IV. La leyenda del beso
Le amoscaba el silencio oficial. Seguía sin entender el hermetismo de las autoridades y la falta de información sobre los crímenes. Salvo por las incendiarias octavillas del padre de Agustina, era un misterio cómo se había conseguido tapar la violación y el asesinato de dos niñas en quince días.
Más aún: ¿por qué ocultar la noticia?
De existir una respuesta, estaba en la Comisaría General de Orden Público. Sin su consentimiento era imposible echar tierra sobre una cuestión tan escabrosa. Dada la escasa disposición de la policía a colaborar, Ferrer decidió tomar la iniciativa.
Al mediodía, se dejó caer por el edificio de la Telefónica.
—Caramba, jefe, le vemos más que a algunos trabajadores del centro —exclamó uno de los técnicos de los Servicios.
—He quedado con una persona por aquí cerca y he aprovechado para venir.
Ferrer puso la mano en la espalda del agente responsable del equipo y se lo llevó hacia un rincón.
—Tengo un encargo especial para usted. —Se explicó—. Necesito que pinche de la forma más discreta los teléfonos personales del comisario general de Orden Público y del comisario jefe de la Brigada de Investigación Criminal.
El tipo silbó por lo bajinis.
—Siempre hay moscones rondando por aquí —dijo el hombre—. Tendré que hacerlo a escondidas y no será fácil.
—Si tiene que untar a alguien, hágalo. —Con autorización de Marcelo de Argila, Ferrer disponía de un fondo para gastos—. Por lo demás, confío plenamente en usted.
—Se lo agradezco. —El rubor le pintó las mejillas—. Me pongo manos a la obra.
De haber intervenido aquellos teléfonos unas días antes —y escuchado las conversaciones del comisario general Eusebio Rodríguez Salas, el Manco—, quizá hubiesen evitado uno de los episodios más controvertidos de la guerra, un incidente que iba a cambiar el curso de la historia en la España republicana.
El barril de pólvora estaba a punto de explotar.
Era lunes, 3 de mayo de 1937.
Es paradójico que la humanidad evolucione en sus formas externas pero mantenga intactos muchos de los resortes internos desde hace siglos.
El corto paseo que llevó a Ferrer desde la Telefónica hasta los Almacenes Jorba, en Puerta del Ángel, se parecía mucho a los que, hacía casi dos mil años, describió el poeta romano Ovidio en el Arte de amar: tenderos ansiosos, mujeres en busca de gangas y parejas de compras por la Vía Apia.
—¿Y esa sonrisa? —preguntó Regina.
—Recordaba unos versos de Ovidio sobre ir de tiendas. Se me quedaron grabados de las lecturas en latín.
—Yo apenas sí recuerdo alguna cosa; a la que me sacas del Ave Maria, gratia plena, me pierdo. —Estaba comparando dos vestidos de colores diferentes—. ¿Cuál te gusta más?
—Tendría que vértelos puestos; coge los dos y pruébatelos.
Los almacenes estaban muy concurridos, era la primera jornada de venta de los modelos de la nueva temporada y se notaba. Regina, con buena parte de su vestuario en San Sebastián, necesitaba poner al día su armario.
Luego tomarían un refrigerio en la terraza, al pie de la cúpula que coronaba la fachada neoclásica. En un radio de quinientos metros había media docena de aquellos gigantes comerciales y la lucha por captar clientes era despiadada; unos ofrecían servicio de restaurante y otros programaban cine, conciertos o emisiones de radio susceptibles de atraer compradores.
—¿Te has pasado ya por la Telefónica? —Regina estaba al tanto de los planes de Ferrer aquel mediodía.
—Sí. Fue allí donde me acordé de Ovidio: «Se hace ligera la carga que se sabe llevar bien». Es una de las sentencias favoritas de Marcelo de Argila, la grabó en una placa que cuelga en una de nuestras salas de reuniones.
—Suena a cita religiosa.
—Algo de eso hay. De Argila es masón y Ovidio es uno de sus autores de cabecera.
—¿Ha movido sus influencias para buscar apoyo en la policía? Los masones suelen ayudarse entre ellos.
—Tiene algunos hermanos en la Comisaría General, pero ninguno en la Brigada de Investigación Criminal; por lo que pueda ser, ya los ha puesto sobre aviso.
Una dependienta se les acercó y se hizo cargo de las prendas que habían escogido.
—¿Y aquel amigo tuyo del Laboratorio Criminalístico? —preguntó Regina.
