. Colgó el sombrero y el chubasquero de Belmonte en el baño, para que se escurrieran.
—Gracias. —El policía apuró el vaso de un trago—. Me he cobrado viejos favores y he avanzado un poco.
—Por como vienes de excitado había supuesto que progresaste un mucho.
Belmonte le enseñó los dientes. Era una sonrisa. Se había afeitado y mostraba, con toda limpieza, un rostro de delgadez inquietante. Un asceta pintado por El Greco.
—La detención de Nin ha sido cosa de agentes de la Brigada Especial de Madrid —dijo el inspector—. Estuve en ella un tiempo, hasta que me trasladaron a Barcelona. Aún conservo amigos.
—¿Ha sido cosa de ellos o hay alguien detrás?
—Me han asegurado que es una operación bendecida en Valencia por la Dirección General de Seguridad.
Ferrer silbó.
—¿Están allí? —preguntó.
—No. —Belmonte se sirvió otro vaso—. Pedí a un telefonista que llamase a las principales comisarías valencianas preguntando por Peñarroya, uno de los agentes implicados. No sabían nada de él ni del grupo. Están en Madrid, seguro.
—Yo también lo creo. —Sacó su cuaderno de notas—. He estudiado todo lo que Eddy fotografió en La Pedrera y he hecho algunas indagaciones. —Pasó algunas páginas de la libreta—. Los trabajos sucios de los soviéticos los supervisa un tal Orlov. Tiene su cuartel general en el hotel Gaylord's de Madrid.
—¡Tenemos que ir!
—Necesitamos otra documentación. —Ferrer ya lo había sopesado—. No podemos viajar con nuestros papeles ni solicitar ahora salvoconductos y permisos. Si sospechan, nos exponemos a que nos lo denieguen todo o, peor aún, a que nos arresten en aras de la seguridad de la República.
—¿Qué sugieres?
—Tengo un amigo que nos puede echar un capote.
Por fin, aquel viernes el gobierno admitió las detenciones de militantes y dirigentes del POUM. Las disimuló, eso sí, en un comunicado en el que se vanagloriaba por la desarticulación de una supuesta red de espionaje fascista. De paso, y para dar mayor empaque a la presunta trama enemiga, se ordenó que cualquiera que tuviese un inquilino en casa, incluso si se trataba de un familiar, lo comunicara a las autoridades.
A mediados de junio, la paranoia estalinista empezaba a dejarse notar en todos los órdenes de la vida.
—Aquí los tenéis. —El hombre puso dos sobres en la mesa.
Estaban en el barrio de Gracia, en un edificio que García Oliver habilitó, en el verano de 1936, como casa segura para sus colaboradores. Ferrer se alojó allí durante un tiempo, mientras resolvía el asesinato de los tres patrulleros anarquistas.
—Albert, además de un buen amigo, es quizá el mejor falsificador de nuestro país —Ferrer puso al día a Belmonte—. También tiene buena mano con las cajas fuertes.
El tipo, cincuentón, delgado, de mediana estatura, moreno y con poco pelo, había asaltado el consulado de Italia al principio de la guerra. García Oliver le pidió que buscase papeles comprometedores y Albert se llevó la valija diplomática entera. Un golpe sonado. Gracias a eso, la policía y los Servicios de Información trabajaron con material de primera mano sobre la infiltración de fascistas italianos en Cataluña y sobre los planes de Benito Mussolini en España.
Buena parte de esos papeles se perdieron con la muerte de Berneri y el asalto a su domicilio.
—Los dos sois inspectores de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid. —Albert vació los sobres y les mostró los documentos; las fotografías se las hicieron en un fotomatón de Vía Layetana—. Disponéis de todo lo necesario para viajar sin problemas: salvoconductos, cédulas y permisos con vuestras nuevas identidades.
Belmonte cabeceó asombrado.
—Es lo mejor que he podido preparar en las veinticuatro horas que me diste —dijo el falsificador a Ferrer.
—Están mejor que bien, Albert. —Ferrer guardó su sobre—. Nuestras jetas de mala leche ayudarán a que los papeles cuelen en cualquier control. Belmonte, además, es del oficio.
De una gran caja de cartón llena de trastos, el falsificador cogió un paquete envuelto en papel de periódico.
—Un amigo de confianza me ha fabricado esto. —Desenvolvió el paquete y sacó dos matrículas para automóvil—. No corresponden a ningún vehículo que esté en circulación. En el sobre está la documentación para el coche, con el modelo y características que me dijiste.
—Cambiamos las placas ahora mismo y salimos para Madrid —dijo el detective.
En la puerta, Albert se acercó a Ferrer y le dio un abrazo.
