21
LUZ MORTECINA
Soles imperiales bordados sobre tela dorada ondeaban en runa brisa asfixiante; parecían de un oscuro escarlata bajo el vibrante cielo del atardecer. A pesar de la luz mortecina del día, el calor era como una manta, un ente vivo, que respiraba, asfixiaba los atrofiados jardines de palacio bajo un peso plomizo y pegajoso y empapaba las pieles de reluciente sudor. Había sirvientes apostados al lado de ventiladores de cuerda, esperando para girar las manivelas en cuanto las aspas empezaran a rotar más despacio. Llevaban sombreros de ala ancha y anteojos con montura de latón que los protegían del sulfuroso resplandor del horizonte.
Unos pocos elegidos de la corte Tora estaban reunidos a la larga sombra de los anchos aleros de palacio, con tazas de agua que en seguida se quedaba tibia entre sus manos. Estaban poniendo todo su empeño en parecer fascinados mientras Yoritomonomiya, Noveno Shõgun de la Dinastía Kazumitsu, levantaba su lanzador de hierro y asesinaba a otro cantalupo indefenso.
Los melones cantalupo estaban dispuestos en filas ordenadas, empalados en las puntas de lanzas nagamaki; su jugo resbalaba por los mangos de madera clavados en la tierra. Cuando el disparo del lanzador de hierro resonó por el jardín, el melón del centro explotó en una lluvia de pulpa y corteza destrozada. Los marchitos árboles sugi que había detrás acabaron decorados con sus tripas naranjas, resbaladizas.
Se produjo un breve aplauso educado entre los espectadores; murmuraron palabras de felicitación desde detrás del latón y la goma de sus respiradores; sus axilas de seda estaban manchadas de sudor. Por qué el Shõgun insistía en hacer prácticas de tiro con ese horrible calor les parecía incomprensible, pero si alguno de ellos sentía algún resentimiento por que le arrastraran al jardín a aplaudir como si fueran monos amaestrados, se lo tragaba sin decir ni una palabra.
El Shõgun levantó su lanzador de hierro y apuntó hacia el melón del extremo izquierdo de la fila. Se colocó con el codo ligeramente flexionado, la barbilla baja y los pies separados. Tenía un aspecto formidable; el feo bulto de conductos, cañones y bocachas en su mano eran lo único asimétrico en él. Su túnica era una combinación de escarlata oscuro y crema pálido, con altas hierbas y tigres al acecho bordados con hilo dorado. Llevaba el largo pelo negro recogido en un moño atravesado por alfileres relucientes. Tenía la cara y los ojos ocultos tras un elaborado respirador que imitaba las fauces de un tigre y su dentada sonrisa dorada. La mortecina luz del sol refulgía sobre el cristal que le cubría los ojos. Una fina película de cenizas de loto apagaba el bronce de su piel y lo convertía en un ámbar ahumado. El sirviente que estaba a su lado cambió la posición del amplio paraguas de papel de arroz, haciendo todo lo posible por mantener a su amo a la sombra.
Aisha observaba a su hermano desde debajo de los oscilantes brazos de un arce, rodeada por una docena de sirvientas que se estaban marchitando como flores bajo el calor abrasador. Su piel era pálida, como de porcelana. Se mantenía perfectamente inmóvil hasta el momento en que Yoritomo apretaba el gatillo. Entonces daba un saltito, muy a su pesar, apretaba la mandíbula y se llevaba una mano al cuello. El estampido hueco del lanzador de hierro sonaba aterradoramente fuerte, como si alguien hubiera encadenado a Raijin dentro de los tubos huecos que tenía Yoritomo en la mano y le hubiera dejado al Dios del Trueno solo una diminuta y negra abertura por la que bramar su cólera.
Otro cantalupo saltó en pedazos: una ráfaga naranja brillante atravesó el cielo ensangrentado. Otra ronda de débiles aplausos flotó entre las hojas grises.
El siseo y el sonido metálico de una armadura õyoroi rompió la quietud tras el disparo, aún se oía el eco de la hueca detonación entre los altos muros terminados en cristales. Las firmes pisadas de unas botas de metal resonaron por el soportal. Yoritomo se estaba preparando para disparar el lanzador de hierro contra otro melón cuando una diminuta voz ronca cruzó el jardín.
—Gran Señor, vuestro humilde siervo os ruega le disculpéis por esta intromisión.
Yoritomo no se molestó en mirar por encima del hombro; en lugar de eso, apuntó con el cañón hacia la piel moteada de su próxima víctima.
—¿Qué pasa, Hideosan?
El anciano se paró, dio una crepitante calada a su pipa y prosiguió.
—Noticias de las Iishi, gran Señor.
Yoritomo dejó caer el brazo a un lado y se volvió hacia su ministro, que estaba escondido en la sombra de los aleros del palacio. Entornó los ojos para ver mejor. Distinguió las imponentes formas de varios Samuráis de Hierro rodeando al mayordomo, todos envueltos en gases de chi, y dos figuras más, ocultas detrás, en la penumbra. El Shõgun les hizo un gesto para que se acercaran. Los samuráis bajaron las escaleras hasta los lisos cantos rodados del sendero; iban empujando a las dos figuras delante de ellos. Cuando la pareja se dejó ver a la luz mortecina, un silbido de sorpresa escapó de entre los dientes de Yoritomo.