—¿López de Sagredo?
Ella asintió.
—Si en unos días no obtengo resultados, le haré una visita. Ahora es el director y anda con pies de plomo: un profesional rodeado de políticos, mala cosa para ir haciendo favores.
Fueron hacia los probadores.
—Esta mañana a primera hora he hablado con los criptógrafos de la Casa Sedó —dijo Ferrer—. Han avanzado mucho.
Aunque no lo demostrara, los nervios de Regina iban a más con el paso de los días; hasta tenía pesadillas por culpa del libro de claves.
—¿Te han dicho cuándo acabarán el trabajo? Cualquier noche de estas Queipo se descolgará con el mensaje secreto y me tocará correr.
—Les he metido prisa pero no pueden cometer errores. —Ferrer trató de infundirle confianza—. Saben lo importante que es tenerlo listo cuanto antes.
—Estos días se me están haciendo eternos.
El detective tenía una réplica preparada pero no pudo usarla, le interrumpió un griterío que llegaba desde el exterior. Después, sonó una ráfaga de ametralladora.
En la calle, nadie parecía saber nada.
—¡Es en la Telefónica! —gritó un hombre mayor—. ¡Se han liado a tiros!
El tipo boqueaba en busca de aire; había bajado corriendo con su esposa desde la plaza. Ambos estaban muy asustados.
—Parece que los anarquistas han asaltado el edificio y están luchando con los guardias —añadió otro de los huidos; luego se supo que fue al revés.
Vehículos policiales y camionetas con guardias armados hasta los dientes bloquearon los accesos a la zona de combate.
—Vayámonos. —Ferrer entró en los almacenes e informó a Regina de lo poco que había averiguado—. La cosa va en serio.
La circulación estaba paralizada.
Corrieron hacia las Ramblas y bajaron hasta la calle del Carmen para buscar la Ronda de San Pablo y alejarse de la refriega. Se formaron grupos de personas que tuvieron la misma idea y trotaban pegados a las paredes de los edificios.
Frente a la iglesia de Belén, unos jóvenes libertarios les gritaron para que se alejaran del templo e, inesperadamente, empezaron a disparar contra los muros ennegrecidos. Sospechaban que había un francotirador en el interior.
Nadie respondió al fuego.
Ferrer aguardó a que acabara la lluvia de balas y atravesó el paseo a la carrera mientras protegía a Regina con el cuerpo. Dos matrimonios mayores les pisaban los talones al comprobar que el detective sabía moverse por aquel pandemónium.
En Ronda de San Pablo la situación era todavía normal.
Se habían formado corrillos en los que se comentaba lo que iba conociéndose del incidente. Ferrer pensó en su equipo de la Telefónica y confió en que hubiese sido capaz de ponerse a cubierto y no se mezclara en la trifulca.
Tomaron el tranvía para llegar a casa cuanto antes. Los transportes públicos no tardarían en verse afectados también por la lucha.
Conforme se acercaban a la Universidad observaron que los tenderos bajaban las persianas de sus negocios. Curtidos en mil batallas urbanas, los comerciantes barceloneses tenían un olfato especial para oler los líos gordos y rara vez se equivocaban. Experiencia se llamaba esa figura.
Pocas horas después, Barcelona estaba patas arriba y se combatía con una saña propia de la guerra contra los fascistas. El control del edificio de la Telefónica fue una excusa para dar rienda suelta a los rencores acumulados.
En un bando se aliaron socialistas, comunistas, catalanistas, sindicalistas de la UGT y las fuerzas gubernamentales; en el otro, anarquistas, la gente del POUM y sindicalistas de la CNT.
No se daba cuartel. La locura y la muerte se habían adueñado de las calles.
El martes, día 4, Juan García Oliver, líder anarquista y ministro de Justicia, viajaba en avión a Barcelona para intentar calmar los ánimos de su gente; dirigentes socialistas harían lo propio con los suyos.
Los llamamientos previos a la cordura habían caído en saco roto.
Sin embargo, un asunto secundario, la protección del ministro desde el aeropuerto hasta la Casa CNT, se convirtió en un escollo para alcanzar el acuerdo. La policía no permitiría que una caravana de anarquistas armados desfilara por la ciudad y en la CNT no se fiaban de una escolta formada por elementos de las fuerzas de seguridad.
Tal para cual.
Tras horas de discusión, alguien propuso a Ferrer: pertenecía a un organismo oficial y contaba con el beneplácito de García Oliver. Una combinación perfecta y única. Y un embrollo formidable para él, también.
