27
PERFUME DE GLICINA

La prisión era un apestoso pozo negro de piedra grasienta y aire rancio. Un agujero olvidado en el que la justicia de Kigen metía a los criminales a los que se les había perdonado la vida en la arena o en alguna ejecución: una lastimosa y afortunada minoría. Deudores y matones, ladrones insignificantes y criminales menores apelotonados en minúsculas celdas con barrotes de hierro picado y paja podrida en el suelo. Sin luz solar. Sin aire. Pan duro y agua negra, y piedra desnuda como almohada.

El carcelero había echado un solo vistazo a Hiro en su tabardo dorado y su sibilante y ruidoso traje õyoroi antes de buscar a tientas las llaves y abrir la puerta del bloque de celdas. Se bamboleó, arrastrando los pies, por un pasillo frío y húmedo. Cada pocos pasos, miraba hacia atrás por encima del hombro como para asegurarse de que aún le seguían. Los condujo por unas escaleras de caracol hacia la pestilente oscuridad de las profundidades.

Pequeñas ratas se escabullían del reflejo de la linterna del guarda, mientras las más grandes, con colas tan gruesas como el pulgar de Yukiko, no se movían de su sitio y chillaban desafiantes. En una de las celdas, zumbonas moscas del loto nadaban en hedor a cadáver. Yukiko se cubrió la boca y apartó la vista.

El carcelero se paró en lo más profundo de las entrañas de la prisión. Les indicó la puerta de una celda al final del pasillo, les entregó la linterna, volvió a hacer un gesto deferente con la cabeza hacia Hiro y retrocedió a una distancia respetuosa. Yukiko se volvió hacia el Samurái de Hierro e hizo un gesto hacia la celda.

—Me gustaría hablar con mi padre a solas, Hiro.

Él hizo una reverencia, sus engranajes zumbaron y escupieron humo de chi.

—Como desees, Señorita.

Se acercó a la celda con paso lento y pesado, con la linterna en la mano. Se le partió el corazón cuando vio a la pálida y mugrienta figura encorvada en la jaula. Desnudo excepto por un trapo sucio de vómito, su piel gris relucía con una película de sudor cetrino, estaba paralizado por la agonía del síndrome de abstinencia del loto. Le castañeteaban los dientes, tenía la cabeza gacha, los brazos alrededor de las rodillas. Estaba encerrado en su infierno privado; no movió ni un pelo al ver la luz de la linterna.

—¿Padre? —Un sollozo le bloqueó la garganta y se le quebró la voz.

Se arrodilló frente a la puerta de la celda y metió la linterna entre los barrotes. Una luz parpadeante iluminó los tatuajes de Masaru; el zorro de nueve colas parecía bailar entre las sombras. Alargó el brazo hacia él, con los dedos estirados. El hedor del cubo que había en la esquina le daba ganas de vomitar.

—Padre —repitió en voz más alta.

Él levantó la cabeza despacio y miró hacia la luz con los ojos entrecerrados; marañas enredadas de pelo gris colgaban como cuerdas sucias sobre su cara. Se produjo un destello de reconocimiento a través de la costra de retraimiento. Parpadeó varias veces, abrió los ojos de par en par y empezó a enderezarse.

—¿Yukiko? —murmuró, gateando hacia ella por la piedra mugrienta—. Dios Izanagi, alabado seas. ¿Eres real o solo otro espejismo ahumado?

—Soy yo, padre. —Intentó sonreír mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Le cogió la mano entre los barrotes—. Soy tu Ichigo.

Su cara se iluminó de felicidad, que reptó por encima del dolor y brilló en sus ojos.

—¡Creí que estabas muerta!

—No —contestó, apretándole la mano—. Lo salvé, padre. Al arashitora. Está aquí conmigo.

—Por todos los cielos…

—¿Dónde está Kasumi? ¿Akihito?

—Se han ido. —Sacudió la cabeza y bajó la vista al suelo—. Les ordené que huyeran antes de llegar a las verjas de la ciudad. Sabía que la cólera de Yoritomo sería implacable. Yamagata…

—Lo sé. Sé lo que hizo Yoritomo. A Yamagata. A nosotros. Lo sé todo, padre.

Alzó la vista. La confusión y el temor le dilataban las pupilas. Las arrugas de los bordes de la boca y los ojos eran profundas, surcos oscuros en la piedra gris, las cicatrices de un tortuoso secreto guardado durante años. Había ahogado su pena en el humo del loto, buscaba el olvido en los tugurios de bebida y las casas de juego, deseando que algo acabara por fin con todo aquello. Un respiro hueco del secreto que se retorcía en su interior, que le susurraba en la oscuridad. El secreto que ahora compartían.

—Tú… —Las lágrimas le anegaron los ojos. La primera vez que ella las veía—. Tú, ¿lo sabes?

—Lo sé todo.

El suspiro pareció salir de lo más hondo de su ser, de algún lugar oscuro y venenoso, la exhalación de la toxina que había estado inhalando desde aquel funesto día. Una parte de ella lo había sabido, siempre lo había sabido. Desde el día en que él se puso en cuclillas a su lado en el jardín del Shõgun y le dijo que su madre se había ido, que se había marchado y que nunca volvería. Que Yukiko no podía despedirse de ella. Y ella le había culpado a él. Le había odiado por ello.

