19
AVALANCHAS Y MARIPOSAS
Su piel era como el cuero de unas botas viejas, marrón y curtida, agrietada por los bordes. Llevaba el pelo casi al rape, afeitado tan cerca del cuero cabelludo que parecía una sombra sobre su piel y dejaba al descubierto viejas cicatrices que le cruzaban la cabeza y fruncían la piel de encima de uno de sus ojos, entrecerrándolo. Un viejo par de anteojos colgaban de su cuello; eran unos Shigisen hechos a medida que en su día debieron de costar una pequeña fortuna. El iris de sus ojos era del mismo color que los de su hija: gris acero salpicado de mil motas de cobalto. Estaba arrodillado delante de una mesa baja sobre la que había una botella de sake y unas tazas simples. Su bigote sal y pimienta casi llegaba al suelo.
—Este es mi padre —dijo Kaori con voz dulce—, Daichi.
Yukiko entornó los ojos, un recuerdo fugaz cruzó por su mente.
Creo…
Le miró fijamente y una pequeña arruga ensombreció su ceño.
Creo que conozco a este hombre.
Era una habitación rectangular, con las paredes de madera sin pulir, enmasilladas con alquitrán. La casa de Daichi estaba encaramada a uno de los árboles más grandes. No era más que una sombra entre el follaje que se mecía, acurrucada en una horquilla entre las ramas. Una de ellas se metía por los tablones de madera del suelo y desaparecía por el techo, dejando entrar una leve brisa y el dulce perfume de las glicinias. A Yukiko le recordó a la vieja cabaña de su familia en el bosque de bambú.
Había esperado a que los otros subieran antes de trepar por la escalera. Buruu había trepado a su lado; dejó surcos sangrantes a su paso, se le pringaron las uñas y las garras de savia. El arashitora no cabía por la puerta de la casa de Daichi, así que se instaló fuera sobre una rama, inmóvil excepto por el rítmico movimiento de su cola. Su tensión era palpable, parecía irradiar de su cuerpo, sus ojos relucían como cuchillos. Yukiko podía sentir su pulso, el ritmo de su respiración. Sin ser consciente de ello, sus propios pulmones y su corazón empezaron a moverse al mismo ritmo que los de su amigo.
Se arrodilló frente al anciano y tocó los maderos del suelo con la frente.
—Daichisama.
—Yukikochan. —El anciano asintió y se cubrió el puño con la mano—. Amiga de un arashitora. Honras esta humilde morada con tu presencia.
Kaori y el resto del grupo se arrodillaron en semicírculo alrededor de Daichi, en un respetuoso silencio. Yukiko echó un vistazo al entorno: muebles bastos, un hogar en el centro de la habitación cuya chimenea de metal sin pulir atravesaba el techo. Tres puertas cerradas llevaban a otras tantas habitaciones. Una katana anticuada reposaba, envainada, en una hendidura de la pared a la espalda de Daichi; su funda era exquisita, lacada en negro y con grullas doradas al vuelo. Había otra hendidura bajo la primera y Yukiko no tenía ninguna duda de que el wakizashi de Kaori reposaba antes allí, como parte de la misma pareja de daishõ. Solo los nobles de cuna estaban autorizados a llevar un daishõ, el orgulloso símbolo de su estatus entre la casta samurái.
Debe de ser ronin.
¿QUÉ ES RONIN?
Un exsamurái. Un guerrero de noble cuna sin un Señor.
¿POR QUÉ IMPORTA SEÑOR?
Todos los samuráis siguen el Código de Bushido. Es como una religión y una filosofía y un conjunto de leyes todo en uno. Lealtad, sacrificio y humildad. Viven toda su vida según este código. Pero sobre todo, el código les exige servidumbre, lealtad a un Señor. Si tu Señor muere, o si rompes tu juramento, te conviertes en ronin. Es una fuente de vergüenza. Un gran desprestigio.
ENTONCES, ¿ÉL ES ROMPEDOR DE JURAMENTO? ¿MENTIROSO?
Yukiko alzó la vista del suelo para buscar el irezumi del anciano, el símbolo de su clan tatuado sobre su carne. Pero sus brazos estaban tapados por las mangas del uwagi; la tela gris le llegaba hasta las muñecas y tenía los puños deshilachados. El siguió la dirección de su mirada, algo parecido a la diversión centelleó en aquel gris acero.