—Cuídate, amigo —le dijo—. Te estás enfrentando a gente muy peligrosa y yo ya he enterrado a demasiados camaradas.
La botella, con la chaquetilla roja, el sombrero cordobés y los brazos en jarras, observaba la Puerta del Sol desde la azotea del hotel de París, en la confluencia de la Carrera de San Jerónimo con la calle de Alcalá. Milagrosamente, ninguna bomba había alcanzado aún el enorme cartel de fino Tío Pepe. La imagen de la botella gigante había sido modificada tras la victoria del Frente Popular y el estallido de la guerra; la original tenía el brazo derecho en alto y daba lugar a equívocos ideológicos.
En el asiento del automóvil, al otro lado de la plaza, Ferrer movió la cabeza hacia atrás y a los lados para relajar la musculatura del cuello.
Era muy temprano. Acababan de llegar a Madrid después de toda una madrugada lidiando con carreteras infames —agujereadas por las bombas y llenas de caravanas interminables de refugiados hacia Levante y de suministros para el frente— y pendientes de que ningún fulano uniformado examinara con lupa sus documentos de viaje falsos.
Se habían detenido unas horas en Valencia para recoger la relación de las prisiones secretas del Partido Comunista en Madrid. Se la entregó un funcionario del ministerio de Justicia, antiguo subordinado de García Oliver.
Aun habiendo sido testigo de los estragos que los bombardeos habían provocado en Barcelona y Valencia, nada preparaba al viajero para la visión de Madrid en guerra: docenas de edificios en ruinas, solares llenos de cascotes, por los que correteaban niños pelones, y miles de sacos terreros —omnipresentes sacos terreros— cubriendo los principales monumentos y las fachadas de edificios públicos. En un solo día, hacía una semana, habían caído más de quinientos obuses.
Madrid se había convertido en una ciudad mártir.
Uno de los misterios de los primeros meses de la guerra fue por qué en el verano de 1936 los mandos fascistas prefirieron desviar sus esfuerzos hacia Toledo en lugar de estrechar el cerco sobre la capital. Casi todo el mundo coincidía en que hubiese caído y, por ende, la República. Después, durante el otoño, una mejor organización de las fuerzas populares madrileñas y la llegada de miles de voluntarios de las Brigadas Internacionales y de columnas procedentes de toda España, permitieron salvar la ciudad.
Ferrer se incorporó en su asiento cuando vio a Belmonte salir de la Casa de Correos, sede del Ministerio de Gobernación y de la Dirección General de Seguridad. Era un elegante edificio de ladrillo y piedra construido con el impersonal estilo académico francés propio de finales del siglo XVIII. En su fachada destacaba la torre del reloj, que la coronaba y daba carácter; desde hacía unos lustros, Madrid saludaba al Año Nuevo con sus campanadas.
En el portal, el inspector se despidió de un conocido, corrió hacia el automóvil y se puso al volante.
—¡Están aquí! —soltó mientras arrancaba el motor.
Belmonte conducía con la pericia que daba el profundo conocimiento de las calles por las que circulaban.
Aunque estaban agotados y matarían por un desayuno, quisieron estudiar primero el hotel en el que vivían los rusos. Necesitaban saber a qué atenerse si se veían obligados a seguir a alguno de ellos o a establecer una base de vigilancia.
—Condujeron a Nin a la Brigada Especial hace tres días, el jueves pasado, y luego volvieron a por él —empezó el inspector.
—¿Se lo han llevado? —se extrañó Ferrer.
—Sí. Jacinto Ucedo, el jefe accidental, no se fiaba de la seguridad del edificio y solicitó que le buscaran un lugar más apropiado. —De un volantazo esquivó un cráter de bomba—. Un asesor ruso les ofreció una prisión provisional, se lo llevaron y no han vuelto a saber de él.
Aminoraron la velocidad al llegar a un control policial junto a las Cortes. Mostraron los carnés y pasaron sin problemas.
Se detuvieron unos metros después, en el cruce con el paseo del Prado, ocupado por un convoy de camiones militares que se dirigía hacia la estación de Atocha.
Un vendedor ambulante se les acercó con el carro cargado de cucuruchos de pipas; aquella primavera eran un ingrediente fundamental en la dieta de los madrileños.
—¿Hacen unas pipitas, caballeros? —les ofreció el hombre.
Belmonte sacó un billete y le pidió un cartucho. Con ellas esperaba engañar al estómago.
—Perdona, compañero, pero me has pasao un billete catalino. —El tipo se lo devolvió.
Ante la escasez de moneda fraccionaria, la Generalitat y el ayuntamiento de Barcelona habían emitido billetes propios que no se aceptaban fuera de Cataluña.
—Disculpa, no me había dado cuenta. —El inspector rebuscó en la cartera.