—No lleva insignia ni Dios. —Con la mano izquierda, Lorenzo señaló a los escasos peatones que desafiaban el peligro, con la derecha sujetaba el volante, camino del aeródromo—. Nadie se juega el cuello por una tontería.
Tras el asalto a la Telefónica, las insignias de partidos y sindicatos desaparecieron de la indumentaria de retaguardia. Durante meses —para evitarse disgustos con los incontrolados—, casi todo hijo de vecino lució brazaletes, estrellas rojas y escarapelas con los retratos de Stalin o Bakunin, según con quien se jugara los cuartos. Ahora, con la ciudad transformada en un campo de batalla, la cosa había cambiado.
—En una calle te das de bruces con una barricada anarquista y al girar la esquina te esperan los comunistas —apuntó, desde el asiento trasero, un agente veterano que Ferrer había reclutado para la misión—. Tendrías que cambiarte de insignia cada cuatro pasos.
—Hablando de cambios, recordad el orden en el que llevamos las identificaciones —advirtió el detective. Por el espejo controló que los siguiera un segundo coche con otros dos agentes—. No quiero que nos tiroteen por enseñar el carné equivocado.
—No te preocupes, hemos ensayado. —El veterano, un antiguo policía, se palpó la chaqueta—. En el bolsillo derecho el de la CNT, en el izquierdo el de la UGT y en el pantalón, el de los Servicios.
—Por la cuenta que nos trae sacaremos el que toque en cada ocasión. —Lorenzo acarició la pistola que se había colocado entre las piernas; era tanta la tensión, que nadie había hecho el chiste obvio—. Por cierto, ¿y Regina? ¿Sigue en tu casa?
—No, ha vuelto a la de sus padres; la mía está en medio del fregado. —Ferrer estiró las piernas—. Hemos aprovechado la pausa de las siete para la mudanza.
Al alejarse del centro, los disparos sonaban más distantes y aumentaba la sensación de seguridad. Además, sabían por la policía que la carretera hasta El Prat estaba despejada. Cuando se detuvieron en el control de salida, y para no liarla en el último momento, Ferrer y su gente dieron los carnés a los centinelas con el mimo con el que un sacerdote entregaría la hostia a su obispo.
—Habéis asumido muchos riesgos al viajar juntos —le riñó Ferrer en el coche.
García Oliver había aterrizado en compañía de Mariano Vázquez, el secretario del Comité Nacional de la CNT, que iba en el otro automóvil.
—Con una simple bomba en la bodega —continuó el detective—, vuestros enemigos hubieran matado dos pájaros de un tiro.
—Acepto la reprimenda, no pensé en ello —admitió el ministro—. De todos modos, hemos volado con un seguro de vida: nos acompañaban dos gerifaltes de la UGT.
Ferrer lo había encontrado envejecido; la salud era el peaje que García Oliver estaba pagando para transitar por el poder. Tenía treinta y seis años, era de estatura media y resultaba atractivo en conjunto pese a que sus rasgos por separado no lo eran. En su cara, de gran fuerza, resaltaban la mandíbula poderosa, partida por un hoyuelo, y los ojos oscuros e inteligentes.
—¿Qué sabes de Camillo Berneri, Toni?
—No he vuelto a verle desde mi visita el Primero de Mayo. Anoche intenté acercarme a su casa, pero tuve que renunciar, las ametralladoras barrían la calle.
—Poco antes de que estallara todo, le envié un mensaje personal para que se marchara a un barrio seguro, pero no quiso abrirle la puerta al motorista. ¡Es un cabezota y un suicida!
—Está convencido de que entre sus compatriotas se encuentra a salvo.
—¡Sanjoderse! —resumió el ministro.
Muertos en combate, en 1936, sus viejos compañeros de clandestinidad Durruti y Ascaso, García Oliver se convirtió en el hombre fuerte del anarquismo español. Había pasado de alentar la violencia y la toma del poder por las armas a integrarse en el gobierno de la República, un tránsito que muchos de sus correligionarios no le perdonarían nunca.
—¿Te enseñó los documentos que guarda?
—No se fiaba de mí —respondió Ferrer—. Me dio largas con un cuento sobre algo que estaba esperando de Francia.
—No es un cuento, necesita unos documentos para completar su investigación. Unos compañeros de Roma se jugaron el cuello para sacar material secreto del gobierno de Mussolini y enviárselo a través de exiliados italianos en Francia.