—Masarusan —había confusión en la voz del Shõgun, mezclada con un leve deje de sospecha—, y Capitán Yamagata.
—Vuestro humilde sirviente, Seii Taishõgun.
Las ropas de Yamagata estaban gastadas y sucias por el viaje; su piel, mugrienta; su pelo, una maraña desaliñada recogida en una burda coleta. Aún llevaba sus anteojos Shigisen a medida, pero parecía haber perdido su respirador y, en vez de eso, llevaba la boca cubierta por un trozo rajado de trapo gris. Masaru tenía un aspecto similar: el pelo y la ropa alborotados, la piel impregnada de humo de chi y mugre. La lente derecha de sus anteojos estaba rota: las grietas se extendían por todo el cristal como una tela de araña. El pañuelo que le cubría la boca estaba empapado en sudor. Los dos hombres se arrodillaron sobre el suelo y tocaron la hierba moribunda del borde del sendero con la frente.
Yoritomo se quitó el respirador con un ruido de succión mojado.
—No me habían informado de que hubierais puesto rumbo de regreso a Kigen.
El comentario iba dirigido al cazador y al caminante de las nubes, pero la mirada de odio del Shõgun estaba fija sobre su ministro en jefe.
—No informaron a nadie, gran Señor. —Los largos y rasgados ojos de Hideo se pasearon por las espaldas de los dos hombres arrodillados. Un hilillo de humo gris azulado salía de sus labios—. Han llegado aquí a última hora de la tarde en tren, directos desde Yama. Se han presentado a las puertas de palacio y han rogado ser recibidos en audiencia. Los he traído aquí inmediatamente.
—¿En tren? —Yoritomo bajó la mirada hacia Yamagata, fría y dura como el hierro—. ¿Dónde está su nave, Capitán-san?
—Destrozada, gran Señor. —La voz de Yamagata sonó amortiguada por el suelo—. Un relámpago impactó contra nosotros en las Iishi. Nuestra lona hinchable ardió en llamas. La Hija del Trueno encontró su muerte en las montañas malditas.
La cara de Yoritomo se ensombreció, tensó los músculos de la mandíbula. Se chupó los labios una vez. Un sirviente apareció a su lado como si le hubieran conjurado del mundo de los espíritus. Le ofreció un tazón de agua tibia con las dos manos, pero desapareció a la misma velocidad que había aparecido cuando captó el fulgor de los ojos de su amo.
—Fracasasteis en vuestra búsqueda de la bestia. —Era una afirmación, no una pregunta—. Destruidos por la mala suerte antes de que la caza comenzara siquiera. Y ahora venís a rogar misericordia.
—Con todos los respetos, gran Señor —Masaru mantuvo el tono firme, con los puños apretados—. No fracasamos. Encontramos a la bestia, exactamente como vos ordenasteis.
—¿La visteis? —Yoritomo abrió los ojos de par en par—. ¿Existe?
—Hai, gran Señor. —Masaru se arriesgó a levantar la vista del suelo y se bajó el mugriento pañuelo hasta dejarlo colgado de su cuello—. Lo juro por las almas de mis antepasados. La bestia existe. Y es más, gran Señor, la capturamos.
Un principio de risa estrangulada salió de boca del Shõgun y la saliva le salpicó los labios. Miró a Hideo. Una felicidad chisposa y centelleante brillaba en sus ojos, las comisuras de la boca curvadas como si unos ganchos en las mejillas tiraran de ellas hacia arriba. Dio un paso adelante, echó un vistazo a sus cortesanos, a su hermana, y se frotó los labios con dedos temblorosos.
—Existe. —Otro principio de risa estrangulada, más largo que el anterior—. Alabado sea Hachiman, ¡existe!
Yoritomo bramó de felicidad, se le veían todas las venas del cuello; gritó un desafío triunfante y sin palabras al sol que se hundía por el horizonte. Dio vueltas como un loco en un pequeño círculo, agarró a un sirviente cercano de la tela que llevaba al cuello y sacudió al hombrecillo adelante y atrás hasta que el paraguas se le cayó de las manos.
—¡Te digo que existe, pequeño hijo de puta!
El Shõgun apartó al sirviente de un empujón y el hombre salió despedido por encima de la hierba muerta y las lisas piedras, perdiendo una sandalia por el camino. Yoritomo agarró el uwagi de Masaru, le arrastró hasta ponerle en pie y acercó tanto la cara a la del Maestro de Caza que este podía ver las venas que garabateaban en los ojos de su Señor. El Shõgun arrancó los anteojos rotos de la cara de Masaru, con la respiración entrecortada y una risa atrapada entre los dientes.
—¿Dónde? —La sonrisa de Yoritomo amenazaba con partirle los labios—. ¿Dónde está mi arashitora, Masarusan?