Los vehículos que iban detrás hicieron sonar las bocinas para que se apresurara, el camino ya estaba despejado.
—¿Quieres matar el gusanillo, Ferrer?
Belmonte se había colocado el paquete entre las piernas para ir picando mientras conducía.
—No gracias, soy incapaz de comer pipas y hacer otra cosa a la vez... la edad.
Dejaron a la derecha la mole majestuosa del museo del Prado, cuyos cuadros más valiosos habían sido trasladados a Valencia, y siguieron hacia el parque del Retiro.
—¿Te han dicho en dónde puede estar Nin? —Ferrer retomó la conversación.
—Nadie lo sabe; bueno, al menos, no lo saben ni Ucedo ni sus hombres.
—Vamos... ¿y tú te lo crees?
Belmonte enseñó los dientes en una mueca que cada vez repetía más. Se suponía que era una sonrisa.
—A un par de ellos los tengo bien cogidos por los cojones... cosas del pasado; no se atreverían a mentirme. —Negaba con la cabeza—. Les he apretado un poco y me han confirmado punto por punto lo que me dijo Ucedo.
A Ferrer le preocupaba la actitud obsesiva de su compañero. Obcecarse sólo servía para perder la objetividad; era como mirar la realidad a través de unos prismáticos: uno se centraba en detalles concretos e ignoraba el panorama general.
—Lo peor es que no ha quedado constancia documental de los policías implicados en la operación y nadie suelta prenda —concluyó Belmonte—. Lo único seguro es que donde esté Nin, estará Emilio.
Pasaron frente al elegante hotel Gaylord's, en la no menos distinguida calle de Alcalá Zamora, la antigua Alfonso XII. Estaba bien custodiado pero, por su ubicación frente al Retiro, no ofrecía mayores problemas para una vigilancia. El parque brindaba mil lugares donde ocultarse.
Ya en su hotel, Ferrer dibujaba círculos en un mapa. Eran los lugares en los que los soviéticos disponían de pisos francos, según la lista de La Pedrera; después, señalaría las prisiones clandestinas de los comunistas, a partir de los datos facilitados por el hombre de García Oliver en Valencia.
—¿Has conseguido café? —preguntó Belmonte al entrar en la habitación.
—Nos lo subirá un botones; me ha costado un ojo de la cara.
—Los precios se han desbocado más que en Barcelona. —Dejó las llaves del automóvil en la mesilla. Había ido a llenar el depósito con unos vales para gasolina que consiguió en la Dirección General de Seguridad—. Un compañero de la Brigada me ha comentado que hace unos días cambió un traje por una docena de huevos.
—Es un disparate... uno más en este desatino general. —Ferrer se llevó las manos a los riñones y arqueó la espalda—. Estoy molido.
—Una ducha te sentará bien.
—Me la daré en cuanto sitúe los lugares en los que pueden esconder a Nin.
Belmonte se acercó a la cama y echó un vistazo al mapa, extendido en la colcha.
—Yo empezaría por la periferia; más allá del Manzanares, al oeste, y del paseo de Ronda, al este. Cuanto más lejos, mejor. —Puso el dedo en varios puntos—. A Nin lo conoce mucha gente y tenerlo en el centro de la ciudad es arriesgado.
Se alojaban en el Gran Vía, un hotel de precio medio. Hubiese sido un hospedaje sensacional si no fuera porque estaba frente a la Telefónica, el lugar más bombardeado de la capital. El edificio de la compañía era una verdadera provocación para los artilleros: un rascacielos enorme —el más alto de Madrid— y de un color blanco resplandeciente.
—¿Dónde has puesto las fotos? —Belmonte apartó un par de periódicos y algunos papeles que Ferrer había dejado sobre la mesilla.
—Están en mi portafolios. ¿Para qué las quieres?
—Me voy a acercar al Gaylord's, no sea que aparezca alguno de estos pájaros.
—A Emilio lo deben tener encerrado al lado de Nin. —Le dio la cartera—. Deberías descansar tres o cuatro horas, llevamos dos días sin pegar ojo. Si nos enfrentásemos a ellos estaríamos en clara inferioridad. —Ferrer siguió marcando el mapa—. Es domingo y hasta ellos necesitan alguna mañana libre.
No lo decía por decir. Los padres de las niñas habían coincidido en que el domingo sus interrogadores los dejaban en paz.
—¿Y si suena la flauta? —Belmonte observó de nuevo la jeta de Shájtinski—. Dudo que pueda dormir algo. Y puestos a perder el tiempo prefiero perderlo allí. Sentado en el automóvil también reposaré.