—¿Qué espera conseguir?
—Cree que pondremos en evidencia a Italia ante el resto de potencias europeas y empujaremos a ingleses y franceses a implicarse en la guerra a nuestro favor. —Inspiró profundamente—. Lo cual también desagrada a los soviéticos, que son quienes se están aprovechando de nuestro aislamiento, se forran a nuestra costa y cada vez mandan más.
—Espero que Berneri sea prudente y se esconda hasta que pase lo peor de la lucha. No podéis enviarle ayuda, vive rodeado de barricadas comunistas.
—Ha abierto demasiados frentes y se ha granjeado muchos enemigos, es el precio de ser íntegro y un tanto temerario. —García Oliver meneó la cabeza con disgusto—. Lo peor es que con su actitud testaruda nos está provocando problemas peliagudos.
—Si no te conociera diría que intentas ocultarme algo.
El ministro no respondió de inmediato. Miró por la ventanilla y pareció concentrarse en el horizonte urbano. Columnas de un humo muy negro ascendían desde distintos puntos de la ciudad.
—Tenemos informadores en otras fuerzas políticas y gobiernos, aquí y en el extranjero. —Miró a Ferrer, para quien eso no era ninguna novedad—. Sabemos que los rusos enviaron un grupo de verdugos a Barcelona hace tres meses. No conocemos sus objetivos; quizá vayan tras Berneri. Es una posibilidad. Si le siguen o controlan su casa, te habrán visto. Vigila tu espalda.
—Lo haré... aún más; ya rozo la paranoia.
La voz de Lorenzo —puros nervios— los devolvió al presente:
—Ahí está la primera barricada. No sé de quién es, no tiene bandera.
Ferrer tomó su revólver y le quitó el seguro; el veterano —sentado delante— armó un Thompson, el fusil ametrallador que manejaba Paul Muni en Scarface.
—Son los míos —los tranquilizó García Oliver—, gente del Ramo del Agua.
Cuando el vehículo se detuvo, el ministro saltó a tierra:
—Conozco al que nos da el alto —aseguró.
Saludó efusivamente a alguno de los combatientes y charló durante unos instantes con el que tenía el mando. Luego, muy serio, llamó a Ferrer:
—El compañero Ricard dice que es imposible llegar en automóvil hasta el centro.
—Nosotros hemos atravesado la ciudad sin problemas no hará ni dos horas —se extrañó el detective.
—La situación empeora cada cinco minutos; han salido blindados que disparan contra todo lo que lleva ruedas. —Ricard señaló el teléfono que habían sacado de una taberna; a pesar de la que se había montado, las líneas funcionaban—. En la Casa CNT sabían que pasaríais por aquí y nos llamaron para que os avisáramos: no quieren que os juguéis el cuello.
Invirtieron dos horas largas en llegar a pie a la sede de los anarquistas. En un día normal, el paseo llevaba poco más de treinta minutos.
Divididos en dos grupos avanzaron de portal en portal y de árbol en árbol —¡Dios tenga en su gloria a quien llenó la ciudad de plátanos!— por las calles menos transitadas.
Ferrer y el veterano de la policía se hicieron cargo de la seguridad de García Oliver, la otra pareja de agentes protegió a Mariano Vázquez. Los dos tríos progresaron por aceras opuestas para cubrirse mutuamente. Lorenzo se había quedado en la barricada con los dos automóviles.
Les tirotearon un par de veces sin mayores consecuencias y sólo vivieron momentos de zozobra cuando una unidad de asalto los detuvo. Los guardias estaban muy excitados porque unos civiles habían volado con granadas tres coches patrulla de la policía con sus dotaciones dentro. Reconocieron al ministro y quisieron retenerle. La labia de García Oliver y la firmeza de Ferrer los disuadieron; al final, incluso se ofrecieron para escoltarles en la zona controlada por las fuerzas gubernamentales.
—Gracias por tu ayuda, Toni; te has expuesto mucho. —Ya en la Casa CNT, el ministro lo llevó a un rincón del hall—. Sin ti y tu gente no hubiéramos llegado nunca.
—No diré que haya sido un placer, pero daré por bueno el riesgo si ayuda a detener esta vorágine homicida.
La tensión se palpaba. La puerta del edificio —durante años propiedad de la patronal catalana— estaba protegida por sacos terreros y ametralladoras pesadas. De vez en cuando, desde el otro lado de la Vía Durruti les disparaban con más ruido que efectividad.
