32
UN CUCHILLO EN EL PECHO
Los días de espera fueron casi insoportables. Algunas de las noches no fueron tan malas.
A Hiro le habían relevado de su guardia y los dos nuevos Samuráis de Hierro apostados a la puerta de Yukiko apenas le habían dirigido la palabra. Se apartaban para dejar a los sirvientes pasar: para llevarle la comida, para cambiar las sábanas, para llenarle la bañera.
Sus intentos de entablar conversación chocaban de frente contra su silencio metálico. Michi era su única compañía real durante el día y las dos chicas pasaban el tiempo enfrascadas en juegos de naipes o escuchando la caja de música; también hablaban en voz muy queda sobre los engranajes que se habían puesto en marcha por toda la ciudad.
Michi le había traído pequeños mapas doblados del palacio, marcó las entradas que utilizaban los sirvientes para trasladarse de un ala a otra o para salir al exterior. Le había enseñado a Yukiko cómo podía ponerse en pie sobre su vestidor y deslizar hacia un lado los paneles del techo, colarse en el espacio que quedaba libre entre las vigas y las tablillas y burlar así los suelos de ruiseñor por completo. Le contó lo del arce inclinado de la esquina sudeste del jardín y cómo las jóvenes sirvientas lo utilizaban para saltar por encima del muro y citarse con sus amantes en la ciudad propiamente dicha. Cómo el palacio del Shõgun no era la inexpugnable fortaleza que él creía, cómo su seguridad era quebrantada cada día por personas que él consideraba bajo su servicio.
El bicentenario de la Dinastía Kazumitsu se acercaba rápidamente y la corte estaba en ebullición, nerviosa y excitada. Se había planeado una gran gala y Yoritomo se estaba preparando para hacer una de sus raras apariciones ante su gente. Puesto que la arena ya estaba ocupada, se eligieron los muelles como sede para las celebraciones. Comida y bebida gratis para todos los ciudadanos de Kigen, seguido de un magnífico desfile del Shõgun y su corte, que bajarían por la Gran Vía de Palacio hasta los muelles. Unas horas antes de que diera la Hora del Zorro y comenzara el tercer siglo de reinado Kazumitsu sobre Shima, la gala culminaría con un despliegue de fuegos artificiales como no había visto nunca la ciudad.
—Cuando el sol se ponga sobre la Bahía de Kigen —dijo Michi—, será por última vez bajo el dominio de Yoritomo.
—¿Y qué pasa con mi padre? —El moratón de la mejilla de Yukiko estaba volviéndose de un feo color amarillo por los bordes—. ¿Con Kasumi y Akihito?
—La nave voladora en la que escaparán estará en el muelle mañana. Los papeles ya están listos para su viaje de vuelta a Yama. Las autoridades no sospecharán nada; tampoco tendrán tiempo de registrar la nave con todo el tráfico que habrá alrededor de la gala. La nave vuela bajo los colores del Fénix, pero su capitán es amigo nuestro. Tenemos amigos preparados en los muelles también.
—¿De dónde salen todos estos «amigos»? ¿Podéis confiar en ellos?
Michi ladeó la cabeza ante esas preguntas.
—No eres la única que ha sido maltratada por el Shõgunato de Shima, Yukikochan. Aisha y Daichisama llevan años reclutando partidarios, esperando la oportunidad de dar el golpe. En un sistema tan brutal como este, siempre hay personas que se cuelan entre las fisuras. Incontables vidas destrozadas por los engranajes de la máquina. —Encogió los hombros—. Así es como la lluvia se convierte en una inundación. Gota a gota.
—Durante las celebraciones habrá bushimen por todas partes en los muelles aéreos. Samuráis de Hierro también, si Yoritomo va a hacer acto de presencia. ¿No hay una manera más segura de sacarlos de aquí? ¿Por tren, quizás?
—Habrá tanto ruido y sake en la gala, que tres sombras más entre el gentío pasarán desapercibidas. Por otra parte, los samuráis y los bushimen tendrán cosas más serias de las que preocuparse, suponiendo que tú consigas cumplir con tu parte.
