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En aquellos días no conocía a Dean tan bien como ahora, y lo primero que quería hacer era reunirme con Chad King, cosa que hice. Llamé por teléfono, hablé con su madre.

—¡Vaya, Sal! ¿Qué estás haciendo en Denver? —me dijo.

Chad es un chico rubio y flaco con una extraña cara de brujo que se corresponde con su interés por la antropología y prehistoria de los indios. Su nariz asoma suave y casi blanda bajo el fulgor rubio de su pelo; posee la gracia y belleza de un intelectual del Oeste que ha bailado en las fiestas de los pueblos y ha jugado algo al fútbol. Cuando habla, de su boca sale un trémolo nasal.

—Lo que siempre me ha gustado, Sal, de los indios de las praderas era el modo en que siempre se mostraban embarazados al jactarse del número de cabelleras que habían cortado. En La vida del Lejano Oeste, de Ruxton, hay un indio que se pone colorado como un pimiento porque ha cortado demasiadas cabelleras y entonces corre como el demonio hacia las llanuras a celebrar escondido sus hazañas. ¡Joder, eso me emociona!

Aquella bochornosa tarde en Denver, su madre lo localizó trabajando en el museo local en su estudio sobre la cestería india. Le telefoneé allí; vino y me recogió con el viejo Ford cupé que utilizaba para viajar a las montañas y recoger objetos indios. Llegó a la estación de autobuses con pantalones vaqueros y una gran sonrisa. Yo estaba sentado en mi saco hablando con aquel mismo marinero que había estado conmigo en la estación de autobuses de Cheyenne, y preguntándole qué se había hecho de la rubia. Era tan coñazo que ni me contestó. Chad y yo subimos a su pequeño cupé y lo primero que hicimos fue ir al edificio del gobierno del estado a conseguir unos mapas que él necesitaba. Después tenía que ver a un antiguo profesor suyo, y otras cosas así, y yo lo único que quería era beber cerveza. Y en el fondo de mi mente se agitaba una inquieta pregunta: «¿Dónde está Dean y qué hace ahora?». Chad había decidido dejar de ser amigo de Dean por alguna extraña razón, y ni siquiera sabía dónde estaba viviendo.

—¿Carlo Marx está en la ciudad?

—Sí —pero tampoco se hablaba ya con él.

Y éste fue el comienzo del alejamiento de Chad King de nuestro grupo. Yo echaría una siestecita en su casa aquella tarde. Sabía ya que Tim Gray me tenía preparado un apartamento en la avenida Colfax, y que Roland Major ya estaba viviendo en él y esperaba reunirse allí conmigo. Noté en el aire una especie de conspiración, y esta conspiración dividía en dos bandos al grupo de amigos: por un lado estaban Chad King y Tim Gray y Roland Major, que junto a los Rawlins convenían en ignorar a Dean Moriarty y Carlo Marx. Yo estaba en medio de esta guerra tan interesante.

Era una guerra con cierto matiz social. Dean era hijo de un borracho miserable, uno de los vagos más tirados de la calle Larimer, y de hecho se había criado en la calle Larimer y sus alrededores. A los seis años solía comparecer ante el juez para pedirle que pusiera en libertad a su padre. Solía mendigar en las callejas que daban a Larimer y entregaba el dinero a su padre que esperaba entre botellas rotas con algún viejo amigacho. Luego, cuando Dean creció, empezó a frecuentar los billares de Glenarm; estableció un nuevo récord de robo de coches en Denver, y fue a parar a un reformatorio. Desde los once a los diecisiete años pasó la mayor parte del tiempo en reformatorios. Su especialidad era el robo de coches; luego acechaba a las chicas a la salida de los colegios, y se las llevaba a las montañas, se las cepillaba, y volvía a dormir a cualquier cuartucho de un hotel de mala muerte. Su padre, en otro tiempo un respetable y habilidoso fontanero, se había hecho un alcohólico de vinazo, lo que es peor que ser alcohólico de whisky, y se vio reducido a viajar en trenes de carga a Texas durante el invierno y a regresar los veranos a Denver. Dean tenía hermanos por parte de su difunta madre —había muerto cuando él era pequeño— pero no les gustaba. Los únicos amigos de Dean eran los golfetes de los billares. Dean, que tenía la tremenda energía de una nueva clase de santos americanos, y Carlo eran los monstruos del underground de Denver durante aquella época, junto a los tipos de los billares, y para simbolizar esto mejor, Carlo tenía un apartamento en un sótano de la calle Grant y nos reuníamos allí por la noche hasta que amanecía: Carlo, Dean, yo, Tom Snark, Ed Dunkel y Roy Johnson. Y otros posteriormente.

Mi primera tarde en Denver dormí en la habitación de Chad King mientras su madre hacía las cosas de la casa en el piso de abajo y Chad trabajaba en la biblioteca. Era una cálida tarde de julio en las grandes praderas. No me habría dormido a no ser por el invento del padre de Chad. Era un hombre afectuoso y educado de setenta y tantos años, flaco, delgado y agotado, y contaba cosas saboreándolas lentamente, muy lentamente; eran buenas historias de su juventud en Dakota del Norte, en cuyas llanuras, a fines del siglo pasado, para entretenerse montaba potros a pelo y cazaba coyotes con un bastón. Después se había hecho maestro rural en una zona de Oklahoma, y por fin hombre de negocios diversos en Denver. Todavía tenía una vieja oficina encima de un garaje calle abajo: el buró estaba aún allí, junto con incontables papeles polvorientos que recordaban la excitación y las ganancias pasadas. Había inventado un sistema especial de aire acondicionado. Puso un ventilador normal y corriente en la persiana de una ventana y con un serpentín hacía circular agua fría por delante de las palas. El resultado era perfecto —hasta una distancia de metro y medio del ventilador— aunque luego, al parecer, el agua se convertía en vapor con el calor del día y en la parte de abajo de la casa hacía tanto calor como de costumbre. Pero yo estaba durmiendo justamente debajo del ventilador instalado sobre la cama de Chad, con un gran busto de Goethe enfrente que me miraba fijamente, y dormí enseguida despertándome veinte minutos después con un frío de muerte. Me eché encima una manta y todavía hacía frío. Finalmente tenía tanto frío que no pude volver a dormirme y bajé al otro piso. El viejo me preguntó qué tal funcionaba su invento, y le dije que condenadamente bien, claro que dentro de ciertos límites. Me gustaba el hombre. Tenía tendencia a recordar cosas:

—Una vez fabriqué un quitamanchas que después fue copiado por todas las grandes firmas del Este. Llevo varios años tratando de recuperar mis derechos. Si tuviera bastante dinero para contratar a un abogado decente…

Pero ya era demasiado tarde para ocuparse de encontrar un buen abogado; y seguía sentado allí desalentado. Por la noche cenamos maravillosamente. La madre de Chad preparó filetes de un venado que había cazado en las montañas un tío de Chad. ¿Pero dónde estaba Dean?