Además del retrato de Emilio, Ferrer consiguió del archivo de los Servicios la ampliación granulosa de una imagen de Orlov, el señor de las cloacas rusas, y un primer plano de Ernö Gerö, Pedro, el jefe de los agentes soviéticos, saliendo de La Pedrera.
—¿Crees que aparecerán estos dos? —preguntó Belmonte señalando a Orlov y a Pedro—. Me parecen demasiado importantes para mancharse las manos.
—De la tortura se ocupará Emilio. Ellos se limitarán a esperar a que Nin se derrumbe y confiese lo que sea que tenga que confesar. El que le dé la noticia a Stalin se garantizará la gratitud eterna del gran líder.
El botones llamó a la puerta. Belmonte abrió y recogió una bandeja con el desayuno: dos piezas de fruta, dos rebanadas de pan negro y una cafetera. Un lujo.
—Nos veremos en la entrada a las dos en punto para visitar los pisos francos. —El inspector empezó a servir el café—. Tenemos que evitar andar por ahí a la hora de la salida de los espectáculos, es la favorita de los que nos bombardean.
Entre la tarde del domingo y lo que llevaban de lunes habían allanado cinco pisos vacíos; un camastro sin sábanas y algunas latas de conserva fue todo el ajuar que encontraron en ellos. La economía rusa no se tambalearía por culpa de sus decoradores.
Tampoco hallaron rastros de ocupación reciente; claro que, tal y como les iban las cosas, los soviéticos no necesitaban esconderse.
—En la zona norte no nos queda nada más por ver. —Ferrer dobló el mapa y buscó el círculo más cercano al lugar en el que se encontraban—. ¿Probamos suerte en Puente de Vallecas?
Tomaron el paseo de Ronda, que bordeaba la ciudad por el este hasta coincidir en el sur con el paseo Blanco —un apéndice de la larguísima calle de Embajadores— y con el de la Chopera, parte final de la Ronda del Oeste. Aunque con tramos inconclusos, la Ronda rodeaba ya prácticamente todo Madrid.
Parte del recorrido discurría entre descampados en los que familias enteras recogían hierbas y plantas comestibles o, en el peor de los casos, raíces cuya ingesta no provocase diarreas o retortijones.
Mulos y borricos famélicos pacían junto a improvisados campamentos de refugiados procedentes de Extremadura, Andalucía y las comarcas de Castilla ocupadas por los rebeldes; eran campesinos que transportaban sus enseres a lomos de animales de carga. Una estampa de otra época para alguien criado en la gran ciudad.
—Es sobrecogedora la capacidad de resistencia de esta gente. —Ferrer saludó a un chiquilín que agitaba la mano cada vez que pasaba un vehículo; no debía tener más de tres años—. Lees sobre Madrid pero no te haces una idea de lo que supone vivir un año entero rodeado de enemigos y con la ciudad a reventar de civiles hambrientos.
—La chulería que nos atribuís a los madrileños ayuda lo suyo. —Belmonte redujo la velocidad para no estamparse contra una tartana—. Ayer me enteré de que han organizado un concurso de belleza para pelones.
—Rapados pero guapetones. —Ferrer soltó una carcajada.
Los piojos se habían convertido en una plaga y las autoridades municipales habían recomendado a la población que se cortase el pelo al rape para evitar la propagación de los bichos. Junto a pulgas y chinches, los piojos eran los compañeros inevitables de la guerra y de la miseria; los únicos que podían derrotar a la Revolución, llegó a decir Lenin.
—Hemos llegado. —Belmonte arrimó el auto a la acera. No había ningún otro.
Un grupo de niños se les acercó en cuanto bajaron. El inspector sacó un billete de cinco pesetas y lo alisó con mimo. Se lo dio al chaval que parecía el cabecilla de la partida.
—Si alguien quiere llevarse el coche, silbas —le dijo.
Por toda respuesta, el zagal se guardó el dinero y, con dos voces, distribuyó a sus compañeros alrededor del vehículo. Quien no se organiza es porque no quiere.
Era una casa de vecinos estrecha y de cuatro alturas. Destacaba entre dos casitas de una sola planta como un voluntario alemán entre soldados españoles. En uno de los lados del edificio se abrían cuatro balcones en los que, salvo en uno —el de los rusos—, sobresalían estructuras hechas de metal y cuerdas de las que colgaban sábanas y trapos húmedos.
Subieron hasta el tercer piso tomando mil precauciones.
Con la pistola en la mano se situaron en posición de combate, uno a cada lado de la solitaria puerta de aquel rellano. Ferrer pegó la oreja a la hoja de madera. Oyó ruidos, quejidos amortiguados por una puerta interior. Asintió.
Belmonte sacó una cartera con ganzúas y manipuló la cerradura.