—No temas por eso.
—¿Estás segura de estar preparada?
Yukiko la miró, con los ojos duros como el hierro, sin decir ni una palabra. Tenía los puños cerrados sobre las rodillas, la mandíbula apretada, todo el cuerpo tan quieto y silencioso como la medianoche. Michi le sostuvo la mirada durante un silencioso momento; una débil y triste sonrisa empezó a curvarle la comisura de los labios. Asintió.
—Estás preparada para esto.
La tercera noche, mientras se preparaba para colarse en el espacio entre techo y vigas, Yukiko oyó voces urgentes, apagadas, a la puerta de su habitación. Se acercó sigilosamente, podía distinguir tres voces de hombre bajo el ruido metálico y el siseo de los õyorois. Las primeras dos correspondían a sus nuevos guardias, su tono era tenso y desafiante. Cuando reconoció la tercera, le dio un vuelco el corazón.
La puerta corredera se abrió y allí estaba, envuelto en un kimono de seda rojo oscuro, bordado en oro. Llevaba un daishõ de sierra metido en el obi, el pelo largo recogido en una simple coleta, la luz vacilante de las bombillas se reflejaba en unos iris de precioso verde mar.
—Hiro —murmuró.
Él miró por encima del hombro, se cubrió el puño y le hizo una reverencia a sus compañeros de la Elite. Y con el único atisbo de compasión que habían mostrado en tres días, se dieron media vuelta sin decir una palabra y cerraron la puerta tras de sí.
Yukiko cruzó la habitación y se lanzó a sus brazos antes de que él pudiera abrir la boca. Se apretó contra su pecho, envolviéndole con los brazos, tan fuerte que Yukiko temió romperle las costillas. Y cuando sus labios se encontraron, mientras él le ponía las manos sobre el cuerpo, por un breve y embriagador momento, cualquier pensamiento sobre pasadizos secretos y suelos de ruiseñor y arces desapareció de su mente. Y todo lo que le quedó fue el olor de su sudor fresco, el débil regusto a sake en sus labios, el dolor que su tacto dejó entre sus piernas. La seda que envolvía el cuerpo de Yukiko se deslizó hasta el suelo y mientras apretaba el cuerpo contra el de Hiro, cerró los ojos y suspiró su nombre y olvidó el sonido del suyo propio.
Después, en la oscuridad pegajosa de sudor, apoyó la cabeza en su pecho y recordó. La culpabilidad levantó la cabeza: un veneno sutil que se filtraba hacia un fresco arroyo de montaña y lo volvía tan negro como los ríos que fluían por el corazón de Kigen. Pensó en Buruu y en su padre en sus cárceles. En Kin trabajando sin parar en su taller. Incluso en Hiro tumbado a su lado, inconsciente del plan que se tramaba bajo sus narices. Y ahí, envuelta en el calor de sus brazos, se sintió total y completamente sola.
—Estoy deseando salir de este lugar —susurró.
—¿Tan horrible soy? —preguntó Hiro levantando una ceja.
—No —sonrió y le besó la piel—. Pero todo lo demás a mi alrededor parece… contaminado. Hay demasiadas mentiras dentro de mentiras aquí. —Sacudió la cabeza—. Me da la impresión que me está contagiando. Que me está convirtiendo en algo que no soy. Este lugar es venenoso.
—Estarás aquí durante un tiempo. Intenta sacar el mejor provecho posible. Cuando el Shõgun se haya calmado, le pediré permiso para cortejarte. Le he enviado una carta a mi padre…
—¿Cortejarme? ¿Para qué demonios quieres hacer eso?
—Para poder estar contigo. —Frunció el ceño y se apoyó sobre un codo.
—Pero Hiro, estás conmigo ahora mismo —dijo riéndose y besándole otra vez.