—Naomi… —Se le quebró la voz al pronunciar el nombre—. Tu madre le rogó a Yoritomo que me eximiera de su servicio. Le suplicó en nombre de nuestra familia. Del bebé en su vientre. Vosotros habíais crecido sin mí. No quería esa vida para nuestro nuevo hijo. El Shõgun sonrió y asintió, nos dijo que lo pensaría. Que nos daría la respuesta al día siguiente.

Masaru parpadeó repetidamente e hizo una fea mueca con la cara, intentando retener las lágrimas. Yukiko le apretó la mano tan fuerte como pudo; alargó la otra mano y le acarició las mejillas.

—La mataron a la mañana siguiente. Volví de la casa de baños y la encontré aún en la cama. Los ojos cerrados. El cuello rajado. —Se le quebró la voz—. La sangre…

Se miró la palma de la mano, abierta y vacía. Se quedó callado durante un largo y terrible momento, con los ojos llenos de odio.

—Agarré la nagamaki que el padre de Yoritomo me había dado y salí en su busca con la intención de cortarle la cabeza. Le encontré en una terraza con vistas al jardín, observando cómo jugabas con los gorriones. No era más que un niño, tenía apenas trece años, pero me miró con los ojos de un loco. ¿Y sabes lo que me dijo?

Masaru agachó la cabeza y tragó deprisa.

—«Si me vuelves a desafiar, te quitaré todo lo que te queda. Todo.» —Emitió un sordo gruñido—. «Y le haré daño primero.»

Le dio un puñetazo al suelo; se abrió los nudillos, el hueso raspó contra la piedra.

—Entonces te sonrió y se marchó, sin mirar atrás. —Masaru se pasó una mano por los ojos, restregándose la sangre por la cara—. No te lo podía decir. Si hubieras sabido lo que había hecho, a lo mejor te hubiera considerado una amenaza. Así que te dije que se había ido. Le dije a todo el mundo que se había ido. Era fácil de creer. Yo no estaba nunca en casa. Le había sido infiel. Pero la amaba, Ichigo. A pesar de todo, nunca dejé de amarla, ni un momento. Y tú eras todo lo que me quedaba de ella.

La miró, con la cara llena de sangre y dolor.

—No podía perderte a ti también.

Las lágrimas rodaban sin control por las mejillas de Yukiko; salpicaban el suelo con el ruido de la lluvia. Lo lavaron todo, el odio, la ira, dejándola con la certeza de que había juzgado mal a aquel hombre. De que él se había encadenado al trono de un loco para salvarle la vida a ella.

—Perdóname —murmuró Masaru, apretándole los dedos.

—Perdóname —suplicó Yukiko.

Él alargó las manos a través de los barrotes y la estrechó entre sus brazos; el metal que se interponía entre ellos se les clavaba en la carne mientras se abrazaban. Yukiko podía sentir los duros músculos tensos bajo la piel grisácea, la fuerza de sus brazos bajo los temblores del loto. Pero no era nada comparado con la fuerza de voluntad que debió de requerir para arrodillarse cada día, para renunciar a todo lo que era por el bien de su hija. Una fuerza más allá de la fuerza.

Ella podía oír las palabras que le había dicho en la Hija del Trueno, resonaban en su mente con la misma claridad que si las acabara de pronunciar en voz alta. Y por fin, comprendió lo que quería decir.

Algún día comprenderás que a veces debemos hacer sacrificios por el bien de algo más grande.

—Te voy a sacar de aquí —susurró abrazándole fuerte—. Te lo prometo.

—Shateigashira Kensai, eminente Segundo Brote del Cabildo de Kigen.

La pálida voz de Hideo recorrió toda la longitud de la sala de recepciones y llegó hasta el salón del trono, se deslizó por encima de la alfombra roja y subió por los altos tapices que ondeaban en la brisa del atardecer. El ministro dio tres golpes con el bastón en el suelo y los Samuráis de Hierro que custodiaban la puerta se apartaron como una sola persona, perfectamente sincronizados, con la precisión de una máquina suave como la silicona, una precisión solo equiparable a la del Hombre del Loto.

Los cortesanos congregados fuera de la sala abrieron paso respetuosamente. Abanicos revoloteaban delante de caras pintadas y elaborados respiradores; ojos miraban desde detrás de anteojos rasgados o de cristal tintado para protegerse de la luz del atardecer que entraba a raudales por las ventanas. Representantes de todos los zaibatsus de Shima estaban presentes en la corte de Yoritomo. Los emisarios del Daimyo del clan Ryu llevaban sus ondulantes sedas azules, tan anticuadas como las escamas de un dragón. Un grupo de nobles Kitsunes, con la piel pálida como la nieve, gruesos como ladrones, envueltos en kimonos de un negro susurrante, miraba con odio al otro lado de la sala, a sus vecinos Dragones, y murmuraba enigmáticamente tras sus abanicos. Había también hombres y mujeres guapísimos de tierras Fushicho: llevaban la piel de alrededor de los ojos pintada con el color de las llamas, el pelo salpicado de mechones rubios teñidos y unos ropajes que quitaban la respiración, en tonalidades que iban desde el color del girasol recién florecido hasta un naranja vibrante. Como de costumbre, los Fénix hacían todo lo posible por ignorar la obvia enemistad existente entre Dragones y Zorros y se concentraban a cambio en eclipsar a ambos. Y por supuesto, la gran mayoría de los allí reunidos iban vestidos de rojo: un rojo brillante, sangriento, con el símbolo del clan Tigre bordado sobre las túnicas con valioso hilo dorado. Todos se quedaron en silencio ahora, las insinuaciones y los chismorreos fueron desapareciendo mientras el mismísimo Shateigashira Kensai, Segundo Brote, la voz del Gremio en Kigen, hacía su aparición a través de las puertas dobles y se acercaba al salón del trono.