—Quiero que oigas parte del discurso que traigo preparado para leer en la radio. —García Oliver llevaba unas cuartillas manuscritas en el bolsillo.
En voz baja hizo una lectura pausada de varios párrafos, como si estuviera ante un micrófono. Levantó un dedo cuando llegó el momento más importante:
—Declaro que los guardias que hoy han muerto, para mí son hermanos: me inclino ante ellos y los beso. —Alzó la vista para observar la reacción de Ferrer—. Los antifascistas que han muerto, los anarquistas que han muerto, para mí son hermanos: me inclino ante ellos y los beso.
Se calló.
—¿Y bien? —preguntó tras la pausa dramática—. ¿Qué te parece?
—En su conjunto me gusta —empezó Ferrer—, pero esta parte de los besos es... algo forzada, demasiado melodramática.
—¿Melodramática? —el ministro se quedó pasmado—. ¿Qué quieres decir con melodramática?
—La cosa no está como para besar a tus enemigos, no se lo creerá nadie. —Ferrer no quería resultar ofensivo—. Esta matanza lleva meses gestándose y todas las fuerzas políticas y sindicales sois culpables de la escalada de violencia.
—Tenemos que decir basta y tender la mano si queremos ganar la guerra. Lo de besar el cuerpo sin vida de tu rival caído me parece una buena metáfora.
—Tú eres el experto en discursos. —Ferrer no iba a enredarse en un combate dialéctico contra un maestro en la materia—. Recuerda que te enfrentas a genios en el arte de engañar; el comisario Rodríguez Salas ordenó el ataque a la Telefónica y os echaron la culpa a vosotros.
—El pobre diablo ha perdido el oremus desde que el italiano aquel intentó volarle el trasero. —García Oliver devolvió las cuartillas al bolsillo de la chaqueta.
Precedidos por una lluvia de balas, entraron media docena de hombres armados que juraban contra el santoral cristiano completo y la mitad comunista del martirologio revolucionario.
En medio de ellos, Ferrer reconoció el rostro anguloso y las gafas redondas de Diego Abad de Santillán, uno de los escasos intelectuales anarquistas españoles.
—Ya estamos todos. —No había aprecio en la mirada que García Oliver lanzó al recién llegado—. Enseguida va a empezar la reunión del Comité Regional; veremos si sirve para algo.
Durante la tarde y la noche de aquel martes, líderes de todas las formaciones políticas se dirigieron por radio a sus militantes para que depusieran las armas. Salvo por un breve alto el fuego a la mañana siguiente, fue un fiasco. García Oliver leyó un emotivo discurso; sus enemigos lo titularon jocosamente La leyenda del beso.
Todos los cristales de la Casa Sedó vibraron. El ruido del motor del avión ahogó los demás sonidos.
—¡Ahí viene otro! —dijo el centinela mientras miraba al cielo a través de la ventana de la cocina—. Es el quinto que pasa en vuelo rasante.
—Intentan intimidar a los blindados y meter miedo en las barricadas —comentó Ferrer—. Aunque les debe resultar difícil distinguir de qué bando es cada cual aquí abajo.
—En algunas barricadas han dibujado banderas en el suelo, para que se vean bien desde el aire. —El guardia estaba llenando una calabaza con agua para llevársela al jardín—. Les habrán dado consejos para no recibir un bombazo por error.
—Seguramente. —Retiró un cazo del fuego y preparó dos tazas de achicoria—. Desde luego, el gobierno de Valencia no va de farol; en Binéfar la aviación ha ametrallado a una columna del POUM para que no siguiera en dirección a Barcelona.
—Una guerra civil en la guerra civil... ¡hay que joderse! Puestos, podríamos ponerles una alfombra a los fascistas, para que entren con mayor comodidad.
Todavía con una medio sonrisa amarga en la cara, por el comentario del centinela, Ferrer dejó una taza sobre la mesa de su secretaria.
—¡Oh, muchas gracias! —Se sorprendió Irene—. No debió molestarse.
—No ha sido ninguna molestia. —Se dirigió a su despacho y se giró en el umbral—. Debería usted volver a casa; lleva aquí dos días seguidos. Puedo pedirle a Lorenzo que le acompañe en coche.
—Se lo agradezco, pero no sabría qué hacer allí, mas que aburrirme o ponerme mala escuchando la radio. —Irene era soltera y vivía sola tras la muerte de su madre hacía un par de años—. Aquí, al menos, soy útil.