Masaru respiró hondo y tragó saliva. Una gota de sudor resbaló por su pálida piel. Podía leerse el dolor en sus ojos, lejano y borroso por el humo de loto.
—Está muerto, gran Señor. —Su voz sonó diminuta, quebrada—. La bestia está muerta. Y mi hija con ella.
El jardín se quedó tan inmóvil como los retratos que colgaban en los salones de palacio, como las viejas estatuas que había entre los árboles; las hojas grises se congelaron, no había ni pizca de viento. Solo la Señora Aisha se movió: hizo por levantarse de su silla y se quedó medio en cuclillas, estirando una mano muy lentamente en dirección a su hermano. La llama en los ojos de Yoritomo refulgió y se apagó, la sonrisa desapareció, el aire se arrastraba a duras penas hasta sus pulmones estrangulados.
El agarre sobre el cuello de Masaru se aflojó mientras el Shõgun expulsaba el aire; fue una exhalación larga y desganada al término de la cual movió los labios para pronunciar una sola palabra temblorosa.
—¿Muerta?
Parpadeó una vez para deshacerse de la confusión que le invadía. Cuando abrió los ojos solo había ira. Yoritomo bufó entre dientes.
—¿Cómo?
—En el accidente, gran Señor. —Masaru agachó la cabeza, cenizas de loto se acumulaban sobre sus mejillas secas, su voz estaba anegada en lágrimas—. Ambos murieron en el accidente.
—La fuerza de los mismísimos cielos hizo que nos estrelláramos, gran Señor. —Yamagata se levantó y se puso en pie al lado de Masaru, sin apartar la vista del suelo y con las manos cruzadas a la espalda—. El Zorro Negro doblegó al arashitora, lo encadenó en una jaula de hierro en cubierta. Pero Raijin… —el capitán sacudió la cabeza—, el Dios del Trueno se enfadó por la captura de su hijo. Lanzó relámpagos desde el cielo para golpear el globo hinchable de la Hija del Trueno. Fue un infierno, se extendió como si fuéramos yesca. Le ordené a la tripulación que abandonara la nave. No hubo tiempo de salvar al arashitora.
La mirada de odio de Yoritomo cambió de objetivo, pasó sobre la cara gacha de Masaru y se detuvo en el capitán. Su voz era un susurro.
—Repite eso.
Una diminuta arruga cruzó la frente de Yamagata.
—¿Gran Señor?
—Repite eso. —Yoritomo dio un paso y se acercó más al caminante de las nubes—. Ordenaste a la tripulación que…
—Ordené a la tripulación que abandonara la nave. —Yamagata tragó saliva e intentó limpiarse el sudor que le quemaba las retinas bajo los anteojos—. No hubo tiempo de…
Sonó un estampido hueco, atronador, demasiado cerca. Una ráfaga de aire, el alegre crepitar de diminutas chispas. Un sonido que Masaru nunca olvidaría. La cabeza de Yamagata se inclinó hacia atrás sobre los hombros, la parte de atrás del cráneo reventó como un globo demasiado hinchado, lleno de relucientes caramelos rojos. Masaru se apartó instintivamente, salpicado por algo caliente y mojado. El cuerpo del capitán se puso rígido, se levantó sobre las puntas de los pies y cayó hacia atrás como una marioneta cuando se acaba la música. En algún lugar del jardín sonó un chillido; labios pintados enmudecidos por unas manos pálidas que los cubrían. El cuerpo del caminante de las nubes golpeó el suelo; las lisas piedras que una vez fueron bañadas por antiguos ríos, fueron bañadas ahora por un mar pegajoso, gris y escarlata. Los talones marcaron un ritmo staccato contra la roca. Un delgado y entrecortado hilillo de humo subió flotando desde la lente rota y el amasijo sangriento donde solía estar el ojo derecho de Yamagata; otro ascendía del cañón del lanzador de hierro que sostenía Yoritomo en su brazo estirado.
Se oyó un llanto apagado proveniente de los arces y luego la sibilante orden de Aisha de que guardaran silencio.
Masaru tragó con esfuerzo, con los ojos aún dirigidos hacia el suelo, negándose a mirar el destrozado montón de carroña que sangraba en las piedras a su lado. En la lejanía, podía oír los sonidos de la bahía, de la Plaza del Mercado, los zumbidos y gruñidos de los motores de las naves voladoras, la reverberación de miles de voces, la melodía de vida que pululaba tras esos muros.
Alzó la vista al cielo, entornó los ojos para protegerse de la luz de la Diosa Amaterasu, una luz que ardía en el horizonte. Pensó en su mujer.
En su hijo.
En su hija.
Los días que habían pasado volando, tan deprisa, los días y las noches que ahora parecían haber durado no más que un latido del corazón. Solo le quedaba un latido más, y todo habría terminado.
La idea casi le pareció atractiva.
Yoritomo levantó el lanzador de hierro y apuntó a la cabeza de Masaru.
—Fracaso —dijo entre dientes, con rabia.
Y Masaru cerró los ojos.