8

Entonces todos empezaron a planear una importante excursión a las montañas. Esto comenzó por la mañana, al tiempo que una llamada telefónica que complicó más las cosas: era Eddie mi viejo amigo de la carretera que llamaba sin demasiadas esperanzas de encontrarme; recordaba algunos de los nombres que le había mencionado. Ahora tendría ocasión de recuperar mi camisa. Eddie estaba con su novia en una casa cerca de Colfax. Quería saber si yo sabía dónde encontrar trabajo, y le dije que viniera a verme, figurándome que Dean sabría. Dean llegó a toda prisa, mientras Major y yo desayunábamos a toda velocidad. Dean ni siquiera quiso sentarse.

—Tengo miles de cosas que hacer, en realidad no tengo tiempo de llevarte hasta Camargo, pero vamos, tío.

—Espera por Eddie, mi amigo de la carretera.

Major encontraba muy divertidas nuestras prisas. Había venido a Denver para escribir con calma. Trató a Dean con extrema deferencia. Dean no le prestaba atención. Major le decía cosas así:

—Moriarty, ¿qué hay de eso que he oído de que duermes con tres chicas al mismo tiempo? —y Dean frotándose los pies en la alfombra decía:

—Sí, sí, así están las cosas —y miraba su reloj y Major fruncía la nariz. Me sentía avergonzado de salir con Dean. Major insistía en que era débil mental y ridículo. Por supuesto no lo era, y yo quería demostrárselo a todo el mundo.

Nos reunimos con Eddie. Dean tampoco le hizo caso y cruzamos Denver en tranvía bajo el ardiente sol del mediodía en busca de trabajo. Odiaba pensar en ello. Eddie hablaba y hablaba como siempre. Encontramos a un hombre del mercado que decidió contratarnos a los dos; empezaríamos a trabajar a las cuatro en punto de la madrugada y terminaríamos a las seis de la tarde.

—Me gustan los chicos a los que les gusta trabajar —dijo el hombre.

—He encontrado lo que buscaba —dijo Eddie, pero yo no estaba tan seguro.

—Bueno, no dormiré —decidí. Había demasiadas cosas interesantes que hacer.

Eddie se presentó a la mañana siguiente; yo no. Tenía cama y Major llenaba de comida el frigorífico, y a cambio de esto, yo cocinaba y lavaba los platos. Entretanto, todos nos metíamos en todo. Una noche tuvo lugar una gran fiesta en casa de los Rawlins. La madre se había ido de viaje. Ray Rawlins llamó a toda la gente que conocía diciendo que trajera whisky; después buscó chicas en su libreta de direcciones. La mayor parte de las conversaciones con ellas las mantuve yo. Apareció un montón de chicas. Telefoneé a Carlo para saber lo que estaba haciendo Dean en aquel momento. Dean iría por casa de Carlo a las tres de la madrugada. Yo fui allí después de la fiesta.

El apartamento del sótano de Carlo estaba en una vieja casa de ladrillo rojo de la calle Grant cerca de una iglesia. Se entraba por un callejón, bajabas unos escalones de piedra, abrías una vieja puerta despintada, y entrabas en una especie de bodega hasta llegar a la puerta del apartamento. Éste era igual que la habitación de un santón ruso: una cama, una vela encendida, paredes de piedra que rezumaban humedad, y un improvisado icono que él mismo se había fabricado. Me leyó sus poemas. Uno se titulaba «Desaliento en Denver». Carlo se despertaba por la mañana y oía las «vulgares palomas» arrullarse en la calle junto a su celda; veía los «tristes ruiseñores» agitándose en las ramas y le recordaba a su madre. Una mortaja gris caía sobre la ciudad. Las montañas, las magníficas Rocosas que se podían ver al Oeste desde cualquier parte de la ciudad, eran «papier mâché». El universo entero estaba loco y era un disparate y extremadamente raro. Llamaba a Dean «hijo del arco iris» que soportaba su tormento con el agonizante pene. Hablaba de él como de «Edipo Eddie» que tenía que «raspar el chicle de los cristales de las ventanas». Estaba gestando en su sótano un enorme diario en el que registraba todo lo que sucedía diariamente: todo lo que Dean hacía y decía.

Dean llegó a la hora fijada.

—Todo va bien —anunció—. Voy a divorciarme de Marylou y casarme con Camille y me iré a vivir con ella a Frisco. Pero eso será después de que tú y yo, querido Carlo, vayamos a Texas, nos reunamos con el viejo Bull Lee, ese tipo tan ido al que todavía no conozco y del que ambos me habéis contado tantas cosas, y después me iré a San Francisco.

Entonces iniciaron su tarea. Se sentaron en la cama con las piernas cruzadas mirándose directamente uno al otro. Yo me repantigué en una silla cerca de ellos y contemplé todo aquello. Empezaron con un pensamiento abstracto, lo discutieron; se recordaron mutuamente otro punto olvidado en el flujo de acontecimientos; Dean se excusó pero prometió volver a él y desarrollarlo con cuidado y ofrecer ilustraciones.