—En público. —Hiro buscó sus ojos—. Arriesgo mi vida viniendo aquí sin permiso, Yukiko. Y si solo fuera la mía, estaría encantado de arriesgar eso y más por poder sentirte entre mis brazos. Pero, ¿y mis compañeros que hacen guardia a tu puerta? ¿Y los sirvientes que deciden no darse por enterados al verme pasar? También arriesgamos sus vidas, viéndonos de esta manera. —Cogió la mano de Yukiko y deslizó el pulgar por encima de sus nudillos—. Pero más que eso, quiero que la gente sepa que eres mía. Esta forma de ocultarnos, de escondernos como ladrones, nos deshonra a ambos.
—Dios, ¿qué importa lo que piensen los demás? Todo lo que importa somos nosotros dos.
—Eso no es verdad. Debemos pensar en nuestras familias. En nuestros nombres. Yo le he hecho un juramento a Yoritomonomiya.
—Lo sé, Hiro.
—Entonces sabes que, en primer lugar y ante todo, soy su siervo. Vivo y muero de acuerdo con el Código de Bushido. Debo hacer honor a mi juramento.
—Un juramento a un mentiroso no es un juramento en absoluto —musitó.
—¿Qué has dicho?
Un suspiro. Yukiko se sentó y se echó un kimono sobre los hombros; se levantó de la cama. Anduvo silenciosamente por el suelo pulido, se paró ante la diminuta ventana y miró hacia la oscuridad de la noche de Kigen. El calor del verano se estaba apagando; el otoño llegaría pronto y de ahí el mundo se deslizaría hacia las frías profundidades del invierno. ¿Comprendería Hiro la situación cuando estuviese él solo ante esta ventana? ¿Debía decirle que ya se habría marchado mucho antes de que las primeras nieves empezaran a caer?
Le miró y envolvió los brazos alrededor de su propio cuerpo.
—Eres un buen hombre —dijo—, pero hay cosas sobre tu amo que no sabes. Cosas que podrían hacerte reconsiderar tu obediencia.
—Sin su juramento, sin su Señor, un samurái no es nada. Honradez. Lealtad. Honor. Ese es el código del guerrero. Ante todo soy samurái, Yukiko. Manejar la espada larga y la corta y morir. Ese es mi objetivo.
—Alguien me dijo una vez: «Ser un sirviente puede ser una actividad noble, pero solo tan noble como el Señor al que sirves».
—¿Tu padre?
—Un amigo. —Un suspiro silencioso—. Me gustaría que le conocieras.
Yukiko miró hacia la oscuridad, oyó el viento susurrando a través de los atrofiados jardines a sus pies.
Tenía el tantõ en la mano, un fino río de sangre corría por el pecho de Daichi. Podía oír el cuchillo caer ruidosamente al suelo, oír a Daichi preguntarle por qué.
Ella había vuelto a nacer aquella noche. Se había convertido en algo más. En algo mejor.
—¿Por qué estás hablando de este modo? —Había ira en la voz de Hiro, desconcierto en sus ojos—. Hablas como si quisieras que cuestionara a mi Señor. Pero sin mi juramento, no soy nada. El Bushido es mi propósito, mi corazón. Es el Camino. Yoritomonomiya es el Señor de este Imperio. Todas sus gentes le deben lealtad. Y eso te incluye a ti, Yukiko.
Podía ver sus ojos en la oscuridad; esos preciosos ojos verde mar que habían rondado los sueños de una chica perdida en las Iishi. Todo parecía increíblemente lejano: los onis y los Kagés, el interminable y oscilante océano de penumbra bañado por la lluvia. La chica que se había estrellado en esos bosques y había soñado con aquellos ojos era ahora una extraña.
Yukiko volvió a suspirar y se apartó de la ventana, dejando la luz de la luna a su espalda, tóxica y mortecina. Se sacudió el vestido de los hombros, se metió desnuda en la cama a su lado y se dejó envolver otra vez por sus brazos. Cerró los ojos, fingió que los próximos días serían suficiente. Fingió que no le estaba mintiendo con cada palabra que murmuraba.
Leal hasta decir basta, dijo Aisha.
Se quedó tumbada en la oscuridad, con los ojos abiertos de par en par, escuchando el latido de su corazón.