Podía oírse el siseo de sus engranajes, la tonadilla del mecábaco en su pecho. Un andar pesado resonó sobre la alfombra; el día que se acababa centelleaba en aquellos ojos de insecto, rojos como la sangre. Kensai era un hombre monstruoso: medía metro ochenta de altura y era casi igual de ancho que de alto, una impresionante mole apretujada dentro de un traje atmos indulgentemente decorado. El metal estaba elaborado para que simulara duros y abultados músculos, repujado con florituras góticas y filigranas que imitaban las rayas de un tigre. Pero su cara era una anomalía: tenía las facciones de un atractivo joven de color dorado, que parecía estar vomitando un manojo de parloteantes cables de hierro.

Con los puños cerrados y la respiración silbando a través de los fuelles, el Segundo Brote se paró ante el trono con una levísima reverencia. Su mochila escupió al aire una gran bocanada de humo de chi mientras el Samurái de Hierro cerraba las puertas tras él. Los ventiladores de cuerda claqueteaban y se bamboleaban colgados de las vigas vistas del techo. En alguna parte a lo lejos, un sirviente recorría los salones: marcaba el comienzo de la Hora de la Avispa con su campanilla de hierro.

Yoritomo había observado al Hombre del Gremio acercarse, lánguido debido al aplastante calor, impasible tras un pequeño respirador de interior. Los rumores decían que, bajo su traje, Kensai era un cerdo abotargado; las placas de músculo metálico no serían más que una fachada que escondía lorzas de grasa blanda y moteada, la preciosa cara de niño cubriría una cara de chucho que ni una madre podría amar. Hideo también sabía de buena tinta que el Segundo Brote de Kigen tenía predilección por las mujeres gaijin. Imaginarse a ese sudoroso puerco sin cara en la cama con alguna pobre chica bárbara raptada, hizo que a Yoritomo le resultara fácil obviar la intimidante estatura de Kensai. De hecho, el Shõgun tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una sonrisa ante semejante idea escandalosa.

—Shateigashira —asintió—. Voz del Cabildo de Kigen. Nos honra con su presencia.

—El honor es mío, Seii Taishõgun, Conquistador de los Bárbaros del Este, Espejo del cielo. —La voz de Kensai era un retumbar profundo y metálico, completamente incongruente con las juveniles líneas de su máscara—. Que Amaterasu brille sobre vuestros campos y traiga riquezas a vuestras gentes.

—Ha venido a hablar del bicentenario, supongo. Entiendo que mi montura estará lista según lo previsto, ¿es así?

Hideo se materializó al lado del trono de Yoritomo; la larga boquilla de su pipa descansaba sobre sus pálidos labios. El trono mismo era dos veces más alto que el pequeño ministro; era una retorcida amalgama de tigres dorados, magníficas curvas y cojines de seda. Tapices ondeaban en la sucia brisa y golpeaban contra las columnas que se erguían detrás del trono. Los pilares eran de granito negro, con destellos cobalto, tan brillantes y pulidos como los ojos del Hombre del Gremio.

—El venerable Segundo Brote desea hablar de la chica Kitsune, gran Señor. —Hideo hizo una reverencia, exhaló una bocanada de dulce humo gris azulado y entornó los ojos inyectados en sangre.

—Ah —asintió Yoritomo—. La amazona de mi arashitora. ¿Qué pasa con ella?

—Perdonadme, gran Señor. —El Hombre del Gremio hizo una reverencia tan falsa e imperceptible que apenas mereció la pena—. No quiero que os sintáis insultado de ninguna manera, ni debilitar los lazos de amistad y honor que unen a la Primera Casa con vuestra corte. Sé que habéis ofrecido cobijo a esta chica en vuestro propio…

—Escúpalo, Kensai. —Los ojos de Yoritomo refulgieron, todo intento de fingir quedó hecho trizas y cayó sangrando al suelo—. Ambos sabemos por qué está aquí.

—La chica es Impura, gran Señor. —Su voz sonó como una tormenta de abejorros, gorda y quitinosa—. Está manchada por sangre yõkai. Como ordena el Libro de los diez mil días, su suciedad debe ser purgada. Debemos seguir el Camino de la Pureza.

—Mrnm. —Yoritomo hizo todo lo que pudo por parecer preocupado—. ¿Sangre yõkai, dice?

