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Al atardecer me vi implicado en aquella excursión a las montañas y no vi a Dean ni a Carlo durante cinco días. Babe Rawlins consiguió que su jefe le dejara un coche para el fin de semana. Cogimos unos trajes y los colgamos de las ventanillas y partimos hacia Central City; Ray Rawlins al volante, Tim Gray dormitando detrás y Babe delante. Era mi primera visita al interior de las Rocosas. Central City es un antiguo pueblo minero que en otro tiempo fue llamado la Milla Cuadrada Más Rica del Mundo, pues los buscadores que recorrían las montañas habían encontrado allí una auténtica veta de plata. Se hicieron ricos de la noche a la mañana y construyeron un pequeño pero hermoso teatro de ópera entre las cabañas escalonadas en la pendiente. Habían actuado en él Lilian Russel, y otras estrellas de la ópera europea. Después, Central City se había convertido en una ciudad fantasma, hasta que unos tipos enérgicos de la Cámara de Comercio del Nuevo Oeste decidieron hacer revivir el lugar. Arreglaron el teatro de ópera, y todos los veranos actuaban en él las estrellas del Metropolitan. Eran unos grandes festejos para todos. Venían turistas de todas partes, incluso estrellas de Hollywood. Subimos las pendientes y nos encontramos con las estrechas calles atestadas de turistas finísimos. Recordé al Sam de Major. Major tenía razón. El mismo andaba por allí sonriéndoles a todos en plan de hombre de mundo y diciendo «Oh» y «Ah» ante todo lo que veía.

—Sal —gritó, cogiéndome del brazo—, fíjate en esta vieja ciudad. Piensa en lo que era hace cien… ¿qué digo cien?, sólo ochenta o setenta años atrás; ¡y tenían ópera!

—Claro, claro —dije imitando a uno de sus personajes—, pero también están aquí.

—¡Los hijos de puta! —soltó. Pero siguió divirtiéndose con Betty Gray colgada del brazo.

Babe Rawlins era una rubia emprendedora. Conocía una vieja casa de mineros en las afueras del pueblo donde podríamos dormir aquel fin de semana; lo único que teníamos que hacer era limpiarla. También podríamos celebrar allí una gran fiesta. Era una vieja cabaña con el interior cubierto por varios centímetros de polvo; tenía un porche y un pozo en la parte de atrás. Tim Gray y Ray Rawlins se arremangaron la camisa y empezaron a limpiarla; un trabajo duro que les llevó toda la tarde y parte de la noche. Pero tenían un cubo lleno de botellas de cerveza y todo marchó perfectamente.

Por mi parte, iba a ir a la ópera aquella misma tarde con Babe colgada del brazo. Llevaba un traje de Tim. Hacía unos pocos días que había llegado a Denver como un vagabundo; y ahora iba todo estirado dentro de un traje muy elegante, con una rubia guapísima y bien vestida al lado, saludando con la cabeza a gente importante y charlando en el vestíbulo bajo los candelabros. Me preguntaba lo que diría Mississippi Gene si pudiera verme.

La ópera era Fidelio. «¡Cuánta tiniebla!», gritaba el barítono en el calabozo bajo una imponente losa. Lloré. También veo la vida de ese modo. Estaba tan interesado en la ópera que durante un rato olvidé las circunstancias de mi loca existencia y me perdí entre los tristes sonidos de Beethoven y los matizados tonos de Rembrandt del libreto.

—Bueno, Sal, ¿qué te ha parecido la producción de este año? —me preguntó orgullosamente Denver D. Doll una vez en la calle. Estaba relacionado con la asociación de la ópera.

—¡Cuánta tiniebla! ¡Cuánta tiniebla! —dije—. Es absolutamente maravillosa.

—Lo que tienes que hacer ahora es conocer a los artistas —continuó con un tono oficial, pero felizmente se olvidó enseguida de ello con la precipitación y desapareció.