No se lo puedo decir.
Hideo observó la sucia luz del amanecer filtrarse a través del cristal de mar, las sombras de las ventanas reptaban por el suelo hasta la cama de su amo. La pipa que llevaba en la mano tenía la caña larga, la cazoleta tallada como una cabeza de tigre; salía humo de su boca abierta. Casi había terminado su dosis mañanera, dos caladas más y estaría seco, y pronto, la apremiante y amarga necesidad empezaría a crecer otra vez. Un mono sobre su espalda, parloteando y clavándole los dedos en la columna. El demonio que conocía todos sus secretos.
Eres un viejo tonto, Jefe de la Corte Imperial. Con ojos en todas la tabernas, oídos en todas las esquinas de todas las calles. Ni un solo hombre, ni un solo ratón, podría esconderse de ti en toda esta tierra pero no eres capaz de encontrar la forma de librarte de esta maldita hierba.
Inmerso en otro documento, mojó su pincel de caligrafía en la tinta de sepia. Pintó tres cortos y precisos trazos, le daba permiso a la Unión de Estibadores para interrumpir su trabajo y asistir a la gala del bicentenario durante el fin de semana. Podría perfectamente haber sido una orden de compra de cien nuevos esclavos para que se dejaran la piel trabajando y luego murieran en las tierras del Shõgun. O una orden de detención para un disidente que desaparecería en una noche y del que nunca se volvería a hablar. O una orden de ejecución.
Inspira. Cierra los ojos. Siente al dragón deslizarse por tu garganta, esparcir pesadas volutas de humo por tus venas. Contén la respiración. Escucha. Oye el vacío dentro de tu cabeza. Abrázalo. No eres nada. No sabes nada. Interiorízalo. La necesidad de respirar con tus pulmones, que aumenta, que quema como nada en el mundo, es solo una ilusión. Espira. Abre los ojos y mira cómo el humo baila en la luz mortecina.
Parpadeó mientras miraba el pincel de caligrafía y se lo imaginaba en sus manos como un cuchillo. Un arma que había matado a más hombres que los que un soldado o un Samurái de Hierro podrían soñar con matar jamás.
Soy el consorte de la Diosa Izanami, Madre de la Muerte. Esta tinta es la sangre de mis víctimas.
Yoritomo bostezó y se sentó en la cama. Parpadeó mirando a su alrededor como si estuviera confuso. Se pasó la mano por el irezumi, la palma raspaba contra la piel. Finalmente, posó los ojos en su ministro, arrodillado en la salita de al lado.
—Ordené que la dama esperara en sus propios aposentos, gran Señor, Espejo del cielo. —Hideo sentía la lengua demasiado gorda para su boca—. Puede volver cuando hayamos acabado si lo deseáis.
Yoritomo dio un sorbo del agua que tenía sobre la mesilla, hizo una mueca por su sabor químico.
—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Mándasela de vuelta a su padre con algo de hierro para su dote. Ya no la necesito más. Las mujeres Ryu dejan un extraño regusto si se saborean durante demasiado tiempo.
—Como digáis, gran Señor. La dama será devuelta a su familia una vez que se le borren las marcas de vuestro… afecto.
—¿Tenemos algo importante esta mañana? —Yoritomo hizo un gesto hacia los documentos apilados sobre la mesa de Hideo. Volutas de humo ascendían desde la boca del tigre, flotaban sobre las páginas. El ministro se puso la pipa entre los labios.
—Hiro vuelve a solicitar ser recibido para poder pedir vuestro perdón personalmente, Seii Taishõgun. Parece sinceramente arrepentido y busca corregir sus errores para con su soberano amo y Señor.
—Hiro —gruñó Yoritomo—. Debí obligarle a hacerse el seppuku por su fracaso.
—Mi hermana y su marido me han pedido que os transmita su eterna gratitud por no dejar caer toda vuestra ira sobre su único hijo, gran Señor. Hiro les es muy querido.
—Es demasiado joven para llevar el õyoroi y el jinhaori dorado. Es demasiado joven para ser parte de la Elite Kazumitsu. Le mimas demasiado, Hideo.