—¿De dónde eres, Yukikochan?
—De Kigen, Daichisama.
—¿Y estabas de servicio en la nave voladora que se estrelló contra el Pico Kuromeru?
—Hai —asintió. Mantenía los ojos bajos en señal de respeto.
—Mrmn —gruñó, pasándose una mano por el bigote. Había algo reptíleo en el hombre, algo antiguo y lento, todo músculos y dientes y una paciencia y sangre fría inacabables—. No estabas en el bote salvavidas. ¿Cómo sobreviviste al accidente?
—Liberé a Buruu de su jaula. Cuando él saltó por encima de la barandilla, yo salté sobre su lomo.
—¿Volaste montada en un arashitora?
Un leve murmullo corrió entre los allí congregados. Kaori entornó los ojos.
—Hai —asintió Yukiko.
—Aiya. —Daichi sacudió la cabeza—. Podrían pasar cien veranos y nunca escucharíamos otra historia como esa.
—Era eso o morir —dijo Yukiko encogiéndose de hombros.
—¿Y matasteis a cuatro onis?
—A cinco, Daichisama —dijo Kaiji—. En las laderas del norte. Cerca del Templo Negro.
—Mrmn —asintió—. ¿Has oído hablar de los Señores de las Tormentas, Yukikochan?
Ella alzó la vista del suelo y miró a Daichi a los ojos. Era más mayor que su padre, pero no estaba dañado por el humo del loto, aún tenía la mirada viva y la piel limpia. Su cuerpo era duro y enjuto; tenía los dedos callosos y viejas cicatrices. No le costaría ningún esfuerzo alcanzar la katana que colgaba detrás de él.
—Cuentos. —Yukiko negó con la cabeza—. Para niños. Kitsune no Akira y el Dragón del Olvido. Kazuhiko el Rojo y los cien ronins. El Puente de la Viuda y la carga maldita de Tora Takehiko contra la Puerta del Infierno.
—Uno de mis favoritos —interrumpió Daichi con una sonrisa.
—Son solo cuentos.
—Según algunos —asintió—. Las historias de tiempos mejores pueden servir para fomentar el orgullo de la nación. El Ministerio de Comunicaciones invoca glorias pasadas para inspirar otras nuevas entre la clase trabajadora, para exprimir aún más sudor de las espaldas de los karõshimen. Para convencer a más jóvenes a alistarse y derramar la sangre de sus corazones bajo la bandera del Shõgun en una guerra sobre la que no saben nada. Los Señores de las Tormentas se han convertido en héroes basura, cuyas historias se cuentan por capítulos en la radio del Gremio. Sus hazañas han perdido todo significado y credibilidad. Es fácil comprender por qué los consideras poco más que propaganda. Así es ahora el mundo en el que vivimos.
Daichi hizo un gesto con la cabeza en dirección a Buruu.
—Tu… ¿amigo, le llamas? Si hubiera justicia, nuestra especie no habría visto a uno de los suyos nunca más. Pero aquí está, un milagro de carne y hueso, la prueba de que hay algo de verdad incluso en sus mentiras. ¿Y qué hacen cuando se enteran de que una de estas criaturas todavía existe? —El anciano suspiró—. La dan caza y la mutilan como a los desgraciados gorriones de los jardines de palacio.
—El Shõgun lo ordenó.
—El Shõgun. —Daichi rio entre dientes y una ola de diversión se propagó como una infección entre sus acompañantes—. El Shõgun no ordena más que aquello que le dejamos ordenar.
—Todas las personas de estas islas le debemos lealtad a Yoritomonomiya.
Sus ojos grises como el acero refulgieron.
—Nadie en esta habitación le debe a Yoritomo nada, Yukikochan.
—Así que entonces sois ronins, ¿no?
—Hai, soy ronin. —La sonrisa de Daichi se diluyó—. Hace años serví a la casa del Shõgun. Vestía el õyoroi y el jinhaori dorado de la guardia de Élite Kazumitsu. Conozco a Masaru, el Zorro Negro, que mutiló las alas de tu amigo. Conozco a Yoritomo, que ocupa el lugar del Shõgun de los Cuatro Tronos y que sería mi señor.