—Es nuestra más profunda sospecha, Seii Taishõgun. El incidente con el perro de la Señora Aisha. El modo en que maneja al arashitora…

—¿Sospecha? —preguntó levantando una ceja—. ¿Quiere decir que no tiene ninguna prueba?

Se produjo una larga pausa, interrumpida solo por el sonido del mecábaco bobinándose sobre el pecho de Kensai. Mientras Yoritomo y Hideo le miraban, el Hombre del Gremio levantó la mano y deslizó varias de las cuentas hacia el otro lado. Su tono era el de un hombre que está eligiendo sus palabras con el máximo cuidado.

—Con todos los debidos respetos, gran Señor… ¿desde cuándo hemos necesitado tener pruebas?

 

 

La suite de invitados se extendía a lo largo del ala oeste del palacio; finas paredes de papel de arroz, teca pulida y ninguna privacidad en absoluto. Cada centímetro abundaba en el exceso. Los muebles estaban tallados a mano, obras de arte de Ryu Kamakura y Fushicho Ashikaga colgaban de las paredes, había largos acuarios de cristal de mar ahumado incrustados en el suelo, poblados por delgados y tristes peces koi de todos los colores del arcoíris. Pero todo parecía pomposo. Falso. Dinero gastado no para la comodidad del invitado sino para satisfacer la majestuosidad del Shõgun.

Yukiko se volvió hacia Hiro, que esperaba imponente al lado de la puerta.

—Puedes entrar si quieres.

—Eso sería impropio. —Su armadura cantó una musiquilla cuando sacudió a cabeza—. La Señora Aisha haría que me marcaran a hierro si se enterara de que he entrado en la habitación de una Señorita yo solo.

—Entonces, ¿simplemente te vas a quedar sentado ahí fuera?

—Hai.

A Yukiko le dio la impresión de que sonreía tras su pavorosa máscara de hierro.

—¿Puedes quitarte esa cosa? —preguntó, apuntado hacia el mempõ—. He visto suficientes onis para lo que me queda de vida.

—¿Has visto onis? —Se apreció solo un leve deje de escepticismo en la voz del samurái; eso le honraba—. ¿Dónde?

—Es una larga historia. —Sacudió la cabeza—. No importa. ¿Puedes quitártelo, por favor? No puedo saber si te estás burlando de mí con esa cosa puesta.

Hiro manipuló el cierre del cuello, la pieza que le cubría la cara se abrió con un ruido de succión y entonces se quitó el casco. Tenía el pelo pegado a la cabeza, la cara empapada de sudor. La mandíbula era fuerte, con una pequeña perilla puntiaguda. Sus mejillas eran suaves bajo esos maravillosos ojos brillantes.

—No me estoy burlando de ti, Señorita.

Le miró durante un rato, recordó sus sueños y sintió cómo ese ridículo rubor subía otra vez a sus mejillas. Se reprendió a sí misma. Una rápida y furiosa ira borró de golpe sus fantasías nocturnas y le recordó que su padre y su mejor amigo estaban encarcelados por orden del asesino de su madre. Si se hubiera podido abofetear, lo hubiera hecho.

Tienes cosas más importantes en las que pensar que en chicos.

—Necesito darme un baño y cambiarme de ropa. —Intentó mantener la voz serena, no era culpa de Hiro que ella se estuviera portando como una idiota—. Así que búscate una silla cómoda en el pasillo.

Hiro sonrió, se cubrió el puño e hizo una pequeña reverencia. Se metió el casco de oni bajo el brazo, salió del cuarto y cerró la puerta corredera tras de sí. Yukiko podía ver su silueta pintada en el papel de arroz por el sol escarlata, como una sombra chinesca en una obra teatral. Entró en el vestidor, se sentó frente al espejo y empezó a atacar los nudos de su pelo y se negó a pensar más en sueños ni en fantasías infantiles ni en el chico que esperaba al otro lado de la puerta de su cuarto.

La chica que se reflejaba en el espejo estaba mugrienta: falda manchada de chi, tierra y sangre de oni salpicada por toda la ropa, los pies descalzos, los nudillos pelados.

Se sentía fea. Fea como esa ciudad y la gente que la gobernaba.

La suite tenía una sala de baño privada, así que se quedó a remojo en un agua deliciosamente caliente durante lo que parecieron horas, observando cómo la sangre seca y el sudor se reinventaban y se convertían en una sucia costra sobre la superficie. El champú olía a glicinia. Se dejó ir, con los ojos cerrados, recordó el pueblo encaramado a los árboles. El cuchillo en su mano. La sangre en el suelo.

La promesa.

Entre la soledad y el silencio, empezó a sentir poco a poco un vacío en su interior. Era como si alguien hubiera cogido una pieza de dentro de su ser y se la hubiera arrancado, tan suave y tan despacio que no se había dado cuenta hasta que no quedaba más que un hueco en su lugar. Pero ahora le dolía. Sentía una ausencia en su cabeza, la sensación de que había olvidado algo tan vital como su propio nombre o la forma de su cara.

Intentó analizar el sentimiento, encontrar su origen. ¿Su padre? ¿Su madre? Y luego parpadeó y se pasó la mano por los ojos.

Buruu.

