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EFÍMERAS
Yukiko estaba sentada a lomos de Buruu, desequilibrada, con la cara brillante, las riendas envueltas dos veces alrededor de las muñecas. El arashitora serpenteó por el recorrido de obstáculos, un circuito continuo alrededor del pilar de hierro al que estaba encadenado, como un perro que se persigue la cola todo el rato. Sus pulsos latían al mismo ritmo, un único latido del corazón que se daba la mano a sí mismo. Yukiko podía sentir los músculos de Buruu moverse bajo las plumas, oler el tenue aroma a ozono y sudor, como la promesa de lluvia que flota en el aire antes de una tormenta.
Ya se había caído una vez para que la vieran los bushimen. Relajó los músculos y se preparó para repetirlo.
Ahora.
Tiró fuertemente de las riendas y Buruu sacudió la cabeza, giró hacia la izquierda y se estrelló contra la paja. Con una maldición y un grito convincente, Yukiko salió volando de sus hombros, rebotó contra la bala de paja y se estampó contra la piedra en un lío de brazos y piernas. Buruu se puso en pie sobre sus patas traseras e hizo un ruido rasposo con la garganta que sonaba sospechosamente parecido a una risilla. Varios de los bushimen que estaban observando el espectáculo prorrumpieron en sonoras risotadas. Yukiko se arrancó los anteojos y miró con odio a la bestia mientras se quitaba el pelo de la cara.
—¡Torpe zoquete! —Su grito ahogó las risas provenientes de los bancos—. No es tan difícil. ¿Eres ciego o simplemente estúpido?
El rugido desafiante de Buruu fue una vibración reconfortante en su pecho. Le envió una sonrisa mental al mismo tiempo que maldecía en voz alta, encantada simplemente por estar a su lado una vez más. Entre todas las conversaciones susurradas y las intrigas entre las sombras de las últimas semanas, él era una constante en su vida, un norte real con el que encontrar el camino. Cuando estaban separados, Yukiko sentía su ausencia como un dolor sordo, pero en las pocas horas que pasaban juntos cada día, se sentía más completa que nunca desde que murió Satoru.
Se dio cuenta de que sus palabras en la cubierta del buque del Gremio eran ciertas.
Él era su hermano ahora.
¿AISHA TE CONCEDIÓ LO QUE LE PEDÍAS?
Sí. Van a sacar a mi padre a escondidas de su celda en los próximos días. Aisha prefería esperar hasta las celebraciones del bicentenario, pero es que ella no le vio encerrado en ese agujero. Lo que la cárcel le estaba haciendo. No me importa que diga que va a ser difícil. Siempre que no sea imposible.
NADA ES IMPOSIBLE.
Dio un suspiro al tiempo que se echaba el pelo por encima del hombro y se levantaba de la piedra sobre la que había caído. Hizo una mueca de dolor y se frotó la cadera, masajeándose el muslo mientras se ponía en pie.
Nos quedan solo unos días de esta farsa. Y luego nos vamos.
UNOS POCOS DÍAS MÁS A ESTE RITMO Y NO SERÁS MÁS QUE UN ENORME CARDENAL.
Un aplauso sombrío atravesó el sonido de las risas de Buruu en su cabeza; un único par de manos aplaudía y el aplauso reverberaba por el suelo de la arena y subía por la tribuna vacía. Todos los ojos se volvieron hacia el ruido. En seguida se produjeron exclamaciones de sorpresa y el sonido de hombres golpeando sus puños con la palma de las manos. Todos adoptaron expresiones adustas e hicieron profundas reverencias; a los bushimen se les borró la sonrisa de un plumazo y se pusieron a estudiar el suelo con atención.
—Shõgun —murmuró uno.
Hiro se había puesto en pie, entre el lubricado silbido de los engranajes y el gemido de diminutos motores. Hizo una profunda reverencia y corrió al lado de su Shõgun; les dedicó una breve inclinación de cabeza a los cuatro Samuráis de Hierro que venían acompañando a Yoritomo. Al igual que Hiro, los hombres llevaban el jinhaori ribeteado de oro de la Élite Kazumitsu, máscaras de oni y las hojas daishõ de las katanas de sierra y los wakizashis emparejados a la cintura.