Al entrar, el sonido se hizo más nítido. Gemidos. En segundo plano se distinguía el chirrido metálico y rítmico de un somier puesto a prueba por dos cuerpos.
La vivienda era minúscula y estaba casi tan vacía como las demás.
El jaleo procedía de la única habitación que disponía de puerta. Caminaron de puntillas por delante y entraron en el cuarto principal, al que se abrían el balcón y un excusado cuya intimidad protegía una cortina sucia; Belmonte la apartó, no había nadie.
En una mesa brillaban dos vasos y una botella. Ferrer la destapó y olió el contenido: orujo de ínfima calidad.
Volvieron sobre sus pasos.
Ferrer asió el pomo de la puerta y, con un movimiento brusco, la abrió de par en par. Belmonte entró como una exhalación apuntando hacia el frente. El detective le siguió con el revólver amartillado pero dirigido al suelo; aquello era muy pequeño y no quería herir al inspector por accidente.
Una mujer empezó a gritar.
La muchacha, cabello rubio platino y pubis negro azabache, sólo vestía unas medias de rejilla en las que había embutido los muslos rollizos. Cabalgaba sobre un hombre en lo que había sido una cópula salvaje. El tipo estaba tumbado boca arriba y, bajo el voluminoso corpachón de la valquiria, solamente se le veían las piernas flacas y la cabeza pelirroja.
En la mesilla había una pistola. Ferrer la tomó y descargó.
—Ten, guapa. —Belmonte recogió una bata del suelo y la dejó sobre la cama—. Vístete.
La chica descabalgó y, sin dejar de mirar las armas, empezó a vestirse. Lo hacía con la naturalidad de quien está acostumbrada a que los hombres la viesen en cueros.
El inspector registró los pantalones del fulano y sacó un billetero.
—¿Te ha pagado ya? —le preguntó a la chica.
La pobre fue incapaz de articular una palabra y negó con la cabeza. Belmonte sacó un generoso billete de diez pesetas, se lo dio y tiró la cartera a un rincón.
—Ahora lárgate. —Le mostró la identificación de policía—. No tengo ganas de detenerte, he venido a hablar con tu Romeo.
La chica salió deprisa y sin mirar atrás.
—Hola, Peñarroya —dijo Belmonte cuando oyó que se cerraba la puerta—. Tan lejos de Barcelona los dos y hemos tenido que coincidir en este tugurio. ¡Qué pequeño es el mundo!
Con un gesto, el inspector ordenó al policía pelirrojo que se sentara en el borde de la cama. Peñarroya quiso cubrirse los genitales pero el otro se lo impidió golpeándole la mano con el cañón de la pistola; luego, prolongando el movimiento, le rozó el pene con el metal frío.
La humillación sexual formaba parte del manual del interrogador implacable.
Ferrer no quiso intervenir, ni lo haría si la cosa no se salía de madre.
Ambos policías se conocían y eso era una ventaja para Belmonte, porque cazaría a su antiguo compañero cada vez que intentase tomarles el pelo.
—¿Dónde está Emilio? —empezó el inspector.
—No conozco a ningún Emilio —mintió el pelirrojo.
El brazo de Belmonte trazó un arco de abajo arriba a la velocidad de la luz. Alcanzó a Peñarroya en la cara y lo tumbó de lado sobre el colchón. El tipo se llevó la mano a la mejilla, la mira de la pistola se la había rajado.
—Me parece que no entiendes la situación, amigo mío. —Belmonte pegó su boca a la oreja del caído—. No te hago preguntas, te estoy exigiendo respuestas. Sé que viniste a Madrid con él, escoltando a Andrés Nin.
El inspector se irguió, se apoyó en la pared, a medio metro del lecho y esperó a que Peñarroya se incorporara.
—Mira estos papeles y dime si el apellido que está marcado es el tuyo. —Le dio la copia de la lista de policías españoles que consiguieron en La Pedrera; Peñarroya la leyó y palideció—. Tengo más hojas de ese estilo, sacadas de los archivos soviéticos; así que cada vez que me sueltes una trola, me daré cuenta y te atizaré. ¿De acuerdo?
El pelirrojo volvió a asentir. Unas gotas de sangre resbalaron desde el mentón a las piernas desnudas.
—Te repetiré la pregunta: ¿dónde está Emilio?
—No lo sé... ¡te lo jura! —Se protegió la cara con el antebrazo—. Viajamos juntos desde Barcelona; íbamos policías españoles y agentes rusos. Al llegar aquí nos presentamos en Gobernación, en la Puerta del Sol, entregamos a Nin a la Brigada Especial y yo me fui. Eso es todo... un simple traslado.