La mano de Daichi se movió despacio para enrollar las mangas de su uwagi. Donde debería haber habido irezumis, quedaba solo un mosaico de cicatrices que le cubría los brazos desde los codos hasta los hombros. La piel era áspera e irregular, pálida en comparación con el intenso bronceado de su cara.
—¿Borró sus tatuajes quemándolos? —Yukiko frunció el ceño.
—No tengo zaibatsu. No soportaré a ningún Señor como Yoritomo. Ninguno de los que estamos aquí llevamos ya los símbolos de la esclavitud. No tenemos ningún clan salvo el nuestro. Ningún señor salvo nosotros mismos.
Consciente del irezumi que le recorría el brazo izquierdo, Yukiko dio gracias a Kitsune por que las mangas de su uwagi fueran lo suficientemente largas como para taparlo. Daichi sonrió, como si le leyera el pensamiento.
—¿Símbolos de esclavitud? —preguntó Yukiko con la cabeza ladeada.
—Cuando el destino de un hombre no es de su propiedad, cuando puede morir a instancias de otro que ha nacido con más suerte o más riqueza, cuando suda toda la vida a cambio de las sobras de la mesa de otras personas, entonces está en peligro. —Los ojos de Daichi centelleaban en la tenue luz—. Pero cuando su corazón lo acepta, cuando deja de luchar contra esa injusticia, entonces es un esclavo.
A Yukiko le ardía la cara. Ella no era ninguna esclava. Sus amigos, su familia, eran todos hombres libres. ¿Pero quién se creía que era ese tipo?
—La mayoría de los hombres preferirían ser esclavos antes que romper un juramento.
—Un juramento a un mentiroso no es juramento en absoluto —gruñó Daichi—. Yoritomo rompió el juramento que me había hecho a mí.
—¿Cómo?
—Exigió lo que no era suyo. —Los ojos de Daichi se posaron brevemente en su hija y luego volvieron hacia Yukiko—. Y cuando le fue denegado, decidió que ningún otro hombre lo poseería. Ni tampoco querrían poseerlo.
Yukiko miró de reojo la cicatriz que surcaba la cara de Kaori, su belleza ajada para siempre, y sintió que se le revolvía el estómago. Asintió. No como gesto de comprensión, porque nadie que se considerara humano podría nunca comprender algo así. Pero asintió.
LOCURA.
—Así ha sido siempre con la estirpe Kazumitsu. —La voz de Kaori temblaba de rabia ante el recuerdo—. Lo que ven lo quieren y lo que no pueden poseer lo destruyen. Mira a tu amigo ahí afuera. Si no fuera por tu Shõgun, sería libre, volaría por encima de la desolación que Yoritomo llama «Imperio». —Sacudió la cabeza—. Me pregunto cómo se le ocurrió venir aquí.
—A lo mejor lo trajeron —contestó Daichi, sin quitarle los ojos de encima a Yukiko—. A lo mejor a ti también.
Yukiko estaba en pie sobre una ancha pasarela, observando las hojas de arce caer en espiral hasta el suelo. Tenía una flor de glicinia en la mano, frágil como el azúcar hilado, con los pétalos en forma de bol invertido, blanca como la nieve pura. Un velo de silencio había caído sobre el mundo, un silencio previo al amanecer que sostenía a la noche en un frágil abrazo y cuyo hechizo se rompería con los rayos del sol y el primer trino de los pájaros. El horizonte relucía con la promesa de la inminente luz del día.
Aunque había reprimido sus bostezos todo lo que pudo, al final Daichi se había dado cuenta de que estaba cansada. Le dijo que Kin estaba siendo atendido, que ella debería descansar. Pero sabía que era solo una cuestión de tiempo antes de que alguien descubriera las fijaciones de bayoneta en la carne del chico. Yukiko no tenía ni idea de cómo iba a explicarlas.
A ella y a Buruu los llevaron a una casa vacía encaramada en lo alto de las ramas de un viejo roble. El árbol estaba cubierto de glicinia trepadora que subía en espiral desde el suelo del bosque en ramilletes frondosos y fragantes. Buruu se había tumbado sobre una rama que parecía la palma hueca de una mano, mientras ella recorría la pasarela arriba y abajo, demasiado nerviosa para dormir.