—En esto último tiene toda la razón.
Ferrer se sentó y levantó el teléfono en una comprobación rutinaria de que seguían sin comunicación exterior; no sabía si se trataba de un corte general o si alguna bomba había afectado sus líneas. Quería tranquilizar a Regina y saber qué tal le iba.
Era jueves y, como la mayor parte del personal de los Servicios, estaba encerrado desde el martes. Los combates se habían endurecido en una secuencia en la que a la violencia le sucedía una calma que sólo servía para que los contendientes lamiesen sus heridas y contaran los cadáveres.
Entretanto, habían caído dos víctimas ilustres: el comunista Sesé, cuando iba a tomar posesión como conseller de la Generalitat, y Domingo Ascaso, el segundo de los célebres hermanos anarquistas que caía en un combate callejero.
—¿Cree usted que los ingleses nos atacarán? —Irene estaba en la puerta.
—No, en absoluto.
Un destructor británico había anclado frente a la costa y circulaban rumores malintencionados sobre la posibilidad de que disparase contra Barcelona si los anarquistas y sus aliados se hacían con el control de la ciudad.
—Han venido por si es necesario evacuar a la colonia extranjera —la tranquilizó Ferrer—. Hay muchos médicos, enfermeras, periodistas y voluntarios ingleses.
La mujer prosiguió con sus dudas:
—Uno de los chicos de la emisora me ha dicho, también, que el gobierno de Valencia ha enviado dos barcos de guerra y miles de guardias de asalto.
—Eso sí es verdad; los destructores ya están en el puerto y los guardias llegarán mañana. A esta estúpida guerra le quedan horas de vida, aunque los más fanáticos no quieran verlo. —Suspiró—. Mucho me temo que la represión será terrible.
Irene iba a decir algo más, pero se calló y volvió a su escritorio.
La causa del brusco mutis apareció dos segundos después:
—Hola, Toni. —De Argila se asomó al despacho, sin llegar a entrar—. ¿Me puede acompañar?
Si la cara era el espejo del alma, pensó Ferrer, el espíritu de Marcelo de Argila estaba herido de muerte.
—Tome, lea esto. —De Argila le entregó un telegrama—. Me lo ha enviado un amigo desde Valencia.
Un amigo muy bien situado: el texto llevaba la firma del gabinete de la jefatura del gobierno.
—¿Lo ha confirmado? —A Ferrer se le había atravesado un nudo en la garganta.
—He hablado con el presidente Companys; ha mareado la perdiz un rato pero ha reconocido que es verdad. —Estaba hundido—. Hoy se anunciará de forma oficial.
Eran seis palabras. Seis cargas explosivas que dinamitaban el statu quo de la política republicana desde el golpe de julio del 36.
—¿Pueden hacerlo? —preguntó Ferrer.
—Van a hacerlo, qué más da si pueden o no.
—Retirarle a la Generalitat sus competencias en defensa y gobernación es muy grave, si no hay un respaldo legal.
De Argila se encogió de hombros.
—La legalidad es maleable en estos tiempos—dijo—. Quien tiene la fuerza la moldea a su gusto.
—¿Qué pasa con nosotros? —se interesó Ferrer—. ¿Qué harán con los Servicios?
—No lo sé. Somos un organismo independiente nacido de la voluntad de varios poderes, entre los que estaba la Generalitat. Punto. —Tomó el telegrama por un lado y le prendió fuego con el mechero de sobremesa. Dejó que las cenizas cayeran en un cenicero—. Por tanto, no creo que, de momento, la medida nos afecte.
—Vamos, Marcelo, no juegue conmigo —protestó—. Se está callando algo.
El director le lanzó una mirada amistosa y se puso en pie. Fue hacia una cajonera sobre la que descansaban varias fotografías. Tomó la de un niño, su hijo, y la miró con ternura. De Argila rara vez hablaba de su vida privada; Ferrer conoció a su madre por casualidad, cuando coincidieron en un restaurante. Leonor, una dama italiana encantadora.
—Tenemos los días contados, Toni. —Devolvió la fotografía a su lugar—. Mi amigo de Valencia me aseguró que el gobierno lleva meses trabajando en un nuevo servicio de información. Y nos absorberá, por lo civil o por lo militar.
—Podemos ofrecerles nuestra colaboración y experiencia a cambio de que se respete nuestra independencia. Hasta el momento no hemos dado motivos de queja.