Lo echaba de menos. No como un adicto al loto echa de menos su dosis, o un borracho su botella. Era una añoranza más blanda, suave, triste y profunda; el solitario dolor de una mañana sin el trino de los pájaros, o de una flor sin luz del sol. Estiró su mente con el Kenning y lo sintió en la periferia; un punto borroso de calor en la zona más remota de sus sentidos. Y aunque estaba demasiado lejos para oír su respuesta, le envió un mensaje mental: un afecto silencioso y torpe, el dolor de su ausencia.

Te echo de menos, hermano.

Cerró los ojos y sintió lágrimas calientes en las pestañas.

Te necesito.

Se estaba secando cuando oyó deslizarse la puerta exterior de la sala de baño. Rebuscó entre la ropa sucia y envolvió la mano alrededor del mango de su tantõ.

—¿Hirosan? —llamó.

Una pequeña figura apareció en el umbral: una chica más o menos de su edad con una piel perfecta y unos ojos grandes y preciosos, oscuros como el ébano y pintados con kohl. Sus labios eran gruesos y protuberantes; brillaban con una larga raya vertical de pintura roja oscura. Flores blancas de cerezo flotaban sobre la seda de su precioso kimono furisode escarlata. Llevaba el pelo recogido en un exquisito moño, asaetado por agujas de marfil y borlas rojo sangre. Llevaba un enorme fardo de ropa entre los brazos; le costaba sujetar aquel peso, sus largas mangas arrastraban por el suelo.

—Perdóneme, Señorita. —Hizo una reverencia desde las rodillas, con los ojos fijos en el suelo—. La Señora de la casa me rogó que le trajera esto.

—¿La Señora Aisha?

—Hai. —La chica hizo otra reverencia y colocó el fardo a sus pies—. Soy Tora Michi. Mi honorable Señora le pide que, una vez que haya terminado de bañarse y haya descansado, la visite para tomar el té. Desea transmitirle su sincero agradecimiento por Tomo.

—¿Tomo?

—Su perro, Señorita. —La chica se cubrió educadamente la boca para ocultar la sonrisa—. Ella querría que vistiera este jûnihitoe para la ocasión. Me ha ordenado que la ayude a vestirse.

—Um, está bien. —Yukiko miró el montón de tela con vago recelo—. Puedes dejarlo ahí.

—¿Ha llevado un jûnihitoe alguna vez, Señorita?

—… No.

La sonrisa se hizo tan ancha que la mano de la chica ya no podía taparla.

—Entonces, necesitará mi ayuda.

 

 

Le llevó una hora enfundarse el vestido y para cuando acabaron todo el proceso Yukiko había jurado una docena de veces que nunca más volvería a ponerse una de esas malditas cosas. Estaba envuelta en capa tras capa de tejido: ropa interior de seda blanca primero, seguida de once capas más, cada una más complicada que la anterior. El modelito debía de pesar fácilmente unos dieciocho kilos.

Cuando terminó de vestirse, Michi le maquilló la cara: polvos blancos como el hueso para la piel, una gruesa capa de kohl alrededor de los ojos, la misma raya vertical de pintura roja para los labios. Le recogió el pelo, retorciéndolo en un gran moño sujeto con peines dorados. Cuando acabó, la chica echó un vistazo al espejo por encima del hombro de Yukiko y sonrió.

—Está preciosa, Kitsune Yukiko.

—Todo esto, ¿solo para tomar el té?

Michi se tapó la sonrisa.

—Mi Señora Aisha es la hermana del Shõgun. La mayoría de las damas de la corte pasarían un día entero preparándose para una audiencia con ella.

—Dioses, qué pérdida de tiempo. Hay personas en las calles que están ahora mismo mendigando pan.

Michi ladeó la cabeza, entornó los ojos y apretó sus abultados labios.

—Deberíamos irnos ya. La Señora nos estará esperando.

Caminar con el jûnihitoe resultó ser tan engorroso como ponérselo. El borde inferior del vestido era tan ceñido alrededor de los tobillos que Yukiko se encontró con que no podía dar más que pequeños pasos arrastrando los pies sobre el suelo de madera pulida. Cuando Michi abrió la puerta de la habitación, Hiro aún estaba arrodillado al otro lado. Vio a Yukiko y se puso en pie de un salto con un gemido de engranajes y una nube siseante de gases, dejándose la mandíbula en el suelo por el asombro.

—Tú… —tartamudeó—, tienes un aspecto…

—Ridículo —dijo Yukiko—. Así que cuanto menos digas sobre ello, mejor.

Hiro caminó tras ellas mientras arrastraban los pies y entraban en el palacio propiamente dicho. Pulidos tablones de pino se extendían en todas direcciones. Las paredes de papel de arroz estaban adornadas con preciosas ilustraciones y largos amuletos rojo sangre hechos de papel retorcido, decorados con kanjis protectores. Ventiladores de techo crujían en el calor asfixiante y Yukiko sintió una gota de sudor resbalarle por la columna hasta los riñones, donde tenía escondido el tantõ. Los sirvientes con los que se cruzaban se detenían y hacían una reverencia a su paso, con los ojos fijos en el suelo. Para cuando el trío llegó a los jardines, a Yukiko le dolían los pies, los músculos de las pantorrillas protestaban por el raro paso arrastrado que se había visto obligada a adoptar.