Soltó la flor y observó cómo bajaba en espiral por el vacío bajo sus pies. Miró hacia abajo entre las redes de camuflaje y se admiró ante su asombrosa disposición: las casas achaparradas cubiertas por enredaderas y envueltas en ramas retorcidas, los puentes, viviendas y almacenes que se fundían a la perfección con la vegetación de su alrededor, meras sombras en la cubierta vegetal para cualquiera que mirara hacia arriba desde el suelo. Un centenar de hombres tendría que trabajar sin parar durante una década para construir un sitio como aquel. La voluntad que debió de hacer falta para idearlo y fabricarlo de la nada la tenía maravillada.
Estos hombres son unos fanáticos.
Buruu abrió un ojo y parpadeó soñoliento.
DEBERÍAS DESCANSAR.
No me fío de ellos. ¿Qué están haciendo aquí?
VIVIR LIBRES. LEJOS DE TUS AGUJEROS Y DE TU SEÑOR EXPOLIADOR. ADMIRABLE.
Hay odio en sus ojos. Oscuridad. Puedo sentirlo. No son solo hombres que buscan ser libres de las leyes del Shõgun. Hay algo más.
DUERME. YO VIGILARÉ SI TIENES MIEDO.
Yukiko oyó unas pisadas suaves. Se giró y vio a Kaori que se acercaba por el puente con paso firme, su pelo ondeaba en oscuras olas aterciopeladas. El flequillo diagonal le caía por la cara, ocultando gran parte de la cicatriz; se le veía solo un ojo entre dos cortinas negras gemelas. Se paró al lado de Yukiko, se apoyó en la barandilla y miró hacia la susurrante penumbra.
—Deberías dormir. —La voz de Kaori era suave como el humo—. Pareces agotada.
—Ahora voy.
—Los rumores ya se están extendiendo entre la gente de por aquí. —Kaori la miró de reojo—. La chica que monta el tigre del trueno. La que ha matado a media docena de onis. Me temo que mañana te cubrirán de atenciones. Deberías descansar mientras puedas.
—No fueron media docena. Fueron solo cinco.
DEBIÓ DE SER DIFÍCIL. UNA CHICA TAN PEQUEÑA COMO TÚ ACABANDO CON LA VIDA DE CINCO DEMONIOS DE LOS ABISMOS ELLA SOLITA.
Yukiko hizo una mueca.
—De todas formas, Buruu hizo la mayor parte del trabajo. NO ME DIGAS…
—Los onis estarán enfadados —suspiró Kaori—, la pérdida de tantos de golpe…
Yukiko guardó silencio y siguió mirando a la oscuridad. Algo iba mal en todo esto: gente sencilla con armas de guerreros, tatuajes quemados. La sospecha le roía las entrañas, se sentía constantemente observada y esa sensación hacía que le corrieran escalofríos por la nuca.
—Tu amigo tiene fiebre. —Kaori se puso de puntillas y se asomó por encima de la barandilla, ondas de cabello azabache le cayeron por la cara—. Le hemos dado antibióticos y algo para aliviar el dolor.
—¿Y dónde habéis conseguido las medicinas?
Kaori entornó los ojos de forma casi imperceptible.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, no sé, ¿hacéis algún tipo de trueque? Parece que ponéis mucho empeño en mantener este sitio secreto. Pero, a no ser que estéis cultivando los antibióticos vosotros mismos, supongo que alguien tiene que saber que estáis aquí.
Kaori se volvió hacia ella y cuadró los hombros. Su cara se había endurecido, un cambio repentino en la suave piedra. Tenía una mirada feroz detrás del flequillo.
—Haces muchas preguntas, Yukikochan. Eso puede ser peligroso tan lejos de casa.
Buruu gruñó, un ruido sordo cargado de amenaza. Yukiko le sostuvo la mirada a la mujer con frialdad.
—Hay todo tipo de cosas peligrosas por aquí.
Los ojos de Kaori se posaron en Buruu, que se estaba poniendo en pie. El tigre del trueno la miró fijamente del mismo modo que una avalancha mira a una mariposa.
—Como tú digas. —La mujer hizo una pequeña reverencia y se cubrió el puño con la palma de la mano—. Duerme un rato. Seguiremos hablando por la mañana.
Kaori se alejó. Sus pies apenas hacían ruido, el puente no se movió ni un ápice bajo su peso. Yukiko la siguió con los ojos entornados hasta que desapareció entre las sombras.
No me gusta esto, Buruu.