El inspector miró el techo y se echó el sombrero hacia atrás, descubriendo la frente. Sudaba. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un pañuelo y se secó el sudor.
Eran movimientos precisos, calculados para asustar cada vez más a su presa.
—Peñarroya, Peñarroya... me molesta tanto que me tomes por un idiota. —Voz lineal, casi inexpresiva—. Mira a tu alrededor.
Belmonte abrió los brazos en una pose teatral:
—Yo también he hecho traslados, amigo mío. ¿Te olvidas de que trabajé para la Brigada Especial? —Cogió una almohada sucia del suelo y se la enseñó—. Cuando viajábamos no nos alojábamos en pocilgas así, no señor; este es uno de los escondites de tus colegas rusos. Tu viaje no es de servicio, es un favor a tus amiguetes.
—Te juro que lo que te he dicho es verdad. ¡Pregúntaselo a los de la Brigada!
El inspector pareció pensárselo. Atusaba la almohada con ademán triste y distraído.
—¡Hijoputa! —chilló de repente.
Antes de que Ferrer se interpusiera o de que Peñarroya se defendiera, Belmonte cubrió la pistola con la almohada, para ahogar el estampido, y le voló la rodilla derecha al pelirrojo.
El tipo empezó a aullar de dolor, pero el inspector le cubrió la boca con el mismo cojín y lo tumbó sobre la cama echándosele encima con todo su peso.
Ferrer le lanzó una mirada de reproche. Belmonte ni se inmutó, su actitud era de una resolución ciega.
—Nos está tomando el pelo. —Formalmente se dirigía a Ferrer pero el destinatario era el policía caído—. Intenta torearnos desde el principio.
Peñarroya seguía debatiéndose.
—Escúchame porque sólo te lo diré una vez. —Belmonte apoyó la boca del cañón en los testículos—. O te callas o tendrás que joder a la gorda con un dedo.
La habitación apestaba a pólvora y a ropa chamuscada.
Belmonte fue aflojando la presa. El pelirrojo rabiaba de dolor pero no abrió la boca; se hizo sangre mordiéndose los labios para no gritar.
—Ahora vas a decirme la verdad o te reventaré los huevos y después la otra rodilla.
El inspector sonaba muy creíble.
—El jefe de la Brigada Especial no hubiese entregado directamente un preso español de esa categoría a los rusos, por muy bien que le caigan, que no lo sé. —Belmonte volvió a la carga—. Se juega el pescuezo si trasciende.
Ferrer se puso a su lado, por si lo tenía que frenar.
—Así que fuiste tú quien se hizo cargo de Nin y se lo devolvió a los soviéticos —concluyó el inspector—. Repito la pregunta por tercera vez: ¿dónde está Emilio?
—Está en Alcalá de Henares —gimoteó Peñarroya.
—¿En qué sitio? —insistió el inspector—. Alcalá es muy grande.
—No lo sé exactamente, los rusos no querían que lo supiera.
Belmonte envolvió, de nuevo, el arma con la almohada. Ferrer le agarró el brazo pero el inspector, ahora sí, le devolvió una mirada más serena e hizo como si se soltase violentamente. Comedia.
Peñarroya se encogió aún más; una mancha de orina se extendió por el colchón. Miedo en estado puro.
—Les oí comentarios sobre la casa de un piloto y de la marquesa. —El pelirrojo se había rendido—. Por lo que deduje, está en las afueras de Alcalá pero no conozco el lugar exacto.
Ferrer y Belmonte intercambiaron una mirada de complicidad.
El inspector soltó a Peñarroya y tiró la almohada. Esperó a que el herido le prestara atención:
—Yo que tú mantendría la boca cerrada sobre lo que ha pasado aquí —le aconsejó—. A tus amigos rusos no les gustará saber que te fuiste de la lengua; Emilio no me parece un tipo de los que perdonan debilidades así.
Cuando estaban a punto de salir, Ferrer notó un movimiento extraño en la cama. Se giró con el revólver en alto.
Belmonte fue más rápido. Disparó dos veces sobre Peñarroya y, a tan corta distancia, no falló.
El pelirrojo, un profesional del trabajo sucio al fin y al cabo, tenía escondida un arma de repuesto bajo el colchón. Era una pistola pequeña de las que se llevaban en el tobillo como último recurso. No fue un recurso efectivo, aunque sí resultó ser el último.
No había un alma en la calle. Los niños tomaron las de Villadiego a la que oyeron tiros. Notaron la presencia de mirones tras algunas ventanas pero nadie les salió al paso. Se subieron al automóvil y partieron en dirección a Alcalá de Henares. Casi podían tocar a Emilio.
—¡Mecagoensupadre! —Belmonte se palmeó la cara—. Me están acribillando.