—Y precisamente cuando cruzábamos Wazee —dijo Carlo—, quería hablarte de tu pasión por las carreras de coches y fue justo entonces, recuérdalo, cuando me señalaste aquel viejo vagabundo con unos pantalones muy grandes y dijiste que se parecía a tu padre.

—Sí, sí, claro que lo recuerdo; y no sólo eso, sino que por mi parte inicié una sucesión de pensamientos, algo que era auténticamente salvaje y que tenía que contarte, lo había olvidado y ahora acabas de recordármelo… —Surgieron así dos nuevos puntos. Los desmenuzaron. Luego Carlo preguntó a Dean si era honrado y concretamente si estaba siendo honrado con él en el fondo de su alma.

—¿Por qué sacas a relucir eso otra vez?

—Hay una última cosa que quiero saber…

—Pero, Sal, el querido Sal, está escuchando, sentado ahí. Se lo preguntaremos a él. ¿Qué piensas tú de eso?

—Esa última cosa —dije— es la que no puedes alcanzar, Carlo. Nadie puede alcanzar esa última cosa. Vivimos con la esperanza de atraparla de una vez por todas.

—No, no, no, tú estás diciendo tonterías, pura mierda de primera calidad, estupideces románticas de Wolfe —dijo Carlo.

—Yo no quería decir nada de eso —dijo Dean—, pero dejemos que Sal piense lo que quiera, y de hecho, ¿no crees tú, Carlo, que hay cierta dignidad en el modo en que está sentado ahí observándonos? Es un loco que ha atravesado el país… No, Sal no lo dirá, el viejo Sal no lo dirá.

—Es que no hay nada que decir —protesté yo—. No entiendo adónde queréis ir o qué intentáis conseguir. Sé que resulta excesivo para cualquiera.

—Todo lo que dices es negativo.

—Entonces, ¿qué estáis intentando conseguir?

—Díselo.

—No, díselo tú.

—No hay nada que decir —añadí y me reí. Cogí el sombrero de Carlo. Me lo eché sobre los ojos—. Quiero dormir —dije.

—Pobre Sal, siempre quiere dormir —no respondí y ellos reanudaron su conversación.

—Cuando me pediste prestada aquella moneda para pagar el pollo…

—No, tío, los chiles. ¿Recuerdas?, era en la Estrella de Texas.

—Me estaba confundiendo con el martes. Cuando me pediste prestada aquella moneda dijiste, y ahora escucha, dijiste: «Carlo, ésta es la última vez que te engaño», como si realmente quisieras decir que yo me había puesto de acuerdo contigo en que no habría más engaños.

—No, no, no, yo no quise decir eso… y ahora piensa atentamente si quieres, amigo mío, en la noche en que Marylou lloraba en la habitación, y cuando me volví hacia ti y te indiqué con una sinceridad extra añadida al tono que los dos sabíamos que ella fingía, pero tenía cierta intención, es decir, por medio de mi interpretación mostré que… pero espera un momento, no era eso.

—¡Claro que no es eso! Porque te olvidas de que… Pero no te acuso. Sí, eso fue lo que dije…

Y así siguieron toda la noche. Al amanecer me desperté y estaban intentando resolver el último de los problemas de la mañana.

—Cuando te dije que tenía que dormir por culpa de Marylou, es decir, porque tenía que verla esta mañana a las diez, no utilicé un tono perentorio con relación a lo que acababas de decir tú sobre lo innecesario que era dormir, sino sólo, sólo, tenlo en cuenta, debido a que de un modo absoluto, simple, elemental y sin condición alguna, necesito dormir ahora, quiero decir, tío, que los ojos se me están cerrando, que los tengo rojos, y que me pican, y que estoy cansado, y que no puedo más…

—¡Pobre chico! —dijo Carlo.

—Tenemos que dormir ahora mismo. Vamos a parar la máquina.

—¡La máquina no se puede parar! —gritó Carlo a viva voz. Cantaban los primeros pájaros.

—En cuanto levante la mano —dijo Dean—, dejaremos de hablar, los dos aceptaremos simplemente y sin discusiones que tenemos que dejar de hablar y nos iremos a dormir.

—No se puede parar la máquina así.

—¡Alto a esa máquina! —dije, y ellos me miraron.

—Has estado despierto todo el tiempo escuchándonos. ¿En qué pensabas, Sal?

Les dije que pensaba que eran unos maniáticos increíbles y que me había pasado la noche entera escuchándoles como si fuera un hombre que observa el mecanismo de un reloj más alto que el Paso de Berthoud y, sin embargo, está hecho con las piezas más pequeñas, como el reloj más delicado del mundo. Sonrieron y señalándoles con el dedo, dije:

—Si seguís así os vais a volver locos, pero entretanto no dejéis de mantenerme informado de lo que pase.

Salí y cogí un tranvía hasta mi apartamento, y las montañas de «papier mâché» de Carlo se alzaban rojas mientras salía el enorme sol por la parte este de las llanuras.