—Mis hijos están muertos, gran Señor —explicó el anciano con una sonrisa triste y los ojos rojos por el loto—. Cayeron antes de su hora en la gloriosa guerra, jóvenes árboles, aún verdes, talados bajo la bandera del Imperio. ¿Le perdonaréis a un tío sus indulgencias con su único sobrino y haréis un hueco para escuchar los lamentos de Hiro?
Yoritomo suspiró y asintió.
—Muy bien.
—Vuestra generosidad no tiene límites, Seii Taishõgun. Mi más sincero agradecimiento.
—¿Qué más? —preguntó Yoritomo apuntando hacia la mesa.
—Las preparaciones para la gala están muy avanzadas. Por fin hemos acordado el orden de marcha de los cortesanos en el desfile. —Hideo hacía gestos con la pipa mientras hablaba—. Los Tora en cabeza, por supuesto. La comitiva Ryu marchará delante de los Fushicho, seguidos de los Kitsune. La sensibilidad herida de los emisarios Fénix parece que se ha suavizado después de ciertas dificultades iniciales.
—¿Qué les has prometido?
—Que pensaríais seriamente en nombrar a un comandante Fénix a la cabeza de las fuerzas de invasión en tierras gaijin cuando relevarais al General Tora Hojatsu.
Yoritomo resopló desdeñoso.
—Si los Fushicho quieren liderar al ejército entero, quizás deberían pensar en traerme victorias de las pequeñas batallas que ya les he asignado.
—Les prometí que lo pensaríais, gran Señor. Nada más. —Una sonrisa cansada—. Con esa absurda objeción resuelta, todo estará listo para las celebraciones del fin de semana. Los fuegos artificiales han llegado de Yama. Fushicho Kirugume ha compuesto una pieza especial para ser tocada en vuestro honor; he oído que la orquesta que le acompañará tendrá al menos cincuenta músicos. La corte bulle de nerviosismo y excitación.
—Muy bien. —El Shõgun se acercó a la jofaina de coral y se echó agua tibia en la cara—. ¿Eso es todo?
—Hay otro asunto del que quería hablaros, gran Señor. —Hideo frunció un poco el ceño—. Ha habido mucha actividad en torno al arashitora estos últimos días. Artífices que viene y van a horas intempestivas, que miden y hurgan y pinchan. Parece mucho trabajo para una simple montura.
Yoritomo sonrió.
—No te preocupes, Hideo. Mi hermana me está preparando un regalo.
—La Señora Aisha está…
—Eso es. Y quiere que sea una sorpresa. Así que no te alarmes.
Hideo entornó ligeramente los ojos y al fin dio la última calada a su pipa. El humo era empalagoso y caliente, fluyó por su garganta y le llegó a los pulmones abiertos de par en par. De la laringe a los bronquios, de los alveolos al torrente sanguíneo y de ahí al éxtasis. El dragón se desenroscó en su interior, dando voz a su sospecha y forma de serpiente a su paranoia.
Escamas centelleantes. Un frío y silencioso siseo en su interior.
—¿Una sorpresa, gran Señor? —El anciano sonrió, le salía humo de entre los labios—. Bueno, ya sabéis lo mucho que nos gustan a todos las sorpresas.
—Dos días a partir de ahora.
Yukiko hablaba en voz baja, mientras miraba a su alrededor, atenta a cualquier sonido proveniente de las patrullas de bushimen. Se había escabullido de su habitación tan pronto como se puso el sol, anduvo a gatas por el pasadizo del techo y se escapó por encima del muro del jardín. Desde la protección de un callejón cercano, había observado a los soldados patrullar por la periferia de la arena: dos pares, que marchaban en el sentido de las agujas del reloj y a la inversa. Además, pasaban por debajo de los arcos y patrullaban por el interior de los muros de la arena cada dos vueltas. Cada paseo alrededor de la circunferencia les llevaba casi diez minutos, así que le quedaban menos de siete antes de tener que escabullirse de vuelta a las sombras. Se sentía nerviosa y vulnerable en el amplio espacio de la arena, en cuclillas al lado de las patas delanteras de Buruu, con una mano en su pecho. Tenía que volver a palacio antes de que alguien la echara en falta.