Caminaron por una amplia veranda, con enormes jardines a su izquierda; el ronco trino de los desgraciados gorriones atravesaba el hedor del lugar. Los árboles estaban inclinados, torcidos, y sus hojas eran de un gris enfermizo. Una gran estatua de piedra de Hachiman derramaba agua turbia de sus manos a un pequeño riachuelo, pero Yukiko no vio ni un pez koi nadando bajo la superficie, solo hojas muertas y piedras lisas y redondeadas. Recordó cómo jugaba en esos jardines de niña: perseguía a los pájaros, buscaba mariposas en vano. Recordó cuando su padre se arrodilló delante de ella y le dijo que su madre se había ido. Que no iba a volver.

Parpadeó para no dejar escapar las lágrimas y tosió, la mortaja del loto reptó por su lengua. Miró con los ojos entrecerrados al cielo del atardecer, que se oscurecía por momentos, y vio que era del color de la sangre vieja.

Los centinelas bushimen murmuraban a su paso; más y más tabardos escarlatas aparecían a medida que se adentraban en las profundidades del palacio. Cuando llegaron al ala real, el escarlata fue sustituido por los tabardos dorados de la Élite Kazumitsu, los petos simples de hierro se convirtieron en grandes y sibilantes trajes de õyoroi.

Los Samuráis de Hierro se inclinaban ante Hiro, cubriéndose el puño con la palma de la mano y él se paraba y les devolvía el gesto; los pistones y engranajes de la armadura cantaban al son de sus movimientos. Una vez que habían cumplido con las formalidades, los miembros de la Élite volvían la vista hacia ella, silenciosos como fantasmas, con ojos curiosos tras sus máscaras de oni.

Los tablones del suelo del pasillo crujían y gorjeaban bajo sus pies; la canción de los denominados «suelos de ruiseñor», pensados para disuadir a asesinos y evitar las escuchas clandestinas de los sirvientes más cotillas. Yukiko se sentía observada incluso cuando no había gente a su alrededor, la piel le picaba por la desazón. Sus ropas eran pesadas, la ahogaban y deseó más que nada en el mundo estar de vuelta en su simple uwagi y su simple vida.

Las crujientes escaleras de subida al salón de té fueron una tortura. Hiro se arrodilló al lado de la entrada, mientras Michi abría las puertas correderas dobles y anunciaba su nombre. Yukiko entró a trompicones, casi se tropieza, y parpadeó en la creciente penumbra entre las risas tontas de una docena de chicas jóvenes.

—Shhh —chistó la Señora Aisha, chasqueando los dedos. Las risillas se apagaron inmediatamente.

Yukiko se quitó las sandalias y echó un tímido vistazo a su alrededor. Paredes pintadas con dibujos de tigres que merodeaban por una jungla artificial. Un balcón que daba al jardín; tristes trinos de gorrión entraban por las puertas abiertas, entremezclados con una bendita brisa fresca. Esteras de esparto de loto cubrían el suelo; había una mesa baja en el centro de la habitación, rodeada por cojines de seda. Una docena de jóvenes sirvientas vestidas con furisodes escarlatas aguardaban en la periferia, mirándola con indisimulada curiosidad. Pero fue la mujer del centro la que atrajo la atención de Yukiko, y la mantuvo.

La Señora Aisha era unos pocos años mayor que ella, una mujer en la cúspide de su belleza. Parecía tallada en alabastro, una estatua que se hubiera apeado de su pedestal para nadar entre la carne. Maquillaje, peinado, vestido, todo en ella era inmaculado. Pómulos altos, ríos de tirabuzones negros y rizados, labios llenos y pintados. Yukiko se preguntó a cuántas sirvientas había tenido trabajando como esclavas y durante cuántas horas para llegar a tener semejante aspecto. Aunque la dama era despampanante (de hecho quitaba la respiración), Yukiko no se sentía más que repelida, sentía desprecio por aquel despliegue de riqueza, por todo el esfuerzo necesario para mantener esa fachada. Podía sentirlo rondando tras sus dientes mientras tocaba el suelo con la frente.

—Señora Tora Aisha.

—Kitsune Yukiko —respondió Aisha con voz ronca, dañada por el humo—. Te damos las gracias por visitarnos.

—El honor es mío, Señora.

El terrier que yacía en el regazo de Aisha saltó al suelo, fue correteando hasta Yukiko y le empezó a lamer la oreja. Ella se quedó sentada, retorciéndose, y un coro de alegres risas volvió a brotar de la legión de sirvientas. Aisha se sacó de la manga el respirador con forma de abanico para taparse la sonrisa. Yukiko le acarició las orejas al cachorro y sintió cómo el mundo desaparecía bajo sus pies, el vértigo del Kenning puso la tierra boca abajo.

¡Hola! ¡Contento! ¿Juegas?

Yukiko sintió la ausencia de Buruu como una herida nueva mientras miraba al cachorro a los ojos.

Ahora no, pequeñajo.

El perrillo ladró y bailó en círculos.

—Ven, siéntate conmigo, Kitsune Yukiko —dijo Aisha.