—Seii Taishõgun —dijo Hiro—, no nos habían anunciado vuestra visita. Perdonadme, os habría conseguido un adecuado…
Yoritomo levantó la mano y las palabras se congelaron en los labios de Hiro. El Shõgun no apartaba los ojos de Yukiko. Bajó las escaleras de piedra entre los asientos y hasta el suelo de la arena, sin parpadear, con sus brillantes ojos de reptil fijos en la chica.
—Una gran actuación —sonrió—. Mi enhorabuena.
Yukiko hizo una profunda reverencia.
—Me honráis, gran Señor.
Un soldado cercano abrió los cerrojos de la verja de hierro que llevaba al foso. Yoritomo le entregó al hombre su respirador y entró. Peto dorado, pequeñas alas en los hombros y anchas tiras de seda roja arrastraban por la paja tras él, marcando como una senda. Caminó hacia Yukiko, con una mano colocada descuidadamente sobre la empuñadura de las anticuadas espadas daishõ que llevaba a la cintura. Los amuráis de la Elite entraron en fila detrás de él; el runrún y el silbido de los õyorois sonó amplificado en el enorme espacio circular. El último Samurái de Hierro en entrar por la puerta levantó una mano para impedirle el paso a Hiro, corrió el pestillo con un ruido metálico, dejando así la puerta candada tras de sí.
—Creo que quizás has elegido mal tu vocación, Yukikochan —dijo Yoritomo, acercándose más a ella—. En lugar de cazadora, ¿quizás habrías preferido ser dramaturga?
—¿Mi Señor?
TEN CUIDADO.
—Oh, desde luego —asintió—. Habrías tramado ficciones muy entretenidas.
Yoritomo se movió, rápido como una víbora, y sujetó a Yukiko por la muñeca; le extendió el codo al máximo para hacerle una dolorosa llave de palanca. Buruu rugió, una detonación terrible y atronadora resonó entre las piedras; se lanzó hacia el Shõgun. Dos Samuráis de Hierro se interpusieron en su camino, desenvainaron sus armas y dieron un grito de desafío. Las garras de Buruu abrieron a uno en canal; carne blanda y débil dentro de una fina lata de hojalata. El cuerpo cayó a un lado, esparciendo una serpenteante masa de entrañas. Yoritomo le retorció a Yukiko el brazo tras la espalda, sacó su wakizashi y se lo puso en el cuello. El segundo samurái levantó su atronadora sierra con un grito feroz, solo para ver cómo el tigre le daba un mordisco que le arrancaba el brazo desde el codo; el pico de Buruu cortó a través del hierro como el acero caliente a través de la nieve. El grito del hombre fue agudo, acompañado de una larga y temblorosa nota de incredulidad.
—¡Alto, o ella morirá! —gritó Yoritomo—. ¡Morirá, lo juro!
YUKIKO.
¡Buruu!
Buruu se paró en seco, sus ojos ardían de ira, sus garras levantaron una lluvia de chispas que cayó por el suelo de la arena. La cara de Yoritomo estaba pálida, las pupilas dilatadas. Inhaló una bocanada de aire a través de los dientes apretados mientras arrastraba a Yukiko hacia atrás, hacia la verja. El arashitora dio unos pasos vacilantes hacia ellos, un gruñido se le iba acumulando en la garganta y vibraba en los charcos de sangre bajo sus patas. Ondas en el rojo escarlata.
—No te acerques —advirtió Yoritomo—. Le cortaré el cuello a esta zorra.
El gruñido se convirtió en otro rugido.
—Sí que me entiende. —Yoritomo retorció el brazo de Yukiko aún más y esta dio un grito de dolor—. No es más listo que un perro, ¿eh?
—Mi Señor, ¿qué está pasando aquí? —chilló Hiro, agarrado a los barrotes de la verja.
—Felonía —escupió Yoritomo, sin dejar de vigilar al arashitora—. El vil hedor de la traición.
—¿Mi Señor?