El Artífice estaba inclinado sobre el ala de Buruu, probando una serie de esposas de metal alrededor del álula y de las coberteras marginales; calculaba la longitud y la anchura con un pequeño rollo de medir que emitía chasquidos. El mecábaco del pecho era un zumbido ruidoso y constante, cantaba una ecuación de sedición.
—Dos días —contestó Kin, cambiando una esposa por otra—. Estará listo.
—Tiene que estarlo, Kinsan. La ciudad entera estará en el bicentenario. Casi todos los bushimen de palacio participarán en el desfile. Los Samuráis de Hierro también. La prisión estará casi vacía y todos los ojos estarán fijos en el cielo. Tendremos una sola oportunidad de conseguirlo.
—Yo cumpliré con mi parte.
¿CONFÍAS EN ÉL?
¿Tengo elección?
DESDE LA PRIMERA VEZ QUE OS VISTEIS, TE HA MENTIDO. CON LA CARA ESCONDIDA TRAS SU MÁSCARA. CREE QUE EL MUNDO NO VE EL VENENO.
No es como los demás.
SON TODOS IGUALES.
Se estiró para acariciar el cuello de Buruu, arrastró las uñas entre las lustrosas plumas bajo su barbilla. El tigre ronroneó, fue como un pequeño terremoto que retumbó muy hondo dentro del pecho de Yukiko.
—Quiero darte las gracias, Kinsan —dijo Yukiko, mirando inquisitiva a la máscara de latón sin facciones—. Estás arriesgando tanto por nosotros… No estoy muy segura de porqué lo haces.
—¿No lo sabes? —Su voz sonó como un zumbido rasposo desde dentro del casco—. ¿No lo adivinas?
TE QUIERE A TI. POR ESO NOS AYUDA. NO HAY NINGUNA OTRA RAZÓN.
—Kin, yo…
Él levantó una mano, cuero grueso y pesado latón, mecanismos de relojería y engranajes giratorios. Yukiko podía verse reflejada en aquel único ojo sanguinolento, se vio como la mentirosa en la que se había convertido. Sabía que Kin estaba enamorado de ella. Pero tenía miedo de que si le decía cómo se sentía, él la abandonaría, dejaría a Buruu morir en ese agujero. Y necesitaba su ayuda.
¿Era algo que podía perdonarse a sí misma? ¿Mentir por el bien de algo mejor y más grande? ¿Engañar a este chico para que su mejor amigo pudiera verse libre de este tormento, para que su padre pudiera escapar de su prisión? ¿Era un precio justo romper un corazón para salvar la vida de otros dos?
—No hace falta que digas nada —dijo Kin meneando la cabeza—. Cuando estemos lejos de aquí, cuando miremos hacia el horizonte y no veamos más que esmeralda y azabache, entonces podremos hablar. Decir todo lo que hemos estado queriendo decir. —Volvió a guardarse las esposas de metal en el cinturón, echó un último vistazo estimativo al ala de Buruu—. Estará listo, Yukikochan. Dos días. Te doy mi palabra.
Se tocó la frente con dos dedos, hizo un gesto afirmativo hacia Buruu y se marchó ruidosamente del foso, adentrándose en la oscuridad; dejó tras de sí un leve tufo a humo de chi. Yukiko se puso en pie y le rodeó el cuello a Buruu con ambos brazos, escondió la cabeza entre sus plumas, aspiró su aroma. Estaba caliente y suave, como las mantas en las que solía acurrucarse cerca de la chimenea cuando era una niña. Lo que más quería en el mundo era estar lejos de allí, notar el viento fresco en el pelo, lluvia limpia en la cara. Sentirse viva.
Esta no soy yo. Odio esto.
PRONTO ACABARÁ TODO. AL MENOS NUESTRA PARTE. LOS KAGÉS TENDRÁN SU REVOLUCIÓN. EL LOTO SE QUEMARÁ.