Yukiko se arrastró hacia ella sobre las rodillas hasta quedarse en esa postura delante de la mesa. El cachorro se dedicó a mordisquear las sandalias geta que había dejado cerca de la puerta. Observó a Aisha preparar el té: una elaborada y elegante danza de taza y platillo y vapor de olor dulzón. Tres de las chicas empezaron a tocar un shamisen, que llenó el aire de una suave música hipnótica. Los instrumentos medían casi metro ochenta de largo y estaban hechos de madera de kiri exquisitamente tallada, con incrustaciones de nácar. Los instrumentos se tocaban tumbados en el suelo, las chicas se arrodillaban a su lado y rasgaban las trece cuerdas con los dedos y los pulgares. Las vacilantes notas eran largas y dulces, casi melancólicas a veces, como si los instrumentos estuvieran buscando en vano una voz lo suficientemente bonita como para poder acompañarlos.

—Me han dicho que tú capturaste al tigre del trueno. —Los ojos de Aisha estaban fijos en el juego de té mientras llenaba la taza de Yukiko—. Y que le salvaste la vida a un Hombre del Gremio. Completamente sola en las Iishi durante días.

—Hai. —Yukiko rechazó la taza tres veces antes de aceptarla, haciéndole una reverencia a Aisha.

—Debe de ser una historia fantástica —dijo Aisha devolviéndole la reverencia. Llenó su propia taza—. Tienes que contármela algún día.

—Si queréis, Señora.

Aisha miró disimuladamente a la taza de Yukiko; esperaba que su invitada bebiera primero.

—¿Cuántos años tienes, Kitsune Yukiko?

El jûnihitoe agobiaba a Yukiko como el aire de una tumba. El sudor le quemaba los ojos. Deseaba con toda su alma frotárselos, pero temía emborronar el maldito maquillaje. A cambio, intentó parpadear para quitarse el ardor, levantó la taza y dio un pequeño sorbo del líquido ardiente.

—Tengo dieciséis años, Señora.

—Tan joven. Y aun así, aquí estás, aclamada por toda la ciudad.

—… No sé por qué, Señora.

—¡Y tan modesta!

Las sirvientas soltaron una risita. Aisha dio un sorbo al té mientras miraba a Yukiko por encima del borde de la taza.

—Eres preciosa, Yukikochan.

—Me honra, Señora.

—¿Te gustan tus aposentos?

—Hai, Señora.

—Espero que Michisan te haya ayudado bien.

—Hai, Señora. Muy bien.

—El jûnihitoe te queda perfecto.

—Gracias por vuestro regalo, Señora.

—Mi hermano, el Seii Taishõgun, está loco de contento.

—Como digáis, Señora.

—No le he visto tan contento en muchos años. Le has traído un gran trofeo.

Yukiko se dio cuenta de que se estaba enfadando, impaciente por este tonto ritual y su inútil conversación unilateral. Le daba la impresión de que esta muñeca pintada estaba hablando hacia ella, no con ella. Que no le importaba lo que Yukiko dijera o sintiera, que esto era solo un entretenimiento momentáneo en su vida de banalidad, de vestidos bonitos y horas frente a los espejos.

Sabía que debía mantener la boca cerrada, que debía asentir con la cabeza y sudar en ese ridículo vestido y sorber su maldito té con una sonrisa. Pero no podía.

—Pues aun así, vuestro hermano tiene a mi padre encerrado en las mazmorras —dijo—. Hambriento. Casi desnudo, durmiendo sobre la dura roca y con un cubo para cagar.

Se produjo una exclamación colectiva, todos contuvieron la respiración, la música se paró en seco, las caras de un blanco cadavérico se volvieron aún más pálidas. Aisha se quedó quieta como una estatua, con la taza levitando delante de los labios; parpadeó una vez, con sus ojos oscuros y líquidos. Yukiko oyó a Michi tras ella, murmuraba algo entre dientes. Una plegaria, quizás.

—Dejadnos —dijo Aisha; una orden dada con un tono férreo en la voz. Como una sola persona, las sirvientas se pusieron en pie y salieron de la habitación a toda prisa; diminutos pasos se escabullían sobre las esteras de esparto.

Yukiko agachó la cabeza. La incertidumbre empezaba a ganarle la partida a la ira. Esa agresividad, esa impaciencia, no eran propias de ella. Normalmente tenía la cabeza bien amueblada, se había vuelto pragmática tras todos esos años a la sombra de las adicciones de su padre. Era casi como si…

Claro.

Buruu. Antes tan primitivo. Impulsivo y salvaje. Pero ahora mostraba capacidad de autocontrol, paciencia, pensamiento complejo; la razón empezaba a eclipsar su naturaleza de bestia. Los sueños compartidos. Sentimientos compartidos. El vínculo entre ellos crecía por momentos.

El se está volviendo más como yo.

—Lo siento, Señora —murmuró—. Os ruego me perdonéis.

Y yo me estoy volviendo más como él.

Aisha puso su taza sobre la mesa con cuidado, con la mano firme.

—¿Qué quieres, Kitsune Yukiko?