Yoritomo hizo un gesto con la cabeza a los otros samuráis y estos sujetaron los brazos de Yukiko, uno cada uno, y la arrastraron hacia atrás en un abrazo de humo y hierro. El pelo de la chica era una cortina enredada sobre la cara, negro como el carbón sobre la piel pálida. Alzó la vista hacia Yoritomo con indisimulado odio en los ojos, retorciéndose entre aquellos implacables brazos que funcionaban con motores de chi. Él sonrió, colocó la punta de su wakizashi bajo la mandíbula de la chica y la obligó a levantar la barbilla; le separó el pelo de la cara con la afilada punta.
—Te crees una zorrita astuta, ¿eh? ¿Tan astuta como para burlarte del Señor de todo Shima? —Emitió una risita vacía—. Patética niñita.
Le dio una bofetada, haciendo fuerza hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. La cabeza de Yukiko dio un latigazo hacia la derecha; el chasquido de carne contra carne sonó más fuerte que un látigo. Un gruñido, la mejilla se abrió, líquido rojo chillón salpicó el aire. Buruu perdió la razón: cargó hacia delante con un rugido terrible manchado de sangre, las garras arrancaron trozos enteros de roca. Yoritomo sacó el lanzador de hierro de su cinturón, apoyó el cañón chato contra la sien de Yukiko y la obligó a arrodillarse.
Buruu llegó al final de su amarre, la cadena se tensó al máximo, los eslabones gruñeron peligrosamente cuando dos toneladas de ímpetu vivo se detuvieron en seco. La pica de hierro clavada en el suelo se dobló cuarenta y cinco grados con un agudo chirrido; escamas de metal se desprendieron como si fueran piel vieja. Buruu rugió, todo saliva y lengua y ojos desorbitados; sus garras barrían el cielo a metro y medio de la cara de Yoritomo.
—¡Basta! —Yoritomo amartilló el lanzador de hierro.
Buruu se quedó quieto, con la respiración entrecortada, temblando por la adrenalina y la ira. Aulló, salvaje y crispado, con los ojos enloquecidos y los cuartos traseros temblando. Sacudía la cola de un lado al otro, clavó las garras en la piedra bajo sus patas.
—Espadas —ladró Yoritomo.
Con las manos libres, los Samuráis de Hierro que quedaban en pie desenvainaron sus katanas y las arrancaron. El gruñido dentado de las hojas ahogó los quejidos de su compañero moribundo. El hombre se retorcía en un charco de sangre cada vez más grande, sujetándose el muñón donde una vez estuvo su brazo.
—Si la bestia osa siquiera toser en mi dirección, le cortáis a esta zorra la cabeza.
— ¡Hai!
Yoritomo enfundó su lanzador de hierro y envainó el wakizashi. Fijó la vista en Buruu y se acercó a él, echándose la trenza por encima del hombro con un movimiento de la cabeza.
La sonrisa de su cara era ártica, la tensa mueca de una máscara sepulcral.
—Tienes espíritu, grandullón. Eso te lo reconozco.
YUK1KO. ¿PUEDES OÍRME?
… ¿Buruu?
Estaba bastante atontada, la cabeza aún le retumbaba por el golpe de Yoritomo. Tenían sangre en sus bocas.
—Muévete y ella muere —susurró Yoritomo.
El Shõgun sacó su katana, el acero se deslizó por el borde de la vaina con un brillante tono plateado. De un solo sablazo, cortó el arnés que sujetaba las alas de Buruu; la goma y la malla de acero cayeron en desorden sobre el suelo. Tres plumas sobresalían entre los restos, anchas y pálidas, el cañón seccionado con precisión. Buruu se estremeció cuando Yoritomo pasó los dedos por encima de las plumas nuevas que crecían al final de sus alas. Brillaban con un tenue lustre metálico, enteras, y perfectas. El Shõgun respiró hondo y el aire le raspó los dientes; bufó incrédulo, una ira ciega e imperiosa se iba acumulando en su interior.
—Así que es verdad. —Le temblaba la mandíbula, se mordisqueaba el labio.
—Gran Señor —llamó Hiro—, estoy seguro de que Yukiko no sabía nada de esto.
—Puede oír los pensamientos de la bestia. —Yoritomo ni siquiera miró en dirección al Samurái de Hierro—. ¿Y aun así me dices que no sabía nada?
—Estoy seguro de que hay una explicación…
—¡Entonces explícalo!