Estaban junto a una charca para abrevar al ganado y los mosquitos se los comían vivos. Llevaban escondidos día y medio, aburridos como una ostra.
Aunque había anochecido, la luna iluminaba el paisaje y daba un aire espectral a la casa del piloto y de la marquesa.
Encontraron el chalet tras unas cuantas llamadas a amigos del inspector.
Al parecer, pertenecía a uno de los jefes de la aviación republicana —el piloto— y a su esposa, emparentada con la aristocracia madrileña —la marquesa—, ambos de filiación comunista y más que demostrada simpatía por Moscú.
El casón y los campos circundantes fueron usados como acuartelamiento de blindados durante los momentos más duros de la batalla por Madrid, en otoño e invierno. Ahora, les dijeron, tenía triste fama como centro de detención en manos de comunistas; un lugar del que los alcalaínos preferían no hablar mucho y saber aún menos, por lo que pudiera ser.
—Pásame los prismáticos —pidió Ferrer.
Belmonte se los descolgó del cuello y se los dio.
El detective volvió a revisar las paredes y el tejado de la casa; tras tantas horas de espera conocían hasta la última grieta.
Se habían ocultado en unos matorrales altos y espesos, al pie de una loma que les permitió camuflar el automóvil. Si se agachaban, podían ir y venir del coche al escondrijo, y viceversa, sin que los vieran los centinelas. A lo lejos se oía el retumbar de la artillería.
—No se mueve nada desde hace horas. —El inspector se había ocupado de la última guardia de la tarde; Ferrer tomaría el relevo durante la noche.
—¿Y los centinelas?
—Siguen igual de aburridos. Se han pasado horas charlando y fumando a la sombra. —Belmonte se había quedado sin cigarrillos y se le notaba la envidia—. A los cabrones de los rusos nunca les falta el tabaco.
—¿Ha salido alguien?
—No, desde ayer no se ha asomado nadie.
El día anterior, a las nueve y media de la noche, salieron dos sujetos de la casa para no regresar hasta la mañana siguiente. Uno de ellos era Orlov, aunque ni Ferrer ni Belmonte lo jurarían ante un tribunal porque la oscuridad, a la ida, y el sombrero, a la vuelta, les impidieron verle bien la cara.
Eso fue todo.
—Ve a descansar, conviene que repongas fuerzas. —Ferrer se acomodó en un hueco que habían acondicionado con unas mantas de viaje—. He dejado pan y un botijo con agua en la parte delantera.
—Gracias. —Le palmeó la espalda y se fue a dormir en los asientos traseros del automóvil.
La persecución, con sus dosis de insomnio, tensión y cansancio físico, empezaba a pasarles factura. Todas sus esperanzas estaban depositadas en que Emilio estuviera en la casa; lástima que no tuvieran forma de saberlo, a menos que el asesino saliera a tomar el aire o que ellos entraran a las bravas y se expusieran a un tiroteo con agentes rusos entrenados para acciones como aquélla. Mala cosa, la verdad.
El conductor debió de salir por una puerta trasera porque Ferrer no lo vio hasta que puso en marcha uno de los automóviles que guardaban en el cobertizo.
En el silencio del campo fue como si hubiese estallado una traca.
—¿Qué pasa? —Belmonte apareció alarmado.
—No lo sé, alguien se va.
—¿A estas horas? —Eran las cuatro de la madrugada.
Los faros del coche apenas iluminaban el portal de la casa; estaban cubiertos por unas tapas protectoras antiaéreas que dejaban pasar poca luz a través de unas rendijas. La luna, sin embargo, les permitía seguir cuanto sucedía en el patio.
—¿Qué es lo que cargan aquellos fulanos? —preguntó Belmonte.
Ferrer ajustó el foco de los binoculares pero la luz de la luna era insuficiente para ver los detalles.
—Parece un cuerpo —el corazón se le detuvo cuando pensó en Nin.
Cuatro individuos arrastraban un bulto pesado envuelto en un saco o en una alfombra. El conductor abrió el portaequipajes y, no sin esfuerzo, lanzaron el fardo dentro. Tuvieron que apretarlo y darle algunos golpes para que cupiera bien y se pudiera volver a cerrar la portezuela.
Dos de los hombres se subieron al vehículo; los otros dos corrieron hacia el cobertizo.
—Van a usar los dos coches. —Ferrer dirigió los prismáticos hacia el segundo automóvil—. Hay otro tipo más y uno de los centinelas.
—Están cogiendo algo.
—Diría que son herramientas. —El conductor encendió los faros—. Picos y palas, hay un montón; imagino que es una gentileza de la antigua unidad de blindados. ¡Van a enterrar el cuerpo!
—¿Has visto a Emilio?