Yukiko se aventuró a levantar la vista hacia la Señora Aisha. No parecía enfadada, ni ofendida. Aisha miró el cuerpo de Yukiko de arriba abajo, como si le estuviera tomando medidas dentro de la cabeza. Sus ojos centelleaban con una inteligencia feroz, una astucia calculadora y precisa que casaba a la perfección con la franca autoridad de su voz. La música de los shamisen empezó a sonar de nuevo en la habitación de al lado, una cortina de humo para ocultar la conversación que estaba teniendo lugar tras las paredes finas como el papel. Yukiko empezó a sospechar que esta mujer era algo más que bonitos vestidos y ceremonias del té.

—¿Que qué quiero?

—Hai —dijo Aisha—. ¿Qué es lo que quieres conseguir aquí en Kigen?

Yukiko parpadeó y no dijo nada.

—Puedes hablar con libertad.

—Bueno. —Yukiko pasó la lengua despacio por el labio inferior—. En primer lugar, quiero que mi padre salga de la cárcel.

—¿Y crees que insultarme es la mejor forma de conseguirlo?

—N-no —musitó—. Lo siento, Señ…

—No te disculpes por tus errores —la interrumpió Aisha—, aprende de ellos.

—Yo no…

—Las mujeres de esta ciudad, de esta isla, no parecemos importantes. No encabezamos ejércitos. No poseemos tierras, ni luchamos en guerras. Los hombres nos consideran tan solo bonitas diversiones. Pero no vayas a creer ni por un instante que no tenemos poder. Nunca subestimes el poder de una mujer sobre los hombres, Kitsune Yukiko.

—No, Señora.

—Eres joven, no te han enseñado los modales de la corte. En lugar de eso, has crecido asalvajada con ese padre tuyo aturullado por las drogas. Esta es una desventaja a la que debes aprender a sobreponerte pronto, pues créeme cuando digo que, después de mí, tú eres ahora mismo la mujer más poderosa de todo Shima.

—¿Qué?

—Yoritomo te necesita Yukiko. —Aisha la tenía hipnotizada en esa mirada centelleante y oscura—. Sé lo que eres: eres medio yõkai. Toda la corte lo sabe. La ciudad entera ha oído ya tu historia. Los músicos callejeros se sientan en las esquinas y ven cómo se llenan sus copas de donativos con koukas, mientras ellos cantan canciones sobre la valiente «Arashinoko», que mató a una docena de onis y domó al poderoso tigre del trueno. ¿Sabías que el Gremio ya ha enviado un emisario para exigir que te quemen en la pira?

Yukiko sintió que se le revolvía el estómago de miedo mientras musitaba una respuesta negativa.

—Yoritomo se rio en su cara. ¿Te lo imaginas? El Shateigashira en persona, el Gremio hecho carne en esta ciudad. Y Yoritomo se rio de él. —Aisha sacudió la cabeza—. MI hermano no piensa en nada más que en su sueño. En montar a ese arashitora en la victoria final sobre los gaijins que una docena de generales diferentes bajo las órdenes de nuestro padre no pudieron lograr. Un triunfo del que hablarán los historiadores durante muchas generaciones. Tú puedes conseguirlo para él, Yukikochan. Solo tú.

Aisha cogió su taza y dio un sorbo al té.

—¿Por qué crees que te hice venir aquí hoy? ¿Por qué te hice ponerte ese vestido?

—… No lo sé, Señora.

—No solo eres joven, eres preciosa. Y ahora, la mitad de los hombres de este palacio lo saben y le han dicho a la otra mitad el tipo de trofeo que eres. Los hombres son idiotas. Piensan con la entrepierna, no con la cabeza. La belleza es un arma, tan afilada como cualquier katana de sierra. Los hombres harán casi cualquier cosa para poseerla, aunque sea solo por un segundo. Al enfrentarse a ese deseo, una chica se sonroja y baja la vista al suelo. Una mujer lo toca como si fuera un shamisen. —Aisha hizo un gesto en dirección a los músicos del cuarto de al lado—. Y se sale con la suya.

—¿Por qué me contáis todo esto?

Aisha sonrió.

—Porque tienes buen corazón. Un espíritu generoso y un alma valiente. La mayoría de las personas en este palacio no tiene ninguna de esas cosas. Sé lo que te han hecho. A ti y a tu familia. Quiero conseguirte lo que deseas, Yukikochan. Y quiero que otros de por aquí tengan lo que se merecen.

Aisha apuró lo que quedaba de su té y dejó la taza sobre la mesa, una tenue raya de pintura rojo sangre quedó sobre el borde.

—Hoy he recibido un mensaje de una querida amiga. Una a la que no he visto en muchos años. Me dijo que su padre está bien. Quería que te saludara de su parte.

—¿A mí?

—Hai.

Aisha metió la mano en la manga de su vestido y puso algo en la mesa entre ellas. Desplegó el respirador de abanico y lo agitó suavemente delante de su cara. Los ojos que flotaban por encima de él eran duros como diamantes. Yukiko bajó la mirada hacia la forma blanca que resaltaba sobre la teca teñida. Frágil como los hilos de azúcar, los pétalos como un bol invertido. Se le aceleró el corazón al oler su fragancia, el dulce perfume de las Iishi.

Era una flor de glicinia.