—El nuevo servicio nacerá con el beneplácito y el asesoramiento de los rusos. —Se apoyó en el mueble—. Y, para ellos, encarnamos el peor de los pecados: vamos por libre.
Ferrer removió con un dedo las cenizas del telegrama.
—Tenemos una especial habilidad para ir haciendo enemigos —dijo.
—La FAI y el POUM nos ven un instrumento del estado burgués. —De Argila empezó a contar adversarios—. Los catalanistas no nos consideran lo bastante nacionalistas; para Valencia, somos muy independientes; los comunistas y socialistas recelan de quien no controlan y somos la mosca cojonera de los servicios secretos italianos y soviéticos.
—¡Menuda nómina!
—Y se están envalentonando. —Se sentó de nuevo. No había dramatismo en su actitud—. Alguien me ha puesto ya en su punto de mira.
El detective enmudeció.
—Aunque al principio pensé que eran simples accidentes, usted me enseñó a desconfiar de las casualidades. —El director parecía ahora más tranquilo—. Apliqué lo que he aprendido estos meses y llegué a la conclusión de que iban a por mí.
—¿Qué sucedió? —La voz le salió chillona, no la reconoció.
—Hará unos quince días, en las costas del Garraf, un automóvil casi me lanza por un acantilado. Me salvó un arbusto. Pensé que fue accidental. —Alzó las cejas, tenía los hechos muy frescos—. La semana pasada, otro coche por poco me atropella al regresar a casa. No había buena iluminación y, más allá del susto, no le di mayor importancia.
—Hasta que empezó a sumar detalles y el resultado no le cuadró.
—En ambos casos era de noche y, por cuestiones personales, había prescindido de la escolta durante unas horas.
—Una decisión que pudo costarle muy cara.
—Ahora lo sé y por eso un agente me acompaña dondequiera que vaya —se defendió de Argila—. Ninguno de los dos automóviles se detuvo pero me quedé con la impresión de haberlos visto antes, durante el día; como es obvio, me seguían a la espera de una oportunidad.
El teléfono interior le echó un capote para poner el punto y final a la confesión.
—Sí, Irene, el señor Ferrer está todavía conmigo. —Tomó una nota en una hoja llena de garabatos—. Descuide, se lo diré.
Colgó.
—¿Algo urgente? —preguntó Ferrer.
—Eso parece. Un motorista de la policía acaba de traer un mensaje del Laboratorio Criminalístico: le esperan en la morgue.
Los muertos en los combates de Barcelona superaban los tres centenares y sus cadáveres no cabían en el Depósito del Hospital Clínico. Se improvisaron morgues para que los servicios sanitarios —de un comportamiento heroico— pudieran retirar los cuerpos de la vía pública y evitaran que, a la catástrofe de la guerra, se sumase una epidemia.
—Me alegra verle vivo, señor Ferrer.
El policía, un rubio bajito de veintipocos años, le estrechó la mano. Vestía bata blanca sobre un ajado traje azul que, a juzgar por el olor, no se debía haber quitado desde hacía días.
—Veo que ha cambiado de profesión. —Ferrer señaló las insignias de la Cruz Roja que llevaba prendidas en la ropa.
—No, no, sigo trabajando en el Laboratorio. —Se sonrojó—. Lo que pasa es que los pistoleros sólo respetan al personal sanitario. Y no siempre.
El lugar apestaba a desinfectante. Era un antiguo almacén en el que se amontonaban muertos anónimos. Dos servidores de ambulancia dejaron un cuerpo más, cubierto con una sábana sucia.
—Quiero que identifique a un fiambre. —El muchacho lo guió hacia un local contiguo.
—¿Por qué cree que lo podré identificar? —Estaba intrigado desde que leyó la nota en la que se pedía su colaboración para reconocer el cadáver de un hombre—. Que yo sepa, no ha muerto nadie a quien conozca.
—Llevaba esto en el bolsillo del pantalón. —El policía buscó en la bata, sacó una cartulina manchada de sangre y se la dio—. Creo que es suya.
Ferrer reconoció su tarjeta profesional.
En el dorso leyó los teléfonos que había escrito, hacía unos días, a Camillo Berneri.
Giró la palomilla del timbre y oyó la campana por tercera vez.
Nadie respondió, también por tercera vez.
Sin abrir la boca, Ferrer se apartó e hizo una seña a uno de sus tres acompañantes. El agente sacó una cartera de piel y escogió una ganzúa. Abrir la puerta le llevó menos de quince segundos. No se oía un sonido, aunque les alcanzaban los ecos lejanos de tiroteos y de alguna bomba.