—No, no se les distinguían los rasgos; no paraban de moverse y estaba demasiado oscuro.
Belmonte accionó la corredera de su pistola y comprobó que llevaba balas de repuesto.
—Pues vamos a cerciorarnos —dijo con dureza—. Si nos mantenemos a cubierto los sorprenderemos.
Ferrer le puso la mano al hombro para evitar que se levantara.
—¿Estás loco? Son seis agentes y dos guardias... y disponen de armas largas. No podríamos con ellos ni pillándolos a traición. —El detective bajo el tono voz—. ¿Y qué pasa si hay alguien más en la casa?
Mientras Belmonte rumiaba la respuesta, los dos vehículos arrancaron y se perdieron en la oscuridad.
—¡Mierda! —El inspector pegó un puñetazo en el suelo—. Ahora ya es tarde.
La puerta del chalet se había quedado abierta. Salía luz aunque no se apreciaba movimiento alguno, ni dentro ni fuera.
—Se ha quedado uno de los centinelas, como mínimo —apuntó Ferrer—. Comprobemos si está solo.
Amparados en la noche, bajaron de la loma y rodearon la casa hasta la parte trasera.
Había una camioneta aparcada. Belmonte sacó la navaja y le pinchó las ruedas.
—Si está Emilio, no quiero que se dé el piro con este cacharro —se explicó.
Ferrer se acercó a una ventana y espió el interior.
—No se ve un alma; tenemos que localizar e inmovilizar al vigilante —dijo en voz baja—. Hay que entrar antes de que vuelvan los sepultureros.
El guardia, sin embargo, se lo puso fácil. Sacó de la casa una bolsa grande, que dejó en el cobertizo, y cerró la puerta principal. Después, se montó en su bicicleta y se alejó dando pedales.
Olía a tabaco rancio y a fritanga; un grupo de hombres había permanecido encerrado allí durante días y la nariz lo apreciaba.
Sin intercambiar una palabra, Ferrer y Belmonte fueron cubriéndose mutuamente y registrando todas las dependencias de la casa. No podían estar seguros de que no hubiese alguien durmiendo.
La casa estaba vacía.
Belmonte soltó una maldición y encendió una lámpara de petróleo. Iluminaba bastante más que las linternas.
Habían dejado para el final la puerta del sótano.
Descendieron las escaleras con cuidado. Conforme bajaban, un fuerte olor a lejía iba haciéndose más penetrante.
El último escalón se fundía con el suelo del pasillo, no muy alto y estrecho, que conducía hasta una antigua bodega o despensa vacía.
Era una habitación grande y cuadrada, de paredes forradas con ladrillos de aspecto basto. El suelo de baldosas rústicas se inclinaba hacia un sumidero. La habían limpiado a fondo; aún había manchas de humedad y el aire era casi irrespirable por los vapores del desinfectante.
Una silla de madera maciza atornillada al suelo ocupaba el centro de la sala; en una de las paredes se apoyaban un somier de muelles y un brasero.
—Mira. —Belmonte dejó la lámpara junto al somier—. Lo han convertido en una parrilla.
El inspector sostuvo unos cables eléctricos que estaban conectados a la base de la estructura metálica.
—Y me temo que el brasero no lo han usado para calentar la habitación. —Ferrer se apoyó en el respaldo de la silla y pasó el índice bajo el asiento; lo sacó manchado de hollín—. A los desgraciados que hayan atado aquí los han asado.
—Esos hijos de puta han montado su propia versión del infierno.
—Ven, acércame la lámpara. —Fue hacia el sumidero—. Déjame tu navaja, por favor.
Ambos se agacharon junto a la rejilla. Con el cuchillo, Ferrer removió el borde hasta que la pudo sacar. El agua estancada en el fondo del tubo del desagüe era de un color rojizo, sangre diluida.
—Parece que han limpiado el suelo baldeando agua. —Belmonte buscó un buen ángulo de visión—. Inclina la luz. —Metió la mano en el agujero—. Mira.
De la punta de los dedos le colgaba una tira húmeda. Tragó saliva:
—Es piel humana.
El cobertizo, una antigua cuadra, se había convertido en garaje y trastero. No contenía nada de interés: viejos aperos de labranza, una caldera estropeada y polvo, mucho polvo.
Ferrer buscó la bolsa que el guardia había dejado allí antes de abandonar la casa. La abrió y tuvo que alejarse unos metros porque apestaba a vómito y a heces. Con un palo fue sacando trapos húmedos; debajo, aparecieron varias toallas empapadas de sangre. De una de ellas cayó un objeto, unas gafas rotas de montura redonda. Las había visto docenas de veces en fotografías y, en un par de ocasiones, en persona. Eran de Andrés Nin.