Me da igual. Nada de eso importa.
CLARO QUE IMPORTA. TÚ ERES PARTE DE ESTE MUNDO. TÚ TIENES EL PODER DE CAMBIARLO PARAMEJOR.
¿Cuánta gente morirá en esta revolución?
¿CUÁNTOS MORIRÁN SIN ELLA?
No quiero ser la que lo empiece todo. Solo quiero recuperar a mi familia. Que mi padre esté a salvo. Que tú seas libre. Eso es todo lo que quiero.
NO PUEDES TENER ESO SIN LOS KAGÉS.
Lo sé, lo sé. Yoritomo merece morir. Mató a mi madre. Torturó a mi padre. Le odio tanto que me estoy volviendo negra por dentro. Pero, ¿no crees que asesinarle me pone a su misma altura? ¿Y qué pasa si matarle solo hace que las cosas se pongan peor?
AL FINAL, TODAS LA PREGUNTAS SE REDUCEN A UNA SOLA: ¿A QUÉ ESTÁS DISPUESTA A RENUNCIAR PARA CONSEGUIR LO QUE QUIERES?
Daría mi vida por cualquiera de vosotros.
MORIR ES FÁCIL. CUALQUIERA SE PUEDE LANZAR A LA PIRA Y DESCANSAR COMO UN MÁRTIR FELIZ. SOPORTAR EL SUFRIMIENTO QUE ACARREA EL SACRIFICIO ES LA VERDADERA PRUEBA.
Yukiko se encontró de vuelta en la Hija del Trueno, la voz de su padre resonó en su cabeza.
Algún día lo entenderás, Yukiko. Algún día comprenderás que a veces debemos hacer sacrificios por el bien de algo más grande.
Asintió, se limpió las lágrimas de los ojos, las encerró en un cuarto dentro de su cabeza y tiró la llave. No más miedo. No más lamentos. No por una vaga ideología ni por la noción prestada de lo que es «correcto». Sino por aquellos a los que quería. Por su familia.
Bueno, muy bien. Empecemos una guerra.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Yukiko dio un respingo. El gruñido de Buruu retumbó por el suelo y le subió a Yukiko por las plantas de los pies. Se le erizaron los pelos desgreñados por el lomo, sus ojos refulgían. La chica frunció el ceño e intentó ver algo en la oscuridad; había reconocido la voz.
—¿Hiro?
Salió de entre las sombras, el pecho desnudo bajo su kimono rojo de seda bordado con tigres que rondaban por sus brazos. Llevaba un obi negro y un neodaishõ cruzado a la altura de los riñones, agazapado en sus vainas lacadas. Tenía el pelo suelto, el ceño fruncido ensombrecía esa preciosa mirada verde mar con la que Yukiko había soñado hacía una eternidad.
—Fui a verte y no estabas en tu habitación. ¿Qué estás haciendo aquí fuera sin escolta, Yukiko?
—Visitar a Buruu.
—¿Cómo saliste de palacio? Los guardias no te vieron irte.
—Kitsune cuida de los suyos. —Probó con una sonrisa tímida, a ver si se lo ganaba.
—¿Y el Hombre del Gremio? —preguntó, entornando los ojos. Miró el pasillo por el que había salido Kin—. ¿Por qué estaba aquí?
—No se lo pregunté. —Encogió los hombros, se agarraba las manos detrás de la espalda para ocultar los temblores—. No tengo nada que decir a los de su especie. Supongo que estaría trabajando en la montura de Yoritomo.
—Yukiko —dijo Hiro frunciendo el ceño—, si el Gremio está tramando algo…
—Nadie está tramando nada.
—Estás mintiendo. —Sacudió la cabeza—. Lo veo en tus ojos.
NO LE DIGAS NADA.
—No está pasando nada —insistió Yukiko. Dio unos pasos al frente y pegó el cuerpo al suyo, le pasó los brazos alrededor de la cintura—. Te preocupas demasiado. Buruu es mi amigo. Se siente solo en la oscuridad y yo quería estar con él. Lo echo de menos, Hiro. Eso es todo lo que pasa.