El detective empujó la hoja y la abrió. Llevaba el revólver en la mano, como sus colegas. Asomó la cabeza y la retiró en menos de lo que dura un estornudo.
Nada.
Entraron con las armas apuntando hacia ambos lados del pasillo. Más silencio. Revisaron una por una todas las habitaciones.
Vacías y sin signos de violencia.
—¡Jefe! —gritó uno de los agentes—. ¡En la cocina!
La mesa y las sillas estaban tiradas a un lado. Dos piezas del zócalo descansaban junto a un hueco rectangular practicado en la pared. Las dos baldosas encajaban y tapaban el agujero; lo disimulaban a la perfección.
Ferrer metió la mano dentro y palpó las paredes: lisas y forradas con madera para evitar la humedad, un escondrijo bien buscado y mejor construido. Pasó la mano por la base y encontró un papel pequeño que debió caerse de alguna caja o carpeta. Era un recibo con el sello tampón del consulado de Italia, fechado en 1935. Ni rastro de los documentos ni del original del libro que estaba escribiendo Berneri.
—¡Mierda! —exclamó Ferrer.
El «caso italiano» se había evaporado.
El cuerpo de la morgue correspondía al filósofo anarquista. Una ejecución sumaria: disparos a bocajarro.
—Hay que averiguar si algún vecino vio algo. —Esperaba no reflejar en su tono el desánimo que sentía.
Mientras los tres agentes salían, fue a la sala.
Apartó los libros de la estantería y encontró los papeles inútiles que el italiano había puesto como cebo. Comprobó, también, que había polvo detrás y debajo de la radio, nadie había apartado el mueble para desmontar la tapa y descubrir el segundo señuelo.
Los asaltantes fueron a tiro hecho.
Quien los dirigiera conocía las costumbres de la casa y de sus habitantes; unos desconocidos hubieran torturado a Berneri y habrían dado, primero, con aquellos documentos estúpidos. Alguno de sus amigos de toda la vida desaparecería en los próximos días camino de Roma o de Moscú.
—Tenemos un testigo, un abuelo que oyó el jaleo de madrugada y espió por la mirilla. —Sus hombres habían interrogado a todos los vecinos—. Vio a un grupo armado arrastrando al italiano escaleras abajo.
—¿Reconoció a alguien? —preguntó Ferrer—. ¿Eran españoles o extranjeros?
—No los oyó hablar, aunque le parecieron forasteros. Únicamente nos ha podido decir que era una patrulla mixta de civiles con brazalete comunista y de gente con uniforme, pero no sabe si eran guardias o militares —concluyó el agente—. No había luz y estaba acojonado, el pobre.
Lorenzo encendió el motor cuando los vio, después se pasó al asiento de atrás y abrió las puertas traseras. No pudo acercarse al edificio por culpa de los esqueletos de unos vehículos quemados; estaban en una de las zonas más castigadas por los combates.
Dos viandantes temerarios cruzaron la plaza a todo correr.
No sonó ningún disparo. Buena señal.
Los pacos, los tiradores solitarios, habían vuelto tras unos meses de inactividad. Los equipos de los Servicios recibieron órdenes de actuar como si uno de aquellos cazadores estuviera siempre al acecho. Prevenir antes que lamentar.
A resguardo en el portal, Ferrer echó un vistazo a las casas circundantes. Los balcones y las ventanas estaban protegidos con colchones, para evitar los impactos de bala, y era difícil ver si había algún emboscado.
—Soy el más rápido, abuelos, me pido el primer turno. —El agente más joven, un antiguo guardia civil, respiró con fuerza—. ¡Allá voy!
Zigzagueó unos pocos metros y se lanzó de cabeza al interior del automóvil. Nadie tiró contra él. Ya a salvo, sacó el cañón del fusil con el que cubriría a sus compañeros.
—Yo seré el último —dijo Ferrer—. Salid juntos y corred en distintas direcciones; si hubiera un paco, lo despistaréis.
Los dos agentes le guiñaron el ojo y salieron zumbando para ponerse a salvo.
Le tocaba a él.
Cubrió unos metros como alma que lleva el diablo. Estaba a punto de alcanzar el coche cuando Lorenzo saltó, se le abrazó a la cintura y lo derribó.
No oyó el disparo. Sintió un picotazo en la sien y la cabeza golpeó contra los adoquines. Después, todo fue oscuridad.