7

Aquella noche no pasó nada; nos fuimos a dormir. Todo pasó al día siguiente. Por la tarde, Dean y yo bajamos al centro de Denver para hacer diversas gestiones y pasarnos por la agencia de viajes en busca de un coche que nos llevara a Nueva York. De regreso a casa de Frankie, ya a última hora de la tarde, subíamos por Broadway, cuando de repente Dean entró en una tienda de artículos deportivos, cogió con toda tranquilidad una pelota de béisbol del mostrador, y salió botándola y haciéndola saltar sobre la palma de la mano. Nadie se dio cuenta; esas cosas casi nunca las nota nadie. Era una tarde agobiante y calurosa. Fuimos tirándonos la pelota el uno al otro mientras seguíamos subiendo.

—Seguro que mañana conseguimos un coche.

Una amiga mía me había regalado una botella de litro de bourbon Old Granddad. Empezamos a beber en casa de Frankie. Al otro lado de un sembrado vivía una chica a la que Dean había tratado de ligarse desde nuestra llegada. Se estaba incubando una tormenta. Dean tiró varias piedras a los cristales de su ventana y la asustó. Mientras estábamos bebiendo el bourbon en la sucia sala de estar con todos los perros y los juguetes desparramados por todas partes y una conversación mortecina, Dean salió corriendo por la puerta de la cocina y cruzó el sembrado y empezó a tirar piedrecitas y a silbar. De cuando en cuando Janet salía para atisbar. De pronto Dean volvió muy pálido.

—Problemas, tío. La madre de esa chica viene detrás de mí con una escopeta y ha reunido a un grupo de chavales para que me persigan.

—Pero ¿qué pasa? ¿Dónde están?

—Al otro lado del sembrado, tío —Dean estaba borracho y no se preocupaba demasiado. Salimos juntos y cruzamos el sembrado bajo la luz de la luna. Vi grupos de gente en la oscura y polvorienta carretera.

—¡Ahí vienen! —oí.

—Esperen un minuto —dije—. ¿Pueden decirme lo que pasa?

La madre acechaba al fondo con una enorme escopeta debajo del brazo.

—Ese desgraciado de amigo suyo lleva un rato molestándonos. Yo no soy de esas personas que llaman a la policía. Si vuelve a aparecer por aquí le pegaré un tiro; y aviso que tiraré a matar.

Los chavales estaban agrupados y con los puños cerrados. Yo también estaba tan borracho que no me preocupé de ellos, pero procuré tranquilizarlos.

—No lo hará más —les aseguré—. Es mi hermano y me hace caso. Por favor, aparte esa arma y no se preocupe más.

—¡Que vuelva si se atreve! —dijo la mujer firme y amenazadoramente en la oscuridad—. Cuando vuelva mi marido irá en su busca.

—No necesita hacer eso; no volverá a molestarles, dense cuenta de ello. Y ahora tranquilícense y todo se arreglará —detrás de mí Dean lanzaba maldiciones entre dientes. La chica estaba atisbando por la ventana de su dormitorio. Conocía a aquella gente de antes y confiarían lo bastante en mí como para tranquilizarse un poco. Cogí a Dean por el brazo y volvimos por los surcos del sembrado.

—¡Vaya! —gritó Dean—. ¡Esta noche voy a emborracharme!

De regreso a casa de Frankie, Dean enloqueció ante un disco que había puesto Janet y lo rompió sobre la rodilla. Era un disco de música hillbilly. También había un disco antiguo de Dizzy Gillespie que le gustaba mucho a Dean (era «Congo Blues» con Max West a la batería). Se lo había regalado yo a Janet y le dije que lo cogiera y se lo rompiera a Dean encima de la cabeza. Ella se levantó y lo hizo. Dean abrió la boca atontado pero dándose cuenta de todo. Todos nos reímos. Todo estaba arreglado. En esto, Frankie quiso salir a beber cerveza.

—¡Andando! —gritó Dean—. Pero, maldita sea, si hubieras comprado el coche aquel que te enseñé el martes ahora no tendríamos que ir caminando.

—¡No me gustaba aquel maldito coche! —gritó Frankie. Los niños se pusieron a llorar. Una densa y apolillada eternidad se extendía por la enloquecida sala de estar parda con el lúgubre papel pintado, la lámpara color rosa, los rostros excitados. El pequeño Jimmy estaba asustado; le acosté con uno de los perros al lado. Frankie estaba borracha y llamó a un taxi y mientras lo esperábamos me telefoneó mi amiga. Esta amiga mía tenía un primo de edad madura que me odiaba a rabiar, y aquella misma tarde yo le había escrito una carta al viejo Bull Lee, que ahora estaba en Ciudad de México, contándole las aventuras de Dean y mías y los motivos de nuestra estancia de Denver. Le decía: «Tengo una amiga que me regala whisky y me da dinero y me invita a cenar».

Estúpidamente le di aquella carta a este primo de mi amiga para que la echara al correo, justo después de haber cenado pollo. El tipo la abrió, la leyó, y corrió a contarle lo miserable que era yo. Ahora mi amiga me llamaba llorando y diciéndome que no quería volver a verme. Después el primo cogió el teléfono y empezó a llamarme hijo de puta. Mientras el taxi tocaba el claxon fuera y los niños lloraban y los perros ladraban y Dean bailaba con Frankie solté todas las maldiciones que sabía y añadí muchas nuevas y en mi locura de borracho le dije por teléfono que se fuera a tomar por el culo y colgué y salí a emborracharme.