—Quizás no se dio cuenta de…
—¡No, eras tú el que no se daba cuenta! —Se volvió hacia Hiro con un rugido y le apuntó con la katana—. Esta traición ha ocurrido en tus propias narices y ¡tú ni siquiera te has enterado! Me has fallado, Hiro, y te has avergonzado a ti mismo.
Hiro miró a Yukiko con ojos desesperados e impotentes. Luego, cayó sobre las rodillas, apretó la frente contra la piedra del suelo.
—Perdonadme, gran Señor.
El Shõgun dio media vuelta y se centró en Buruu una vez más, bufando entre dientes. Los Samuráis de Hierro bajaron las espadas, las hojas giratorias de las katanas de sierra quedaron suspendidas, amenazadoras, a pocos centímetros del cuello de Yukiko. Mechones de pelo revolotearon en las turbulencias, se elevaron en el aire para ser seccionados por las furiosas cuchillas y luego flotaron despacio de vuelta al suelo.
Yukiko parpadeó, le pitaban los oídos; intentaba aclararse las ideas. Sangre manaba de su mejilla hinchada, se arremolinaba lentamente en el hueco de la barbilla y caía salpicando el suelo alrededor de sus pies.
—¿Dónde está tu respeto? —gruñó Yoritomo al arashitora—. ¿Crees que esa insolente niña puede burlarse de mí? —Apuntó a Yukiko con la katana y sacudió la cabeza—. Vas a aprender lo que soy yo. Lo que significa desafiar al elegido de Hachiman. Yo te lo enseñaré. Abre las alas.
YUKIKO.
Buruu, no lo…
TE MATARÁN.
Me matarán de todos modos. No lo hagas.
—¡Sé que me entiendes! —bramó Yoritomo—. ¡Abre las alas o la chica muere!
No, no lo hagas. Por favor, Buruu. No dejes que te toque.
El futuro se le apareció ante los ojos: días sin fin, la vida en una oxidada jaula bajo este asfixiante cielo. Esclavo de este principito y su locura, observado a todas horas por insectos alucinados y sin poder disfrutar de la libertad de los cielos.
La pérdida de sus plumas era una cosa, pero el temor a que este demente le cortara las alas enteras era abrumador.
Y aun así no era nada. Nada comparado con la idea de perderla. De mirar cómo la abrían en canal delante de sus ojos, de verla desangrarse en el suelo mientras él acababa con todos ellos, dando rienda suelta a su ira y a su orgullo, quedando en la escena final con la sangre de ellos en la lengua y la sangre de ella en el alma.
¿De qué valdría poder volar otra vez, sabiendo que ella se estaba pudriendo en la tierra fría?
—Matadla —escupió Yoritomo, dando un paso atrás. Los Samuráis de Hierro levantaron las armas. Hiro apretó los dientes y negó con la cabeza, pero se negaba a apartar la vista. Los bushimen sentados en los bancos contenían la respiración y hacían muecas de anticipación. Y con un sonido como el de una lona al desenrollarse, Buruu desplegó las alas.
Siete metros y medio de plumas nuevas, de un reluciente blanco plateado, centelleaban con una extraña y eléctrica opalescencia. A Yoritomo se le pusieron los pelos de punta, la electricidad estática corrió por encima de su piel y prendió una llama demente en sus ojos. El arashitora abrió las plumas. Las coberteras sintieron el cosquilleo de la cálida brisa, ondeaban como níveas olas blancas por encima de la enorme superficie de músculos y voltaje. Yoritomo respiró hondo. El sudor hacía que sintiera el mango de su espada humedecido y grasiento. Apuntó con la hoja hacia el cielo.
—Ahí está. Justo encima de tu cabeza. El deseo por el que lo arriesgarías todo. Y si solo tuvieses el valor de servirme, sería tuyo si lo quisieras. Pero en cambio ahora, me corresponde a mí quedármelo. —Suspiró—. Vaya desperdicio.
Dio un sablazo con la katana, la luz escarlata se reflejó sobre el acero repujado. Hubo un débil sonido de desgarro, no más que un susurro, y un frenesí de plumas blancas seccionadas. El perfecto abanico de las puntas abiertas de las alas de la bestia se redujo a una forma fea y plana, una mutilación de aficionado acababa de cortar en pedazos la promesa de volver a volar. Las puntas de las nuevas alas se partieron por la mitad, destrozadas, como aquella primera vez. Cayeron al suelo con el ruido del papel al rasgarse.