Babe y yo volvimos a la cabaña minera. Me quité la ropa uniéndome a los otros en la limpieza. Era un trabajo tremendo. Roland Major estaba sentado en mitad de la habitación delantera que ya estaba limpia y se negaba a ayudar. En una mesita que tenía delante había una botella de cerveza y un vaso. Cuando pasábamos a su alrededor con cubos de agua y escobas, rememoraba:

—¡Ah! Si alguna vez vinierais conmigo, beberíamos Cinzano y oiríamos a los músicos de Bandol, eso sí que es vida. Y después, por los veranos, Normandía, los zuecos, el viejo y delicioso Calvados. ¡Vamos, Sam! —dijo a su invisible camarada—. Saca el vino del agua y veamos si mientras pescábamos se ha enfriado bastante —y era Hemingway puro.

Llamamos a unas chicas que pasaban por la calle:

—Ayudadnos a limpiar esto. Todo el mundo queda invitado a la fiesta de esta noche —se unieron a nosotros. Contábamos con un gran equipo trabajando. Por fin, los cantantes del coro de la ópera, en su mayoría muy jóvenes, aparecieron y también arrimaron el hombro. El sol se ponía.

Terminada nuestra jornada de trabajo, Tim, Rawlins y yo decidimos prepararnos para la gran noche. Cruzamos el pueblo hasta el hotel donde se alojaban las estrellas de la ópera. Oíamos el comienzo de la función nocturna.

—¡Perfecto! —dijo Rawlins—. Entraremos a coger unas navajas de afeitar y unas toallas y nos arreglaremos un poco.

También cogimos peines, colonia, lociones de afeitar, y entramos en el cuarto de baño. Nos bañamos cantando.

—¿No es increíble? —seguía diciendo Tim Gray—. Estamos usando el cuarto de baño y las toallas y las lociones de afeitar y las máquinas eléctricas de las estrellas de la ópera.

Fue una noche maravillosa. Central City está a más de tres mil metros de altura: al principio uno se emborracha con la altura, luego te cansas y sientes una especie de fiebre en el alma. Nos acercamos a las luces del teatro de la ópera mientras bajábamos por la estrecha calleja; después doblamos a la derecha y visitamos varios antiguos saloons con puertas batientes. La mayoría de los turistas estaban en la ópera. Empezamos con unas cuantas cervezas de tamaño extra. Había un pianista. Más allá de la puerta trasera se veían las montañas a la luz de la luna. Lancé un grito salvaje. La noche había llegado.

Corrimos de regreso a la cabaña minera. Todo continuaba preparándose para la gran fiesta. Las chicas, Babe y Betty, cocinaban judías y salchichas, y después bailamos y empezamos con la cerveza para entonarnos. Rawlins y Tim y yo nos relamíamos. Cogimos a las chicas y bailamos. No había música, sólo baile. El lugar se llenó. La gente empezó a traer botellas. Corríamos a los bares y regresábamos también corriendo. La noche se hacía más y más frenética. Me habría gustado que Carlo y Dean estuvieran aquí (después comprendí que estarían fuera de lugar e incómodos). Eran como el hombre del calabozo y las tinieblas, el underground, los sórdidos hipsters de América, la nueva generación beat a la que lentamente me iba uniendo.

Aparecieron los chicos del coro. Empezaron a cantar «Dulce Adelina». También cantaban frases como: «Pásame la cerveza» y «¿Qué estás haciendo por ahí con esa cara?», y también daban grandes gritos de barítono de «Fi-de-lio».

—¡Ay de mí! ¡Cuánta tiniebla! —canté yo. Las chicas estaban aterradas. Salieron al patio trasero y se nos colgaron del cuello. Había camas en las otras habitaciones, las que no habían sido limpiadas, y yo tenía a una chica sentada en una y hablaba con ella cuando de pronto se produjo una gran invasión de jóvenes acomodadores de la ópera, que sin más agarraron a las chicas y se pusieron a besarlas sin los adecuados preámbulos. Adolescentes, borrachos, desmelenados, excitados… destrozaron la fiesta. A los cinco minutos todas las chicas se habían ido y comenzó una especie de fiesta de estudiantes con mucho sonar de botellas y ruido de vasos.

Ray y Tim y yo decidimos hacer otra visita a los bares. Major se había ido, Babe y Betty se habían ido. Nos tambaleamos en la noche. El público de la ópera abarrotaba los bares. Major gritaba por encima de las cabezas. El inquieto y gafudo Denver D. Doll estrechaba manos sin parar y decía:

—Muy buenas tardes, ¿cómo está usted? —y cuando llegó la medianoche seguía diciendo—. Muy buenas tardes, ¿cómo está usted?