—Júramelo.
—Lo juro. —Yukiko miró a Hiro directamente a los ojos mientras hablaba; la mentira le dejó un regusto a cenizas en la boca—. No está pasando nada.
Hiro bajó la vista hacia su cara, se le suavizó la mirada, su voz sonó como un murmullo suave.
—Lo siento. —Le tocó la mejilla, retiró un mechón de pelo suelto de sus ojos—. Sé que echas de menos a tu amigo. Sé que le tienes un cariño que yo no puedo entender. Pero no deberías escabullirte de palacio sin permiso. Ya engañaste al Shõgun una vez bajo mi vigilancia. Yo… —Sacudió la cabeza—. Yo tengo miedo de que su fe en mí sea inmerecida. Si le vuelvo a fallar…
Y entonces, en la penumbra del atardecer, Yukiko le vio como si fuera la primera vez, como si la oscuridad fuera de algún modo más brillante que el día. Hiro no era como su padre. No servía a Yoritomo porque le hubieran coaccionado o amenazado. Hiro le servía porque creía que era lo correcto. Honor, lealtad, el Bushido lo era todo para él. Moriría antes que traicionarlo, sería uno de los mártires felices de Buruu. Su vida no tenía significado sin su Señor. Era una rueda dentada, afilada como una cuchilla, que giraba en el motor, nacido como un privilegiado y sin cuestionarse nunca si todo aquello era correcto.
Esto fue un error.
En su corazón, lo había sabido desde el principio. Y, dicha sea la verdad, él nunca había fingido lo contrario. Pero había deseado tanto que ambos estuvieran equivocados, había deseado contra toda probabilidad que él fuera diferente de los demás. Si alguien como Aisha podía acabar por ver la verdad de las cosas, entonces cualquiera podía. Es decir, cualquiera que se permitiera a sí mismo verla. Sintió a Buruu en el fondo de su mente, no la juzgaba, no la regañaba. Había intentado advertirla, le había dicho que Hiro era solo otra pieza de la máquina de control. Deseaba haberle escuchado. Hiro la abrazaba con fuerza, con las manos entrelazadas en la base de su columna; la miraba fijamente con esos preciosos ojos que una vez rondaron sus sueños. Él empezó a hablar, el tiempo casi se detuvo cuando abrió los labios para decirle la única cosa que ella no quería oír.
—Te qui…
Yukiko le besó, se puso de puntillas y le pasó los brazos alrededor del cuello y apretó los labios contra los suyos antes de que pudiera terminar la frase. No quería oír esas dos horribles palabras, sentir cómo la abrían en canal y ver lo que las mentiras le habían hecho a sus entrañas. Apretó el cuerpo contra el de Hiro y le besó hasta que las palabras murieron en sus labios; el impulso de hablar quedó lentamente estrangulado en un suave y bendito silencio.
Le besó como si fuera la última vez.
En algún sitio hondo de su ser, supo que lo sería.
Una cuchillada en el pecho. Un dentado trozo de metal oxidado, clavado entre las costillas y retorcido hasta que le saltaron los huesos. No podía respirar. No podía ver. Náuseas y vértigo, el mundo se mecía sobre algún viento invisible, mientras el suelo se abría bajo sus pies y bostezaba con la boca bien abierta.
Kin se apoyó contra la pared, con los dedos abiertos sobre el hormigón mientras su universo se disolvía. El rollo de medir cayó de sus manos insensibles y temblorosas; las cifras que había querido volver a comprobar flotaron hacia algún oscuro y recóndito rincón de su mente. Miró a Yukiko y al samurái, el uno en brazos del otro, y sintió que el vómito subía a borbotones hasta la parte de atrás de su garganta. El sabor de la ira en su boca, duro y metálico, el filo de una navaja.
Qué tonto has sido.
Dio media vuelta y se fue tambaleándose; se sujetaba el corazón como para evitar que se le escapara la sangre.
Un tonto ciego y estúpido.