Entramos dando tumbos en el taxi y enseguida llegamos al bar. Era un bar de pueblo junto a las colinas. Entramos y pedimos cerveza. Todo se iba al carajo. Y para hacer que las cosas fueran todavía más frenéticas, en el bar había un tipo espástico que echó los brazos al cuello de Dean y empezó a llorarle en la misma cara, y Dean volvió a enloquecer y sudaba y maldecía, y para añadir mayor confusión a la que había, Dean salió corriendo y robó un coche que estaba en el aparcamiento del bar y salió disparado hacia el centro y volvió con otro nuevo y mejor. De repente levanté la vista y vi policías y gente en el aparcamiento iluminado por las luces del coche de la pasma; y todos hablaban del coche robado.

—Alguien ha estado robando coches que estaban estacionados aquí —decía un policía. Dean estaba detrás de él escuchándole y diciendo:

—Sí, claro, claro.

Dean entró en el bar y andaba tambaleándose con el pobre espástico que se había casado aquel mismo día y tenía una borrachera tremenda y su mujer esperaba en alguna parte.

—Tío, este chaval es algo grande —decía Dean—. Sal, Frankie, ahora voy a traer un coche realmente cojonudo y nos iremos con Tony —(el pobre espástico)— y daremos un paseo por las montañas.

Y salió corriendo. Al mismo tiempo, entró un policía y dijo que estaba en el aparcamiento un coche que había sido robado en el centro de Denver. La gente discutía. Desde la ventana vi que Dean saltaba dentro del coche más próximo y se largaba sin que nadie se diera cuenta. Muy pocos minutos después estaba de regreso con un coche totalmente distinto, un convertible último modelo.

—¡Éste sí que es una auténtica maravilla! —me dijo al oído—. El otro rateaba demasiado… lo dejé en el cruce, vi éste aparcado delante de una granja… Di una vuelta por Denver. ¡Vamos, tío, vamos todos a dar un paseo! —Toda la amargura y locura de su vida en Denver salía despedida de su organismo como si fueran puñales. Su cara estaba congestionada y sudorosa y con expresión amenazadora.

—¡No, no quiero tener nada que ver con coches robados!

—No te preocupes, tío. Tony, ven conmigo, ¿verdad que vendrás, mi querido y absurdo Tony? —y Tony, un muchacho delgado, moreno de ojos saltones, que echaba espuma por la boca, se apoyó en Dean y se quejaba y quejaba porque de pronto se sentía mal y entonces por alguna extraña razón tuvo miedo de Dean y se apartó de él con el terror pintado en su rostro. Dean inclinó la cabeza. Sudaba y salió corriendo y se alejó en el coche. Frankie y yo encontramos un taxi delante del bar y decidimos volver a casa. Cuando el taxista nos llevaba por el infinitamente oscuro bulevar de la Alameda por el que yo había paseado y perdido tantísimas noches durante los meses anteriores del verano, cantando y lamentándome y hablando a las estrellas y dejando caer gota a gota la esencia de mi corazón encima del alquitrán caliente, Dean de repente apareció detrás de nosotros en el convertible robado y empezó a tocar el claxon y a acosarnos y a gritar. El taxista se puso lívido.

—Es sólo un amigo mío —dije.

Dean disgustado con nosotros se alejó a ciento cincuenta por hora soltando por el escape un humo espectral. Después dobló por la carretera que llevaba a casa de Frankie y se detuvo ante ella; luego, repentinamente, volvió a arrancar, giró y se dirigió de nuevo a la ciudad cuando nos bajábamos del taxi y pagábamos la carrera. Momentos después, mientras esperábamos angustiados en el oscuro patio, volvió con otro coche, un destartalado cupé, se detuvo entre una nube de polvo y se fue directamente a la cama y se quedó quieto como un muerto encima de ella. Y allí delante de la misma puerta teníamos un coche robado.

Tuve que despertarlo; no conseguía poner el coche en marcha para aparcarlo en otro sitio. Saltó tambaleante de la cama, llevando solamente sus calzoncillos, y subimos juntos al coche, mientras los niños se reían en las ventanas, y fuimos dando saltos y tumbos por un campo de alfalfa del final de la carretera hasta que finalmente el coche no pudo seguir y se detuvo bajo un viejo chopo cerca de un antiguo molino.

—No puede seguir más allá —dijo sencillamente Dean y se apeó y volvió caminando por el sembrado, unos quinientos metros, en calzoncillos a la luz de la luna. Llegamos a casa y nos metimos en la cama. Todo era un terrible lío: mi amiga, los coches, los chicos, la pobre Frankie, el cuarto de estar lleno de latas de cerveza, y yo trataba de dormir. Un grillo me mantuvo despierto durante cierto tiempo. De noche, en esta parte del Oeste, las estrellas, lo mismo que había comprobado en Wyoming, son tan grandes como luces de fuegos artificiales y tan solitarias como el Príncipe del Dharma que ha perdido el bosque de sus antepasados y viaja a través del espacio entre los puntos de luz del rabo de la Osa Mayor tratando de volver a encontrarlo. Y de ese modo brillan en la noche; y luego, mucho antes de que saliera realmente el sol, se extendió una vasta luminosidad roja sobre la parda y desabrida tierra que lleva al oeste de Kansas y los pájaros iniciaron su trinar sobre Denver.