Yukiko exclamó como si la hubieran apuñalado; aspiró un aire rasposo por la garganta estrangulada de pena y lo exhaló en un agónico sollozo ahogado.
Mátale. Olvídate de mí, hermano. Lucha.
LUCHA. LAS PLUMAS VUELVEN A CRECER.
—No, por favor —gimió Yukiko bajo el rugido del acero—. No.
LAS HERMANAS NO.
—Así es como se sienten los inmortales —dijo Yoritomo con voz queda—. Poder llevarse todo y nada con un simple gesto de la mano. Un ala. Una cara. Una civilización.
Miró fijamente la hoja de la katana, transfigurado por la luz que bailaba sobre su filo.
—Soy como un dios.
Buruu cerró los ojos y agachó la cabeza cuando Yoritomo dio un rodeo hacia la otra ala; la katana cayó con la fuerza de un yunque. Ni una gota de sangre, ni siquiera una vaga sensación de dolor cuando el sablazo le cortó las alas. Y aun así, sintió como si la espada le estuviera cortando el corazón y sacándoselo del pecho. Las plumas se desparramaron en el aire, como cellisca y nieve susurrante que luego cayó hacia el suelo a cámara lenta. Sintió el viento de la tormenta en la cara, sintió la lluvia corriendo hacia él mientras maniobraba entre las nubes y le hacía los ecos a los truenos con la canción de sus alas. Tan cerca. Tan cerca que podía sentir su sabor en la lengua.
Y ahora tan lejos.
—Ahora ya lo sabes —dijo Yoritomo entre dientes—, todo lo que posees, yo permito que lo tengas. Todo lo que eres, yo permito que lo seas. Y aquello que más deseas es mío para dártelo y quitártelo cuando yo quiera. Piensa en ello ahora y en todas las horas oscuras entre este momento y el día en que estas plumas te vuelvan a crecer, y sé consciente de que cada una de ellas es una hora que yo te permito tener. Soy Yoritomo, el elegido de Hachiman, Emperador del mundo. Vuelve a desafiarme y te quitaré todo lo que te queda. ¿Me entiendes? Todo. —Una burla felina—. Y le haré daño primero.
Se acercó a la cara del arashitora, puso la espada bajo su barbilla para obligarlo a alzar la vista y mirarle a los ojos. El ámbar de sus ojos estaba anegado por una furia helada, comprimida como un muelle, reprimida por una fuerza de voluntad tan feroz como las mismas tormentas.
—Y ahora, muéstrale a Yoritomo el respeto que se merece —bufó entre dientes—. Arrodíllate ante él.
El Shõgun dio un paso atrás, envainó su espada y mostró las manos vacías. Indefenso. Desarmado. Podría acabar con él con un minúsculo movimiento. Todos los presentes contuvieron la respiración; el único sonido era el rugido sordo de las katanas de sierra sobre el cuello de Yukiko. Y mientras ella miraba al frente, casi cegada por las lágrimas, Buruu inclinó la cabeza, escondió las garras y apoyó la frente contra la piedra a los pies de Yoritomo.
—No.
Ella lloró en la mente de su amigo, una amarga pena, como un cristal roto, le cortaba las entrañas e inundaba todo su ser. Él estiró la mente y tocó sus pensamientos, le dio un abrazo fuerte, seguro y caliente.
NUESTROS PROBLEMAS NO SON MÁS QUE EFÍMERAS, QUE CRECEN Y MUEREN ENTRE EL AMANECER Y EL ATARDECER. Y CUANDO SE HAYAN IDO AL REINO DE LA MEMORIA, TÚ Y YO AÚN ESTAREMOS AQUÍ, YUKIKO.
Cerró los ojos y plegó las alas, más ligeras ahora de lo que habían estado hace una eternidad. Los sollozos de Yukiko eran lo único que podía oírse, resonaban con eco entre las piedras, fríos y vacíos. Las plumas yacían cortadas en el suelo, el corazón de la chica yacía a su lado, desgarrado y sangrando.
RESISTIREMOS.