En un determinado momento le vi salir con alguien importante. Después volvió con una mujer de edad madura; al minuto siguiente estaba en la calle hablando con una pareja de acomodadores. Al siguiente momento me estrechaba la mano sin reconocerme, diciendo:

—Feliz Año Nuevo, amigo.

Y no estaba borracho de alcohol, sólo borracho de lo que le gustaba: montones de gente. Todos le conocían.

—Feliz Año Nuevo —decía, y a veces—: Feliz Navidad. —Hacía esto siempre. En Navidad diría—: Feliz Día de Todos los Santos.

En el bar había un tenor al que todos respetaban muchísimo; Denver Doll había insistido en presentármelo y yo intentaba evitarlo como fuera; se llamaba D’Annunzio o algo así. Estaba con su mujer. Sentados en una mesa, tenían aspecto huraño. También había en el bar una especie de turista argentino. Rawlins le empujó para hacerse sitio. El tipo se volvió gruñendo. Rawlins me dio sus gafas y de un puñetazo lo dejó fuera de combate sobre la barra. El hombre quedó sin sentido. Hubo gritos. Tim y yo sacamos a Rawlins de allí. La confusión era tal que el sheriff no podía abrirse paso entre la multitud para llegar hasta la víctima. Nadie pudo identificar a Rawlins. Fuimos a otros bares. Major caminaba vacilante por una calle oscura.

—¡Qué coño pasa! ¿Una pelea? No tenéis más que avisarme.

Se alzaron grandes risotadas por todas partes. Me preguntaba lo que estaría pensando el Espíritu de la Montaña, levanté la vista y vi pinos y la luna y fantasmas de viejos mineros, y pensé en todo esto. En toda la oscura vertiente Este de la divisoria, esta noche sólo había silencio y el susurro del viento, si se exceptúa la hondonada donde hacíamos ruido; y al otro lado de la divisoria estaba la gran vertiente occidental, y la gran meseta que iba a Steamboat Springs, y descendía, y te llevaba al desierto oriental de Colorado y al desierto de Utah; y ahora todo estaba en tinieblas mientras nosotros, unos americanos borrachos y locos en nuestra poderosa tierra, nos agitábamos y hacíamos ruido. Estábamos en el techo de América y lo único que hacíamos era gritar; supongo que no sabíamos hacer otra cosa… en la noche, cara al Este, por encima de las llanuras donde probablemente un anciano de pelo blanco caminaba hacia nosotros con la Palabra, y llegaría en cualquier momento y nos haría callar.

Rawlins insistía en volver al bar donde se había peleado. Tim y yo no queríamos pero nos pegamos a él. Se dirigió a D’Annunzio, el tenor, y le tiró un whisky a la cara. Lo arrastramos fuera. Un barítono del coro se nos unió y fuimos a un bar normal y corriente de Central City. Aquí Ray llamó puta a la camarera. Un grupo de hombres hoscos estaban pegados a la barra; odiaban a los turistas. Uno de ellos dijo:

—Chicos, lo mejor que podéis hacer es largaros de aquí antes de que termine de contar diez —obedecimos. Regresamos dando tumbos a la cabaña y nos fuimos a dormir.

Por la mañana me desperté y me di vuelta en la cama; se levantó una gran nube de polvo. Tiré de la ventana; estaba clavada. Tim Gray estaba en la misma cama. Tosimos y estornudamos. Desayunamos los restos de la cerveza. Babe volvió de su hotel y recogimos nuestras cosas para irnos.

Todo parecía derrumbarse a mi alrededor. Cuando íbamos hacia el coche. Babe resbaló y se cayó de morros. La pobre chica estaba agotada. Su hermano, Tim y yo la ayudamos a levantarse. Subimos al coche; Major y Betty se nos unieron. Se inició el triste regreso a Denver.

De pronto, íbamos montaña abajo y dominábamos la gran llanura marina de Denver; el calor subía como de un horno. Empezamos a cantar. Yo estaba inquieto por verme ya en Frisco.